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EDITORIAL

 

 

 

 

Título: Quasar. Antología hard SF - 2015.

 

© 2015 VV.AA

© Diseño Gráfico: Nouty.

© Ilustración de portada: Randy Vargas.

Director y coordinador de la antología: Víctor M. Valenzuela.

Colaborador: Ricardo Acevedo.

Director de colección: JJ WeBeR.

Colección: Volution.

 

Relatos y Autores:

© Seiscientas preguntas de Alberto González Ortiz.

© Global Owen INC de Álvaro López León.

© FIYW (Feel If You Want) de Ángel Mirallas Espallargas.

© Donde empieza la vida de Héctor Rodríguez Paternáin.

© C-HI de María Belén Montoro Cabello.

© Aviso a la humanidad de Miguel Santander.

© La reserva de Nieves Delgado.

© Tecnofobia de Rubén Serrano.

© La máquina moral de Sergio R. Alarte.

© Trabajadores en caída libre de Víctor M. Valenzuela.

© Paradise City de Víctor Selles.

 

Primera Edición Junio 2015

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2015

 

ISBN: 978-84-944357-1-3

Edición Digital Octubre 2015

 

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

 

Más información:

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Dedicado a la memoria de los que ya no están y siguen siendo importantes en nuestras vidas, al afecto de los que están y son importantes y a la ilusión de los que vendrán y serán importantes.

 

 

 

 

Prólogo

 

 

 

 

 

Opino que es innegable que a todos los que nos atrae el género de ciencia ficción hemos disfrutado con algunos relatos de los grandes clásicos y que han dejado una profunda huella en nosotros como lectores.

Compilaciones como los Cuentos de la taberna del ciervo blanco, revistas como la desaparecida Asimov, la maestría de los relatos fantásticos de Edgar Allan Poe, los del propio Isaac Asimov, novelas cortas de Philip K. Dick o de William Gibson siempre han estado presentes en las estanterías y en el imaginario de los lectores de ciencia ficción.

El relato siempre ha sido un potente mecanismo para contar historias y crear universos presentando rápidas visiones, personajes y situaciones excepcionales. Una forma magnífica de conectar con el lector en una dimensión que solo el relato corto es capaz de proporcionar.

La firme determinación de que los relatos son una parte indispensable de la ciencia ficción, unido a que creemos que la literatura de habla hispana tiene mucho que aportar al género, me impulsó a hablar con el comité editorial y con otros autores de la misma para iniciar este proyecto. Mi intención era crear un volumen multidisciplinar, una convocatoria donde cualquiera pudiese presentar su trabajo. Buscaba colaboraciones, cohesión con otros autores tanto conocidos como no. En esta labor tuvimos la contribución de la propia editorial y de Ricardo Acevedo.

Fue un largo trabajo, primero decidir el lanzamiento del libro, no es ningún secreto que el mercado editorial en nuestro país está en recesión. Tenemos el triste récord de ser una nación poco lectora. Nos arriesgamos, y tuvimos la grata sorpresa de recibir doscientos relatos en respuesta a nuestra convocatoria por las redes. Fue un arduo trabajo de selección, la primera ronda resultó sencilla, bastó con eliminar las obras que no cumplían los requisitos o no se podían encuadrar en la ciencia ficción, la segunda fue lenta y laboriosa hasta que dejamos veinte finalistas. De estos, tuvimos varios ciclos de votaciones y reuniones a distancia hasta que decidimos seleccionar los nueve relatos que compartirían espacio con los dos autores de Nowevolution.

Al desarrollar la selección de los textos tuve una mezcla de sentimientos, por un lado lo consideré tremendamente estimulante, a pesar del considerable tiempo que tuve que dedicarles, también fue inevitable sentir cierta tristeza cuando algunos buenos trabajos quedaban atrás debido a la dura competencia. Por eso, quiero aprovechar estas líneas para animar a todos los participantes que no han sido seleccionados a que sigan escribiendo.

