Uno: «Superfly»


(by Curtis Mayfield)

Había conocido la Plaza Real cuando aún era un bazar de sustancias ilegales y de sexo concertado. Un fortín de crápulas nocturnos, de delincuentes a pequeña escala, de dealers de tres al cuarto. Ahora en cambio se había transformado en un parque temático para guiris, especialmente yanquis, italianos e ingleses a los que Woody Allen, el Futbol Club Barcelona o Ryanair habían animado a visitar la Ciudad Condal, qué rabia le daba ese epíteto.

Desde una de las esquinas de la plaza desafiaba el paso del tiempo y las modas el Jamboree: el club de jazz más prestigioso de Barcelona.

Cuando aún era casi un crío solía dejarse caer sin consultar el programa. En aquella época, todos sus amigos, como el planeta entero, estaban abducidos por el grunge de Pearl Jam y Nirvana. El instituto enseña muchos conocimientos no curriculares y él sabía lo que les pasaba a los raritos, lo que pensaban las chicas de ellos, los profesores e incluso las madres. No quería ser un menosmola, así que nunca se planteó serlo, ya tenía bastante con ser de los pocos que no tenían moto. Sin apenas convicción, lucía camisetas de Sonic Youth, pantalones rotos y botas Martens, igual que el resto, y escuchaba sobre todo los discos de Toole, de Soundgarden y de Stone Temple Pilots. Pero tenía un secreto que escondía como si se tratara de un tercer pezón o de una disfunción eréctil: amaba la música negra. No estaba de moda, sabía que era snob, hasta carca, era cosa de puretas... pero era lo que había. Mientras otros descubrían su tendencia homosexual, sus aptitudes para las drogas o que el amor es finito y con fecha de caducidad, él aceptó que se había enamorado del jazz y el funk. Estilos amorfos, con una estructura de unos cuantos coros de melodía al principio y una coda al final pero sin límite de tiempo a merced de la improvisación y las sensaciones de los músicos que sudaban, gritaban, reían y disfrutaban. Nada más lejos del deprimido y deprimente rock de Seattle del momento, del que sólo envidiaba el exceso de energía.

Entre semana le gustaba escaparse al Jamboree, a escondidas. Mentía a sus compañeros y amigos, que jamás entenderían cómo alguien soportaba por voluntad propia más de cinco minutos de bebop. Bajaba del metro en Liceo y como un hombre casado que va a ponerle los cuernos a su mujer con otra más joven por primera vez, se acercaba con sigilo a la sala, vigilando por si veía a alguien de su entorno diario que pudiera descubrirle. Pasaba por delante del club de jazz dos o tres veces con disimulo. Cerca de la puerta se hacía el remolón para no hacer cola, y cuando la taquilla quedaba libre entraba con la misma celeridad con la que lo hubiera hecho en un burdel.

Debía de ser un martes o un miércoles a finales de la década de los noventa, cuando al bajar las escaleras Joaquín se encontró con dos sorpresas. La primera era que no se permitía fumar a petición del artista. En fin, pensó, otra excentricidad de algún cantante de esos que se miman más las cuerdas vocales que el nabo. Pero quedó descolocado cuando sobre el escenario apareció un tipo de unos cuarenta años vestido con un disfraz de carnaval y armado con un imposible instrumento medieval cilíndrico colgado del cuello. Se hizo el silencio y sobre las mismas privilegiadas láminas de madera que un día sostuvieron a Ella Fitzgeral, a Dexter Gordon o a Tete Montoliu, el juglar del siglo xx hizo girar la manivela del cilindro y sonó un graznido con vocación de gaita. Acto seguido comenzó a recitar en algo que sonaba a latín un poema extrañísimo, en el que cada cierto tiempo repetía versos el que en buena hora ciñó espada, el que en buena hora nació, yo os diré lo que pasó... gesticulaba, giraba la manivela, subía y bajaba el tono de su voz mediocre. Supo luego que era el Cantar del Mío Cid. ¡En el Jamboree! Claro que lo conocía, le habían torturado con el maldito poema épico en su segundo año de bachillerato. La Ibañas era una profesora que se jactaba de ser una experta amazona y amante de los caballos, lo cual era fuente inagotable de no pocas leyendas de pasillo de instituto, que narraban innombrables hazañas zoófilas en las que ella era la heroína épica. Le había suspendido la lite de segundo de bup así que se pasó el verano cabalgando a lomos de Babieca, Rocinante, Clavileño, Platero y su puta madre.

