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La isla del tesoro

 

 

 

 

 

 

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Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro

Traducción de Vicente López Folgado

 

 

 

 

 

 

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Colección Biblioteca básica. Serie Clásicos universales

 

La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson

 

Traducción de Vicente López Folgado

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición en papel: marzo de 2013

Primera edición: octubre de 2014

 

© Traductor: Vicente López Folgado

 

© Derechos exclusivos de esta edición:

Ediciones Octaedro, s.l.

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ISBN: 978-84-9921-651-5

 

Ilustraciones interior y cubierta: © Kaffa

Diseño y realización: Ediciones Octaedro

 

Digitalización: Ediciones Octaedro

La isla del tesoro

Robert Louis Stevenson

PARTE I

El viejo bucanero

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Capítulo I

El viejo lobo de mar en la posada Almirante Benbow

El squire1 Trelawney, el doctor Livesey y el resto de aquellos caballeros me rogaron que pusiera por escrito todo lo referente a la isla del tesoro, de cabo a rabo y sin omitir detalle alguno, excepto la localización de la isla, ya que aún queda allí parte del tesoro enterrado. Por lo tanto, cojo la pluma en este año de gracia de 17… y me remonto a aquellos tiempos cuando mi padre regentaba la posada Almirante Benbow,2 y cuando se hospedó bajo nuestro techo el viejo y curtido marino de la cicatriz de sable.

Lo recuerdo como si fuera ayer, caminando renqueante hasta la puerta de la posada, seguido de su cofre marino, que alguien traía en una carreta de mano. Era un viejo de piel curtida, robusto, fornido y alto, con su coleta manchada de alquitrán cayéndole sobre los hombros de su mugrienta casaca azul. Tenía las manos cochambrosas y cuarteadas, unas uñas negras y partidas, y la cicatriz de sable que le cruzaba una mejilla era de un tono lívido y blancuzco. Lo recuerdo echando un vistazo a la caleta mientras silbaba por lo bajo para luego romper súbitamente a entonar aquella antigua canción marinera que cantaría después tan a menudo:

Quince hombres sobre el cofre del muerto…

¡Jo, jo, jo! ¡Y una botella de ron!

Y lo hacía con aquel vozarrón cascado que parecía afinado y roto en las barras del cabrestante. Aporreó la puerta con un trozo de palo, una especie de astil de bichero que portaba, y, cuando acudió mi padre, le pidió en un tono brusco un vaso de ron. Cuando se lo trajo, se lo bebió despacio, como un catador experto, paladeándolo despacio y con fruición, sin dejar de mirar en su entorno, hacia los acantilados y al letrero colgado de la posada.

—Es una magnífica caleta —dijo al fin— y una taberna muy bien situada. ¿Mucho cliente, compadre?

Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia.

—Bueno, pues este es atracadero que me conviene. ¡Eh, tú, compinche! —le gritó al hombre que arrastraba la carreta de mano—. Acércate hasta aquí y sube arriba el cofre. Me voy a quedar aquí de momento —continuó—. Soy un hombre sencillo: ron, tocino y huevos es todo lo que quiero y aquel promontorio allá arriba para ver pasar los barcos. ¿Que cómo me puedes llamar? Llámame capitán. Y, ¡ah!, ya sé lo que esperas, compadre; ahí tienes —y arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral de la puerta—. Ya me avisarás cuando se haya agotado ese dinero —dijo con el aspecto tan temible como el de un patrón de bajel.

Y en verdad, a pesar de su ropa raída y sus expresiones rudas, no tenía el aspecto de un simple marinero, sino la de un timonel o un patrón acostumbrado a ser obedecido o a castigar. El hombre que había portado la carreta nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia delante del Royal George y que allí había preguntado por las posadas situadas a lo largo de la costa. Habiéndole alguien hablado bien de la nuestra, supongo, y descrito como solitaria, la había escogido antes que otras para alojarse. Y eso fue todo lo que supimos de nuestro huésped.

Era un hombre habitualmente muy callado. Se pasaba el día vagando alrededor de la ensenada o por los acantilados con un catalejo de latón bajo el brazo; y por las tardes se sentaba en un rincón de la taberna junto al fuego, y bebía ron fuerte con agua. Normalmente, nunca respondía cuando se le hablaba; solo erguía la cabeza para mirar y lanzaba de repente un resoplido por la nariz como si fuera un cuerno marino. Tanto nosotros como la gente que frecuentaba la taberna aprendimos pronto a dejarlo en paz. Todos los días, al volver de su caminata, preguntaba si había pasado algún marino por el camino. Al principio creímos que preguntaba porque echaba de menos la compañía de gente de su oficio, pero después empezamos a caer en la cuenta de que lo que deseaba era evitarla. Cuando algún marino pedía alojamiento en el Almirante Benbow (como de cuando en cuando solían hacer los que se dirigían a Bristol por el camino de la costa), él lo escudriñaba de arriba abajo, antes de entrar en la sala de estar, por entre las cortinas de la puerta. Siempre permanecía más callado que un mudo mientras viviera allí aquel huésped. Este comportamiento no tenía nada de extraño para mí, por lo menos, puesto que, en cierto modo, yo participaba de sus alertas. Un día me había llevado aparte y me prometió cuatro peniques de plata, cada primero de mes, a condición de «estar con ojo avizor por si aparecía un marino con una sola pierna». A menudo, al llegar el día señalado y pedirle yo el salario, solo me soltaba un resoplido por la nariz y se me quedaba mirando desafiante. Pero antes de que acabara la semana parecía haberlo pensado mejor y me daba mis cuatro peniques a la vez que me repetía las órdenes de estar alerta ante la llegada «del marino con una sola pierna».

