LA ISLA

 

 

 

ALDOUS HUXLEY

 

Traducción de Floreal Mazía

Nota

1 Provienen de la misma raíz en inglés (holy, healthy, whole), no en castellano. (N. del T.)

Título original: Island

Diseño de la cubierta: Edhasa

Diseño de la colección: Jordi Salvany

Primera edición impresa: noviembre de 2009

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© 1977, Laura Huxley

© de la presente edición: Edhasa, 1986, 2009

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ISBN: 978-84-3501-861-6

Producido en España

LA ISLA

A Laura

Al elaborar un ideal podemos dar por

supuesto lo que deseamos, pero es

necesario evitar las imposibilidades.

ARISTÓTELES

Capítulo I

—Atención —comenzó a llamar de pronto una voz, y fue como si un oboe se hubiese vuelto de pronto capaz de pronunciación articulada—. Atención —repitió con el mismo tono alto, nasal y monocorde.

Echado como un cadáver entre las hojas muertas, el cabello enmarañado, el rostro grotescamente sucio y magullado, Will Farnaby despertó con un sobresalto. Molly lo había llamado. Hora de despertar. Hora de vestirse. No se podía llegar tarde a la oficina.

—Gracias, querida —dijo, y se incorporó. Un agudo dolor le apuñaló la rodilla derecha, y sintió otros tipos de dolor en la espalda, los brazos, la frente.

—Atención —insistió la voz sin el menor cambio de tono. Apoyado en un codo, Will miró en torno y vio con desconcierto, no el empapelado gris y las cortinas amarillas de su dormitorio de Londres, sino un claro entre árboles y las largas sombras y luces sesgadas de las primeras horas de la mañana en un bosque.

¿Atención?

¿Por qué decía atención?

—Atención. Atención —insistió la voz... ¡Qué extraña, qué insensata!

—¿Molly? —preguntó—. ¿Molly?

El nombre pareció abrir una ventana dentro de su cabeza. De pronto, con esa sensación de culpa horriblemente familiar en la boca del estómago, olió el formol, vio a la pequeña y vivaz enfermera corriendo delante de él por el pasillo verde, oyó el seco crujir de su uniforme almidonado.

—Número cincuenta y cinco —decía la enfermera; se detuvo y abrió una puerta blanca. Él entró y allí, en una alta cama blanca, estaba Molly. Molly, con la mitad de la cara cubierta de vendas y la boca cavernosamente abierta.

—Molly —gritó—, Molly... —Se le quebró la voz y rompió a llorar, implorando—. ¡Querida mía! —No recibió respuesta. A través de la boca abierta la rápida y jadeante respiración surgía ruidosa, una y otra vez—. Querida mía, querida... —De pronto, la mano que sostenía cobró vida por un instante. Luego volvió a quedar inmóvil.

—Soy yo —dijo—,Will.

Los dedos se agitaron una vez más. Lentamente, en lo que era sin duda un enorme esfuerzo, se cerraron sobre los de él, los apretaron y volvieron a aflojarse, inertes.

—Atención —llamó la voz inhumana—. Atención.

Había sido un accidente, se apresuró a asegurarse. El camino estaba mojado, el coche había patinado sobre la línea blanca. Era una de esas cosas que suceden a cada momento. Los periódicos están repletos de ellas; él mismo había informado de decenas de esos accidentes. «Madre y tres niños muertos en violento choque...» Pero eso no venía al caso. El caso es que cuando ella le preguntó si eso era el fin, él le dijo que sí; el caso era que menos de una hora después de terminado el último y vergonzoso encuentro bajo la lluvia, Molly se encontraba en la ambulancia, agonizante.

Will no la miró cuando ella se volvió para alejarse, no se atrevió a mirarla. Contemplar una vez más el pálido rostro sufriente habría sido demasiado para él. Ella se había levantado de la silla y cruzado la habitación con lentitud, para irse lentamente de su vida. ¿Debía llamarla, pedirle que lo perdonase, decirle que aún la amaba? ¿La había amado alguna vez?

Por centésima vez, el oboe vocal le exigió atención.

Sí, ¿la había amado?

—Adiós,Will. —Recordó el susurro de Molly cuando se volvió en el umbral. Y fue ella quien lo dijo... en un murmullo, desde lo hondo del corazón—. Sigo amándote,Will... a pesar de todo.

Un momento después la puerta del apartamento se cerró tras ella casi sin un sonido. Un pequeño chasquido seco, y Molly ya no estaba allí.

Él se puso de pie de un salto, corrió a la puerta y la abrió, escuchando los pasos que se alejaban por la escalera. Como un fantasma al alba, un leve perfume familiar persistía, a punto de desaparecer, en el aire.Volvió a cerrar la puerta, entró en su dormitorio gris y amarillo y miró por la ventana. Pasaron unos segundos y la vio cruzar e introducirse en el coche. Oyó el chirrido del arranque, una, dos veces, y luego el ronroneo del motor. ¿Debía abrir la ventana? «Espera, Molly, espera», se escuchó gritar con la imaginación. La ventana permaneció cerrada; el auto comenzó a avanzar, dobló en la esquina y la calle quedó desierta. Era demasiado tarde. Demasiado tarde, ¡gracias a Dios!, dijo una grosera voz burlona. ¡Sí, gracias a Dios! Y sin embargo, ahí estaba el sentimiento de culpa en la boca del estómago. La culpabilidad, la dentellada del remordimiento... pero a través del remordimiento podía sentir un horrible regocijo. Alguien indigno, obsceno y brutal, alguien extraño y odioso, que sin embargo era él mismo, pensaba alborozadamente que ahora no había nadie que le impidiera tener lo que deseaba. Y lo que deseaba era un perfume distinto, la calidez y elasticidad de un cuerpo más joven.