El resultado lo tenéis ahora en vuestras manos. Visiones y sueños trasladados desde la imaginación al papel debido a la asombrosa capacidad de los seres humanos para imaginar y contar historias. Desde que el primer chamán relató sus historias a la luz de una hoguera en alguna planicie olvidada de África, hasta el libro digital y las redes sociales hemos recorrido un arduo y sangriento camino como especie. Pero hay algo que sigue acompañándonos y son las historias, el soporte ha prosperado desde la comunicación oral a la escrita, de la imprenta de Gutenberg a la era digital, pero el contenido sigue siendo el mismo: Historias, relatos y transmisión de ideas e información.

Hemos intentado reunir en esta obra un abanico de estilos, centrándonos siempre en la ciencia ficción llamada dura, donde el componente especulativo de la trama sea creíble desde el punto de vista de las leyes físicas.

De esta manera leeremos un magnífico relato que especula con la centralización del poder hasta llegar al punto en que toda la autoridad y riqueza de la humanidad termina centralizada en un único ser humano.

 

Encontraremos otra historia donde se desarrollan las posibilidades de la tecnología que permite, siempre que el usuario pueda costeársela, controlar o inhibir las emociones y sentimientos más primarios y atávicos.

 

Nos adentramos en una sociedad autoritaria y decadente donde conviven humanos y androides.

 

Continuamos con una inquietante historia donde se plasma el precio a pagar por la inmortalidad.

 

Viajamos hasta Fobos, una de las lunas de Marte, siguiendo la pista de un desastre de proporciones planetarias que nos plantea una dolorosa pregunta: ¿Es posible proteger a la humanidad de su propia estupidez?

 

Seguimos con una historia escrupulosamente narrada en términos científicos, totalmente alejada de los lugares comunes de invasiones y batallas espaciales, que expone desde un punto de vista inquietante el primer contacto con otra raza inteligente.

 

Avanzamos hacia un futuro no demasiado lejano donde los avances tecnológicos proporcionan al ser humano confort, seguridad y bienestar. Sin embargo, una pequeña organización clandestina, no hace más que lanzar proclamas contra el progreso.

 

Se nos presenta una utopía que plantea un dilema moral que cuestiona los cimientos de nuestra propia realidad política.

 

Tendremos la posibilidad de acompañar a los miembros de la primera misión tripulada a Marte en una inquietante historia con un final sorprendente.

 

No podía dejar de estar presente una magnífica historia de la primera diáspora espacial con demasiados interrogantes y muy pocas respuestas.

 

Viviremos una historia que mezcla la distopía social con el despliegue de las corporaciones operando en el espacio. Tiene como curiosidad este relato que toda la narrativa técnica es una extrapolación de tecnologías existentes minuciosamente investigadas por el autor.

 

Quisiera concluir dando la enhorabuena a los autores finalistas.

Todos estos mundos son vuestros, sin excepciones. Podéis aterrizar en cualquiera de ellos.

 

Víctor M. Valenzuela.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alberto González Ortiz.

 

 

De adolescente ganó varios premios literarios con una serie de cuentos de los que no se acuerda. Más mayor —no mucho—, publicó El amargo despertar, una obra desgarradora que cosechó palabras amables allá por donde fue: Semana Negra de Gijón, Feria del Libro de Valencia, bibliotecas, presentaciones, noches en Tribunal, museos siderúrgicos, Internet, amigos y desconocidos.

No serás nadie, su segunda novela, explica otras de las razones de la caída de nuestra civilización: la esclavitud. También le hicieron muchas preguntas que no supo contestar. Maestro y escritor, escritor sin maestría.