Huelga decir cómo mis sueños se poblaron con las más terribles imágenes de ese personaje. En noches de borrasca, cuando el viento bramaba por las cuatro esquinas de la casa y la mar encrespada rugía en la ensenada al romper contra los acantilados, se me aparecía de mil formas distintas y con las más diabólicas expresiones. Unas veces con su pierna cercenada a la altura de la rodilla, y otras, de la cadera; en otras era una criatura monstruosa de una única pierna que nacía en el centro del tronco. En la peor de mis pesadillas, le veía saltar, correr y perseguirme por encima de setos y zanjas. En resumidas cuentas, pagué bien caro mis cuatro peniques con tan espantosas visiones.

Pero, aunque aterrado por la imagen de aquel marino con una sola pierna, yo era quizá, de cuantos trataban al capitán, el que menos miedo le tenía. Había noches en que bebía más ron con agua de lo que su cabeza soportaba, y entonces se sentaba a cantar sus viejas canciones marineras, infames y horrorosas, sin importarle nadie. Pero en otras ocasiones convidaba a una ronda a toda la clientela presente y les obligaba a escuchar, atemorizados, sus historias y a corear sus canciones. No pocas noches sentí estremecerse la casa con su «¡Jo, jo, jo! ¡Y una botella de ron!», que todos los presentes se esforzaban en acompañar, a cuál más fuerte, con un miedo cerval a despertar su enojo. Porque en tales arrebatos era la compañía más autoritaria que jamás haya visto; daba puñetazos en la mesa para imponerles a todos silencio y estallaba, hecho una furia, bien porque alguien le hacía una pregunta, o bien porque nadie se la hacía, pues sospechaba que la audiencia no seguía el hilo de su relato. Tampoco permitía que nadie abandonase la posada hasta que él ya se había embriagado de ron y se iba, somnoliento y tambaleándose, a dormir.

Lo que más asustaba a la gente eran las historias que contaba. Terroríficos relatos eran aquellos —ahorcamientos, «paseos por la tabla»,3 tempestades en alta mar, leyendas de la isla de la Tortuga4 y temibles hazañas y parajes del Caribe—. Por lo que contaba él mismo, debía haber pasado su vida entre la gente más malvada que Dios haya permitido surcar esos mares; y el vocabulario con que refería estos relatos escandalizaba a nuestros sencillos campesinos tanto como los delitos que describía. Mi padre no cesaba de decir que aquel hombre sería la ruina de nuestra posada, porque pronto la gente dejaría de venir aquí si solo sufría humillaciones y acababa luego la noche temblando de miedo. Pero, en mi opinión, su presencia nos fue beneficiosa. Es cierto que la gente al principio se sentía atemorizada, pero luego, al recordarlo, lo encontraban divertido. Resultaba intrigante en medio de la tranquila vida rural; y entre los mozos del lugar había algunos que parecían admirarlo, pues le denominaban como «un auténtico lobo de mar» y «un viejo tiburón» y apelativos por el estilo; y opinaban que hombres como aquel habían dado a Inglaterra la fama de temible en los mares.

No obstante, de alguna manera hizo cuanto pudo por arruinarnos; porque se quedó apalancado en la posada semana tras semana, y después, un mes tras otro, de forma que, aunque su dinero se había agotado hacía ya tiempo, mi padre no reunía el valor necesario para insistirle en que nos pagara. A la menor insinuación de dinero, el capitán resoplaba tan fuerte por la nariz que más se parecía a un rugido animal, y clavaba en mi padre unos ojos tan feroces, que el pobre hombre salía aterrado de la estancia. Le he visto muchas veces, después de tan brutal reacción, retorcerse desesperado las manos, y estoy convencido de que el enojo y el miedo que sentía por entonces debieron acelerar su temprana y desdichada muerte.

En todo ese tiempo que convivió con nosotros no se mudó el capitán de indumentaria, excepto unas medias que compró a un buhonero. Un día se le cayó un ala del sombrero, y la dejó así colgada desde entonces, aunque debía resultar enojoso cuando soplaba el viento. Aún recuerdo el estado lamentable de su vieja casaca, que remendaba él mismo en su cuarto, y que al final no era ya sino un puro remiendo. Nunca escribía carta alguna y tampoco las recibía, ni jamás habló con nadie salvo con los vecinos, y aun con estos solo si estaba bastante borracho de ron. Su cofre marino ninguno de nosotros pudimos verlo nunca abierto.