—Atención —dijo el oboe—. Sí, atención a la fragante habitación de Babs, con su alcoba de color frambuesa, sus dos ventanas que daban sobre Charing Cross Road y que eran contempladas toda la noche por el parpadeante resplandor de un enorme letrero de Porter's Gin situado en la acera de enfrente. Ginebra en regio carmesí... y durante diez segundos la alcoba era el Sagrado Corazón, durante diez milagrosos segundos la arrebolada cara tan próxima a la de él resplandecía como la de un serafín, transfigurada como por un fuego interno de amor. Uno, dos, tres, cuatro... ¡Ah, Dios, que siga eternamente! Pero puntualmente al contar diez el reloj eléctrico encendía otra revelación... pero de muerte, del horror esencial; porque las luces, entonces, eran verdes, y durante diez repugnantes segundos la rosada alcoba de Babs se convertía en un útero de barro, y en la cama la propia Babs tenía un color cadavérico, como de un cadáver galvanizado en epilepsia póstuma. Cuando el Porter's Gin se proclamaba en verde, resultaba difícil olvidar lo sucedido y quién era uno. Lo único que se podía hacer era cerrar los ojos y hundirse —si se podía— más profundamente en el otro mundo de sensualidad, hundirse violenta, deliberadamente, en el enajenador frenesí al que la pobre Molly —Molly («Atención») con sus vendajes, Molly en su húmeda tumba de Highgate, y Highgate, por supuesto, era el motivo de que uno cerrase los ojos cada vez que la luz verde convertía la desnudez de Babs en un cadáver—había sido siempre tan totalmente ajena. Y no sólo Molly. Detrás de sus párpados cerrados, Will veía a su madre, pálida como un camafeo, el rostro espiritualizado por el sufrimiento aceptado, las manos convertidas en monstruosas y subhumanas por la artritis. Su madre, y, detrás de su sillón de ruedas, casi al borde de la obesidad, temblando como gelatina con todos los sentimientos que jamás habían encontrado expresión en el amor consumado, su hermana Maud.

—¿Cómo puedes hacer eso, Will?

—Sí, ¿cómo puedes? —repetía Maud, llorosa, con su vibrante voz de contralto.

No había respuesta. Es decir, no la había en palabras que pudiesen ser pronunciadas en presencia de ellas y que, una vez pronunciadas, esas dos mártires —la madre de su desdichado matrimonio, la hija de la piedad filial— pudiesen entender. No había respuesta, a no ser en palabras de la más obscena objetividad científica, de la más inadmisible franqueza. ¿Cómo podía hacer eso? Podía hacerlo, todas las razones prácticas lo obligaban a hacerlo, porque... bueno, porque Babs tenía ciertas particularidades físicas que Molly no poseía y en ciertos momentos se comportaba de un modo que a Molly le habría resultado impensable.

Se había producido un prolongado silencio; pero ahora, de repente, la extraña voz repitió su antiguo estribillo:

—Atención. Atención.

Atención a Molly, atención a Molly y a su madre, atención a Babs. Y de súbito otro recuerdo surgió de la bruma de vaguedad y confusión. La alcoba color frambuesa de Babs albergaba a otro huésped, y el cuerpo de su dueña se estremecía extáticamente con las caricias de otro. A la culpa que pesaba en el estómago se agregó entonces una angustia que atenazaba el corazón, un agarrotamiento de la garganta.

—Atención.

La voz se había acercado, llamaba desde arriba, a la derecha.Volvió la cabeza, trató de incorporarse para ver mejor; pero el brazo que sostenía su peso comenzó a temblar, cedió y el cuerpo cayó otra vez entre las hojas. Demasiado fatigado para continuar recordando, se quedó echado durante largo tiempo, mirando a través de los párpados entrecerrados. ¿Dónde estaba y cómo demonios había llegado allí? No porque eso tuviese importancia... Por el momento nada tenía importancia, salvo ese dolor, esa debilidad aniquiladora. De cualquier modo, como cosa de interés científico...

Ese árbol, por ejemplo, bajo el cual (por ningún motivo que pudiese conocer) se encontraba, esa columna de corteza gris, con la bifurcación, muy en lo alto, de ramas moteadas por el sol, tenía que ser un haya. Pero en ese caso —y Will se admiró por ser tan lúcidamente lógico—, en ese caso las hojas no tenían derecho a ser tan sin duda alguna perennes. ¿Y por qué un haya habría de sacar sus raíces por sobre la superficie del suelo? Y los absurdos puntales de madera en los que se apoyaba la seudohaya... ¿en qué forma encajaban en el cuadro? Will recordó de pronto su peor verso favorito: «¿Quién apuntaló, preguntas, en aquella época mi espíritu?». Respuesta: ectoplasma congelado, Dalí primitivo. Cosa que excluía definitivamente los Chiltern. Lo mismo que las mariposas que revoloteaban en el denso sol mantecoso. ¿Por qué eran tan grandes, tan increíblemente cerúleas, de ojos y motas tan extravagantes? Púrpura sobre castaño, plata espolvoreada sobre esmeralda, sobre topacio, sobre zafiro.

—Atención.

—¿Quién está ahí? —preguntó Will Farnaby, con voz que pretendía ser fuerte y formidable; pero lo único que salió de su boca fue un graznido leve y tembloroso.

Hubo un silencio prolongado y, en apariencia, profundamente amenazador. Desde el hueco de entre dos puntales de árboles apareció por un momento un enorme ciempiés negro; luego se alejó corriendo sobre su regimiento de patas carmesíes y desapareció en otra hendidura del ectoplasma cubierto de liquen.

—¿Quién está ahí? —graznó otra vez.

Hubo un susurro de hojas entre los matorrales de la izquierda y de repente, como un cucú de un reloj de habitación infantil, surgió un enorme pájaro negro, del tamaño de un grajo... sólo que, ni falta hace decirlo, no era un grajo. Agitó un par de alas con las puntas blancas y, hendiendo el espacio, se posó en la rama más baja de un arbolillo muerto, a unos cinco metros de donde se encontraba Will. Advirtió que su pico era anaranjado y tenía un manchón implume, amarillento, debajo de cada ojo, barbas color canario que le cubrían los costados y la parte trasera de la cabeza con una gruesa peluca de carne desnuda. El pájaro inclinó la cabeza y lo miró primero con el ojo derecho y luego con el izquierdo. Después abrió el pico anaranjado, silbó diez o doce notas de una pequeña melodía en escala pentatónica, hizo un ruido como de quien tiene hipo y, en una frase canturreada, do sol do, dijo: «Ahora y aquí, muchachos; ahora y aquí, muchachos».

Las palabras oprimieron un disparador, y súbitamente lo recordó todo. Ésa era Pala, la isla prohibida, el lugar que ningún periodista había visitado nunca. Y ahora debía de ser la mañana siguiente a la tarde en que cometió la tontería de zarpar solo de la bahía de Rendang—Lobo. Lo recordó todo: la blanca vela curvada por el viento en imitación de un gigantesco pétalo de magnolia, el agua hirviendo en la proa, el chisporroteo de diamantes en las crestas de las olas, y entre una y otra, el jade arrugado de las aguas. Y hacia el este, al otro lado del estrecho, ¡qué nubes, qué prodigios de blancura esculpida sobre los volcanes de Pala! Y sentado ante la caña del timón se sorprendió cantando... se sorprendió, cosa increíble, en el acto de sentirse inequívocamente feliz.