 

www.albertoalez.com

@albertoalez

 

 

 

 

 

 

Resumen de Seiscientas preguntas:

El abuelo de Zeev perteneció a la primera generación de la gran diáspora espacial. Nadie le preguntó si estaba de acuerdo en hacer tal viaje. Zeev, antes de contestar a tantísimas preguntas, tras la muerte de su abuelo, supo que con su falta ya no tenía un lugar a donde volver, que su patria había desaparecido. Solo le quedaba una caja cerrada a cal y canto.

 

 

 

SEISCIENTAS PREGUNTAS

 

 

 

 

 

 

Cada año que pasaba los homenajes menguaban. Cada año, la memoria de los supervivientes se desvanecía entre los milagros de una promesa que ya no era tal. Año a año, los puños que caían al suelo, que se extendían a lo largo de los brazos de los que aún recordaban, tenían menos fuerza. Aquí contamos la última historia, que es la misma que sus predecesoras. La de los expatriados.

 

—No apagues el mural, que se me va la Tierra.

El abuelo de Zeev, de casi ciento veinte años, siempre decía lo mismo cuando él o cualquiera de su familia le apagaba la pared que reflejaba el planeta en el que nació. El aparato que lo encendía, obsoleto, a veces sufría un colapso y dejaba de funcionar. Era amarillo, o así lo recordaba desde pequeño Zeev. Y silencioso, hasta que dejaba de serlo. Tenía el tamaño de una tarjeta de crédito, con una pequeña abertura por la que salía un rayo de luz. Se lo regaló el gobierno mundial en la Migración. Los más acérrimos defensores de la vieja Tierra fueron obsequiados con esa máquina que incrustaba imágenes de ella cuando aún era bella. Tal ocurrencia salvó a la administración de muchos enfrentamientos con esos tipos. Fue el consuelo de los desheredados, de los que, al ver de nuevo su hogar, bajaban sus puños al suelo con los brazos extendidos.

—Habrás sido tú otra vez, hijo —le decía siempre a Zeev—. Los lobos sois así: no aguantáis lo que no es vuestro.

—Anda, calla, abuelo. Siempre estás con lo mismo.

Su abuelo, de casi ciento veinte años, le recordaba a menudo, con orgullo, el origen de su nombre: «Zeev, hijo, significa lobo. No desaproveches de dónde vienes».

 

En los primeros años de la colonización del planeta Kepler, en donde vivían, los precursores necesitaron de algunos cacharros para poder sobrevivir a la falta de oxígeno. No eran ni amarillos ni pequeños. El abuelo de Zeev, ya con menos años por vivir que vividos, no los soportaba. Cuando trabajaba no le gustaban los accesorios, solo las bufandas. Y justo estas eran las que no se podía poner por culpa de esas máscaras.

Muy pronto consiguieron crear una atmósfera artificial que les dejó vivir con todas las comodidades terrestres. Pero eso no consoló al abuelo: cuando crearon ese aire, él ya había dejado de trabajar y siempre estaba en su habitación para dormir o en el salón para ver las imágenes. Incluso sentado, tranquilo y melancólico, le costaba respirar. La sensación opresiva le recordaba a las veces que tenía que ir a lo más alto de las lomas de su pueblo, a las de Pico Moro. Allí, a más de dos mil metros de altura, respirar no era suficiente. Tenía que esforzarse. Y pensar en que morir no era una buena idea.

Nadie en su casa le hacía el menor caso: su hijo y su nuera estaban siempre atareados en el trabajo. Uno era técnico geotérmico y llegaba todos los días con las manos llenas del barro azul que se escondía bajo el suelo de todo el planeta. La otra, más moderada y pánfila, era modelo en la calle central del pueblo. Se quedaba quieta durante horas detrás del mismo cristal, con la misma postura. En casa era la más torpe. Se le caían al suelo enchufes térmicos, móviles y fotogramas. Y, pobre abuelo, siempre tiraba su viejo proyector amarillo.

