Cubierta

MARIE RUTKOSKI

LA MALDICIÓN DEL
GANADOR

TRILOGÍA DEL GANADOR: LIBRO UNO

Plataforma Editorial neo

Índice

    1. Capítulo 1
    2. Capítulo 2
    3. Capítulo 3
    4. Capítulo 4
    5. Capítulo 5
    6. Capítulo 6
    7. Capítulo 7
    8. Capítulo 8
    9. Capítulo 9
    10. Capítulo 10
    11. Capítulo 11
    12. Capítulo 12
    13. Capítulo 13
    14. Capítulo 14
    15. Capítulo 15
    16. Capítulo 16
    17. Capítulo 17
    18. Capítulo 18
    19. Capítulo 19
    20. Capítulo 20
    21. Capítulo 21
    22. Capítulo 22
    23. Capítulo 23
    24. Capítulo 24
    25. Capítulo 25
    26. Capítulo 26
    27. Capítulo 27
    28. Capítulo 28
    29. Capítulo 29
    30. Capítulo 30
    31. Capítulo 31
    32. Capítulo 32
    33. Capítulo 33
    34. Capítulo 34
    35. Capítulo 35
    36. Capítulo 36
    37. Capítulo 37
    38. Capítulo 38
    39. Capítulo 39
    40. Capítulo 40
    41. Capítulo 41
    42. Capítulo 42
    1. Nota de la autora

Una vez más, para Thomas

1

NO DEBERÍA HABER CAÍDO EN LA TENTACIÓN. ESO fue lo que pensó Kestrel mientras recogía las monedas de los marineros de la mesa de juego improvisada que habían montado en un rincón del mercado.

–No os vayáis –dijo un marinero.

–Quedaos –añadió otro.

Pero Kestrel cerró su monedero de terciopelo y se lo colgó de la muñeca. El sol había descendido y teñía todo de un tono caramelo, lo que significaba que había estado jugando a las cartas el tiempo suficiente como para llamar la atención de ciertas personas.

Personas que se lo contarían a su padre.

Las cartas ni siquiera eran su juego favorito. Aquellas monedas no alcanzarían ni remotamente para pagar su vestido de seda, que se le había enganchado en el cajón astillado que había usado para sentarse. Pero los marineros eran mucho mejores adversarios que la mayoría de los aristócratas. Volvían las cartas con expresiones feroces, soltaban palabrotas cuando perdían, y también cuando ganaban, serían capaces de sacarle hasta la última clave de plata a un amigo. Y hacían trampas. Kestrel se divertía más cuando hacían trampas. Así no le resultaba tan fácil ganarles.

Sonrió y se alejó. Pero entonces se le borró la sonrisa. Tendría que pagar por esa hora de riesgo y emoción. Su padre no se pondría furioso por el hecho de que hubiera estado jugando ni por la gente con la que se había mezclado. No, el general Trajan iba a querer saber por qué su hija estaba sola en el mercado de la ciudad.

Otras personas también se preguntaban lo mismo. Podía verlo en sus ojos mientras caminaba entre los puestos que ofrecían sacos abiertos de especias, cuyos aromas se mezclaban con el aire salado que llegaba del puerto cercano. Kestrel se imaginó las palabras que la gente no se atrevía a susurrar a su paso. Por supuesto que nadie hablaba. Sabían quién era. Y ella sabía qué dirían.

¿Dónde estaba el acompañante de lady Kestrel?

Si no disponía de un amigo o un pariente que pudiera acompañarla al mercado, ¿por qué no había llevado a un esclavo?

Bueno, en cuanto a los esclavos, los había dejado en la villa. No los necesitaba.

En lo que respecta al paradero de su acompañante, Kestrel se estaba preguntando lo mismo.

Jess se había alejado para echarles un vistazo a las mercancías. La había visto por última vez moviéndose entre los puestos como una abeja embriagada de polen. Su cabello rubio claro resultaba casi blanco bajo el sol estival. Técnicamente, Jess podía meterse en tantos problemas como Kestrel. No estaba permitido que una joven valoriana que no formara parte del ejército saliera sola a la calle. Sin embargo, los padres de Jess la adoraban, y su definición de disciplina distaba mucho de la del general de mayor rango del ejército valoriano.

Kestrel recorrió los puestos con la mirada en busca de su amiga y al fin entrevió un destello de cabello rubio trenzado a la última moda. Jess estaba hablando con una vendedora de joyas que sostenía en alto unos pendientes. Los colgantes en forma de translúcidas gotas doradas reflejaban la luz.

Kestrel se acercó.

–Topacios –le estaba diciendo la anciana a Jess–. Para iluminar vuestros hermosos ojos castaños. Solo diez claves.

La vendedora apretaba la boca en un gesto adusto. Kestrel contempló los ojos grises de la mujer y notó que su piel arrugada se había oscurecido tras pasar años trabajando al aire libre. Era herraní, aunque la marca que llevaba en la muñeca demostraba que era libre. Se preguntó cómo habría obtenido la libertad. Era poco frecuente que un amo liberase a un esclavo.

Jess levantó la mirada.

–¡Oh, Kestrel! –exclamó–. ¿A que estos pendientes son una preciosidad?

Tal vez, si el peso de las monedas que llevaba en el bolso no le hubiese tirado de la muñeca, no habría dicho nada. Tal vez, si no hubiera sentido ese mismo peso llenándole el corazón de temor, Kestrel se habría parado a pensar antes de hablar. Sin embargo, soltó la evidente verdad.

–No son topacios. Solo son cristales.

Se produjo una repentina burbuja de silencio. Se fue expandiendo, volviéndose más fina y transparente. A su alrededor, la gente estaba escuchando. Los pendientes se agitaron en el aire.

Porque los huesudos dedos de la vendedora temblaban.

Porque Kestrel acababa de acusarla de intentar estafar a una valoriana.

¿Y qué pasaría luego? ¿Qué le ocurriría a cualquier herraní en la misma situación que esa mujer? ¿Qué presenciaría la multitud?