—Tres, tres para los rivales —había declamado al viento.

—Dos, dos para los jóvenes puros, ataviados de verde. Uno es uno, y está solo...

Sí, solo. Completamente solo en la enorme y extensa joya del mar.

—Y siempre será así.

Después de lo cual, ni qué decirlo, sucedió aquello contra lo cual lo habían prevenido todos los marinos cautelosos y experimentados. El negro chubasco salido de ninguna parte, el repentino e insensato frenesí del viento y la lluvia y las olas...

—Ahora y aquí, muchachos —entonó el pájaro—. Ahora y aquí, muchachos.

Lo realmente extraordinario era que estuviese ahí, reflexionó, bajo los árboles, y no allá, en el fondo del estrecho de Pala, o, peor aún, hecho pedazos al pie de los arrecifes. Porque incluso después de que logró, por puro milagro, llevar el yate semihundido a través de las rompientes y encallarlo en la única playa de arena de todos los kilómetros de costa rocosa de Pala, aun entonces no había terminado todo. Los riscos se erguían sobre él, pero en la boca de la cueva había una especie de barranco por el cual descendía un pequeño torrente en una sucesión de delgadas cascadas, y entre las paredes de caliza gris crecían árboles y arbustos. Ciento ochenta o doscientos metros de ascensión en la roca... con zapatos de tenis y todos los puntos de apoyo resbaladizos por el agua. Y después, ¡Dios!, las serpientes. Una negra, enroscada en la rama de la cual se sostenía para subir. Y cinco minutos después, una verde, enorme, en el saliente a que se disponía a trepar. Al terror había sucedido un terror infinitamente más grande. La visión de la serpiente le sobresaltó, le obligó a retirar el pie con violencia, y ese movimiento repentino e impremeditado le hizo perder el equilibrio. Durante un largo y angustioso segundo, con la espantosa conciencia de que ése era el fin, se tambaleó en el borde. Luego cayó. La muerte, la muerte, la muerte. Y entonces, con el ruido de madera astillada en los oídos, se encontró aferrado a las ramas de un arbolillo, el rostro arañado, la rodilla derecha magullada y sangrante, pero vivo. Reinició penosamente la ascensión. Experimentaba un dolor insoportable en la rodilla, pero siguió trepando. No había otra alternativa. Y entonces empezó a disiparse la luz. Al final ascendía casi en la oscuridad, movido por la fe, por la desesperación pura.

—Ahora y aquí, muchachos —gritó el pájaro.

Pero Will Farnaby no estaba ni en ese lugar ni en ese momento. Estaba en la pared de roca, estaba en el terrible momento de la caída. Las hojas secas crujieron bajo su cuerpo; tembló. Violenta, incontrolablemente, tembló de pies a cabeza.

Capítulo II

De repente, el ave dejó de hablar y rompió a gritar. Una aguda vocecita humana dijo «¡Mynah!», y luego agregó algo en un idioma que Will no entendió. Hubo un ruido de pasos sobre hojas secas. Luego un grito de alarma. Después, silen—cio.Will abrió los ojos y vio a dos primorosos niños contemplándolo con los ojos enormemente abiertos de asombro y de fascinado horror. El más pequeño era un chiquillo de cinco o quizá seis años, ataviado sólo con un taparrabos verde. A su lado, llevando un cesto de frutas en la cabeza, había una niña cuatro o cinco años mayor. Tenía unas faldas color carmesí que le llegaban casi hasta los tobillos; pero por encima de la cintura estaba desnuda. A la luz del sol, su piel brillaba como un cobre pálido teñido de rosa.Will los contempló. ¡Qué hermosos eran, y qué perfectos, qué extraordinariamente elegantes! Como dos pequeños potrillos de raza. Un potrillo rotundo y robusto, con un rostro de querubín... así era el niño. Y la chiquilla era otro tipo de animalito de raza, delicado, de carita más bien larga y grave, enmarcada por dos trenzas de cabello negro.

Hubo un chillido más. Encaramado en el árbol muerto, el pájaro se agitaba, nervioso; después, con un chillido final, se zambulló en el aire. Sin apartar la mirada del rostro de Will, la niña tendió la mano en un gesto de invitación. El pájaro aleteó, se posó, batió alocadamente las alas, encontró su equilibrio, plegó las alas y comenzó a hipar.Will observaba sin sorprenderse.Todo era posible ahora... todo. Incluso los pájaros parlantes que se posaban en el dedo de un niño.Trató de sonreírles, pero los labios le temblaban aún, y lo que estaba destinado a ser un signo de amistad debió de parecer una mueca aterradora. El chiquillo se ocultó detrás de su hermana.

El pájaro dejó de hipar y empezó a repetir una palabra que Will no entendió. «Runa»... ¿Era así? No. «Karuna.» Sí, decididamente «Karuna».

Levantó una temblorosa mano y señaló las frutas del redondo cesto. Mangos, bananas... la boca reseca se le hacía agua.

—Hambre —dijo. Luego, intuyendo que en esas exóticas circunstancias la niña podía entenderlo mejor si imitaba a un chino de comedia musical, especificó—: Mí muy hambriento.

—¿Quiere comer? —preguntó la niña en perfecto inglés.

—Sí... comer —repitió él—. Comer.

—¡Vuela, mynah! —La chiquilla retiró la mano. El ave lanzó un graznido de protesta y volvió a su percha del árbol muerto. Elevando los delgados bracitos en un gesto que era como el de una bailarina, la niña levantó la cesta sobre la cabeza y la depositó en el suelo. Eligió una banana, la peló y, entre temerosa y compasiva, avanzó hacia el desconocido. En su incomprensible lenguaje, el chiquillo lanzó un grito de advertencia y se aferró de sus faldas. Con una palabra tranquilizadora, la niña se detuvo, fuera de peligro, y tendió la fruta.

—¿La quiere? —preguntó.

Temblando aún,Will Farnaby extendió la mano. Con suma cautela, la chiquilla se adelantó, volvió a detenerse y, acuclillándose, le observó con atención.

—Rápido —pidió Will en una agonía de impaciencia.