De sus cuatro nietos, solo Zeev era el que le prestaba atención. Las otras tres correteaban como trillizas que eran. Las dos primeras eran idénticas, solo se las podía diferenciar por el color de sus lentillas. La otra, algo más regordeta y guapa, era la más lista. Solo tenían miedo de una cosa: de separarse. Y eso las hacía cobardes.

Cuando estaban los dos solos, el abuelo siempre le hablaba de la vida en la Tierra y de su pueblo, en el cual trabajó muy atado al suelo, plantando semillas o dando de comer a sus animales. Era una vida sencilla, apacible y emocionante. Real. Cuando llegaba al momento en el que conoció a su abuela, siempre venían las trillizas con aires nuevos y alguna que otra queja más importante que el pasado, e interrumpían el relato.

El abuelo era muy viejo y discutía poco. Tenía los ojos azules y las orejas grandes. Su espalda se había curvado y necesitaba de un bastón para no caerse al suelo. También llevaba boina. A veces, incluso, se la ponía para dormir. Privilegio que ni su bufanda tenía.

Uno de sus últimos esfuerzos fue el de llevar todos los días a Zeev a la Instrucción y traerlo, varias horas después, de vuelta a casa. Él la denominaba escuela. Decía que así se llamaba cuando era pequeño. Tardaban mucho en llegar, pero eso a Zeev no le importaba. Le encantaban las historias de la Tierra. La que más repetía el abuelo era la que narraba su marcha de allí: debido a una próxima colisión con un meteorito —decía con aire abatido y de telediario—, las autoridades terrícolas decidieron trasladar el mundo a su Kepler, un lugar recién descubierto y que ofrecía una oportunidad de supervivencia a la raza humana. Les ocupó décadas el prepararlo —al menos eso dijeron ellos—, pero avisaron de su plan a la población con muy poco tiempo de antelación, alarmándolos en extremo. Gritos de los que no tenían ninguna capacidad de elección. La última noche que pasó en el pueblo donde vivía, los vecinos y su abuelo decidieron cenar juntos en el salón de una señora, la que tenía su casa a las afueras, la que solo sabía sonreír. Compartieron la comida y el silencio hasta que se pusieron todos a hablar. Esa noche supieron más de los demás que en el resto de su pasado compartido. Era la última vez que se iban a ver. Y eso era una losa demasiado pesada.

 

Un día el abuelo no estaba en su silla. Sus padres lo habían mandado a una residencia para enfermos mentales porque, decían, había perdido la memoria. «Será lo de la explosión, que le ha afectado». Zeev no sabía mucho de detonaciones. Lloró esa mañana y le consoló el saber que iba a ir a verlo los domingos. Cada uno de ellos.

Esa promesa se cumplió los primeros meses. Luego solo acudieron, como mucho, una vez cada cuatro. Sus padres se excusaban diciendo que él ya no les reconocía y que no decía nada cuando iban a visitarle.

Una de aquellas veces, cuando sus padres y sus hermanas se fueron al bar, se quedó solo con él. Y en esa ocasión le llamó por su nombre, por primera vez en mucho tiempo, como si de repente hubiera recobrado la memoria. Zeev, asustado, hizo lo que el abuelo le dijo, que fue que se sentara en su cama. Esperó mientras sacaba del armario un maletín del que retiró una vieja caja unida a una nota con una goma elástica rosa. Le dijo que no la abriera hasta el día de su entierro y que no contara nada a sus padres del regalo. Ni a nadie. La clandestinidad de tal acto, y que el abuelo volviera de nuevo a comportarse como en los últimos años, le desanimó.

Como en una maldición, poco tiempo después de esa visita, el abuelo murió. En la oscuridad en la que Zeev estaba, leyó la nota que le regaló semanas atrás. «Esta es la tierra del pueblo en el cuál viví antes de llegar a Kepler. Por favor, métela conmigo en mi tumba. Y baja el puño». La había guardado durante decenas de años como el mayor de sus secretos. El secreto de una vida atada a la tierra, en la Tierra.