Aquella pantomima no era una broma y si lo era a Joaquín no le hacía ninguna gracia. A la media hora de escuchar una lengua que le costó reconocer como castellano, se levantó y salió a la calle. Antes, preguntó a una camarera que de qué iba todo ese rollo. Ella le alargó el programa del mes, donde explicaba que se trataba de un medievalista de la Universidad Autónoma que quería demostrar que los grandes clásicos nunca mueren porque mantienen la capacidad de conectar con los valores y sentimientos del ser humano, los Universales ponía, pasando por encima de siglos, de modas y de la procedencia o educación del espectador. Joaquín pensó tres cosas: 1.- Que si eso era verdad, el Mío Cid no era un clásico. 2.- Que si el Mío Cid era un clásico, eso no era verdad. 3.- Y que si era un clásico y los clásicos no mueren, él con mucho gusto ayudaría a Don Rodrigo Díaz de Vivar a suicidarse.

A partir de esa noche cambió el Jamboree por otras salas que fueron abriendo y cerrando antes de que les diera tiempo a sus valientes propietarios a amortizar la inversión del traspaso y las reformas, y a él a ser un cliente habitual. Y es que el jazz, como la poesía, ya no era un negocio rentable.

Quince años después volvía a estar allí. Pero en vez de tejanos y una camiseta de Smashing Pumpkins vestía un traje oscuro, una camisa blanca y una corbata estrecha de color negro. Detrás de una de las columnas del templo del jazz observaba a un hombre de mediana edad que, nervioso, prestaba mayor atención al reloj de su muñeca que al cuarteto vizcaíno de encima del escenario.

Joaquín citó en voz alta unos versos de Gil de Biedma antes de sentarse en la mesa junto al señor respetable:

Y la verdad desagradable asoma: morir, único argumento de la obra... o algo así. ¿A usted le gusta el jazz?

—¿Cómo dice? —se sorprendió.

—No, yo creo que no demasiado, usted es más de canción ligera. ¿Salsa, tal vez? Vamos hombre, sincérese.

El hombre de mediana edad estaba demasiado nervioso como para acertar qué es lo que debía hacer. Finalmente, sin saber por qué, obedeció.

—Bueno... a mí me encanta Miguel Bosé. Pero tengo un cedé de jazz para cuando vienen visitas, ya sabe, de ambiente. De fondo es agradable.

—¿Ah sí? Pues ¿sabe? ¡No se lo va a creer! Yo casi nunca tengo visitas, pero cuando aparecen les pongo precisamente a Miguel Bosé y así se piran y dejan de tocar los cojones.

Se llamaba Ramón. Había acudido al Jamboree a la hora acordada, ni un minuto antes ni un segundo después. Se había preparado a conciencia para la que iba a ser, hasta el momento, la noche más dura de su vida. Antes de salir de casa se había tomado un Tranquimacín, el médico de cabecera se los había recetado para la ansiedad, por eso había pedido un agua a una camarera morena que le recordó a un diablo de la Patum de Berga (¿por qué había tenido un pensamiento tan extraño?). No quería que una mezcla contraindicada le nublara la cabeza, necesitaba ser plenamente consciente de lo que estaba a punto de iniciar. Cuando llevaba veinte minutos esperando, su voluntad se había doblegado y le había pedido a la diablesa un whisky solo. Ahora se arrepentía de haber combinado el fármaco con el alcohol. No tardaría en dejar de sentirse mal cuando, en un atisbo de lucidez, llegase a la conclusión de que, aunque hubiera seguido con agua, no conseguiría dar crédito o entender qué estaba sucediendo. En un par de minutos la situación, la conversación y un solo de saxo demasiado estridente le superarían.