Solo en una ocasión se le enfrentó alguien, y esto ocurrió ya hacia el final, cuando a mi padre se le agravó el mal que le aquejaba y que acabó con su vida. El doctor Livesey vino un día al atardecer para ver a su paciente, tomó una ligera cena que le ofreció mi madre y pasó luego a fumar una pipa en la sala mientras esperaba a que trajesen su caballo del pueblo, pues en la vieja posada Benbow carecíamos de establos. Le seguí detrás, y aún recuerdo observar el contraste entre el aseado y pulcro doctor, con su peluca empolvada blanca como la nieve y sus brillantes ojos negros y agradables modales, con nuestros patanes de vecinos; pero sobre todo el contrate que ofrecía con aquel zafio, sucio y legañoso espantapájaros de pirata nuestro, lleno ya de ron y tirado sobre la mesa. De repente él —es decir, el capitán— se puso a cantar su sempiterna canción:

Quince hombres en el cofre del muerto.

¡Jo, jo, jo! ¡Y una botella de ron!

El ron y el diablo hicieron el resto.

¡Jo, jo, jo! ¡Y una botella de ron!

Al principio me imaginé que el «cofre del muerto» debía de ser aquel mismo enorme baúl que estaba arriba, en su cuarto, y esa imagen se mezclaba en mis pesadillas con las del «marinero de una sola pierna». Pero para entonces ya habíamos dejado de prestar mucha atención al estribillo de esa canción; esa noche ya no era una novedad para nadie salvo para el doctor Livesey, a quien, por cierto, no pareció causarle una impresión agradable, ya que lanzó por un instante una mirada llena de enojo, para seguir luego conversando con el viejo Taylor, el jardinero, sobre un nuevo remedio para el reúma. Mientras tanto, el capitán empezó a reanimarse con sus propios cantares y acabó dando unos fuertes manotazos en la mesa, con lo que ya todos entendimos que quería imponer silencio. Cesaron todas las voces, menos la del doctor Livesey, que continuó hablando con voz clara y suave, mientras le daba fuertes chupadas a la pipa cada dos palabras. El capitán se quedó mirándolo con rabia, volvió a dar un manotazo en la mesa, volvió a echarle otra mirada furiosa, para prorrumpir finalmente en un soez juramento:

—¡Silencio ahí, en el entrepuente!

—¿Se dirigía a mí, caballero? —preguntó el médico. Y cuando el rufián, con otro juramento, le respondió que así era, le replicó el doctor Livesey—: Le voy a decir una cosa, señor: si continúa bebiendo ron de ese modo, ¡el mundo se verá muy pronto libre de un deleznable bellaco!

El viejo marinero montó en cólera. Se levantó de un brinco y sacó su navaja marinera de muelle, y sosteniéndola en la palma de la mano, amenazó con ensartar al doctor contra la pared.

El doctor ni siquiera se inmutó. Le habló como antes, mirándole por encima del hombro y en el mismo tono de voz, bastante alto, para que todos pudieran oírle, pero totalmente sereno y firme:

—Si no guarda usted ahora mismo esa navaja en el bolsillo, yo le prometo, por mi honor, que será ahorcado en la próxima sesión del Tribunal del Condado.

Durante unos instantes ambos se retaron con la mirada, pero, al final, el capitán acabó cediendo, guardó la navaja y volvió a sentarse gruñendo cual perro apaleado.

—Y oigame, señor —prosiguió el doctor—, puesto que ahora sé que en mi distrito vive tal individuo, puede estar seguro de que no he de quitarle el ojo de encima ni de día ni de noche. No solo soy médico, también soy magistrado; y, si me llega la más mínima queja sobre su conducta, aunque solo sea por una insolencia como la de esta noche, tomaré medidas para que le detengan y expulsen de aquí. Y basta ya de palabras por hoy.

Al poco rato vino hasta la puerta de la posada el caballo del doctor Livesey, y este partió al galope; el capitán, por su parte, permaneció tranquilo aquella noche y otras muchas a partir de entonces.



1. Título de la nobleza británica campesina de rango inferior que ostentaban los grandes terratenientes hereditarios, quienes solían, además, desempeñar funciones de magistrados en su condado.

2. John Benbow fue un famoso almirante de la Real Marina Inglesa durante el siglo xvii. Murió a manos de unos amotinados de su propio barco.

3. Castigo infligido por los piratas del Caribe en el siglo xvii a sus prisioneros. Consistía en obligarles a caminar con los ojos vendados por una tabla de madera atravesada sobre la borda del barco, hasta que caían al mar para ser pasto de los tiburones.

4. Isla que pertenece a Haití, principal base de los bucaneros franceses del Caribe en el siglo xvii.

Capítulo II

La aparición de Black Dog

Poco después de estos acontecimientos tuvo lugar el primero de los misteriosos sucesos que nos libraron al fin del capitán, aunque, como veremos, no de sus intrigas. Fue aquel un invierno crudo y frío, con prolongadas heladas y furiosas galernas; y tuvimos claro desde el principio que mi pobre padre no llegaría probablemente a ver la primavera; empeoraba más cada día, y mi madre y yo teníamos toda la hostería a nuestro cargo; tuvimos tanto quehacer que apenas prestamos atención a nuestro desagradable huésped.

