nvLurP_e2.jpg

 

 

lur_p02a.psd

 

 

 .nowevolution.

EDITORIAL

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título: La última ronda.

© 2015 Antonio Sánchez Vázquez.

© Diseño Gráfico: Nouty.

© Ilustración de portada: Daniel Expósito.

Director de colección: JJ WeBeR.

Corrección: Sergio R. Alarte.

Colección: Volution.

 

Primera Edición Noviembre 2015.

Derechos exclusivos de la edición

© nowevolution 2015.

 

ISBN: 978-84-945295-4-2

Edición digital Mayo 2016

 

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

 

Más información:

www.nowevolution.net / Web

info@nowevolution.net / Correo

nowevolution.blogspot.com / Blog

@nowevolution / Twitter

nowevolutioned / Facebook

nowevolution / G+

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para Sara,

lo mejor que me ha pasado en la vida,

mi ilusión y mi alegría.

Sin ti estaría perdido, hija mía.

 

 

 

 

 

 

 

LA ÚLTIMA OBSESIÓN

Introducción de Juan José Díaz Téllez

 

 

 

 

 

—¿Otra vez con ese tío? ¡Me prometiste que se había acabado! —gritó Carmen desde la puerta del cuarto de estudio que acababa de abrir de repente.

Por mucho que Curro intentó minimizar la pantalla del navegador, su giro de muñeca con el ratón no fue todo lo rápido que hubiese deseado. La cara sonriente de Antonio Sánchez Vázquez brilló durante unos instantes en la pantalla de Youtube que tenía abierta en el navegador, antes de minimizarla y sustituirla por la imagen de fondo del escritorio de Windows.

—Es que no puedo evitarlo —se defendió Curro—. Me encanta todo lo que hace este hombre… ¡No entiendo por qué te pones así! ¡Si ni siquiera has visto una de sus mundialmente famosas vídeo-reseñas! Los autores se dan guantazos por conseguir que reseñe alguno de sus títulos… ¡Las ventas se disparan con el solo rumor de que él vaya a dedicarle un par de minutos!

—¡Ya hemos hablado de esto mil veces antes! ¿Te dije algo cuando publicó Los distintos y no tenías otro tema de conversación? Noooo… ¡Aguanté tus interminables monólogos sin protestar lo más mínimo!

—Pero… —intentó meter baza Curro sin conseguirlo.

Carmen retomó el ataque dialéctico en apenas medio segundo.

—¡Y luego llegó Zona catastrófica y ya fue el acabose! ¡Teníamos zombis hasta en el cuarto de baño! ¿Te recuerdo cuántos ejemplares te compraste? ¿O cuando cogiste el avión y te plantaste en la puerta de su casa hasta que conseguiste que te dedicara el libro? ¡Una denuncia por acoso es lo que te llevaste! ¡Tuve que ir al cuartel a sacarte del calabozo! ¡Por Dios!

El tono de Carmen había subido hasta casi llegar a convertirse en una letanía ininteligible. Curro estaba acostumbrado a llevarse regañinas por su desmedida idolatría por aquel hombre, pero esta tenía toda la pinta de convertirse en la madre de todas las broncas.

—Pe… pero tú no lo entiendes, cariño… Hay rumores en los foros que apuntan a que está preparando un nuevo libro. Dicen que se va a llamar La última ronda.

—¡Y encima lo dices con toda la tranquilidad del mundo! Esto… ¡Esto ya es demasiado! —gritó, y cerró con un portazo que hizo retumbar las paredes.

El estrambótico cuadro cubista que presidía la pared principal de la habitación se descolgó y cayó con estrépito al suelo, dejando al descubierto el póster de Antonio que escondía en su reverso. Curro se apresuró a recogerlo y lo ocultó en uno de los cajones de la mesa sobre la que descansaba su ordenador portátil, el mismo que había provocado el inicio de la enésima discusión entre ambos.

—Se le pasará —susurró al cajón en el que se escondía la foto de su adorado ídolo—. Siempre se le pasa.