—En serio. Bueno, no se piense tampoco que lo hago con todo el mundo. ¿Eh?

—No, yo, bien... Yo ya no pienso nada.

—Una vez llegué a casa y la señora que limpia, una dominicana medio santera, había dejado entrar a unos testigos de Jehová. Y ahí estaban los tres, dándole al palique. Se lo imagina, ¿no?

—Yo, sí, no sé —todo tenía un límite—. Perdone pero, ¿es usted el que...?

—Y nada, los tíos pelmas que no se iban —le interrumpió Joaquín—, que si Dios, que si Cristo, que si la Virgen no se qué, que si la cruz y el Sagrado Cáliz. ¡El Sagrado Cáliz! Yo pensaba, estos van a empezar ahora con los Ciclos Artúricos hasta llegar a Percebal y la búsqueda del Santo Grial. Y la burra de la Lili, que así se llama la dominicana, que si quieren un café, que si pollas en vinagre... Total, que antes de que acabaran hablando de cuando Indiana Jones encuentra el copón que utilizó Jesucristo en la primera Eucaristía me dije: «páralo aquí tío, páralo aquí». ¿Me sigue? Pero ¿cómo pararlo sin violencia? ¿Eh? Cómo pararlo.

—No sé, no sé —fue la respuesta de Ramón a sabiendas de que el fantoche vestido a lo Tarantino no esperaba ninguna.

—¿Sabe qué hice? Mire, pensé que con Miguel Bosé no sería suficiente. Se lo juro. ¿Sabe qué hice? ¿No? Les puse una mierda de disco de Phil Collins, de Phil Collins, con dos cojones.

Mantenía la capacidad de hacerse gracia a sí mismo y rió con ganas el final de la anécdota buscando la complicidad de Ramón mediante un par de codazos.

Milagrosamente Joaquín se calló para oír el final del solo. La saxofonista parecía estar a punto de entrar en trance. Con los ojos en blanco soplaba como si le fuera la vida en ello, convertida en una hechicera tribal que guía al resto de sus compañeros de banda por senderos vírgenes. Cuando terminaron todos estaban exhaustos, especialmente ella. El público aplaudió con sinceridad, igual que Joaquín. Ramón lo hizo por simpatía. Cuando los aplausos se fueron fundiendo, aprovechó para rematar la historia.

—Al final los tuve que echar a hostias. A uno le rompí la nariz con la Biblia de tapa dura que me querían regalar.

El contrabajista se acercó al micrófono del saxo para presentar a la saxofonista, Itziar Amunarriz —¿con ese nombre se puede triunfar en Chicago?

—Vamos a seguir con un tema de Charlie Parker: «Ornithology» —anunció la vizcaína.

—Lo van a destrozar y usted va a acabar de los nervios. Acabe su copa, vamos a dar un paseo —le ordenó a Ramón.

La noche trajo aromas marinos cuando salieron a la plaza. Por la calle Escudellers llegaron a las Ramblas, en silencio. Tal vez Ramón se había equivocado, o tal vez era lo normal. Sólo lo había visto en las películas. Recordó aquella máxima: la realidad supera la ficción. Prefirió guardar silencio hasta que el profesional moviera ficha, al fin y al cabo él era el neófito. Bajaban hacía el mar guiados por el olfato.

—Bien, expóngame su caso, sr. Miguel Bosé.

—Necesito de sus servicios. ¿Cuánto me va a costar?

—Eso depende de cuánto tenga usted. Y de otros condicionantes.

—Quiero que no parezca intencionado, ¿puede ser?

—¿Tiene seguro de vida?

—Sí, pero eso me da igual. Lo único que quiero es restituir mi honor.