Fue una gélida mañana de enero, muy temprano. La ensenada estaba cubierta de un manto de escarcha, las olas en calma rompían suavemente en los guijarros de la playa, el sol naciente iluminaba someramente las cumbres de las colinas y brillaba tenue mar adentro. El capitán había madrugado más que de costumbre, y bajó hacia la playa, con el alfanje oscilando bajo los anchos faldones de su andrajosa casaca azul, el catalejo de latón bajo el brazo y el sombrero echado hacia atrás. Recuerdo su aliento, que, al caminar, iba dejando una estela de vapor tras sus pasos. Y lo último que le oí, al desaparecer tras un gran peñasco, fue un vehemente gruñido de indignación, como si todavía estuviera recordado al doctor Livesey.

Bien, pues mi madre estaba arriba, atendiendo a mi padre; yo estaba con mis quehaceres y ponía la mesa para cuando regresara el capitán, cuando se abrió la puerta de la sala y apareció un hombre al que jamás había visto. Era un individuo pálido y seboso, al que le faltaban dos dedos en la mano izquierda; y, aunque le colgaba un alfanje, no tenía pinta de pendenciero. Yo estaba siempre pendiente de cualquier marinero, tanto si tenía una pierna como si tenía dos, y recuerdo que este me dejó perplejo, pues no parecía hombre de mar, aunque había algo en su persona que olía a mar.

Le pregunté en qué podía servirle, y dijo que quería beber ron; pero, cuando ya iba a traérselo, se sentó sobre una mesa y me hizo una señal para que me aproximara. Me quedé quieto donde estaba con la bayeta en la mano.

—Acércate, muchacho —me dijo— Acércate más.

Yo di un paso hacia él.

—¿Es esa mesa para mi compadre Bill? —me preguntó con una sonrisa maliciosa.

Le dije que no conocía a su compadre Bill y que aquella mesa era para un huésped nuestro a quien llamábamos el capitán.

—Bien —dijo—, el compadre Bill quiere que le llamen capitán, le guste a uno o no. Tiene una cicatriz en un carrillo y es de trato agradable, sobre todo cuando está bebido, así es mi compadre Bill. Vamos a ver, supongamos que tu capitán tiene una cuchillada en la mejilla… y supongamos que es en la derecha. ¿Eh?, ¡ya me parecía a mí! Entonces, ¿está aquí hospedado mi compadre Bill?

Le contesté que se encontraba fuera dando un paseo.

—¿Por dónde, muchacho? ¿Por dónde ha ido?

Le indiqué el gran peñasco y repliqué que quizá iba a regresar pronto; y al fin, tras responder a otras pocas preguntas, dijo:

—¡Ah! Esto le va a alegrar más que un buen trago a mi compadre Bill.

La expresión de su cara al decir esto no me pareció nada agradable, de modo que pensé que el forastero se equivocaba, incluso suponiendo que pretendiera querer decir lo que decía. Pero ese no era asunto mío, pensé; además, era difícil saber qué hacer. El hombre extraño se puso a esperar justo fuera de la entrada de la hostería, al acecho, como gato esperando al ratón. En un momento dado salí fuera al camino, pero me llamó inmediatamente. Y como a su parecer no obedecí con la presteza que él esperaba, se produjo un cambio radical en su rostro blanquecino, y me mandó entrar mientras profería un juramento tal, que me sobresaltó. Una vez dentro, recobró sus gestos suaves y un tono entre adulador y despectivo; y luego, dándome una palmadita en el hombro, me dijo que yo era un buen chico y que me había tomado afecto.

—Yo tengo un hijo —me contó— que se parece a ti como una gota de agua a otra y que es el orgullo de mi corazón. Pero lo que los muchachos necesitáis es disciplina, hijo, disciplina. Si hubieras navegado con mi compadre Bill, no necesitarías que te dijeran dos veces las cosas, eso dalo por seguro. No era esa la norma de Bill ni la de los que navegaban con él. ¡Pero ahí viene mi compadre Bill con su catalejo bajo el brazo! ¡Bendito sea! Tú y yo vamos a meternos dentro, chaval, y a escondernos detrás de la puerta; vamos a darle a Bill una buena sorpresa. ¡Bendito sea!, digo.

Y diciendo esto, volvió conmigo al salón de la hostería y me puso detrás de él en un rincón, de modo que ambos quedamos ocultos por la puerta. Yo estaba, como podéis imaginar, inquieto y asustado, y mi miedo aumentó aún más al ver que el forastero también daba muestras de temor. Despejó la empuñadura de su alfanje y comprobó que la hoja corría bien en la vaina; y todo ese tiempo que estuvimos esperando no dejó de tragar saliva, como si tuviera, como suele decirse, un nudo en la garganta.

Por fin irrumpió el capitán en la sala, y cerrando la puerta de golpe tras de sí y sin dejar de mirar al frente, la cruzó a grandes zancadas hasta la mesa donde le esperaba el desayuno.

—¡Bill! —gritó el forastero, con una voz que creí que pretendía tener un tono vigoroso y firme.

El capitán giró sobre sus talones y se nos quedó mirando; todo el color bronceado de la cara le había desaparecido y hasta su nariz se volvió lívida; tenía el aspecto de alguien que ve un fantasma o al diablo mismo, o incluso algo peor, si es que existe; sentí, de repente, como si se tornara muy viejo y desvalido.