 

Zeev se rebeló , no le hizo caso. Guardó la arena y se marchó del entierro. Nadie salió tras él. Nadie se enteró. Nadie. Sin abuelo, sin identidad, sin pasado, Zeev creció. Mutilado. Sus hermanas, sus trillizas, las tres, acaparaban la atención de sus padres. Él, sin ganas de hablar, era sombra y plato en la mesa. Era de esos del «bien» tras el «¿qué tal en la Instrucción?». Del:

—Bien.

Tras el:

—¿Qué tal en la Instrucción?

Creció guardando en una caja, en su habitación, el recuerdo de su abuelo. El único que habló con él, el único que murió en él. Ese arca era su escondite y su refugio, bien guardada en su armario, detrás del molde de plastilina oxidada. Fue su consuelo tras su primer suspenso, poco después del día del cementerio; tras su primera masturbación en gravedad 6.8 en el baño de su aula, vacía de contenido y pensamiento, abrasadora y larga; tras su primer rechazo sentimental, en la visita al cementerio de máscaras terrícolas. Fue muy poético.

—¿Quieres salir con un animal solitario?

O

—¿Quieres salir con un lobo?

O

—¿Quieres salir con el jefe de la manada?

Fue muy estúpido.

Tampoco su abuelo le ayudó aquí.

«No me sirves para nada, abuelo. ¿También te has olvidado de mí? ¿Igual que mis padres? ¿Ya me tratas igual que ellos?».

Y no lo intentó más.

Pasaron las páginas, los temas, los trimestres y los suspensos. En su memoria, solo la historia de la vieja Tierra, con su muerte, con su tierra. También la familia, los cabreos, los fracasos, los «dejadme de una vez en paz, estúpidos», que eran lo mismo.

Siempre ocurren cosas últimas, siempre hay un último algo. También aprobados en la Instrucción. Es el llamado «de la compasión», el de dar el título porque no puedes vivir sin título. Él lo vivió tranquilo. Fue una mañana de verano de sábado, en su instrucción. Fue una lista tras un cristal lleno de dedos. Fue algo así, hasta su documento, ••$%$)=, tras los símbolos de chicos tres o cuatro años menores que él.

 

«)(=/(/%/, 1.5, 1.5, 2, 2 = 7

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Y así unos pocos más, hasta el final. Cuando se encontró, leyó despacio. Recordó el día del examen, en el que, aburrido, hizo lo que pudo. Recordó su lápiz verde a medio acabar y, sobre todo, la redacción que hizo en el tercer ejercicio. No podía ser otra que la historia de su abuelo. Desde la Tierra hasta la tumba. Se creía suspenso, pero su recuerdo le salvó. De no saber qué iba a ser de su vida hasta esperar la asignación. Allí, en Kepler, todos tenían su función tras titularse. Por eso no eran muchos, ni pocos, en esa ciudad artificial.

La noticia despertó cierto interés en su casa. Sus padres respiraron aliviados. Sus trillizas lo hicieron por inercia. Nadie le felicitó. Nada de «gracias» en el universo.

A los pocos días llegaron dos civiles a su casa buscándole.

—¿Vive aquí Zeev? —dijeron al telefonillo.

Su nombre recorrió su casa a gritos. Él fue el que se asomó a la puerta. Su familia siguió a sus cosas. No esperaba apoyo de ellos. O sí.

—¿Qué quieren? —respondió.

—¿Es usted el señor Zeev?

Él asintió.

—Por orden del ministerio de Kepler, le hacemos entrega de su asignación. En un plazo de tres días deberá…

—Esperen un momento —les cortó.

—Por favor, no vuelva a parar nuestra conversación. Está siendo grabada. Limítese a escuchar.

Asintió otra vez. Era todo dudas e impaciencia. Tenía la sensación de que no iban a hablar de lo único que le importaba: su examen.