—Eso suena a comedia de capa y espada y mi trabajo es muy prosaico —ironizó—. La muerte no restituye nada, en fin, supongo que querrá que sea rápido y lo menos doloroso posible.

—Eso me trae sin cuidado. Bueno, tampoco se ensañe usted.

Jugando con una pelota reglamentaria, un magrebí de unos treinta años que vestía una réplica de la camiseta albiceleste de Messi enfilaba las Ramblas en dirección opuesta. Iba solo, pero aplaudía y sonreía cada una de las dificilísimas acrobacias futbolísticas que realizaba. Al llegar delante de ellos les cerró el paso. Fingió una finta y un regate. Pisó el balón y con un golpe de talón lo hizo rebotar en su puntera para que se elevara y así poder dar quince cabezazos controlados. Bajó la pelota con el pecho y la colocó delante de Ramón. Con la mano le retó para que intentara regatearle.

Vamos tío. Como lo hase Messi. Vamos, vamos, como Lío, intinta, intinta —se burló del poco interés de un Ramón inmóvil, haciéndole un túnel y dándole un pequeño empujón al superarlo. Luego despareció Rambla arriba con la pelota en los pies, cantando «I shot the sheriff» de los Wailers. Joaquín se había divertido con la escena.

—Sabe una cosa, señor Miguel Bosé, eso es la globalización: un africano, jugando a un deporte inglés, con una camiseta de Argentina de la misma marca multinacional que la pelota. Y encima se va cantando una canción caribeña.

Moros de mierda.

En un arrebato violento Joaquín agarró a Ramón por las solapas, con la cara tan cerca que casi se rozaban las narices.

—¿Cómo se llama? Su nombre de pila —si hubiera habido suficiente luz, Ramón podría haber visto los empastes del Blues Brother.

—Me llamo José Antonio —mintió.

—Mire José Antonio, ha de saber que una vez hecho, no hay vuelta atrás. No soy un psicólogo, Dios me libre, pero necesito saber los motivos para espantar cualquier sentimiento de culpa. Porque los hay, aparecen de día o de noche, y te machacan. Así que necesito un porqué.

—Ya le he dicho, quiero venganza.

—¿Venganza? Explíquese —le soltó.

—En fin, no sé. A menudo estoy fuera. Trabajo mucho y gano bien... Supongo que era inevitable: mi mujer se folla al universitario que le da clases de repaso a mi hijo. ¿No le parece cutre? ¿No le parece de telenovela? Una mujer madura, atractiva, malcriada por su marido, se tira a un cabrón de veintidós años. Es patético. Es...

—... de Falcon Crest —completó Joaquín—. Sí, pero no entiendo la venganza, quizá le hace un favor. En cualquier caso, piense en lo que le he dicho, esto puede ser pasajero... siempre y cuando yo no mueva ficha. Le doy dos semanas para que acabe de meditarlo o para que pruebe de hacerlo usted solo. ¿Lo ha intentado?

—¿Yo solo? No, yo no podría.

—Pruébelo. Si todavía sigue convencido, le ayudaré.

—No hacen falta dos semanas, estoy totalmente convencido, y nada de hacerlo solo, no sabría. Es imposible, de verdad.

—Piénselo, no se impaciente. Mi abuela decía «las cosas hay que pensarlas dos veces, y cuatro las que no tienen vuelta atrás».

—Dos semanas ¿está usted loco? Yo necesito a alguien que mate a ser posible hoy mismo a esa zorra.

—¿Cómo? ¿Quiere matar a su mujer? —le miró con sorpresa y desprecio.

—¿Pero usted es tonto?

—Me parece que se ha equivocado, señor Miguel Bosé: yo no mato a terceros. Buenas noches.

Joaquín se alejó, caminando sin prisa y sin volverse atrás, mientras Ramón, otra vez inmóvil, se mordía con furia el labio inferior para contener la rabia.

—Eh, oiga, a dónde va, eh. Mierda.