—Vamos, Bill, me conoces; estoy seguro de que reconocerás a un camarada de tripulación —dijo el forastero.

El capitán, dando un respingo asombrado, emitió una especie de jadeo.

—¡Black Dog! —exclamó.

—¿Y quién, si no? —contestó el otro, ya más relajado—. El mismo Black Dog de siempre, que viene a saludar a su antiguo camarada Bill a la posada del Almirante Benbow. ¡Ah, Bill, Bill! ¡Las de cosas que hemos visto nosotros dos desde que yo perdí estas garras! —dijo levantando su mano mutilada.

—Está bien, mira —dijo el capitán—, me has dado caza; aquí estoy; bien, pues di ya lo que tengas que decir; ¿qué quieres?

—Siempre el mismo, ¿eh, Bill? —respondió Black Dog—. Tienes toda la razón, Billy. Ahora este buen mozalbete, que tanto aprecio, nos va a servir un trago de ron y vamos a sentarnos, ¿quieres?, y vamos a charlar de hombre a hombre, como viejos camaradas.

Cuando regresé con el ron, estaban los dos sentados frente a frente a la mesa del desayuno del capitán. Black Dog, cerca de la puerta, sentado de lado, tenía un ojo puesto en su antiguo compinche, y el otro, pensé yo, en el camino de una eventual huida.

Me pidió que me retirase y que dejara la puerta abierta de par en par, y añadió:

—No se te ocurra, chaval, espiar por el ojo de la cerradura.

Así que los dejé solos y me retiré a la barra.

Durante largo rato, y aunque hice esfuerzos por escuchar, no pude entender más que un apagado y confuso murmullo; pero, al poco, sus voces aumentaron cada vez más de tono y pude captar alguna palabra que otra, sobre todo juramentos del capitán:

—¡No, no, no, no! ¡Y basta ya! —gritó una vez. Y poco después—: ¡Si hay que terminar colgados, pues a la horca todos!

Y de repente se oyó un estallido de juramentos horribles y otros ruidos; la mesa y las sillas rodaron por el suelo con gran estrépito seguido de un cruce de aceros y luego un grito de dolor; unos instantes después vi a Black Dog huir despavorido y al capitán persiguiéndolo con saña, ambos con los alfanjes desenvainados; al primero le manaba sangre del hombro izquierdo. Ya en la puerta, el capitán descargó sobre el fugitivo un tajo tan tremendo que lo habría abierto en canal de no haber chocado la hoja contra nuestro gran letrero anunciador del Almirante Benbow, que colgaba fuera. Todavía se puede ver la muesca que dejó en la parte inferior del marco.

Aquel golpe fue el último de la pelea. Cuando llegó al camino, Black Dog, a pesar de su herida, puso pies en polvorosa, y desapareció detrás de la colina en medio minuto. El capitán, por su parte, se quedó todo perplejo mirando el letrero. Luego se pasó varias veces la mano por sus ojos, y volvió a entrar en la posada.

—¡Jim! —gritó—, ¡ron! —Y al pedírmelo, se tambaleó un poco y trató de sostenerse apoyándose en la pared.

—¿Está herido? —dije extrañado.

—Ron —repitió de nuevo—. He de huir de aquí. ¡Ron! ¡Ron!

Corrí a traérselo, pero estaba tan aturdido por todo lo que había ocurrido que rompí un vaso y estropeé la espita del tonel; y, mientras trataba de recuperar la calma, oí el golpe fuerte en el suelo de la sala. Entré allí corriendo y me encontré al capitán tirado en el suelo cuan largo era. En ese instante, mi madre, alarmada por los gritos y la pelea, se apresuró escalera abajo para acudir en mi ayuda. Entre ambos levantamos la cabeza del capitán. Resollaba hondo y con dificultad; pero tenía los ojos cerrados y un color horrible de cara.

—¡Ay, Dios mío! —gritó mi madre—, ¡qué desgracia cayó sobre esta casa! ¡Y tu pobre padre enfermo!

Entretanto, no teníamos ni idea de qué hacer para auxiliar al capitán. Lo único que pensamos era que había sido herido de muerte en la pelea con el forastero. Traje el ron, eso sí, y traté de que lo ingiriera, pero tenía los dientes muy apretados y las mandíbulas fuertes como el hierro. Fue un gran alivio cuando se abrió la puerta y entró el doctor Livesey, que venía a visitar a mi padre.

—¡Doctor! —exclamamos—, ¿qué podemos hacer?, ¿dónde estará herido?

—¿Herido? —dijo el doctor—. ¡Tonterías! Igual que vosotros y que yo. A este hombre le ha dado una embolia, tal como le advertí. Y ahora, señora Hawkins, vuelva usted al lado de su esposo, y, si es posible, no le cuente nada de esto. Yo ya intentaré salvarle la vida a este miserable truhán. Y aquí, Jim me va a traer una jofaina con agua.