—Por orden del ministerio de Kepler, le hacemos entrega de su asignación. En un plazo de tres días deberá incorporarse al hotel Tierra, en la calle Tierra sin número. Deberá llevar todo lo necesario para vivir allí. No volverá a dormir en esta casa. No necesitará nada de esta casa. Solo llévese lo indispensable. Ya en el hotel encontrará las instrucciones necesarias y su asignación laboral. Aquí tiene el mapa para llegar. ¿Está de acuerdo con estas condiciones?

—Sí, claro —respondió, tras unos segundos de duda.

—En ese caso, señor Zeev, nos despedimos. —Los dos hombres se dieron la vuelta.

— ¡Esperen un momento, por favor!

Y siguieron andando.

—¡Por favor! ¡Es sobre el examen!

Ninguno se giró. Desaparecieron. Zeev siguió gritando.

—¿Por qué me pusisteis dos puntos en la redacción? ¡Si no era lo que pedisteis! ¡Solo hablé de mi abuelo! ¡De mi abuelo!

Apenas oyó un hilo de voz lejano.

—Recuerde que en este planeta está prohibida la violencia. El castigo es la muerte.

Ahora entendía a su familia. Ahora entendía el porqué del silencio del que ya era historia.

No duró tres días en casa. No duró tres horas. Subió a su habitación y preparó una mochila en la que metió nada y el regalo de su abuelo. Se despidió de sus padres y de dos de sus trillizas.

—Me voy.

—Muy bien.

Se despidió.

Cogió el mapa. No miró atrás. Al igual que unos dejaron el planeta Tierra, en ese momento él dejó también atrás su pasado, sus recuerdos, su identidad. En menos de veinte minutos llegó a la entrada del hotel.

—Me han dado esto. —Y entregó el mapa. Allí ponía: «Entregue el papel en la entrada». Los tres empleados no dejaron de teclear en sus ordenadores. Quizás ni le habían visto. Quizás hablar alto esté solo al alcance de los valientes.

—¡Que me han dado esto! —repitió—. ¡Por Dios, hacedme caso!

—Perdone, señor —contestó el que estaba frente a él—. Recuerde que la violencia, cualquier violencia, está castigada con la muerte.

—Tome y dígame lo que tengo que hacer.

Un adolescente con un papel en Kepler no impresionaba mucho, ni era importante. Un adolescente en Kepler, de las primeras generaciones de adolescentes en Kepler, era un estorbo. No es que hablara bajito. Pero tenían un trabajo para él.

—Suba a la habitación c14. Por el ascensor de la derecha. ¿Le llevamos el equipaje?

—Déjeme en paz —respondió el mochilero. El de la habitación con olor a muerte.

—No me enfade. También yo debo cumplir la ley. También la policía. Todos. Nada de violencia. Suba, si quiere.

Podría insultar, pero salió de allí. En la c14 no había más que un baño, una cama, una silla sola y otra junto a un escritorio, junto a un ordenador, junto a una nota. Decía: «Solo tiene que contestar a seiscientas preguntas cada día. Pulse Y cuando la respuesta es sí y N cuando sea no. Los ordenadores, aún, no pueden contestar a ciertas cuestiones humanas por sí solos. Por eso está usted aquí. Recuerde: Y, N. Suerte. Empieza mañana».

Y así, su vida. A veces era fácil contestar.

«¿Está lloviendo justo ahora?».

«¿Sabe lo que es la Luna?».

«¿Considera que está limpio su lugar de trabajo?».

Otras, no tanto.

«¿Entiende lo que es el amor?».

«¿Ha querido alguna vez a alguien?».

«¿Considera que el tiempo es relativo?».

«¿Es usted consciente del avance que supone para la raza humana el descubrimiento de Kepler y todo lo que está ahora ocurriendo en nuestro planeta?».

«¿Echa usted de menos a alguien?».

«¿Asesinaría por recuperar a ese alguien?».