Como para subrayar lo equivocado de sus palabras, un nuevo portazo retumbó en la casa. Esta vez era la puerta de la calle. Curro salió disparado de la habitación para descubrir que Carmen se había ido. Recorrió en dos zancadas la distancia que lo separaba del cuarto en el que ambos dormían a diario. Este presentaba un aspecto desaliñado, con el armario abierto y los cajones vacíos, sin el más mínimo vestigio de la ropa femenina que los había estado ocupando unos minutos antes. Sintiendo un indescriptible vacío en el estómago, recorrió el pasillo en sentido contrario y abrió la puerta de la calle de par en par. Ella ya no estaba allí y el ascensor estaba detenido, con toda seguridad, en la planta baja, donde ella había bajado para desaparecer de su vida.

—¡No! —gritó, y volvió a toda prisa al interior de su casa.

Se abalanzó hacia la ventana que daba al exterior, hacia la calle en la que desembocaba el portal del edificio, y casi descolgó los visillos al abrirla. Cuatro pisos más abajo, Carmen se alejaba con parsimonia, cargada con una gigantesca maleta en la que llevaba los restos de su vida en común.

—¡CARMEEEN! —gritó Curro con desesperación.

Ella se detuvo durante unos segundos, dubitativa. Por último, levantó la mano libre y, sin girarse, le dedicó un inequívoco gesto mostrando el dedo corazón. Luego siguió su camino, aumentando el ritmo de sus pasos.

Curro se dejó caer a los pies de la ventana y abrazó sus rodillas. Durante unos minutos lloró en silencio, sintiendo el roce de los visillos que le acariciaban el cuello, mecidos por el suave viento. Añoró el modo en que los labios de Carmen lo habían hecho antes, y entonces una fuerte determinación lo hizo levantarse y dirigirse de nuevo hacia el ordenador. Iba a conseguirlo, iba a hacer que ella se sintiera de nuevo orgullosa de él. Conseguiría aquel trabajo, lograría superar su adicción a los libros de Antonio y recuperaría su vida.

En la pantalla, la oferta de empleo para vigilante de los grandes almacenes apareció insinuándose. No se lo pensó dos veces y pulsó el botón para enviar su currículum.

Carmen iba a estar muy orgullosa de él.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NOTA DEL AUTOR

 

 

 

 

Esta historia está basada en un hecho real, acontecido en uno de los establecimientos de la franquicia de El Corte Inglés, en el año 2003.

En ningún momento se menciona a ninguna de las personas implicadas en el desagradable incidente que se retrata en la escena inicial de esta novela, y mucho menos el nombre de la víctima de aquel funesto día.

El relato solo toma como punto de partida la noticia publicada y difundida por la gran mayoría de medios de comunicación de la época. El resto es fruto de la dramatización que recrea el autor y, en consecuencia, cualquier parecido con personas o lugares reales es mera coincidencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

HACE DIEZ AÑOS

 

 

 

 

11:06 a. m.

 

Limpiar unos grandes almacenes es una tarea en la que, por mucho tiempo que inviertas, es imposible que consigas tenerlo todo como los chorros del oro. Se trata de un trabajo desagradecido porque, mientras se limpia una zona, la que dejaste impoluta antes se ensuciará en cuanto le des la espalda. Sería el ejemplo más representativo de lo que se conoce como batalla perdida. La suciedad se expande, se reproduce y crece sin límite, con lo que rendirse no es una opción. Sobre todo, teniendo en cuenta que las facturas no se pagan solas, y que era su obligación como madre ganarse el sustento para poner pan todos los días sobre la mesa y poder alimentar así a sus hijos.

Charo y Arancha siempre coincidían en el mismo turno desde hacía ya más de dos años y habían establecido una muy buena amistad. Además de eso, formaban un equipo inmejorable. Eran las dos limpiadoras más veteranas y eficientes de la empresa, por lo que eran autónomas al cien por cien y no necesitaban supervisión. Trabajaban de una forma tan sincronizada que rayaba la perfección. Mientras una higienizaba los baños, la otra limpiaba las vitrinas; cuando una estaba sacando brillo a las oficinas, la otra hacía lo propio en los vestuarios.

—¿Qué tal tu tata?