Un oficial de la guardia de la ciudad llegaría al lugar de los hechos. Una súplica de inocencia sería ignorada. Unas manos ancianas acabarían atadas al poste de castigo. Los latigazos no cesarían hasta que la sangre oscureciera el suelo de tierra del mercado.

–Déjame ver –ordenó Kestrel con voz arrogante, porque se le daba muy bien mostrarse arrogante. Tomó los pendientes y fingió examinarlos–. Vaya. Parece que me he equivocado. Sí que son topacios.

–Quedáoslos –susurró la anciana.

–No somos pobres. No necesitamos que alguien de tu calaña nos haga un regalo.

Kestrel depositó unas monedas en la mesa de la mujer. La burbuja de silencio estalló y los compradores volvieron a conversar de cualquier artículo del que se hubieran encaprichado.

Kestrel le entregó los pendientes a Jess y se la llevó de allí.

Mientras caminaban, Jess estudió un pendiente, haciéndolo oscilar como si fuera una diminuta campanilla.

–¿Así que son auténticos?

–No.

–¿Cómo lo sabes?

–Son completamente nítidos –contestó Kestrel–. Sin imperfecciones. Diez claves era un precio demasiado barato por topacios de esa calidad.

Jess podría haber comentado que diez claves era un precio demasiado caro por unos cristales. Pero dijo únicamente:

–Los herraníes dirían que el dios de las mentiras debe amarte, porque ves las cosas con total claridad.

Kestrel recordó los acongojados ojos grises de la mujer.

–Los herraníes cuentan demasiadas historias.

Habían sido soñadores. El padre de Kestrel siempre decía que por ese motivo había resultado fácil conquistarlos.

–A todo el mundo le gustan las historias –repuso Jess.

Kestrel se detuvo para coger los pendientes y colocárselos en las orejas a su amiga.

–En ese caso, póntelos en la próxima cena de la alta sociedad. Dile a todo el mundo que te costaron una suma exorbitante y creerán que son joyas auténticas. ¿No es eso lo que consiguen las historias, que lo real sea falso y lo falso, real?

Jess sonrió mientras movía la cabeza de un lado a otro para que los pendientes destellaran.

–Bueno, ¿estoy guapa?

–No seas tonta. Ya sabes que sí.

Jess se situó en cabeza, dejando atrás una mesa con cuencos de bronce que contenían tinte en polvo.

–Ahora me toca a mí comprarte algo –anunció.

–Ya tengo todo lo que necesito.

–¡Hablas como una vieja! Cualquiera diría que tienes setenta años en lugar de diecisiete.

Ahora la multitud era más densa. Por todas partes se veían los rasgos dorados de los valorianos, cuyo pelo, piel y ojos iban de los tonos miel al marrón claro. Las cabezas oscuras que asomaban de vez en cuando pertenecían a esclavos domésticos bien vestidos que habían ido con sus amos y permanecían a su lado.

–No pongas esa cara de preocupación –dijo Jess–. Ven, voy a encontrar algo que te haga feliz. ¿Un brazalete?

Pero eso hizo que Kestrel se acordara de la vendedora de joyas.

–Deberíamos volver a casa.

–¿Partituras?

Kestrel vaciló.

–¡Ajá! –exclamó Jess. Agarró a su amiga de la mano–. No te sueltes.

Se trataba de un viejo juego. Kestrel cerró los ojos y dejó que la risueña Jess la arrastrara a ciegas. Y entonces ella también se echó a reír, como años atrás, cuando se conocieron.

El general se había hartado de la tristeza de su hija.

–Tu madre murió hace medio año –le había dicho–. Ya ha pasado tiempo suficiente.

Al final, había hecho que un senador de una villa cercana trajera de visita a su hija, que también tenía ocho años. Los hombres entraron en la casa. A las niñas les dijeron que se quedaran fuera.

–Jugad –les había ordenado el general.

Jess se había puesto a parlotear mientras Kestrel la ignoraba. Al rato, Jess se calló.

–Cierra los ojos –le dijo.

Movida por la curiosidad, Kestrel obedeció.

Jess la agarró de la mano.

–¡No te sueltes!

Echaron a correr por la propiedad cubierta de césped del general, resbalando y tropezando y riendo.

Ahora era igual, salvo por el agolpamiento de gente que las rodeaba.

Jess redujo la velocidad. Luego se detuvo y dijo:

–Oh, oh.

Kestrel abrió los ojos.

Las chicas habían llegado a una barrera de madera de aproximadamente un metro de alto y que daba a un foso.

–¿Me has traído aquí?

–No ha sido a propósito –respondió Jess–. Me ha distraído el sombrero de una mujer. ¿Sabías que los sombreros están de moda? Me he puesto a seguirla para verlo mejor y…

–Y nos has traído al mercado de esclavos.

La multitud se había solidificado tras ellas creando una bulliciosa barrera cargada de nerviosismo y anticipación. Habría una subasta pronto.

Kestrel retrocedió un paso y oyó una palabrota ahogada cuando su tacón se encontró con los pies de alguien.

–No vamos a poder salir de aquí –opinó Jess–. Será mejor que nos quedemos hasta que acabe la subasta.

Cientos de valorianos se habían congregado delante de la barrera, que se curvaba formando un amplio semicírculo. Todas las personas que componían la multitud vestían ropas hechas de seda y llevaban una daga atada a la cadera, aunque en algunos casos (como en el de Jess) se trataba más bien de un juguete decorativo que de un arma.

Abajo, el foso estaba vacío, salvo por una gran plataforma de madera para la subasta.

–Al menos vamos a poder verlo bien –comentó Jess encogiéndose de hombros.

Kestrel sabía que Jess comprendía por qué había afirmado en voz alta que los pendientes de cristal eran topacios. Jess entendía por qué los había comprado. Pero su encogimiento de hombros le recordó a Kestrel que había ciertas cosas sobre las que no podían debatir.

–Ah –dijo una mujer de mentón puntiagudo al lado de Kestrel–. Por fin.