«¿Sabe guardar secretos?».

«¿Tiene usted algún secreto?».

«¿Sabe que en este planeta se castigan los secretos con la muerte?».

No vinieron todas esas preguntas de golpe, excepto las tres últimas. Y, aunque no conocía el calificativo, se convirtió en un hikikomori. Se convirtió en uno de esos japoneses terrícolas que nunca salían de sus habitaciones. Desde que entró en su c14, decidió no salir jamás de allí. En esos metros cuadrados comía, dormía y trabajaba. También se compró una de las primeras bicicletas estáticas de Kepler. Se levantaba cuando aún no habían encendido la luz artificial en la ciudad, hacía una hora de ejercicios, se duchaba, desayunaba tres rebanadas de pan de arroz y maíz, trabajaba unas cinco horas cada día y luego se dedicaba la tarde a leer, a masturbarse y a intentar recordar los nombres de sus tres hermanas. Esto último era lo que más le costaba.

Siguieron las preguntas. Las seiscientas diarias. Había algunas que no tenían mucho sentido o que, para él, eran imposible de contestar con un simple sí o un no. En esas siempre tecleaba la letra Y.

Un par de veces cada día, su vista se nublaba y las palabras se movían en su cabeza. Al principio se tumbaba cinco minutos, se lavaba la cara y continuaba. Con el paso de las mañanas quería comprobar cuánto más podría durar medio drogado enfrente del ordenador. Así se divertía el hikikomori.

Y empezó a contestar al tuntún.

Y, a la mañana siguiente, lo dejó de hacer. Azar, la chica hindú, o persa, o siria, o rara; la chica que le traía las comidas; su único contacto con el exterior; su deseo hindú, o persa, o sirio, o raro; Azar no le dejó su desayuno, solo una carta. Zeev la cogió y abrió el sobre. Tras leerlo, gritó.

—¡Azar!

Pero Azar se encontraba ya bajando las escaleras, muy lejos de su vista. Y nadie iba a salir de expedición. Incluso tras leer, en mayúsculas, un claro TRABAJE. Y a ello se puso.

«¿Contestó usted ayer a algunas preguntas sin leerlas?». Y.

«¿Sabe que no cumplir los términos de un contrato está castigado con la muerte?». No lo sabía, pero Y.

«¿Entiende que este es su último aviso?». Y.

Los días, las íes griegas, las enes, volvieron. Con fuerza y cada vez más personales.

«¿Tiene usted hermanos?». Tenía hermanas, pero no quería arriesgarse. Y. No entendía la razón por la cual eso le iba a interesar a nadie.

«¿Sabe sus nombres?». Y. Bueno, N, pero en ese programa no te dejaban rectificar.

Otro día, entre cuestiones sobre el tiempo o la salud, otras de ese tipo.

«¿Y padres? ¿Tiene usted padres?». Y. O N, pero Y.

Tras trescientas respuestas más:

«¿Sabe que nunca quiso a sus progenitores?».

Aquí pasaron el límite. Ellos afirmaban algo que solo su abuelo, si era capaz de entenderlo cuando iba a la residencia y se quedaban solos, sabía con seguridad. Ellos quisieron confirmar algo que daban por sentado. Y lo hicieron: Y.

Y dejó de hacer ejercicio.

Y se insinuó a Azar. Se la imaginó de perfil, cambiándose de sujetador, colocándoselo. Lugares ovalados, acabados en dos pequeños pezones claros, níveos.

Y se lo dijo.

—Ayer me viniste a la mente. Cambiándote. Sonrojada, acuosa, nerviosa. Frente a mí. Me mirabas con recelo, buscándome.

Ella le dio la comida sonrojada, acuosa y nerviosa, pero se largó corriendo, llorando. Y no volvió más. Llegó un chico alto, bastardo; le sembró de terror al entrar a su habitación y decirle que se dedicara a las preguntas y no a asustar a los empleados. Y no aceptó peros. Solo se marchó y gritó, ya lejos de la habitación c14:

—¡Recuerde que esto también se castiga con la muerte! Debe saber que comportándose así le quedarían pocos días aquí.