Se palpó el bolsillo de la americana buscando el móvil y se dio cuenta de que no tenía la cartera. Giró sobre sus tacones, Ramblas arriba ya no quedaba rastro del magrebí. Necesitaba un taxi, un whisky y un cajero automático, pero no tenía ni efectivo ni tarjetas, sólo una moneda de dos euros en el bolsillo del pantalón con la que tendría que pagar un billete de metro para volver a casa. Como un paria.

Moro de mierda. Como lo hase Messi, como lo hase Messi —había fantaseado mil maneras sobre cómo podía acabar aquella noche, incluso que el sicario pudiera robarle y pegarle un tiro, pero nunca imaginó un final tan humillante—. Me cagüen la puta.

 

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Diez: «Race with devil on Spanish highway»


(by Al Di Meola)

A esa hora en la que salen de trabajar aburridas administrativas con la ropa ligeramente arrugada de estar todo el día sentadas en una incómoda silla de ordenador, los bares se llenan de clientes dispuestos a reconciliarse con el mundo sirviéndose tan sólo de una caña y una tapita. Ocurre en ciudades como Madrid, Bilbao, Vigo, Sevilla o Donosti. En Barcelona no, la gente va del trabajo a casa sin pasar por el bar. Quizá por eso David y Esnáider pudieron escoger mesa entre las muchas que quedaban libres aquel martes.

Los dos viejos amigos no se veían últimamente tanto como les hubiese gustado. Siempre hasta arriba de trabajo, ocupados en aumentar sus nada desdeñables fortunas. Esnáider, el segundo de la clase, ejercía de psicólogo clínico, aunque también era médico psiquiatra.

Desde que a finales de cou les hicieron rellenar un impreso con sus elecciones universitarias y Julián Esnáider puso en primera opción la carrera de Psicología, David estuvo mofándose de su amigo durante todo el verano. Y durante el otoño, y la primavera y el siguiente verano y el siguiente otoño... hasta el día de hoy. «De putas va quien no tiene con quien follar o quiere follar de maneras diferentes a las que le propone su pareja. Y al psicólogo, Julián, va quien no tiene con quién hablar o quiere hablar en términos con los que no se atreve a hacerlo a sus amigos o a su pareja. Así de simple. Es lo mismo: dinero por intimidad, dinero por desnudez en ambos casos.» Cuando empezaba con estos razonamientos su amigo Esnáider le cortaba: «Parece mentira que seas tan listo y puedas llegar a pensar y defender semejantes tontadas, so imbécil».

Tal vez por no sentirse menospreciado por su amigo, tal vez por vocación, tal vez por querer conocer los extraños entresijos del funcionamiento del cerebro humano, Julián Esnáider, después de finalizar sus estudios de Psicología especializándose en Psicología Clínica, comenzó la carrera de Medicina. No sabía si profundizar en el ámbito de la Neurología o de la Psiquiatría. Finalmente optó por lo segundo.

En un bar semivacío, David explicaba a su amigo Esnáider el marrón de Ruth. Necesitaba hablar con un amigo, con un psicólogo tal vez. No sólo por haber sentido por primera vez un instinto asesino que casi acaba con la vida de la rubia en Cadaqués, sino que además, buscando una salida, había nacido una idea horrible, la única solución definitiva. No quería cotejarla, no quería la aprobación de Esnáider, sólo quería verbalizarla para que, como un cuervo, dejara de sobrevolar y se posara en su cabeza.

—Es claramente una conducta bipolar. Ándate con ojo —le dijo su amigo, que también ejercía de borrachín a tiempo parcial—. Esa tía parece capaz de cualquier cosa.

—Está como una puta cabra. No sé qué hacer —le reconoció quien siempre había sido el tipo más listo de la clase—. No tengo demasiadas opciones. De momento seguirle el rollo. Si tira de la manta iré a la cárcel y dejaré a Sònia y a los críos debajo de un puente... los críos —repitió—. Aún no ha nacido y ya hablo en plural.

—Yo sólo veo una solución. Ciérrale la boca —entornó los ojos, clavándoselos en las pupilas a David.