Centró la mirada en el foso y en el hombre bajo y fornido que se dirigía al centro. Era un herraní, con el típico pelo negro de todos los herraníes, aunque su piel pálida denotaba una vida fácil, sin duda debido al mismo favoritismo que le había proporcionado ese trabajo. Se trataba de alguien que había aprendido cómo complacer a sus conquistadores valorianos.

El subastador se colocó delante de la plataforma.

–¡Enséñanos primero una chica! –exclamó la mujer situada al lado de Kestrel empleando una voz alta y, a la misma vez, lánguida.

Numerosas voces empezaron a hablar a la vez, pidiendo lo que cada uno quería ver. A Kestrel le costaba respirar.

–¡Una chica! –gritó la mujer del mentón puntiagudo, esta vez más fuerte.

El subastador, que había estado deslizando las manos hacia él como si reuniera las exclamaciones y el entusiasmo, se detuvo cuando el grito de la mujer destacó entre la algarabía. La miró, y luego a Kestrel. Un destello de sorpresa pareció reflejarse en su rostro. Kestrel supuso que solo habrían sido imaginaciones suyas, porque la mirada del hombre pasó a Jess y después trazó un semicírculo completo abarcando a todos los valorianos que se apoyaban contra la barrera, rodeándolo desde lo alto.

Levantó una mano y se hizo el silencio.

–Os he traído algo muy especial.

La acústica del foso amplificaba hasta el más leve susurro y el subastador dominaba su oficio. Su voz suave hizo que todos se inclinaran hacia delante, atentos.

Realizó un gesto con la mano en dirección a la pequeña y baja estructura abierta, aunque techada y sombría, situada en la parte posterior del foso. Agitó los dedos una vez, luego dos, y algo se movió en el redil.

Apareció un joven.

La multitud murmuró. El desconcierto aumentó a medida que el esclavo recorría lentamente la arena amarilla y se subía a la plataforma de subasta.

Aquello no era nada especial.

–Diecinueve años y en buenas condiciones. –El subastador le dio una palmada al esclavo en la espalda–. Sería perfecto para el servicio doméstico.

La multitud se echó a reír. Los valorianos se dieron codacitos unos a otros y elogiaron al subastador. Aquel hombre sabía entretener a su público.

El esclavo tenía mala pinta. A Kestrel le pareció un bruto. Un intenso cardenal en la mejilla del esclavo indicaba que se había peleado y auguraba que resultaría difícil controlarlo. Sus brazos desnudos eran musculosos, lo que seguramente no hiciera más que confirmar la opinión de la multitud de que sería mejor que acabara trabajando para alguien con un látigo en la mano. Quizás en otra vida podrían haberlo instruido para servir en una casa: tenía el pelo castaño lo bastante claro para agradar a algunos valorianos y, aunque Kestrel se encontraba demasiado lejos para distinguir sus facciones, su postura transmitía orgullo. No obstante, tenía la piel bronceada por trabajar al aire libre, y seguramente regresaría a ese tipo de labor. Puede que acabaran comprándolo para trabajar en los muelles o levantar paredes.

Sin embargo, el subastador continuó con la broma.

–Podría servir la mesa.

Más risas.

–O ser ayuda de cámara.

Los valorianos se llevaron las manos a los costados y agitaron los dedos, rogándole al subastador que se detuviera, que lo dejara, porque era demasiado divertido.

–Quiero irme –le dijo Kestrel a Jess, pero su amiga se hizo la sorda.

–Está bien, está bien. –El subastador sonrió de oreja a oreja–. El muchacho tiene algunas habilidades reales. Lo juro por mi honor –añadió, colocándose una mano sobre el corazón, y la multitud se rió de nuevo, pues todo el mundo sabía que los herraníes carecían de honor–. Este esclavo ha aprendido el oficio de herrero. Sería perfecto para cualquier soldado, sobre todo para un oficial con su propia guardia y armas de las que ocuparse.

Se oyó un murmullo de interés. No era habitual encontrar a un herrero herraní. Si el padre de Kestrel estuviera allí, seguramente pujaría. Su guardia siempre se estaba quejando de la calidad del trabajo del herrero de la ciudad.

–¿Qué tal si empezamos la puja? –dijo el subastador–. Cinco pilastras. ¿He oído cinco pilastras de bronce por el chico? Damas y caballeros, no podrían contratar a un herrero por tan poco.

–Cinco –gritó alguien.

–Seis.

Y la puja empezó en serio.

Era como si los cuerpos situados detrás de Kestrel fueran de piedra. No podía moverse. No podía ver las expresiones de la gente. No podía atraer la atención de Jess ni observar el cielo cegador. Decidió que esas eran las razones por las que le resultó imposible clavar la mirada en otro sitio que no fuera el esclavo.

–Venga, vamos –protestó el subastador–. Vale al menos diez.

El esclavo tensó los hombros. Y la puja continuó.

Kestrel cerró los ojos. Cuando el precio alcanzó veinticinco pilastras, Jess dijo:

–Kestrel, ¿te encuentras mal?

–Sí.

–Nos marcharemos en cuanto acabe. Ya no puede tardar.

Se produjo una pausa en la puja. Al parecer, venderían al esclavo por veinticinco pilastras, una cifra mísera, pero era lo máximo que alguien estaba dispuesto a pagar por una persona a la que el duro trabajo pronto consumiría.

–Mis queridos valorianos –anunció el subastador–. Me había olvidado de algo. ¿Estáis seguros de que no sería un buen esclavo doméstico? Porque este muchacho sabe cantar.

Kestrel abrió los ojos.

–Imaginad poder disfrutar de música durante la cena, lo fascinados que quedarían vuestros invitados. –El subastador levantó la mirada hacia el esclavo, que se erguía sobre la plataforma–. Venga. Cántales algo.

Solo entonces el esclavo cambió de posición. Fue un movimiento leve, y que reprimió con rapidez, pero Jess contuvo el aliento como si ella, al igual que Kestrel, esperara que estallase una pelea abajo en el foso.