Cuando volví con la jofaina, el doctor había rasgado de arriba abajo la manga del capitán, y dejado al descubierto su enorme brazo nervudo tatuado. «La suerte es mía», «Viento favorable» y «La preferida de Billy Bones», escrito claro y nítido en el antebrazo; y más arriba, junto al hombro, se veía dibujada una horca con un hombre colgado; dibujo realizado con gran realismo, pensé.

—¡Profético! —dijo el doctor, señalando con el dedo el dibujo—. Y ahora, señor Billy Bones, si es que ese es su nombre, vamos a ver el color de su sangre. Jim, ¿te asusta la sangre? —dijo.

—No, señor —respondí.

—Bueno, pues entonces —me dijo— sostén esta jofaina. Y diciendo esto, cogió la lanceta y le abrió una vena.

Manó abundante sangre antes de que abriera el capitán los párpados y se quedara mirando alrededor con la mirada perdida. Primero reconoció al doctor, lo que le hizo fruncir el ceño; luego me vio a mí, y pareció aliviarle algo. Pero, de pronto, se le mudó el rostro y trató de incorporarse, gritando:

—¿Dónde está Black Dog?

—Aquí no hay ningún Black Dog —dijo el doctor— excepto el que lleváis encima. Habéis seguido bebiendo y os ha dado una embolia, tal como os avisé; y en este momento acabo, muy contra mi voluntad, de sacaros de la tumba por los pelos. Y ahora, señor Bones…

—Yo no me llamo así —interrumpió el capitán.

—Tanto me da —replicó el doctor—. Es el nombre de un bucanero que conozco; y así os llamo para abreviar, y lo que tengo que deciros es lo siguiente: un vaso de ron no acabará con vuestra vida, pero a ese le seguirá otro, y luego otro, y apuesto mi peluca a que, si no cortáis, vais a morir, ¿entendéis eso?, moriréis y así iréis al lugar que os corresponde, como el hombre aquel de la Biblia. Vamos, haced un esfuerzo; os ayudaré por esta vez a subir a la cama.

Entre nosotros dos conseguimos, con gran trabajo, hacerlo subir por la escalera y dejarlo en su lecho, en cuya almohada cayó su cabeza como si estuviera medio desmayado.

—Y ahora, cuidado —dijo el doctor—. Yo me tranquilizo la conciencia diciéndoos esto: la sola palabra «ron» significa ya la muerte.

Y, cogiéndome del brazo, salimos de aquel cuarto para ir a ver a mi padre.

—No hay nada que temer —me dijo el doctor tan pronto como cerramos la puerta—. Le he extraído suficiente sangre como para que descanse tranquilo por un tiempo; tendría que quedarse tumbado una semana; eso es lo mejor para él y para vosotros; pero otro ataque podría ser su fin.

Capítulo III

La marca negra

Hacia el mediodía me acerqué a la habitación del capitán para llevarle una bebida fresca y medicinas. Estaba echado de la misma forma como lo habíamos dejado, o algo más incorporado, y parecía estar débil al tiempo que nervioso.

—Jim—me dijo—, tú eres la única persona a quien aprecio aquí; y bien sabes que siempre me porté bien contigo; no he dejado ni un mes de darte tus cuatro peniques de plata. Pero ahora, ya ves, compadre, estoy hecho una piltrafa, abandonado por todos. Escucha, Jim, tráeme un chupito de ron… Venga, chavalín, ¿me lo vas a traer?

—El doctor… —empecé a decir.

Y él prorrumpió en maldiciones contra el doctor con voz apagada pero enérgica.

—Los médicos son todos unos zoquetes —dijo—, y ese vuestro, ese, ¿qué sabe de hombres de mar? He visto tierras que abrasaban como la pez hirviendo, y a camaradas caer muertos como moscas por la fiebre amarilla, y a la tierra temblar como la mar sacudida por terremotos. ¿Qué sabe el médico de cosas como esas? Y he sobrevivido por el ron, que lo sepas; ha sido mi comida y mi bebida, como marido y mujer para mí. Y si me lo quitan ahora, seré como un viejo balandro al pairo y varado en la orilla; mi sangre recaerá sobre ti, Jim, y sobre ese botarate de médico.

Y otra vez prorrumpió en una sarta de juramentos.

—Fíjate, Jím, cómo tiemblan mis dedos —continuó ya con un tono de súplica—. No puedo dejarlos quietos. No he bebido una gota en todo el santo día. Te digo que ese médico es un mentecato. Si no echo un trago de ron, Jim, voy a enloquecer. Ya lo estoy. Estoy viendo al viejo Flint en aquel rincón, detrás de ti, igual que te estoy viendo a ti; y sí, tengo alucinaciones. He llevado una vida muy dura y puedo ser más malo que Caín. El médico mismo me dijo que un vaso no me haría daño. Te daré una guinea de oro por un chupito, Jim.

Cada vez se iba alterando más y esto me alarmó, porque mi padre, que ese día había empeorado, necesitaba tranquilidad; además, las palabras del doctor, ahora citadas, habían sido terminantes, y me sentía ofendido por aquel soborno.

—No quiero su dinero —le dije—, sino el que debéis a mi padre. Os traeré un vaso y ni uno más.

Cuando se lo traje, lo cogió con ansia y se lo bebió de un trago.