—No, no. Meter la mano en la caja es una cosa, pero cargarse a alguien... No.

—¿Ahora tienes problemas de conciencia? No jodas. David, no tienes otra opción.

—Ya lo he intentado... En el hotel y no pude, no puedo. No soy un asesino.

—No tienes por qué ser tú. Busca a un profesional.

—Y enredarlo todo aún más, la mierda me sale por las orejas. Además no me serviría de mucho, sería un parche temporal. Si esa idiota lo ha descubierto, imagínate lo que tardaría en atar cabos un auditor. He dejado un rastro demasiado evidente.

—Joder, pero tendrás un plan de escape. Yo qué sé. Irte a Venezuela.

—No, ninguno. Yo era muy listo, ¿sabes? A mí no me iban a pillar. Buf, Venezuela, y qué, vivir toda la vida como un fugitivo. Sin Sònia. Porque Sònia no me iba a perdonar y se acabaría comiendo todo el marrón. Sólo hay una salida y es con los pies por delante.

—¿Con los pies por delante? ¿Quién, tú? Pero qué dices, ¿estás tonto? Si vas a ser padre otra vez. Disfrutas de la vida, quieres a tu mujer.

—Por eso mismo. Porque la quiero. Lo he pensado mil veces. Si estuviera muerto tal vez Ruth perdería interés en sacar a la luz el desfalco. Y aunque se descubriera el pastel y llegaran a embargarlo todo, mi familia ya habría cobrado el seguro de vida. En cualquier caso Sònia cobra un pastón. Y si además descubre que soy un mierdas de manos largas, la rabia y el rencor le facilitarían rehacer su vida, ¿no crees?

—No, no creo que Sònia piense jamás que eres un mierdas. Sònia te perdonaría. Ya te ha perdonado muchas veces —una nube de silencio se posó sobre ellos—. No puedo creer lo que estás diciendo, hoy mismo hablo con un colega mío para que te extraiga ese... tumor, esa idea estúpida que se te ha ocurrido a ti solito. Déjalo todo y lárgate, o atraca un banco, o mata a esa zorra, o yo qué sé.

—No tengo ningunas ganas de matarme. Ningunas pero esta vez... He de solucionarlo definitivamente. No quiero dejar rastro y, Julián, no soy tan listo. De momento le voy a seguir el rollo pero...

—Va cálmate, vámonos. Invito, pero antes deja que... —sacó un talonario de recetas y empezó a rellenarlo.

—¿Qué coño haces?

—Ya verás, estas pastillas harán que te tranquilices y lo veas todo de otro modo —el psiquiatra le alargó la receta que David rechazó con un manotazo.

—Julián, con cariño, métete esa mierda por el culo.

Un incómodo silencio les acompañó en el trayecto hasta el coche de Sònia. Esnáider, tras cerrar la puerta del vehículo, se lanzó sobre la radio-cd-mp3 como si fuera un salvavidas.

—¿Dónde me dejas? Sabes, aún es pronto, vamos a echar la penúltima.

—La verdad es que no me apetece mucho. Tengo ganas de llegar a casa y ver a Júlia.

Aunque sonaba una canción de Stevie Wonder, la sensación incómoda volvió para ocupar los tres asientos libres del coche.

—Lo tuyo no merece que te quites la vida David, créeme, muchos somos peores que tú —carraspeó antes de continuar—. Aquí donde me ves, tengo las manos manchadas de sangre. He matado, o casi... —David se giró por completo, incrédulo y sorprendido buscando la mirada de confirmación de un Esnáider que se refugiaba clavando los ojos en la calle a través del cristal.

—Esnáider, mírame. Mírame, joder —pero el psicoanalista se resistía a aguantarle la mirada. David, concentrado en el dolor de la confesión de su amigo que seguía dándole la espalda, perdió por completo la vista de la carretera durante suficientes segundos como para saltarse un semáforo y chocar violentamente con un Citroën C4, tan nuevo que parecía salido directamente del concesionario.