Pero la niña no quería correr riesgos. Con la vista clavada en su mano, para anticiparse a toda señal de un movimiento sospechoso, se inclinó hacia adelante y extendió el brazo con cautela.

—Por amor de Dios —imploró él.

—¿Dios? —repitió la niña con repentino interés—. ¿Qué Dios? —inquirió—. Hay muchos.

—Cualquier condenado Dios que te plazca —contestó él con impaciencia.

—En realidad no me complace ninguno —replicó ella—. Me gusta el Compasivo.

—Entonces sé compasiva conmigo —suplicó Will—. Dame esa banana.

La expresión de la niña cambió.

—Perdón —dijo, disculpándose. Se irguió, dio un rápido paso hacia adelante y dejó caer la fruta en la mano temblorosa del hombre.

—Ahí tienes —dijo, y, como un animalito que elude una trampa, saltó hacia atrás, fuera del alcance de Will.

El chiquillo aplaudió y lanzó una carcajada. La niña se volvió y le dijo algo en su incomprensible lenguaje. Él movió afirmativamente la redonda cabeza, dijo «Muy bien, jefa», y se alejó trotando, por entre una cortina de mariposas azules y sulfúreas, hundiéndose en las sombras del rincón más lejano del claro.

—Le he dicho a Tom Krishna que vaya a buscar a alguien —explicó la niña.

Will terminó de comer la banana y pidió otra, y luego una tercera. A medida que disminuía su hambre, experimentaba necesidad de satisfacer su curiosidad.

—¿Cómo es que hablas tan bien en inglés? —preguntó.

—Porque todos hablan en inglés —respondió ella.

—¿Todos?

—Quiero decir, cuando no hablan en palanés. —Como el tema no le resultaba interesante, agitó una manita y silbó.

—Ahora y aquí, muchachos —repitió el pájaro una vez más, y bajó aleteando de su percha en el árbol muerto y se posó en el hombro de la niña. Ésta peló otra banana, entregó dos tercios a Will y ofreció el resto al mynah.

—¿El pájaro es tuyo? —preguntó Will.

Ella meneó la cabeza.

—Los mynah son como la luz eléctrica —declaró—. No pertenecen a nadie.

—¿Por qué dice esas cosas?

—Porque alguien se las enseñó —respondió la chiquilla con paciencia. ¡Qué burro!, parecía insinuar su tono.

—¿Pero por qué le enseñan esas cosas? ¿Por qué «Atención»? ¿Por qué «Ahora y aquí»?

—Bien... —Buscó las palabras correctas para explicar lo evidente a ese extraño imbécil—. Eso es lo que uno siempre olvida, ¿no es así? Quiero decir, uno se olvida de prestar atención a lo que sucede. Y eso equivale a no estar ahora y aquí.

—Y los mynah vuelan de un lado a otro recordándolo... ¿es eso?

La niña asintió. Por supuesto, era eso. Hubo un silencio.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

Will se presentó.

—Yo me llamo Mary Sarojini MacPhail.

—¿MacPhail? —No era muy admisible.

—MacPhail —aseguró la chiquilla.

—¿Y tu hermanito se llama Tom Krishna? —Ella asintió—. ¡Bueno, qué me dices!

—¿Llegaste a Pala por avión?

—Vine del mar.

—¿Del mar? ¿Tienes un barco?

—Lo tenía. —Will recordó las olas rompiendo sobre la embarcación encallada, oyó, con el oído interior, el estrépito de su impacto. Bajo el interrogatorio de la niña, le relató lo que había sucedido. La tormenta, la varadura del bote, la larga pesadilla de la ascensión, las serpientes, el horror de la caída... Comenzó a temblar de nuevo, con más violencia que antes.

Mary Sarojini escuchó con atención y sin hacer comentarios. Luego, cuando la voz de Will vaciló y finalmente se quebró, se adelantó, y, con el pájaro todavía encaramado en su hombro, se arrodilló junto a él.

—Escucha,Will —dijo, poniéndole una mano en la frente—.Tenemos que librarnos de eso. —Su tono era profesional y serenamente autoritario.

—Ojalá supiera cómo —respondió él, castañeteando los dientes.

—¿Cómo? —repitió la niña—. Pues en la forma acostumbrada, por supuesto.Vuelve a hablarme de esas serpientes, y de cómo te caíste.

—No quiero —dijo él, meneando la cabeza.

—Claro que no quieres —dijo ella—. Pero tienes que hacerlo. Escucha lo que dice el mynah.

—Ahora y aquí, muchachos —continuaba exhortando el pájaro—. Ahora y aquí, muchachos.

—No puedes estar ahora y aquí —continuó la niña— hasta que te hayas librado de esas serpientes. Dime.

—No quiero, no quiero. —Estaba al borde de las lágrimas.

—Entonces jamás te librarás de ellas. Reptarán toda la vida dentro de tu cabeza. Y te lo tendrás merecido —agregó Mary Sarojini con severidad.

Él trató de dominar los temblores, pero su cuerpo había dejado de pertenecerle. Algún otro se había hecho cargo de él, alguien malévolamente decidido a humillarlo, a hacerlo sufrir.

—Recuerda lo que sucedía cuando eras niño —le decía Mary—. ¿Qué hacía tu madre cuando te lastimabas?

Lo tomaba en sus brazos, le decía «Mi pobre niño, mi pobre niñito».

—¿Hacía eso? —Mary habló con un tono de escandalizado asombro—. ¡Pero es espantoso! Es la mejor forma de hacerlo permanente. «Mi pobre niñito» —repitió, burlona—; debe de haberte seguido doliendo durante horas enteras. Y es seguro que no lo olvidarías nunca.

Will Farnaby no hizo comentario alguno; permaneció echado en silencio, sacudido por irreprimibles estremecimientos.

—Bueno, si no lo haces tú, lo haré yo en tu lugar. Escucha,Will: había una serpiente, una gran serpiente verde, y tú casi la pisaste. Casi la pisaste, y te dio un susto tan grande, que perdiste el equilibrio y caíste. Y ahora dilo... ¡Dilo!

—Casi la pisé —susurró él obediente—. Y entonces... —No pudo decirlo—. Y entonces caí —pronunció al cabo, con voz casi inaudible.

Todo el horror volvió a caer sobre él... la náusea del miedo, el sobresalto de pánico que le había hecho perder el equilibrio, y luego un miedo peor aún y la tremenda certidumbre de que eso era el fin.