Arancha estaba al corriente de que la hermana de Charo estaba pasando una mala racha. Ambas solían charlar mientras se cambiaban y a veces se reunían en la cafetería al terminar su jornada. Frente a una taza de café compartían sus penas y se daban consejos para afrontarlas antes de volver a sus casas. Aquellas reuniones eran toda la vida social que Charo podía permitirse, siendo como era una madre soltera a cargo de dos niños pequeños, y la ayudaban a sobrellevar con mayor entereza la visita de su hermana recién divorciada.

—Entre el niño y ella me van a volver loca, chica. Ella se pasa todo el día deprimida y apenas me ayuda con las tareas domésticas, y el niño es un terremoto y consigue que los míos se revolucionen aún más.

»Y es que no lo entiendo, Arancha; yo también me separé y no molesté a nadie, ya lo sabes. Salí adelante yo sola. Mi madre no paraba de insistir en que me fuese a vivir con ella, pero me negué. Como si no tuviese bastante con mi padre, la pobre, como para tirar del carro también con su hija separada y con dos criaturas. Pero mi hermana es de otra pasta. No sabe desenvolverse por sí misma.

Arancha asintió. Llevaba varios años trabajando a su lado y la admiraba precisamente por su entereza y su espíritu luchador. Charo era cinco años mayor que ella, pero mostraba día a día la misma o más vitalidad que la mayoría de chicas jóvenes que encontraban en aquel centro comercial el inicio de su vida laboral. Muchas de esas «niñas» iniciaban su primer día con la idea en la cabeza de que aquella era una tarea sencilla, sin embargo enseguida se daban de bruces contra la dura realidad, y pocas de ellas soportaban dejarse la piel durante tantas horas al día por un salario tan bajo. Además, de las que asumían el puesto y conseguían una renovación de contrato, ninguna era capaz de seguir el ritmo de aquella veterana limpiadora.

—A ver si hay suerte y le sale un novio. Creo que va a ser la única manera de que se vaya de tu casa.

—Con la depresión que tiene encima creo que va para largo. A este paso encontraré yo uno antes que ella.

Ambas festejaron el comentario con una risa aguda, más propia de unas quinceañeras en el patio de un instituto, al ver pasar frente a ellas al chico más popular de su clase, que de dos mujeres bien entradas en la treintena.

—Bueno, luego nos tomamos un café y te desahogas. Ahora será mejor que nos centremos en el trabajo, que se nos va el día. ¿Cómo nos repartimos hoy?

Charo le dio a Arancha una bayeta, dos trapos secos y un cubo con agua jabonosa que sacó del carrito en el que transportaban todo el material de limpieza y los dos contenedores de residuos en los que depositaban la basura.

—Hoy te toca a ti encargarte de los vidrios de las escaleras mecánicas.

—Uf. Tengo la espalda fatal, Charo. —Arancha se llevó una mano a los riñones y compuso una mueca de disculpa—. Sé que esto es lo que menos te gusta hacer, pero es que si me doblo por encima del pasamanos para limpiar los cristales, me pondré peor de esta maldita lumbalgia.

Charo le dedicó una mirada de recelo, pero también de preocupación. Una parte de ella la avisaba de que Arancha pretendía escaquearse y la otra se apiadaba de ella.

—El dolor de espalda lo tenías la semana pasada. Se suponía que ya te habías recuperado. —Arqueó una ceja y puso los brazos en jarras, a pesar de saber que acabaría transigiendo. Su buen corazón nunca la llevaba a decantarse por las opciones egoístas.

—Todavía estoy fatal, nena, créeme. Mi hijo es muy movido y me ha dado un fin de semana muy malo. Tenía mamitis aguda y no me ha dejado hacer reposo. Ya le he dicho a mi marido que este fin de semana lo deje en casa de mis suegros, a ver si así puedo recuperarme. De verdad que estoy fatal, Charo.

Al final no pudo resistirse. Era su mejor amiga, la creía y estaba dispuesta a encargarse de esa tarea por ella.

—Anda, lianta. Llévate el carrito, que ya me ocupo yo de esto.

—¡Gracias, Charo! Te prometo que cuando me recupere haré yo las escaleras dos meses seguidos.

—No me des las gracias y ve a dejar los baños como una patena.

Su compañera no se hizo de rogar, quitó el freno de las ruedas del carrito y enfiló con él por el pasillo.