El subastador le espetó algo entre dientes en herraní al esclavo, hablando tan rápido y bajo que Kestrel no pudo entenderlo.

El esclavo respondió en su propio idioma. Dijo en voz baja:

–No.

Tal vez no supiera nada de la acústica del foso. Tal vez no le importara ni le preocupara que todo valoriano supiera suficiente herraní para entender lo que había dicho. Daba igual. Ahora la subasta había terminado. Nadie querría quedárselo. Probablemente a esas alturas la persona que había ofrecido veinticinco pilastras estaría arrepintiéndose de pujar por alguien tan incorregible que no obedecía ni a uno de los suyos.

Pero su negativa conmovió a Kestrel. La tensa postura de los hombros del esclavo le recordó a sí misma, cuando su padre le exigía algo que no podía cumplir.

El subastador estaba furioso. Debería haber concluido la venta o al menos disimular pidiendo un precio mayor, pero simplemente se quedó allí plantado, con los puños a los costados, seguramente intentando calcular cómo podría castigar al joven antes de enviarlo al suplicio de picar piedras o al calor de la fragua.

La mano de Kestrel se movió por voluntad propia.

–¡Una clave! –exclamó.

El subastador se volvió. Buscó entre la multitud. Cuando localizó a Kestrel, una sonrisa de astuto deleite transformó su expresión.

–Ah –dijo–, aquí hay alguien que sabe reconocer una mercancía valiosa.

–Kestrel. –Jess le tiró de la manga–. ¿Qué estás haciendo?

La voz del subastador resonó:

–A la de una, a la de dos…

–¡Doce claves! –gritó un hombre que se apoyaba contra la barrera enfrente de Kestrel, al otro lado del semicírculo.

El subastador se quedó boquiabierto.

–¿Doce?

–¡Trece! –añadió otra voz.

Kestrel se estremeció para sus adentros. Si iba a pujar (¿por qué… por qué lo había hecho?), no debería haber ofrecido tanto. Todas las personas que se amontonaban alrededor del foso la miraban: la hija del general, un ave de la alta sociedad que revoloteaba pasando de una casa respetable a otra. Pensaban que…

–¡Catorce!

Pensaban que si a ella le interesaba el esclavo, debía valerlo. Que debía haber un motivo para querer hacerse con él.

–¡Quince!

Y el delicioso misterio de cuál era ese motivo hizo que las pujas continuaran incrementándose.

El esclavo estaba mirándola, y no era de extrañar, pues había sido ella la que había desencadenado esa locura. Kestrel sintió que, en su interior, algo se tambaleaba en el límite entre el destino y la elección.

Alzó la mano.

–Ofrezco veinte claves.

–Santo cielo, muchacha –comentó la mujer de mentón puntiagudo situada a su izquierda–. Dejadlo. ¿Por qué pujáis por él? ¿Porque sabe cantar? En todo caso, sabrá cantar vulgares canciones de taberna herraníes.

Kestrel no la miró, ni a Jess, aunque notó que su amiga se retorcía los dedos. La mirada de Kestrel no se apartó de la del esclavo.

–¡Veinticinco! –gritó una mujer desde atrás.

Ahora el precio era mayor de lo que Kestrel llevaba en el bolso. El subastador no cabía en sí de gozo. La puja siguió aumentando, cada voz incitaba a la siguiente, hasta que fue como si una flecha con una cuerda atada volara entre los miembros de la multitud, uniéndolos, apretujándolos por la emoción.

Kestrel dijo con voz monótona:

–Cincuenta claves.

El repentino silencio de asombro le hirió los oídos. Jess soltó una exclamación ahogada.

–¡Vendido! –gritó el subastador. En su rostro se reflejaba un júbilo incontrolable–. ¡A lady Kestrel, por cincuenta claves!

Hizo bajar al esclavo de la plataforma de un tirón, y solo entonces la mirada del joven se desprendió de la de Kestrel. Clavó la vista en la arena, con tanta intensidad como si estuviera leyendo su futuro allí, hasta que el subastador lo llevó a empujones hacia el redil.

Kestrel inhaló con dificultad. Le temblaban las rodillas. ¿Qué había hecho?

Jess la sujetó por el codo para ayudarla a mantenerse en pie.

–Sí que estás enferma.

–Y con el bolso bastante vacío, me atrevería a añadir. –La mujer de barbilla puntiaguda soltó una risita–. Parece que alguien está sufriendo la «maldición del ganador».

Kestrel se volvió hacia ella.

–¿A qué os referís?

–No soléis venir a las subastas a menudo, ¿verdad? La «maldición del ganador» es cuando tu puja resulta la ganadora, pero pagando un precio excesivo.

La multitud se estaba dispersando. El subastador estaba sacando a otra persona, pero la cuerda de emoción que ataba a los valorianos al foso se había desintegrado. El espectáculo había terminado. Ahora el camino estaba despejado y Kestrel podría marcharse, pero no era capaz de moverse.

–No lo entiendo –dijo Jess.

Ni Kestrel tampoco. ¿En qué estaba pensando? ¿Qué intentaba demostrar?

Nada, se dijo a sí misma. Le dio la espalda al foso y obligó a sus pies a dar el primer paso para alejarse de lo que había hecho.

Nada en absoluto.

2

LA SALA DE ESPERA DE LA CASA DE SUBASTAS ESTABA al aire libre y daba a la calle. Olía a cuerpos sin lavar. Jess se mantuvo cerca de su amiga, con la mirada clavada en la puerta de hierro situada en la pared del fondo. Kestrel se esforzó por no hacer lo mismo. Era la primera vez que estaba allí. Por lo general, la compra de esclavos domésticos era cosa de su padre o del mayordomo de la familia, que se encargaba de supervisarlos.

El subastador aguardaba junto a unas mullidas sillas colocadas para los clientes valorianos.

–Ah. –Sonrió al ver a Kestrel–. ¡La ganadora! Esperaba poder estar aquí antes de que llegarais. Abandoné el foso en cuanto pude.