—Dilo otra vez.

—Casi la pisé. Y entonces...

Se oyó gimotear.

—Está bien, Will. ¡Llora... llora!

El gimoteo se convirtió en un gemido. Avergonzado, apretó los dientes y los gemidos cesaron.

—No, no hagas eso —exclamó Mary—. Déjalo salir, si quiere. Recuerda la serpiente, Will. Recuerda cómo caíste.

Los gemidos volvieron a estallar, y se estremeció con más violencia que antes.

—Y ahora dime lo que ocurrió.

—Pude verle los ojos, la lengua que aparecía y se ocultaba.

—Sí, pudiste verle la lengua. ¿Y qué sucedió luego?

—Perdí el equilibrio, caí.

—Dilo otra vez, Will. —Éste sollozaba ahora—. Dilo de nuevo —insistió ella.

—Caí.

—Otra vez.

Le estaba haciendo pedazos, pero lo dijo:

—Caí.

—Otra vez,Will. —Mary era implacable—. Otra vez.

—Caí, caí. Caí...

Los sollozos disminuyeron gradualmente. Las palabras surgían con más facilidad y los recuerdos que despertaban eran menos dolorosos.

—Caí —repitió por centésima vez.

—Pero la caída no fue muy larga —dijo Mary Sarojini.

—No, no fue muy larga —admitió él.

—Y entonces, ¿a qué viene toda la alharaca? —inquirió la niña.

No había malicia ni ironía en su tono, ni la menor insinuación de censura. Formulaba una pregunta sencilla y directa que exigía una respuesta sencilla y directa. Sí, ¿a qué venía tanta alharaca? La serpiente no le había mordido; no se había roto el cuello. Y de cualquier manera todo aquello había sucedido la víspera. Hoy estaban las mariposas, el pájaro que le llamaba a uno la atención, la extraña niña que le hablaba a uno como una tía severa, que parecía un ángel salido de una mitología poco familiar y que, a cinco grados del ecuador, se llamaba, créase o no, MacPhail.Will Farnaby lanzó una carcajada.

La chiquilla palmoteó y rió también. Un momento más tarde el pájaro posado sobre su hombro se unió a ellos en carcajada tras carcajada de fuerte risa demoníaca, que llenó el claro y repercutió entre los árboles, de modo que todo el universo pareció desternillarse con la enorme broma que era la existencia.

Capítulo III

—Bien, me alegro de que todo esto sea tan divertido —comentó de pronto una voz profunda.

Will Farnaby se volvió y vio, sonriéndole, a un hombre pequeño y delgado, vestido con ropas europeas, que llevaba un maletín negro. Un hombre, calculó, de cerca de sesenta años. Bajo el ancho sombrero de paja el cabello era abundante y blanco, ¡y qué extraña nariz ganchuda!

Y los ojos... ¡qué insólitamente azules en el rostro moreno!

—¡Abuelo! —oyó que exclamaba Mary Sarojini.

El desconocido se volvió de Will a la niña. —¿Qué gracia festejabais? —preguntó. —Bueno —comenzó Mary Sarojini, y se interrumpió un instante para ordenar sus pensamientos—. Bueno, ¿sabes?, él estaba en un bote y ayer hubo una gran tormenta y naufragó... por ahí. De modo que tuvo que trepar por el risco.

Y había unas serpientes, y se cayó. Pero por fortuna había un árbol, de modo que no fue más que un susto. Por eso se puso a temblar tan fuertemente, así que le di unas bananas y le hice repetir la historia un millón de veces. Y de pronto se dio cuenta de que no tenía motivos para preocuparse. Quiero decir, todo eso ha terminado ya. Y eso le hizo reír. Y cuando se rió, yo reí también. Y el mynah nos imitó.

—Muy bien —dijo su abuelo, asintiendo—. Y ahora —agregó, volviéndose hacia Will Farnaby—, después de los primeros auxilios psicológicos, veamos qué podemos hacer por el pobre y viejo Hermano Asno. Soy el doctor Robert MacPhail, de paso. ¿Quién es usted?

—Se llama Will —dijo Mary Sarojini antes de que el joven pudiera responder—. Y su apellido es Far no sé cuánto.

—Farnaby, para ser exactos. William Asquith Farnaby. Mi padre, como podrá adivinar, era un ardiente liberal. Incluso cuando estaba borracho. Especialmente cuando estaba borracho. —Lanzó una áspera carcajada burlona, extrañamente distinta de la jubilosa risa que había saludado su descubrimiento de que en realidad no había motivos para alharaca.

—¿No querías a tu padre? —preguntó Mary Sarojini con preocupación.

—No tanto como hubiera podido quererlo —repuso Will.

—Quiere decir —explicó el doctor MacPhail a la niña— que odiaba a su padre. A muchos de ellos les sucede —explicó entre paréntesis.

Se acuclilló y comenzó a desatar las correas de su maletín.

—Uno de nuestros ex imperialistas, supongo —dijo al joven por encima del hombro.

—Nacido en Bloomsbury —confirmó Will.

—De la clase superior —diagnosticó el médico—, pero no integrante de la subespecie militar o rural.

—Correcto. Mi padre era abogado y periodista especializado en temas políticos. Es decir, cuando no estaba demasiado ocupado alcoholizándose. Mi madre, por increíble que pueda parecer, era la hija de un arcediano. Un arcediano —repitió, y volvió a reír como lo había hecho con la preferencia de su padre por el coñac.

El doctor MacPhail lo miró un instante, y luego volvió a dedicar toda su atención a las correas.

—Cuando ríe de esa manera —hizo notar con tono de desapego científico—, el rostro se le vuelve curiosamente feo.

Desconcertado,Will trató de cubrir su turbación con una broma.

—Siempre es feo —dijo.

—Por el contrario, en un sentido baudeleriano es más bien hermoso. Salvo cuando se dedica a hacer esos ruidos semejantes a los de una hiena. ¿Por qué los hace?

—Soy periodista —explicó Will—. Nuestro corresponsal especial, a quien se le paga para que viaje por todo el mundo e informe sobre los horrores del momento. ¿Qué otro tipo de ruido espera que haga? ¿Cucú? ¿Bla, bla? ¿Marx, Marx? —Volvió a reír y luego enunció una de sus probadas ingeniosidades—. Soy el hombre que no acepta el sí por respuesta.