Aquel no estaba siendo un día muy concurrido. La llegada del verano era inminente y muchos de los clientes habituales comenzaban a cambiar su rutina de compras por escapadas con la familia para aprovechar el buen tiempo, y eso era algo digno de agradecer; tener los pasillos despejados ayudaba a acabar mucho antes el trabajo.

Charo dudó entre detener la escalera mecánica para limpiarla o no hacerlo. Era obligatorio desconectarla, por seguridad, pero con el mecanismo encendido era más sencillo y rápido, debido a que la propia inercia de la escalera evitaba que fuese ella la que tuviese que descender o ascender para pasar la bayeta por la superficie del cristal.

A pesar de que no tenía prisa por llegar temprano a casa, se decantó por trabajar con la escalera en marcha para acabar antes y poder pasar un poco más de tiempo con su compañera en la cafetería.

Mientras desempeñaba su labor, podía imaginarse sin dificultad a sus dos hijos y a su sobrino discutiendo a voz en grito en aquel mismo momento, en plena disputa por la posesión de algún muñeco, de una pelota o por el mando de la dichosa videoconsola. Mientras tanto, su hermana se mantendría ajena al conflicto, llorando desconsolada por el abandono del cabrón de su marido, en compañía de alguno de esos programas de cotilleo, sentada en el sofá y con un Kleenex arrugado y húmedo en la mano. Charo dejó escapar un suspiro, se encaramó por encima del pasamanos de la escalera mecánica y comenzó a frotar la parte exterior del cristal con la bayeta.

Aquella era la tarea que más detestaba. Tanto ella como Arancha preferían cualquier otra, como pasar la pulidora para sacar brillo al suelo, por ejemplo. Sus compañeras siempre se quejaban de que esa dichosa máquina les dejaba los brazos hechos pulpa, sin embargo a ella le gustaba —lo tomaba como un reto personal y la ayudaba a mantenerse en forma—, mientras que limpiar los vidrios del pasamanos era un sinsentido. No entendía a sus compañeras, porque esa sí que era la tarea más ingrata de todas ya que los críos restregaban los dedos y las manos por los cristales cuando utilizaban las escaleras y no duraban mucho tiempo adecentados.

A pesar de todo, y de que el trabajo de mujer de la limpieza no era el que más glamour tenía, ella consideraba que era el puesto que gozaba de más ventajas. Los guardias de seguridad hacían turnos nocturnos y estaban obligados a vérselas con los clientes de manos largas; las cajeras se pasaban todo el día de pie, estáticas, forzando siempre una sonrisa al recitar el importe al que ascendía la cuenta de los clientes aunque tuviesen un mal día; los reponedores y los mozos de almacén andaban siempre deslomados y trabajando a contrarreloj; los vendedores debían ir siempre emperifollados e impecables, con sus trajes y corbatas, asediados además por los objetivos de ventas mensuales; y los jefazos llevaban el estrés por dentro y como buenamente podían. Sí, tenía suerte de dedicarse a la limpieza. Era un trabajo pesado, poco motivador y el peor pagado, pero al menos eran invisibles a los ojos de los clientes, y los jefes las dejaban bastante a su aire. Resultaba un poco desagradable limpiar los vómitos de algún niño con el estómago revuelto y restregar roña en los baños, pero para ella eso solo eran males menores.

Su superior directo era Paco Flores, el jefe de seguridad del edificio. Él se encargaba de coordinar los horarios y supervisar los trabajos de limpieza, además del de los vigilantes. Se trataba de un tipo con un carácter voluble, pero era muy atento y escuchaba a los empleados y empleadas a su cargo, tratándolos a todos por igual y con respeto; sin embargo le generaba cierta incomodidad cuando trataba temas cotidianos o de su vida conyugal, ya que presumía de tener un criterio de pensamiento demasiado machista. En fin, los jefes también son humanos y, en consecuencia, no pueden ser perfectos. Pese a todo, ella no tenía queja del suyo. Paco la trataba muy bien. Él no era padre, pero creía que los empleados con descendencia debían tener determinados tratos de favor, entre los que se encontraba una disimulada preferencia para elegir las vacaciones. Estaba separada y el padre no la ayudaba con los críos, con lo que a ella le venía como anillo al dedo poder coger siempre agosto para coincidir con los críos, ya que los primeros meses de verano los llevaba de colonias. De no tener libre ese mes, se vería obligada a costearse una canguro, con lo que su cuenta corriente estaba tan agradecida a su superior como la propia beneficiaria. Aunque eso era un detalle insignificante en comparación con la especial cortesía y la descarada zalamería con la que la trataba Paco Flores cuando estaban solos. Ella se sentía halagada y atraída por ese hombre, aunque no le quedaba más remedio que lamentarse de que estuviese casado. De no haber sido por aquel detalle, ella habría tomado la iniciativa mucho tiempo atrás y le habría tirado los trastos sin pudor.