—Ah, sí —dijo—, esto ya está mejor, claro que sí. Y ahora, chaval, ¿cuánto tiempo dijo el doctor que debía estar en esta maldita litera?

—Una semana, por lo menos —le contesté.

—¡Rayos! —exclamó—. ¡Una semana! De eso ni hablar. Para entonces ya me habrían mandado «la marca negra». Esos rufianes deben de andar ya por ahí husmeando mi rastro; son canallas que no han guardado lo suyo y quieren echar la zarpa a lo que es de otro. ¿Es acaso esa la forma de comportarse los hombres de mar? Yo soy un tipo ahorrador; nunca malgasté mi dinero, ni tampoco lo he perdido. Pero les voy a dar esquinazo. No les tengo miedo. Me largaré a otro refugio, compadre, y los voy a burlar.

Conforme hablaba, se había incorporado con mucho esfuerzo de la cama, de modo que se aferraba a mi hombro con tal fuerza que casi me hizo gritar de dolor, y movía sus piernas como un peso muerto. Sus palabras, vigorosas como eran en su sentido, contrastaban penosamente con la voz apagada que las pronunciaba. Descansó cuando consiguió sentarse al borde de la cama.

—Ese médico me ha liquidado —murmuró—. Me están zumbando los oídos. Recuéstame.

Pero antes de que pudiera ayudarle, se desplomó sobre el lecho y permaneció un rato en silencio.

—Jim —dijo al rato—, ¿te fijaste bien en ese marinero?

—¿Black Dog? —pregunté.

—¡Ah!, Black Dog —dijo él—. Ese es un canalla; pero aún son peores los que lo envían. Escucha, si yo no puedo escaparme, si ellos me envían «la marca negra», estate con el ojo avizor; lo que andan buscando es mi viejo cofre. Coge un caballo. Sabes montar, ¿no es así? Bien, pues entonces monta y sal al galope y —sí, lo haré—, avisa a ese botarate de médico tuyo, y dile que llame a cubierta, magistrados y gente así, que pueden atraparlos a todos, a bordo del Almirante Benbow; toda la tripulación del viejo Flint, viejos y jóvenes, lo que queda de ella. Yo era el segundo de a bordo, el segundo de Flint, y soy el único que conoce dónde está el lugar. Me lo confió en Savannah, cuando se estaba muriendo, como yo ahora, ¿sabes? Pero tú no abras el pico a no ser que me manden «la marca negra», o si vieras otra vez a Black Dog, o a un marinero con una sola pierna, Jim. Este último sobre todo.

—Pero ¿qué es la marca negra, capitán? —pregunté.

—Es un aviso, compañero. Ya la verás si es que me la envían. Ahora tú ten los ojos bien abiertos, Jim, y te juro por mi honor que iremos a partes iguales.

Todavía siguió divagando un rato más, pero su voz se fue debilitando poco a poco; y al poco tiempo le di a beber su medicina, que tomó como un niño, e iba diciendo:

—Si alguna vez ha necesitado drogas un marinero, ese soy yo —y al fin cayó en un sueño profundo, y yo lo dejé.

No sé qué habría hecho si todo hubiera discurrido bien; quizá le habría contado al doctor toda esta historia, porque sentía un miedo atroz de que el capitán se arrepintiera de su confesión y tratara de liquidarme. Mas resultó que aquella misma noche mi pobre padre murió de repente, lo que hizo que quedaran a un lado las demás preocupaciones. El dolor que nos embargaba, las visitas de nuestros vecinos, la preparación del funeral y, a la vez, atender a los quehaceres de la hostería me mantuvieron tan ocupado que apenas tuve tiempo de pensar en el capitán y menos aún de sentirme amedrentado por él.

A la mañana siguiente bajó al comedor y tomó su desayuno como de costumbre, aunque escaso, pero bebió, me temo, más ron del que solía, pues él mismo se encargó de servirse a su gusto. Tenía tal aire amenazador y daba tales bufidos por la nariz que ninguno de los presentes osó cruzarse con él. La noche antes del funeral, borracho como siempre, fue indignante oírle, en esa casa de duelo, cantar su odiosa y vieja canción marinera. Pero, aun cuando estaba débil, todos temíamos su violencia, y tampoco estaba allí el doctor, quien después de la muerte de mi padre había tenido que atender a un enfermo a muchas millas de allí. Ya he dicho lo débil que parecía el capitán; y en verdad, parecía ir debilitándose lentamente en vez de recobrar las fuerzas. Subía y bajaba las escaleras con mucha fatiga, pasaba del salón al bar y al revés, y de vez en cuando asomaba la nariz a la puerta para oler el mar; luego volvía apoyándose en los muros y respirando fatigado como quien asciende una escarpada montaña. No parecía reparar en mí y creo que se había olvidado por completo de sus confidencias; pero su temperamento era más veleidoso y más violento que nunca, a pesar de su debilidad. Era alarmante verle desenvainar su largo alfanje cuando más ebrio estaba, y ponerlo delante de él sobre la mesa. Pero, a pesar de ello, no prestaba menos atención a la gente, y parecía sumido en sus propias meditaciones. Una vez, para gran asombro nuestro, empezó a cantar una canción que jamás le habíamos oído, una especie de canción de amor campesina que debió de aprender en su juventud antes de hacerse a la mar.