–¿Siempre recibís a vuestros clientes en persona? –preguntó, sorprendida por el entusiasmo del hombre.

–A los buenos, sí.

Kestrel se preguntó cuánto se oiría a través de la diminuta ventana con barrotes de la puerta de hierro.

–En caso contrario –continuó el subastador–, dejo que mi ayudante sea la que se encargue de la transacción final. Ahora está en el foso, intentando endosarle a alguien unos gemelos. –Puso los ojos en blanco al pensar en lo difícil que era mantener a las familias juntas–. Bueno –añadió encogiéndose de hombros–, alguien podría querer dos a juego.

Dos valorianos, un matrimonio, entraron en la sala de espera. El subastador sonrió, les ofreció un asiento y les dijo que estaría con ellos en breve. Jess le susurró al oído a Kestrel que la pareja sentada en un rincón eran amigos de sus padres y le preguntó si le importaba que se acercara a saludarlos.

–No –contestó Kestrel–, claro que no.

No podía culpar a Jess por sentirse incómoda con los crudos detalles de la compra de personas, a pesar de que este hecho formara parte de cada hora de su vida, desde el momento en que las manos de un esclavo le preparaban su baño matutino hasta que otras le destrenzaban el cabello antes de irse a la cama.

Después de que Jess se reuniera con el matrimonio, Kestrel le dirigió una mirada elocuente al subastador. Este asintió con la cabeza. Se sacó una gruesa llave del bolsillo, abrió la puerta y entró.

–Tú –le oyó decir en herraní–. Hora de irse.

Alguien se agitó dentro y el subastador regresó, seguido del esclavo.

El joven miró a Kestrel. Tenía los ojos de un tono gris claro y nítido.

La sobresaltaron. Sin embargo, debería haber esperado que un herraní tuviera los ojos de ese color. Además, supuso que el intenso moretón que tenía en la mejilla era lo que le otorgaba esa expresión tan torva. Aun así, su mirada la hizo sentirse incómoda. Entonces el esclavo bajó las pestañas. Miró al suelo y dejó que el largo pelo le ocultara el rostro. Todavía tenía un lado de la cara hinchado por la pelea, o la paliza.

Lo que lo rodeaba parecía resultarle completamente indiferente. Kestrel no existía, ni el subastador, ni siquiera él mismo.

El subastador cerró con llave la puerta de hierro.

–Bueno… –Juntó las manos dando una palmada–. Queda el pequeño detalle del pago.

Kestrel le entregó su bolso.

–Tengo veinticuatro claves.

El hombre se quedó callado un momento, vacilante.

–Veinticuatro no es lo mismo que cincuenta, mi señora.

–Enviaré a mi mayordomo con el resto más tarde.

–Ah… pero ¿y si se pierde?

–Soy la hija del general Trajan.

–Ya lo sé –contestó él con una sonrisa.

–La suma total no supone ningún problema para nosotros –continuó Kestrel–. Sencillamente decidí no llevar encima cincuenta claves hoy. Con mi palabra basta.

–Por supuesto.

El subastador no mencionó que Kestrel podría volver en otro momento a recoger su compra y pagarla en su totalidad, y Kestrel no dijo nada sobre la rabia que había visto en el rostro del hombre cuando el esclavo lo desafió ni sobre sus sospechas de que el subastador procuraría vengarse. Las probabilidades de que eso ocurriera aumentaban a cada minuto que el esclavo permaneciera allí.

Kestrel observó cómo el subastador le daba vueltas al asunto. Podía insistir en que regresara más tarde, arriesgarse a ofenderla y perder toda la suma. O podía embolsarse ahora menos de la mitad de las cincuenta claves y tal vez no obtener nunca el resto.

Pero era un tipo listo.

–¿Me permitís que os acompañe a casa con vuestra compra? Me gustaría comprobar que Herrero se instala sin problemas. Vuestro mayordomo puede hacerse cargo del pago entonces.

Kestrel le echó un vistazo al esclavo. Había parpadeado al oír aquel nombre, pero no levantó el rostro.

–De acuerdo –contestó.

Cruzó la sala de espera en dirección a Jess y le preguntó al matrimonio si podían acompañar a la chica a su casa.

–Por supuesto –respondió el marido. Kestrel recordó que se trataba del senador Nicon–. Pero ¿y vos?

Kestrel señaló con un gesto de la cabeza a los dos hombres situados a su espalda.

–Ellos me acompañarán.

Jess sabía que un subastador herraní y un esclavo rebelde no eran los acompañantes ideales. Kestrel también lo sabía, pero un destello de resentimiento ante aquella situación (una situación que ella había creado) la hizo rebelarse contra todas las normas que regían su mundo.

Jess dijo:

–¿Estás segura?

–Sí.

La pareja enarcó las cejas, pero estaba claro que habían decidido que la situación no era asunto suyo, salvo para hacer correr el chisme.

Kestrel abandonó el mercado de esclavos, con el subastador y Herrero a la zaga.

Recorrió a paso rápido los barrios que separaban esa sórdida parte de la ciudad del Distrito de los Jardines. Las calles seguían un patrón ordenado, de ángulos rectos y diseño valoriano. Aunque conocía el camino, tenía la extraña sensación de estar perdida. Hoy, todo le parecía desconocido. Al atravesar el Barrio de los Guerreros, por cuyos compactos barracones había correteado de niña, se imaginó que los soldados se alzaban contra ella.

Aunque, naturalmente, todos esos hombres y mujeres armados morirían para protegerla, y esperaban que acabara convirtiéndose en una de ellos. Lo único que tenía que hacer era obedecer los deseos de su padre y alistarse.

Cuando las calles empezaron a cambiar, a retorcerse en direcciones irracionales y curvarse como el agua, Kestrel se sintió aliviada. Los frondosos árboles formaron un verde dosel en lo alto. Pudo oír fuentes tras altos muros de piedra.

Llegó a una enorme puerta de hierro macizo. Uno de los guardias de su padre se asomó a la abertura efectuada en la puerta y abrió.