—Bonito —dijo el doctor MacPhail—. Muy bonito. Pero vayamos al grano. —Sacó del maletín un par de tijeras y comenzó a cortar la pernera desgarrada y ensangrentada que cubría la rodilla herida de Will.

Will Farnaby lo miró y se preguntó, mientras lo miraba, qué proporción de ese inverosímil montañés seguía siendo escocesa y qué proporción tenía de palanés. En cuanto a los ojos azules y la nariz larga no cabía duda alguna. Pero la piel morena, las manos delicadas, la gracia de movimientos... era indudable que provenían de algún lugar situado muy al sur de Tweed.

—¿Nació aquí? —preguntó.

El doctor afirmó con la cabeza.

—En Shivapuram, el día del funeral de la reina Victoria.

Hubo un chasquido final de las tijeras y la pernera cayó al suelo, dejando a la vista la rodilla.

—Feo —fue el veredicto del doctor MacPhail después de un primer examen atento—. Pero no creo que haya nada demasiado grave. —Se volvió hacia su nieta—. Me gustaría que fueras corriendo a la estación y le pidieras a Vijaya que viniese con uno de los otros hombres. Diles que cojan una camilla en la enfermería.

Mary Sarojini asintió y, sin una palabra, se puso de pie y cruzó el claro a la carrera.

Will contempló la figurita que se alejaba... las faldas rojas moviéndose de uno a otro lado, la suave piel del torso brillando, color de rosa y de oro, a la brillante luz del sol.

—Tiene una nieta notable —dijo al doctor MacPhail.

—El padre de Mary Sarojini —dijo el médico luego de un breve silencio— era mi hijo mayor. Murió hace cuatro meses... un accidente, en una ascensión de montaña.

Will masculló su simpatía, y se produjo otro silencio.

El doctor MacPhail destapó una botella de alcohol y se lavó las manos.

—Esto le va a doler —advirtió—. Sugiero que escuche a ese pájaro. —Agitó una mano en dirección al árbol muerto, al cual el mynah había vuelto después de la partida de Mary Sarojini.

—Escúchelo con atención, reflexivamente. Le apartará los pensamientos del dolor.

Will Farnaby escuchó. El mynah había vuelto a su primer tema.

—Atención —llamaba el oboe vocal—. Atención.

—¿Atención a qué? —inquirió, con la esperanza de obtener una respuesta más esclarecedora que la recibida de Mary Sarojini.

—A la atención —respondió el doctor MacPhail.

—¿Atención a la atención?

—Por supuesto.

—Atención —canturreó el mynah en irónica confirmación.

—¿Tienen muchos de estos pájaros parlantes?

—Debe de haber por lo menos mil volando por la isla. Fue una idea del Viejo Rajá. Pensó que le haría mucho bien a la gente. Y quizá sea así, aunque parece un poco injusto para con los mynah. Pero por suerte los pájaros no entienden de discursos estimulantes. Ni siquiera los de san Francisco. Imagínese —continuó—: ¡predicar sermones a tordos y cardelinas! ¡Qué presunción! ¿Por qué no podía tener la boca cerrada y dejar que los pájaros le predicasen a él? Y ahora —agregó con otro tono—, será mejor que empiece a escuchar a nuestro amigo del árbol.Voy a limpiar esta herida.

—Atención.

—Ahí va.

El joven respingó y se mordió los labios.

—Atención. Atención. Atención.

Sí, era cierto. Si se escuchaba con concentración, el dolor no era tan intenso.

—Atención. Atención...

—No entiendo —dijo el doctor MacPhail, mientras tomaba las vendas— cómo logró subir a ese risco.

Will logró reír.

—Recuerde el comienzo de Erewhon —dijo—: «La suerte quiso que la Providencia estuviese de mi parte».

Del extremo más lejano del claro llegó el sonido de voces. Will volvió la cabeza y vio a Mary Sarojini aparecer por entre los árboles, con la falda ondulando mientras corría. Detrás de ella, desnudo hasta la cintura y llevando al hombro las varas de bambú y la lona enrollada de una liviana camilla, caminaba la gigantesca estatua bronceada de un hombre, y detrás del gigante venía un esbelto adolescente de piel morena y

pantaloncitos blancos. /

—Este es Vijaya Bhattacharya —dijo el doctor MacPhail cuando la estatua de bronce se aproximó—.Vijaya es mi ayudante.

—¿En el hospital?

El doctor MacPhail meneó la cabeza.

—Sólo en casos de urgencia —explicó—. Ya no practico la profesión.Vijaya y yo trabajamos en la Estación Agrícola Experimental. Y Murugan Mailendra —agitó la mano en dirección del joven moreno— está con nosotros temporalmente, para estudiar la ciencia del suelo y del cultivo de plantas.

Vijaya se apartó y, poniendo una enorme mano sobre el hombro de su compañero, lo empujó hacia adelante. Contemplando el hermoso y enfurruñado rostro juvenil,Will reconoció de repente, con un sobresalto de asombro, al joven elegantemente ataviado que había conocido, cinco días antes, en RendangLobo, y que viajó con él por toda la isla en el Mercedes blanco del coronel Dipa. Sonrió, abrió la boca para hablar y se contuvo. En forma casi imperceptible, pero inconfundiblemente, el joven había sacudido la cabeza. En sus ojos Will vio una expresión de angustiado ruego. Sus labios se movieron sin emitir un sonido. «Por favor —parecían decir—, por favor...» Will reacomodó la expresión.

—¿Cómo le va, señor Mailendra? —dijo, con tono de negligente formalidad.

Murugan se mostró enormemente aliviado.

—¿Cómo le va? —respondió, e hizo una pequeña inclinación de cabeza.

Will miró en torno para ver si los otros habían advertido lo sucedido.Vio que Mary Sarojini y Vijaya estaban ocupados con la camilla, y que el médico volvía a acomodar las cosas en su maletín. La pequeña comedia se había representado sin público. Era evidente que el joven Murugan tenía sus motivos para no querer que se supiera que había estado en Rendang. Los jóvenes siempre eran jóvenes. Los jóvenes incluso pueden ser muchachas. El coronel Dipa se había mostrado más que paternal hacia su joven protegido, y Murugan se mostraba algo más que filial hacia el coronel... era absolutamente indudable que lo adoraba. ¿Era un simple culto al héroe, una admiración de colegial por el hombre que había realizado una revolución con éxito, liquidado a la oposición para instalarse como dictador? ¿O había además otros sentimientos? ¿Hacía Murugan el papel de Antinoo de su Adriano de negros bigotes? Bueno, si eso era lo que sentía ante bandoleros militares de edad mediana, era cosa de él. Y si al bandolero le gustaban los jóvenes guapos, era cosa de él. Y quizá, continuó reflexionando Will, era por eso que el coronel Dipa se había abstenido de efectuar una presentación formal. /

—Este es Muru —había dicho, cuando el joven fue introducido en la oficina presidencial—. Mi joven amigo Muru. —Y se había puesto de pie y apoyado un brazo sobre los hombros del joven, para llevarlo hacia el sofá y sentarse junto a él.