Se dio cuenta de lo que había pasado cuando el coche se detuvo después de dar un número indeterminado de vueltas de campana. Se palpó la frente y recogió sus dedos ensangrentados. Sólo rasguños, pensó. Escapó por la ventana y rodeó el vehículo buscando a Esnáider que, atrapado en el esqueleto metálico del Audi de Sònia, mascullaba gemidos de dolor, preso de un ataque de ansiedad. David le tendió la mano entre cristales rotos.

—Llama a un cura, David, llama a un cura.

—Tranquilo, aguanta, que en seguida llegará una ambulancia.

—No quiero un médico, trae a un cura. Tengo las manos manchadas de sangre.

—Yo también, son cortes. Tranquilo, cálmate. ¿Qué dices?, no hables.

—Trae a un puto cura antes de que la palme. Lo necesito, he matado David, escucha. He ayudado a suicidarse a muchas personas. Oh, Dios, qué bien ahora que te lo he dicho, ahora que se lo he dicho a alguien.

—Estás delirando, Esnáider, en seguida vendrá un médico, aguanta.

—No deliro, no deliro, en vez de ayudar a mis pacientes con tendencias suicidas, se los envío a un tipo para que les ayude a matarse. Estoy perdido David, si Dios existe, estoy perdido —dijo antes de perder la consciencia.

 

Cuando finalmente le dejaron pasar a la habitación de hospital, se detuvo unos segundos en la puerta para observar sin ser visto. Se encontró con un Esnáider semimomificado y con una vía clavada en la vena. Estaba consciente, con los ojos abiertos a pesar de los hematomas de los párpados.

—¿Cómo estás?

—Me duelen hasta las uñas de los pies, pero el médico dice que no debo preocuparme, saldré de ésta. Quizá hasta sin secuelas.

Echó de menos no tener la radio del coche a mano para lanzarse sobre el botón de on, como si fuera un bote en medio del Ártico tras el naufragio.

—Por poco, ha ido de un pelo. En cambio tú parece que salgas de un spa. ¿Sólo un par de puntos?

—Doce.

—¿Cómo están los del otro coche?

—Bueno, bien supongo, están peor que yo y mejor que tú. Cabreados, el coche era nuevo.

—¿Y el Audi?

—Para tirar, no sé cuánto me dará el seguro.

—Pues menos mal que no llevabas el Jaguar.

—Menos mal... ¿Quieres que avise a alguien?

—Creía que la palmaba, David, te lo juro... y creía que no te volvería a ver. Supongo que sabrás guardar un secreto.

—Te has puesto muy nervioso, pero ya sabes, mala hierba... Y tú eres un hijo de puta, así que tranquilo. He estado pensando, Julián, y quiero que me ayudéis.

—Sí claro, lo que quieras, lo que quieras.

—Tú y tu socio, quiero que me ayudéis a suicidarme.

—Oye David, yo lo que dije... Ni de coña, no. Es una idea ridícula.

—¿Cuál? ¿Qué me ayudéis?

—No, bueno también. Pero ¿cómo te planteas en serio quitarte la vida de forma racional? Eres un tipo analítico. Estúdialo bien. Eh, David, en serio, me duele mucho la cabeza. Déjalo.

—Si no me ayudáis os denunciaré a la policía, hablo en serio.

—No te creo. No, no vas a liarme.

—¿Por qué no? Me repugna lo que haces. Y yo ya no tengo nada que perder. Voy en serio Julián... Bueno siempre podéis matarme para que no hable, pero llegados a ese punto mejor contar con mi colaboración. ¿No te parece? No me pongas a prueba.

Esnáider se sumió en un largo silencio para meditar por encima de su cefalea. Al cerrar los ojos sintió agujas de vudú en las retinas.

—No le digas que lo sabes, le llamaré y le diré que eres un cliente más. Tendrás unas semanas para pensarlo con calma. Siempre podrás echarte atrás.

—¿A quién llamarás?

—A mi socio. Tú llámale Eutanasio.

 

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