Kestrel no les dijo nada a él ni a los otros guardias, y ellos tampoco le dijeron nada. Retomó la marcha a través de los jardines, y el subastador y el esclavo la siguieron.

Había llegado a casa. No obstante, las pisadas que la seguían por el sendero empedrado le recordaron que esa no había sido siempre su casa. Esa propiedad, y todo el Distrito de los Jardines, la habían construido los herraníes, que la llamaban de otra forma cuando era suya.

Avanzó por el césped y los hombres hicieron lo mismo. La hierba amortiguó sus pasos.

Un pájaro amarillo gorjeó y revoloteó entre los árboles. Kestrel escuchó hasta que el canto se apagó. Continuó hacia la villa.

El sonido de sus sandalias sobre el suelo de mármol de la entrada resonó suavemente contra las paredes decoradas con criaturas saltarinas, flores y dioses desconocidos para ella. Sus pisadas se fundieron con el murmullo del agua que borboteaba en un estanque poco profundo situado en el suelo.

–Bonita casa –comentó el subastador.

Kestrel se volvió hacia él bruscamente, aunque no notó amargura en su voz. Lo observó en busca de alguna señal que indicara que reconocía la casa, que la había visitado (como invitado, amigo o incluso miembro de la familia) antes de la Guerra Herraní. Pero eso era una estupidez. Las villas del Distrito de los Jardines habían pertenecido a la aristocracia herraní y, si el subastador hubiera formado parte de ella, no habría acabado ejerciendo esa labor. Se habría convertido en esclavo doméstico, puede que en tutor para niños valorianos. Si conocía la casa, sería porque le había llevado esclavos a su padre.

Vaciló antes de mirar a Herrero. Cuando lo hizo, él se negó a devolverle la mirada.

El ama de llaves se dirigió hacia ella por el largo pasillo que se extendía más allá de la fuente. Kestrel la envió a buscar al mayordomo, que debía traer veintiséis claves. Cuando el mayordomo llegó, fruncía las cejas rubias y aferraba con fuerza un pequeño cofre. Harman tensó aún más las manos al percatarse de la presencia del subastador y del esclavo.

Kestrel abrió el cofre y contó el dinero, que fue depositando en la mano extendida del subastador. El hombre se guardó las monedas y luego vació el bolso de la joven, que había llevado con él. Hizo una leve reverencia y le devolvió el bolso vacío.

–Es un placer hacer negocios con vos.

Dio media vuelta para marcharse, pero Kestrel dijo:

–Más vale que el chico no tenga marcas nuevas.

Los ojos del subastador se posaron en el esclavo y recorrieron sus harapos y sus brazos sucios y llenos de cicatrices.

–Podéis inspeccionarlo vos misma, mi señora –contestó, arrastrando las palabras.

Kestrel frunció el ceño, desconcertada ante la idea de tener que inspeccionar a cualquier persona, y mucho más a esa en particular. No obstante, antes de que pudiera formular una respuesta, el subastador ya se había marchado.

–¿Cuánto? –quiso saber Harman–. ¿Cuánto ha costado en total?

Cuando se lo dijo, el mayordomo dejó escapar un largo suspiro.

–Vuestro padre…

–Yo se lo contaré a mi padre.

–Bueno, ¿y qué se supone que debo hacer con él?

Kestrel miró al esclavo. El joven no se había movido, permanecía de pie sobre la misma baldosa negra como si siguiera sobre la plataforma de subasta. Había hecho caso omiso de toda la conversación, ignorando las palabras en valoriano que probablemente no entendiera del todo. Había levantado la mirada y observaba un ruiseñor pintado que adornaba una pared del fondo.

–Este es Herrero –le dijo Kestrel al mayordomo.

La ansiedad de Harman se alivió un poco.

–¿Un herrero?

Los amos a veces llamaban a sus esclavos según la labor que desempeñaban.

–Podría venirnos bien. Lo enviaré a la fragua.

–Aguarda. No estoy segura de si lo quiero allí. –Se dirigió a Herrero en herraní–. ¿Sabes cantar?

Entonces la miró, y Kestrel se encontró con la misma expresión que había visto en la sala de espera. Aquellos ojos grises la fulminaron con una mirada gélida.

–No.

Herrero había contestado en valoriano, sin apenas acento. Giró la cabeza y su cabello oscuro cayó hacia delante, ocultándole el rostro.

Kestrel apretó tanto los puños que se clavó las uñas en las palmas de las manos.

–Encárgate de que se bañe –le ordenó a Harman empleando un tono que esperaba que reflejara autoridad en lugar de frustración–. Y dale ropa apropiada.

Kestrel empezó a bajar por el pasillo y luego se detuvo. Las palabras escaparon de su boca:

–Y que le corten el pelo.

Sintió la fría mirada de Herrero en la espalda mientras se retiraba. Ahora ya podía identificar la expresión que había visto en los ojos del esclavo.

Desprecio.

3

KESTREL NO SABÍA QUÉ DECIR.

Su padre, que acababa de darse un baño después de pasar un caluroso día adiestrando soldados, se aguó la copa de vino. Les sirvieron el tercer plato: unas pequeñas gallinas rellenas de pasas condimentadas y almendras trituradas. Ella no conseguía encontrarle sabor a la comida.

–¿Has practicado? –preguntó el general.

–No.

Las grandes manos de su padre interrumpieron sus movimientos.

–Pero lo haré –añadió–. Más tarde.

Kestrel dio un sorbo de su copa y luego pasó el pulgar por la superficie del cristal. La magnífica pieza era de un tono verde opaco. Venía con la casa.

–¿Qué tal los nuevos reclutas?

–Un poco verdes, pero no están mal –contestó él encogiéndose de hombros–. Los necesitamos.

Kestrel asintió. Los valorianos siempre habían tenido que hacer frente a invasiones bárbaras en los márgenes de sus territorios y, a medida que el imperio había ido creciendo a lo largo de los últimos cinco años, los ataques se habían vuelto más frecuentes. No suponían una amenaza para la península herraní, pero el general Trajan solía adiestrar batallones para enviarlos a los confines del imperio.