—¿Puedo conducir el Mercedes? —preguntó en esa ocasión Murugan.

El dictador sonrió con indulgencia y asintió moviendo la bien peinada cabeza. Y había otro motivo para suponer que la curiosa relación era algo más que una simple amistad. Al volante del coche deportivo del coronel, Murugan era un loco. Sólo un enamorado perdido podía confiarse —y confiar sus invitados— a semejante conductor. En el tramo llano entre RendangLobo y los yacimientos petrolíferos, el velocímetro había llegado dos veces a los ciento setenta y cinco; y peor, mucho peor, era seguir por el camino de montaña de los yacimientos a las minas de cobre. Los abismos se abrían ante uno, los neumáticos chirriaban en los recodos, búfalos acuáticos aparecían de entre bosquecillos de bambú a pocos centímetros del coche, camiones de diez toneladas pasaban rugiendo por el costado del camino que no les correspondía.

—¿No está usted un poco nervioso? —se había atrevido Will a preguntar. Pero el bandolero era tan religioso como enamoradizo.

—Si uno sabe que está haciendo la voluntad de Alá, y yo lo sé, señor Farnaby, no hay motivos para el nerviosismo. En tales circunstancias el nerviosismo sería una blasfemia. —Y mientras Murugan viraba para esquivar otro búfalo, abrió su cigarrera de oro y ofreció a Will un Sobranje balcánico.

—Listo —indicó Vijaya.

Will volvió la cabeza y vio la camilla en el suelo junto a él.

—¡Muy bien! —dijo el doctor MacPhail—. Levantémosle. Con cuidado. Despacio...

Un minuto más tarde la pequeña procesión serpenteaba por el caminito, entre los árboles. Mary Sarojini iba delante, su abuelo cerraba la marcha y entre ellos iban Murugan y Vijaya en cada extremo de la camilla.

Desde su lecho móvil,Will Farnaby miró a través de la verde oscuridad como desde el fondo de un mar vivo. Muy arriba, cerca de la superficie, había un susurro entre las hojas, un ruido de monos. Y ahora era una docena de cálaos brincando, como ficciones de una imaginación desordenada, a través de una nube de orquídeas.

—¿Está cómodo? —preguntó Vijaya, inclinándose, solícito, para mirarlo a la cara.

Will le sonrió.

—Lujosamente cómodo —respondió.

—No es lejos —continuó el otro, para tranquilizarlo—. Llegaremos en unos pocos minutos.

—¿Adónde vamos?

—A la Estación Experimental. Es como Rothamsted. ¿Alguna vez fue a Rothamsted cuando estuvo en Inglaterra?

Will había oído hablar del lugar, por supuesto, pero nunca estuvo en él.

—Hace más de cien años que funciona —continuó Vijaya.

—Ciento dieciocho, para ser exactos —dijo el doctor MacPhail—. Lawes y Gilbert iniciaron sus trabajos sobre fertilizantes en 1843. Uno de los alumnos vino aquí a principios de la década del cincuenta para ayudar a mi abuelo a iniciar la estación. Rothamsted en los trópicos... ésa era la idea. En los trópicos y para los trópicos.

La penumbra verde se fue aclarando y un momento más tarde la camilla salió del bosque al resplandor del sol del trópico. Will levantó la cabeza y miró en torno. Estaban no muy lejos del centro de un inmenso anfiteatro. Ciento cincuenta metros más abajo se extendía una amplia llanura, cuadriculada de campos, moteada de grupos de árboles y de casas apiñadas. En la otra dirección las cuestas ascendían centenares de metros hacia un semicírculo de montañas.Terraza sobre terraza, verdes o doradas, desde la llanura hasta el muro dentado de picos, los arrozales seguían las líneas del contorno, destacando cada hinchazón y hundimiento de la ladera en lo que parecía una intención deliberada y artística. Allí la naturaleza no era ya simplemente natural; el paisaje había sido compuesto, reducido, a sus esencias geométricas y traducido, por lo que en un pintor habría sido un milagro de virtuosismo, en términos de esas sinuosas líneas, de esos manchones de color puro y luminoso, radiante.

—¿Qué hacía usted en Rendang? —preguntó el doctor Robert, interrumpiendo un largo silencio.

—Reunía materiales para un artículo sobre el nuevo régimen.

—No creía que el coronel fuese tema periodístico.

—Se equivoca. Es un dictador militar. Eso quiere decir que hay muertes en el aire. Y la muerte siempre es noticia. Incluso lo es el olor lejano de la muerte —rió—. Por eso me dijeron que pasara por allí, de regreso de China.

Y había habido otros motivos que prefería no mencionar. Los periódicos eran sólo uno de los intereses de lord Aldehyde. En otra de sus manifestaciones era la South—East Asia Petroleum Company, era la Imperial and Foreign Copper Limited. Oficialmente,Will había ido a Rendang para olfatear la muerte en el aire militarizado; pero también se le había encomendado averiguar qué opinaba el dictador sobre los capitales extranjeros, qué rebajas impositivas estaba dispuesto a ofrecer, qué garantías contra nacionalizaciones. ¿Y qué proporción de ganancias se podría exportar? ¿Cuántos técnicos y administradores nativos habría que emplear? Toda una sarta de preguntas. Pero el coronel Dipa se había mostrado sumamente afable y dispuesto a colaborar. De ahí el espeluznante viaje, con Murugan al volante, hacia las minas de cobre.

—Primitivas, mi querido Farnaby, primitivas. Urgentemente necesitadas, como usted mismo puede ver, de equipos modernos. —Se había concertado otra entrevista... y se había concertado, recordó Will, para esa misma mañana. Se imaginó al coronel ante su escritorio. Un informe del jefe de policía:

—El señor Farnaby fue visto por última vez en un pequeño bote de vela, solo, rumbo al estrecho de Pala. Dos horas después una tormenta de gran violencia... Presumiblemente muerto...

