Roma.
Del Renacimiento
al Barroco

Roma.
Del Renacimiento
al Barroco

ELADIO ROMERO

Colección: Historia Incógnita

www.historiaincognita.com

Título: Roma. Del Renacimiento al Barroco

Autor: © Eladio Romero

Copyright de la presente edición: © 2015 Ediciones Nowtilus, S.L.

Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Revisión y adaptación literaria: Teresa Escarpenter

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Imagen de portada: MIGUEL ÁNGEL. El Juicio Final. Fresco realizado entre 1537 y 1541. Capilla Sixtina, Vaticano.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital: 978-84-9967-759-0

Fecha de edición: Noviembre 2015

Depósito legal: M-30543-2015

Dedicado a Ana, Bárbara, Dolores, Elena, Maite, Marisol y Marta,

mis compañeras de recreo y café.

Introducción

San Roberto Belarmino (1542-1621) fue uno de los mayores defensores de la monarquía pontificia, así como uno de los principales exponentes de la literatura de controversia propia del catolicismo postridentino. Nacido en la población toscana de Montepulciano, defensor acérrimo de la tradición, como consultor del Santo Oficio participó en el proceso contra Giordano Bruno y en el primer proceso contra Galileo, constituyendo una de las más eminentes figuras de la Contrarreforma (es decir, del momento histórico que trataremos en este volumen). Como escritor, Belarmino redactó rabiosas invectivas contra Erasmo de Róterdam y compuso una de las obras más conocidas de la época, su De potestate summi pontificis. En ella llegó a declarar, algo nada extraño para el momento que le tocó vivir, que la democracia era el peor de los gobiernos. Luego, metiéndose en asuntos que le eran más propios, afirmaba que la jurisdicción de los obispos debía proceder directamente del pontífice, el cual no podía errar nunca, y que por ello su autoridad era muy superior a la del concilio. Es más, según Belarmino el papa poseía prerrogativas para destituir incluso a cualquier gobernante, en caso de que este abusara de su poder.

No obstante, y he aquí lo curioso, Belarmino no descartaba la posibilidad de que un hereje alcanzara el solio pontificio. Es decir, que un papa hereje llegara a gobernar la Iglesia católica. Entonces, ¿podía o no podía errar un pontífice? Controversia o contradicción que no conciliaba la mentada infalibilidad del papa con la posibilidad de aceptar la herejía.

Esta era, pues, la contradicción de la Roma de los siglos XVI y XVII, de una ciudad sobre la que se afirmaba que había tantos clérigos como prostitutas. Aunque quizá tal afirmación no constituya una paradoja, sino una inferencia necesaria en una sociedad donde un papa supersticioso y muy aficionado a la astrología como era Urbano VIII condenaba al gran Galileo como hereje.

Veremos en este libro, más en detalle, cómo era esa Roma tan curiosa, la Roma de la Contrarreforma, y luego del Barroco, que quiso oponerse a los protestantes y heterodoxos empleando armas como la hoguera, el arte sublime y las reliquias de los santos.

Como nota curiosa hay que decir que Pío XI beatificó y canonizó a Roberto Belarmino en 1930, y lo nombró doctor de la Iglesia al año siguiente. En 1969 Pablo VI creó la cátedra cardenalicia de San Roberto Belarmino, que en 2013 la ostentaba Jorge Mario Bergoglio, elegido papa ese año. Contradicciones tiene la Santa Madre Iglesia.

Y ya que hablamos de ese arte sublime, mencionaremos asimismo la gran transformación que sufrió Roma durante los siglos XVI y parte del XVII. Amplias plazas, iglesias imponentes, jardines, galerías con pinturas… En la Roma del siglo XVII el arte se convirtió en un espectáculo con el que se quería subrayar el poder de la capital del mundo católico. Después de decenios de transformación urbanística y promoción artística debidos al incansable mecenazgo de los papas, Roma pasó a ser una de las urbes más bellas de Europa.

Desde la época de Julio II y León X, a principios del siglo XVI, la Ciudad Eterna había comenzado a recobrar el esplendor de los tiempos antiguos, del todo perdido durante la Edad Media. La construcción de la nueva basílica de San Pedro y la obra de los maestros Rafael y Miguel Ángel comenzaron en aquellos años a evidenciar la recuperación de la gran tradición artística del Imperio romano. El proceso sufrió una drástica interrupción en el año 1527 debido al saqueo perpetrado por las tropas del emperador Carlos V, que entraron en la ciudad con la intención de doblegar al papa Clemente VII y dejaron un panorama de desolación y ruina, al que se sumó la diáspora de muchos de los más eminentes artistas e intelectuales que hasta entonces residían en la urbe, marcando así el inicio de una cierta decadencia en la vida cultural que tardaría varias décadas en superarse.

Además, el imparable avance del protestantismo en las tierras de Europa sumió a la Iglesia en una gravísima crisis que hizo que la recuperación de Roma se postergase hasta finales del siglo XVI. Pero, pese a estas adversidades, lo cierto es que durante el Renacimiento la ciudad se había llenado de imponentes palacios e iglesias y había ganado enormemente en magnificencia. Ciertas actuaciones urbanísticas puestas en marcha por los papas desde finales del siglo XV comenzaban a eliminar el desorden de la trama urbana heredada de la Edad Media. El momento culminante de aquella renovación fue el que protagonizó el papa Sixto V (1585-1590), quien promovió una ambiciosísima reforma para atender a la multitudinaria afluencia de peregrinos a la ciudad. Se calcula que en el jubileo de 1600 llegaron a Roma doscientos mil de ellos sólo en un día de la festividad de la Pascua. La imagen pagana y medieval de la ciudad comenzó así a ser sustituida por otra cristiana y moderna; Roma se convertía de nuevo en orgullosa capital del mundo católico. La silueta de la ciudad se vio modificada por la proliferación de imponentes cúpulas como la de la basílica de San Pedro del Vaticano, diseñada por Miguel Ángel y terminada por su discípulo Giacomo della Porta entre 1587 y 1590. Aquellas imponentes obras fueron en parte financiadas por la Iglesia, pero también por grandes familias de la corte romana que acumularon riquezas extraordinarias, como los Colonna, los Borghese o los Aldobrandini.

En cuanto a la imagen de la Roma barroca se debe en buena medida a un único artista napolitano pero romano de adopción: Gian Lorenzo Bernini (1598-1680). Bajo el pontificado de Urbano VIII, que lo nombró arquitecto de la fábrica de San Pedro, Bernini fue el auténtico director artístico de la escena romana durante más de cincuenta años. Sus realizaciones pudieron ser comparadas a partir de la década de 1630 con las obras no menos destacables de uno de sus antiguos y maltratados ayudantes, ahora convertido en profesional independiente: el arquitecto Francesco Borromini. Introdujo este formas inventivas y nada convencionales, abandonó el tradicional uso de los órdenes clásicos y dejó de considerar lo antiguo como modelo supremo. La rivalidad entre ambos se hizo más evidente bajo el pontificado de Inocencio X (1644-1655). A modo de una justa artística, el Papa decidió emplear a ambos arquitectos en la reforma de la plaza Navona, su principal acción de mecenazgo. El siguiente papa, Alejandro VII (1655-1667), coronó en lo fundamental la transformación de Roma en una ciudad moderna. Su determinación hizo que a finales de su pontificado Roma fuera ya el mejor escenario urbano de Europa.