Su padre pinchó una zanahoria glaseada con el tenedor. Kestrel observó el utensilio de plata, cuyos dientes resplandecían a la luz de las velas. Se trataba de un invento herraní que la cultura valoriana había asimilado hacía tanto tiempo que resultaba fácil olvidar que, en otro tiempo, comían con los dedos.

–Creía que esta tarde ibas a ir al mercado con Jess –comentó–. ¿Por qué no se ha quedado a cenar con nosotros?

–No me acompañó a casa.

Su padre dejó el tenedor sobre la mesa.

–¿Y quién te acompañó?

–Padre, hoy me he gastado cincuenta claves.

Él hizo un gesto con la mano indicando que la suma carecía de importancia. Su voz sonó engañosamente tranquila cuando le dijo:

–Si has estado caminando sola por la ciudad otra vez…

–No iba sola.

Le contó quiénes habían ido con ella y por qué.

El general se frotó la frente y cerró los ojos con fuerza.

–¿Esos fueron tus acompañantes?

–No necesito acompañante.

–Si te alistaras, claro que no.

Y ya estaban otra vez con la eterna discusión.

–No pienso hacerme soldado –sentenció Kestrel.

–Eso ya lo has dejado claro.

–Si una mujer puede luchar y morir por el imperio, ¿por qué no puede salir sola?

–Esa es la cuestión. Una mujer soldado ha demostrado su fuerza, y por eso no necesita protección.

–Yo tampoco la necesito.

El general apoyó las manos contra la mesa. Cuando una chica fue a retirar los platos, le espetó que se largara.

–Sabes perfectamente que Jess no puede proporcionarme ninguna protección.

–Las mujeres que no son soldados no van solas. Es la costumbre.

–Nuestras costumbres son absurdas. Los valorianos se jactan de poder sobrevivir sin apenas comida si fuera necesario, pero una cena de menos de siete platos es un insulto. Sé luchar, pero a menos que me haga soldado es como si los años de entrenamiento no existieran.

Su padre la miró fijamente.

–En temas militares, tu punto fuerte nunca ha sido el combate.

En otras palabras: no se le daba demasiado bien pelear.

Su padre añadió en un tono más amable:

–Tú eres una estratega.

Kestrel se encogió de hombros.

Él prosiguió:

–¿Quién sugirió que atrajera a los bárbaros dacranos a las montañas cuando atacaron la frontera oriental del imperio?

Ella solo había señalado lo obvio. Era evidente que los bárbaros dependían en exceso de la caballería. Así como el hecho de que las áridas montañas orientales privarían a los caballos de agua. El verdadero estratega era su padre. En ese mismo momento estaba poniendo en práctica una estrategia, empleando halagos para conseguir lo que quería.

–Imagina cuánto se beneficiaría el imperio si trabajaras de verdad conmigo y utilizaras ese talento para asegurar sus territorios, en lugar de echar por tierra la lógica de las costumbres que rigen nuestra sociedad.

–Nuestras costumbres son mentiras.

Los dedos de Kestrel se cerraron con fuerza alrededor del frágil pie de la copa. El general posó la mirada en la mano apretada de su hija y la rodeó con la suya. Con voz suave, pero firme, le dijo:

–No son mis normas, sino las del imperio. Lucha por él y consigue tu independencia. De lo contrario, acepta las restricciones. En cualquier caso, debes vivir según nuestras leyes. –Levantó un dedo–. Y no te quejes.

Kestrel decidió que entonces no diría nada. Apartó la mano y se levantó. Recordó cómo el esclavo había utilizado el silencio como arma. Lo habían examinado, vendido, llevado de acá para allá. Iban a lavarlo, pelarlo y vestirlo. Y él ni se había inmutado.

Kestrel sabía reconocer la fortaleza.

Igual que su padre, que la observaba entornando los castaños ojos.

La joven abandonó el comedor. Recorrió con paso airado el ala norte de la villa hasta llegar a unas puertas dobles. Las abrió de golpe y buscó a tientas una pequeña caja de plata y una lámpara de aceite. Sus dedos estaban familiarizados con ese ritual. Podía encender la lámpara a ciegas sin problemas. También podía tocar a ciegas, pero no quería arriesgarse a fallar alguna nota. Sobre todo esa noche, sobre todo cuando lo único que había hecho ese día era equivocarse y actuar con torpeza.

Rodeó el piano situado en el centro de la habitación, rozando con la palma de la mano la superficie plana y pulida. Aquel instrumento era una de las pocas cosas que su familia había llevado desde la capital. Había pertenecido a su madre.

Kestrel abrió varias cristaleras que conducían al jardín. Inhaló el aire nocturno, dejando que le inundara los pulmones. Captó aroma a jazmín. Se imaginó las florecitas abriéndose en la oscuridad; sus pétalos firmes, puntiagudos y perfectos. Volvió a pensar en el esclavo, sin saber por qué.

Observó su traicionera mano, la que se había alzado para llamar la atención del subastador.

Sacudió la cabeza. No volvería a pensar en el esclavo.

Se sentó frente a la hilera de casi un centenar de teclas blancas y negras del instrumento.

Su padre no hablaba de eso cuando le preguntó si había practicado. Él se refería a sus sesiones diarias con el capitán de la guardia. Pero ella no quería entrenar con las Agujas ni perfeccionar ninguna de esas otras habilidades que su padre consideraba que debía aprender.

Posó los dedos sobre las teclas. Apretó un poco, aunque no lo suficiente para que los martillos del interior golpearan el telar de cuerdas metálicas.

Respiró hondo y comenzó a tocar.

4

LA CHICA SE HABÍA OLVIDADO DE ÉL.

Transcurrieron tres días y, al parecer, la señora de la casa ya ni se acordaba de que había comprado un esclavo, que se había sumado a los otros cuarenta y ocho del general.