Así continuaron las cosas hasta un día después del funeral en que, a eso de las tres de una tarde desabrida, heladora y envuelta en niebla, estaba yo casualmente asomado a la puerta, recordando con tristeza la muerte de mi padre, cuando divisé a lo lejos a alguien que se acercaba despacio por el camino. Se trataba de un ciego, porque iba tanteando el suelo con bastón y llevaba un gran parche verde que le cubría los ojos y la nariz; caminaba encorvado seguramente debido a la edad o al cansancio, y se cubría con un enorme capote viejo y andrajoso de marinero, con una capucha que le daba un aspecto deforme. En mi vida había visto yo una figura más siniestra. Se detuvo al llegar frente a la posada y, alzando una voz con un extraño soniquete, dijo dirigiéndose al aire frente a sí:

—¿No habrá un alma caritativa que le diga a este pobre ciego, que ha perdido la preciosa luz de sus ojos en defensa de Inglaterra, y ¡Dios bendiga al rey George!, dónde o en qué lugar de su país se encuentra?

—Estáis en la posada del Almirante Benbow, junto a la ensenada de Black Hill, buen hombre —le dije.

—Oigo una voz —dijo él—, la voz de un muchacho. ¿Querrás darme la mano, mi buen amigo, y conducirme adentro?

Le tendí la mano, y aquel ser horrible, invidente y de voz blanda, la agarró de repente como una tenaza. Yo me asusté tanto que traté a toda costa de soltarme, pero el ciego, de un fuerte tirón, me atrajo contra él.

—Ahora, muchacho —me dijo—, llévame a donde está el capitán.

—Señor —le dije—, la verdad, no me atrevo.

—¡Oh! —dijo con sorna—. ¡Es eso! ¡Llévame directamente o te rompo el brazo!

Y diciendo esto, me lo retorció con tal violencia que grité de dolor.

—Señor —le dije—, es por su bien. El capitán no es ya el que era. Está siempre con el alfanje desenvainado. Otro caballero…

—¡No repliques! ¡Vamos! —dijo interrumpiéndome; y jamás he oído una voz tan cruel, fría y desagradable como la de aquel ciego. Esto me atemorizó aún más que el propio dolor, y no me quedó más remedio que obedecerlo al instante. Lo conduje directamente hasta la puerta de la sala, donde nuestro viejo bucanero enfermo estaba sentado adormecido por el ron. El ciego seguía pegado a mí, sujetándome con el puño de hierro y apoyando sobre mí más peso del que podía soportar.

—Llévame derecho a su lado y, cuando estemos a la vista, grita: «Aquí está un amigo suyo, Bill». Si no obedeces, te haré esto —y volvió a retorcerme el brazo con tal fuerza que creí desmayarme.

Yo estaba tan aterrorizado por el ciego que me olvidé del miedo que me infundía el capitán, así que abrí la puerta de la sala, entré y dije con voz trémula lo que el ciego me había ordenado.

El pobre capitán levantó los ojos y la primera mirada le bastó para disipar los efectos del ron y para recobrar de inmediato la lucidez. La expresión de su cara, más que de terror, fue de un decaimiento mortal. Hizo intención de levantarse, pero no creo que le quedaran ya suficientes fuerzas en el cuerpo.

—Quédate donde estás, Bill —dijo el mendigo—. Aunque no puedo ver, mi oído puede sentir un solo dedo que se mueva. Vamos directos al grano. Alarga la mano izquierda. Muchacho, sujétale la mano por la muñeca y acércamela a mi derecha.

Ambos lo obedecimos al pie de la letra, y vi que el ciego le pasaba algo del hueco de la mano en que sostenía el bastón a la palma de la del capitán, que la apretó al instante.

—Y ahora ya está hecho —dijo el ciego; y diciendo esto, me soltó de inmediato y con una increíble seguridad y destreza salió de la sala y ganó el camino, desde donde, antes siquiera de que yo reaccionara, oí el toc, toc, toc de su bastón al alejarse.

Pasó algún tiempo antes de que el capitán y yo saliéramos de nuestro estupor; pero finalmente, y casi al mismo tiempo, solté yo su muñeca, que aún tenía sujeta, y él acercó la mano para mirar lo que apretaba en su palma cerrada.

—¡A las diez! —gritó—. ¡Quedan seis horas! ¡Aún les vamos a dar esquinazo!

Y se puso en pie como un rayo.

Al hacerlo, se tambaleó, se llevó la mano a la garganta, se quedó unos segundos vacilante y sin equilibrio, y después, con un extraño gemido, cayó de bruces al suelo cuan largo era.

Corrí a socorrerlo, llamando a voces a mi madre. Pero toda la prisa resultó inútil. El capitán había muerto de un fulminante ataque de apoplejía. Es algo difícil de entender, ya que nunca me había gustado aquel hombre, aunque al final había comenzado a inspirarme lástima, pero al verlo allí muerto, se me llenaron de lágrimas los ojos. Era la segunda muerte que conocía, y el dolor de la primera todavía estaba reciente en mi corazón.