Y en cambio se encontraba allí, vivo y coleando, en la isla prohibida.

—No le darán el visado —le había dicho Joe Aldehyde en la última entrevista—. Pero quizá pueda desembarcar disfrazado. Con un albornoz o algo por el estilo, como Lawrence de Arabia.

—Lo intentaré —había respondido Will, con el rostro imperturbable.

—Sea como fuere, si logra llegar a Pala, vaya directamente al palacio. La rani (es la reina madre) es una vieja amiga mía. La conocí hace seis años en Lugano. Se hospedaba en la casa del viejo Voegeli, el banquero. Su amante está interesada en el espiritualismo, y organizaron una sesión en mi honor. Una médium, auténtica Voz Directa... sólo que por desgracia hablaba únicamente en alemán. Bueno, después de que se encendieron las luces conversé con ella.

—¿Con la médium?

—No, no. Con la rani. Es una mujer extraordinaria. Ya sabe, La Cruzada del Espíritu.

—¿Ella lo había inventado?

—En efecto. Pero yo prefiero el Rearme Moral. En Asia lo asimilan mejor. Conversamos mucho al respecto, esa noche. Y después hablamos de petróleo. Pala está repleta de petróleo. La South—East Petroleum ha tratado de conseguirlo durante años. Lo mismo que todas las otras compañías.Todo inútil. No hay concesiones petroleras para nadie. Es su política inmutable. Pero la rani no está de acuerdo con eso. Quiere que el petróleo sirva para algo útil en el mundo. Para financiar la Cruzada del Espíritu, por ejemplo. Entonces, como le digo, si llega a Pala, vaya enseguida al palacio. Hable con ella. Averigüe los antecedentes de los hombres que toman las decisiones. Descubra si existe una minoría partidaria de las concesiones y pregunte cómo podemos ayudarla a realizar la tarea.

Y terminó prometiéndole a Will una buena recompensa si sus esfuerzos se veían coronados por el éxito. Lo suficiente como para concederle todo un año de libertad. «No más reportajes.

Nada más que Arte Elevado, Arte, ARTE.» Y lanzó una carcajada escatológica, como si en vez de arte se hubiese hablado de otra palabra, también de cuatro letras. ¡Horrible ser! Pero sea como fuere escribía para los infames periódicos del horrible ser, y estaba dispuesto, por un soborno, a hacer todos los trabajos sucios que le encargase el horrible ser. Y ahora, oh milagro, estaba en tierra de Pala. La suerte había querido que la providencia estuviese de su parte... evidentemente con el expreso propósito de perpetrar una de las siniestras bromas pesadas que son la especialidad de la providencia.

Le volvió a la realidad el sonido de la voz chillona de Mary Sarojini.

—¡Hemos llegado!

Will volvió a levantar la cabeza. La pequeña procesión se había apartado del camino y pasaba por una abertura practicada en una pared de estuco blanco. A la izquierda, en una creciente sucesión de terrazas, había hileras de edificios bajos sombreados por higueras sagradas. Enfrente, una avenida de altas palmeras descendía hacia un estanque de lotos, en el extremo más lejano del cual había un enorme Buda de piedra. Doblando hacia la izquierda, subieron por entre árboles en flor, a través de una mezcla de perfumes, hacia la primera terraza. Detrás de una cerca, inmóvil salvo por el rumiar de las mandíbulas, se veía un toro jiboso blanco como la nieve, semejante a una deidad en su serena y absorta belleza. El amante de Europa quedó atrás y se encontraron con varias aves de Juno que arrastraban su plumaje por el césped. Mary Sarojini abrió la puertecita de un jardincillo.

—Mi bungalow —dijo el doctor MacPhail, y volviéndose hacia Murugan—: Permíteme que te ayude a subir los escalones.

Capítulo IV

Tom Krishna y Mary Sarojini se habían ido a hacer su siesta con los hijos del jardinero vecino. En su sala sumida en la penumbra, Susila MacPhail estaba sentada a solas, con sus recuerdos de dichas pasadas y el actual dolor de su duelo. El reloj de la cocina dio la media hora. Se puso de pie con un suspiro, se calzó las sandalias y salió al tremendo resplandor del sol de la tarde. Levantó la vista al cielo. Por sobre los volcanes, enormes nubes trepaban hacia el cenit. Dentro de una hora llovería. Pasando de un remanso de sombra al siguiente, avanzó por el sendero bordeado de árboles. Con un súbito rumor de alas, una bandada de palomas salió volando de una de las higueras. Con las alas verdes y el pico color coral, el pecho cambiado de color como la madreperla, se alejaron hacia el bosque. ¡Qué hermosas eran, qué indeciblemente encantadoras! Susila estuvo a punto de volverse para sorprender la expresión de placer en el rostro de Dugald vuelto hacia arriba; se contuvo y bajó la mirada al suelo: Dugald ya no existía; no había más que ese dolor, como el dolor de un miembro fantasmal que continúa obsesionando la imaginación, obsesionando incluso las percepciones de los que han sufrido una amputación.

—Amputación —musitó para sí—, amputación... —Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y apartó el pensamiento. La amputación no era una excusa para tenerse lástima, y, a pesar de que Dugald estaba muerto, los pájaros eran tan bellos como siempre y sus hijos, y todos los otros niños, tenían tanta necesidad como siempre de ser amados, ayudados y educados. Si la ausencia de él estaba tan constantemente presente, lo estaba para recordarle que en adelante debería amar por dos, vivir por dos, pensar por dos, percibir y entender, no sólo con sus ojos y cerebro, sino con el cerebro y los ojos que le habían pertenecido a él y, antes de la catástrofe, también a ella, en comunión de deleite e inteligencia.

Pero he aquí la cabaña del doctor. Subió los escalones, cruzó la galería y entró en la sala. Su suegro estaba sentado cerca de la ventana, bebiendo sorbitos de té de un jarro de barro y leyendo el Journal de Mycologie. Levantó la vista cuando ella se acercó y le dedicó una sonrisa de bienvenida.

—¡Susila, querida mía! Me alegro de que hayas venido.

Ella se inclinó y le besó la barbuda mejilla.

—¿Qué es eso que me ha contado Mary Sarojini? —inquirió—. ¿Es cierto que encontró a un náufrago?

—De Inglaterra... Pero vía China, Rendang y un naufragio. Un periodista.

—¿Cómo es?