El esclavo no estaba seguro de si se sentía aliviado.

Los dos primeros días habían sido maravillosos. No recordaba la última vez que le habían permitido holgazanear. El baño estaba increíblemente caliente y apenas dio crédito al ver el jabón a través del vapor. Hacía años que no usaba uno que hiciera tanta espuma. Aquel olor hizo aflorar los recuerdos.

Al acabar, sentía la piel como nueva y, aunque mantuvo la cabeza rígida mientras otro esclavo herraní le cortaba el pelo, y, aunque levantaba la mano constantemente para apartarse unos mechones que habían desaparecido, durante el segundo día descubrió que no estaba tan mal. Le permitía ver el mundo con claridad.

Al tercer día, el mayordomo fue a buscarlo.

Puesto que no había recibido órdenes, se había dedicado a deambular por la propiedad. Tenía prohibido entrar en la casa, pero le bastaba con observarla desde el exterior. Contaba las numerosas ventanas y puertas. Se tumbaba en la hierba y dejaba que las cálidas briznas verdes le hicieran cosquillas en las palmas, alegrándose de no tener las manos demasiado callosas y poder sentirlo. Las paredes de color amarillo ocre de la villa relucían cuando se encendía una luz, y luego se apagaban. Hacía listados mentales de qué habitaciones de la casa quedaban a oscuras en qué momento del día. Contemplaba los naranjos. A veces, dormía.

Los otros esclavos ponían todo su empeño en ignorarlo. Al principio, le lanzaban miradas que iban del resentimiento a la confusión o a la nostalgia. Pero a él le traía sin cuidado. En cuanto lo condujeron a las dependencias de los esclavos, en un edificio casi exactamente igual que las caballerizas, comprendió cómo funcionaba la jerarquía en casa del general herraní. Él era el último.

Comía lo mismo que los demás y se encogía de hombros cada vez que le preguntaban por qué no le habían asignado una tarea. Respondía a las preguntas directas. No obstante, en su mayor parte, escuchaba.

El tercer día, estaba haciendo un mapa mental de las construcciones anexas: las dependencias de los esclavos, las caballerizas, los barracones para la guardia privada del general, la fragua, pequeños cobertizos de almacenamiento y una casita cerca del jardín. La propiedad era grande, teniendo en cuenta que todavía formaba parte de la ciudad. Se consideró afortunado de poder disponer de tantas horas libres para estudiarla.

Estaba sentado en una pequeña colina cerca del huerto, a una altura que le permitió ver al mayordomo caminando hacia él desde la villa mucho antes de que el valoriano llegara. Ese descubrimiento lo complació. Confirmaba sus sospechas: atacando de la manera adecuada, no resultaría fácil defender la casa del general Trajan. Seguramente le habrían entregado la propiedad al general porque era la más grande y lujosa de la ciudad, además del lugar ideal para alojar una guardia personal y caballos, pero las laderas cubiertas de árboles que rodeaban la casa supondrían una ventaja para una fuerza hostil. Se preguntó si, de verdad, el general no se habría dado cuenta. Aunque, claro, los valorianos no sabían lo que era que te atacaran en tu propia casa.

Interrumpió aquellos pensamientos, pues amenazaban con desenterrar el pasado. Obligó a su mente a convertirse en tierra helada: dura y árida.

Se concentró en el mayordomo, que subía por la colina resoplando. El mayordomo era uno de los pocos sirvientes valorianos, como el ama de llaves, pues sus puestos eran demasiado importantes para asignárselos a herraníes. El esclavo suponía que le pagaban bien. Desde luego, iba bien vestido, con esas telas con reflejos dorados que les gustaban a los valorianos. La brisa le agitaba el fino cabello rubio. Mientras se acercaba, iba murmurando en valoriano, y supo que él era el blanco de la irritación del otro hombre.

–Eh, tú –le dijo en herraní, con un marcado acento–. Así que ahí estás, holgazán inútil.

Recordaba que el mayordomo se llamaba Harman, pero no usó su nombre. No dijo nada, simplemente dejó que se desahogara. Le divertía oír cómo Harman destrozaba su idioma. El acento del mayordomo era ridículo y su gramática aún peor. Su única habilidad era un amplio repertorio de insultos.

–Ven –le ordenó mientras hacía un gesto con la mano para indicarle que lo siguiera.

Comprendió enseguida que lo conducía a la fragua.

Otra herraní aguardaba fuera. La reconoció, aunque solo la veía durante las comidas y por la noche. Se llamaba Lirah y trabajaba en la casa. Era guapa y más joven que él, probablemente demasiado joven para recordar la guerra.

Harman empezó a hablarle a la chica en valoriano. El esclavo intentó armarse de paciencia mientras Lirah traducía.

–Lady Kestrel tiene cosas más importantes que hacer que buscarte un puesto, así que he decidido… –se ruborizó– quiero decir que él ha decidido –señaló a Harman con la cabeza– ponerte a trabajar. Por lo general, la guardia se ocupa de reparar sus propias armas, y se contrata de tanto en tanto a un herrero valoriano de la ciudad para forjar nuevas.

El esclavo asintió. Había buenos motivos por los que los valorianos formaban a pocos herreros herraníes. Bastaba echarle un vistazo a la fragua para entenderlo. Con solo mirar las pesadas herramientas, cualquiera podía hacerse una idea de la fuerza necesaria para manipularlas.

–Vas a hacer esto de ahora en adelante –continuó Lirah–, siempre y cuando demuestres estar capacitado.

Harman interpretó su silencio como una invitación para hablar de nuevo. Lirah tradujo:

–Hoy fabricarás herraduras.

–¿Herraduras? –Eso era demasiado fácil.

Lirah le dedicó una sonrisa de comprensión. Cuando habló, lo hizo con su propia voz, no con el tono acartonado que empleaba al repetir las palabras de Harman.

–Es una prueba. Se supone que debes fabricar todas las que puedas antes de que se ponga el sol. ¿También sabes herrar un caballo?

–Sí.