Y lo aprendió y pensó que el único sitio seguro que conocía era esa habitación, y que no debía incordiar. Y que no quería irse. Ya debía tres o cuatro vidas a ese planeta.

Y:

«¿Sabe que su abuelo le mintió?». N de nunca.

Se levantó y trastabilló con la silla, cayéndose de plano en la cama, dándose en la cabeza con el respaldo, abriéndose una brecha. Esa noche, como todas las noches, llegó ese chico, y le entregó la cena. Le quiso entregar la cena.

—¿Ve esto? ¡¿Ve esto?! —le dijo, señalándose la cara—. ¡Dejen de preguntarme tonterías!

El chico, sin pestañear, dejó la cena en el suelo del pasillo y se encaró a él sin palabras, sin gestos.

—¡¿Qué quiere?! —le incriminó Zeev.

El otro, tras la erre, tras la e, le soltó un puñetazo en plena herida.

—Cómase esto y tome en serio su vida.

La frase solo la intuyó, recuperándose en el suelo de su mala suerte y de su bocaza.

Esa noche no durmió. O durmió mucho. Un poco más tarde, la primera pregunta.

«¿Sabe que su abuelo tiene algo que no le pertenece?». N.

«¿Sabe que su abuelo fue un genocida? ¿Que mató a la mitad de la población de Kepler solo un año después de que llegara?». Cállense. N. N.

Pero no se callaron.

«¿Sabe que ya estamos seguros de que fue él?». N.

«¿No sabes nada sobre lo que estamos hablando?». N.

La máquina parpadeó y se calló unos segundos. Luego, tras lo inédito del asunto, continuó.

«¿Te dio algo antes de morir?». Aunque Y, él mintió.

«¿Sabe que mentir está castigado con la muerte?». Y, y mil veces sí.

Se levantó y no leyó la última frase. No leyó «Está usted despedido». Abrió el armario y de allí sacó, debajo de mil cosas, de sus mil cosas o ninguna, la caja de su abuelo. Mientras la abría, mientras oía cómo el vacío dejó paso al aire en esa pequeña urna, escuchó un portazo y un grito detrás de él. Le dio tiempo a girarse para ver al chico y a Azar desencajados.

—¡No la abras!

El cielo cambió de color, todo cambió de estado, de forma, de tamaño; se calentó. Pensó en ese cambio de color, de estado, de forma y de tamaño en el entierro de su abuelo. Recordó la palabra genocida. Luego, nada.

El final de Kepler.

El final de esta historia.

El final de la Historia.

 

 

 

FIN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Álvaro López León.

 

 

Nació en Pamplona en 1975. Después de acabar Ingeniería Eléctrica, fue a estudiar guion y dirección de cine a Madrid. Allí trabajó como auxiliar de casting y coordinador de figuración en cine y más tarde como editor de video para televisión.

Son varios los cortometrajes escritos (y dirigidos), así como algún guion de largometraje. El corto Stay obtuvo varios premios e infinidad de selecciones en prestigiosos festivales como el de Sitges.

Seducido también por la literatura como forma de contar historias, la actividad cinematográfica siempre ha ido acompañada de la escritura de relatos, uno de los cuales también fue premiado en un certamen.

 

 

 

 

 

 

 

Resumen de Global Owen Inc:

A cientos de kilómetros de la Tierra orbita desde hace siglos la plataforma Global Owen Inc., regida por su Presidente, el último ser humano. Un fallo en la impresora uterina despierta en él sentimientos ya olvidados: soledad y nostalgia por la Tierra, inhabitable para el ser humano. Al no obtener respuestas satisfactorias decide averiguar por qué es inhabitable la Tierra.