Se acercaba el punto crítico de la escalera mecánica. El pasamanos pasaba junto al tramo del techo que subía a la planta siguiente y seguir encaramada sobre él implicaría perder la cabeza, literalmente, ya que aquel punto era similar a una guillotina.

El señor Flores siempre la reñía cuando la veía limpiar el vidrio exterior del pasamanos con la escalera encendida. Se ponía como un energúmeno y amenazaba con abrirle un expediente. Ella sabía que no lo haría jamás, porque estaba prendado de ella, y él sabía que le desobedecería a pesar de todo porque así acababa antes de limpiar; sin olvidar que era una mujer muy temperamental y muy cabezota, a la que nadie conseguiría convencer de lo contrario sobre ese asunto ni respecto a cualquier otro del que ella estuviese convencida de poseer la verdad absoluta.

Dejó de limpiar y se apoyó sobre el pasamanos para erguirse. El techo del tramo de escaleras se acercaba lenta pero inexorablemente y debía apartar la cabeza si no quería que se le quedase enganchada. Había hecho aquello tantas veces que, sin mirar, sabía el momento justo en que debía retirarse para que el techo no la decapitase y por eso apuraba siempre hasta el último momento. Pero esa vez fue diferente: su cuerpo no se separó del pasamanos.

Soltó la bayeta y lo intentó de nuevo. Empujó con los brazos al tiempo que echaba la espalda hacia atrás. El esfuerzo le provocó un calambre en el cuello y sintió el primer ramalazo de pánico al ver el techo acercarse. Su corazón comenzó a bombear sangre a toda velocidad cuando se percató de la presión sobre su espalda, quiso girarse para ver si había alguien detrás de ella forzándola a mantener la peligrosa postura, pero su cuerpo continuó pegado al pasamanos. Trató de serenarse diciéndose que en realidad no había nadie echado sobre ella con el fin de inmovilizarla. De ser así percibiría su aliento en la nuca o el agarre de unas manos.

Eso no la tranquilizó. El techo estaba cada vez más cerca, la escalera mecánica seguía ascendiendo, con su característico ritmo lento pero implacable, y no podía apartar la cabeza de la mortal trayectoria.

Sus piernas, en cambio, no estaban sometidas a aquella potente presión que mantenía inmovilizado su torso y que le arrebataba el aliento al comprimir sus pulmones, impidiéndole pedir auxilio. Alzó los pies en un desesperado intento de apartar a la persona que le impedía incorporarse, pero pateó el aire.

Los clientes que habían subido a la escalera o deambulaban por los alrededores charlaban con sus familiares o estaban concentrados en sus propios pensamientos, por lo que nadie se fijó en los aspavientos y las coces que daba la mujer de la limpieza.

El techo del otro tramo de escaleras estaba ya a pocos centímetros, continuaba acercándose, y fue ese el momento en el que tomó consciencia de que no podría apartarse a tiempo.

Segundos antes de que su cuello quedase atrapado entre el techo y el pasamanos, Charo se percató de que la temperatura había subido varios grados. Hacía mucho calor —aquel estaba siendo un día bastante sofocante para estar aún a primeros de junio—, pero el ambiente se sobrecargó demasiado. «¿Quién ha encendido la calefacción?» fue su último pensamiento.

Su cabeza se enganchó entre el pasamanos y el techo del siguiente tramo. Charo sintió la fuerte presión en su cuello y la lengua se le hinchó dentro de la boca.

La inercia ascendente de la escalera hizo el resto.