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Créditos

Títulos originales: In het oog van de storm, Toen de wereld nogeen zotskap droeg, Eddy Posthuma de Boer, Lady Wright en Sir Jawara, Een bootreis op de Gambia, Maanland Mali, Langs de Sahara, Bitter Bolivia, De smaak van het noodlot, Teotihuacán, Pyramides van de Zon en de Maan, Mijn notitieboek en een nawoord uit Gantheaume Point, Nooteboom’s Hotel y Nooteboom’s Hotel II

Edición en formato digital: marzo de 2014

En cubierta: Imagen de Volker Straeter, Agencia bdmdesign

© Cees Nooteboom, 2002

© De la traducción, Isabel-Clara Lorda Vidal, 2002

© Ediciones Siruela, S. A., 2002, 2010, 2014

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-16120-25-3

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com

www.elpoetaediciondigital.com

Índice

HOTEL NÓMADA

En el ojo del huracán

Cuando el mundo aún llevaba un gorro de bufón

Eddy Posthuma de Boer

Lady Wright y Sir Jawara, una travesía en barco por Gambia

Malí, tierra lunar

En los confines del Sahara

Bolivia amarga

El sabor del destino

Teotihuacán, las pirámides del Sol y la Luna

Mi cuaderno de notas y un epílogo desde Gantheaume Point (la biblioteca de Borges)

Hotel Nooteboom 1

Hotel Nooteboom 2

Notas

Créditos de las ilustraciones

Créditos

Notas

1 Traducción de Josefina Vidal Morera.

2 Jorge Luis Borges, El hacedor(Museo).

3 El mayor fabricante de crema de cacahuetes de Holanda. (N. de la T.)

4 United Nations Development Programme. (N. de la T.)

5 Compositor neerlandés, nacido en 1935. (N. de la T.)

6 Jacques Chaban-Delmas, nacido en 1915, fue primer ministro y presidente de la asamblea nacional gaullista.

7 Ciudad residencial neerlandesa en la provincia de Utrecht. (N. de la T.)

8 Simon Vestdijk, escritor neerlandés contemporáneo. (N. de la T.)

9 Handelsblad y Parool son periódicos neerlandeses. (N. de la T.)

10 Herman Haan (1914-1996 ), arqueólogo y arquitecto neerlandés. (N. de la T.)

11 Los tellem, antigua etnia de Malí. (N. de la T.)

12 Frederik van Eeden (1860-1932), escritor neerlandés. (N. de la T.)

13 Ciudad de provincias neerlandesa. (N. de la T.)

14 Jan Hanlo (1912-1969), poeta neerlandés.

15 Compañía aérea boliviana.

16 Jules Régis Debray, escritor, filósofo y ensayista francés.

17 General René Barrientos Ortuño, presidente de Bolivia en los años sesenta.

18 Ver capítulo 3. (N. de la T.)

19 Referencia a Amsterdam. Broodje van Kootje es un establecimiento popular de sándwiches junto a la Leidsestraat, céntrica calle comercial. (N. de la T.)

20 Famosa librería de Amsterdam, frecuentada en esa época por intelectuales de izquierdas. (N. de la T.)

21 Camilo Torres (1929-1966), sacerdote y guerrillero colombiano.

22 Harry Mulisch, La palabra y la acción. Testimonios de la revolución cubana, 1968.

23 Traje típico de Baviera. (N. de la T.)

HOTEL NÓMADA

En el ojo del huracán

1

«El origen de la existencia es el movimiento. Esto significa que la inmovilidad no puede darse en la existencia, pues, de ser ésta inmóvil, regresaría a su origen: la Nada. Por esta razón, el viaje no tiene fin, tanto en el mundo superior como en el mundo inferior.» Estas palabras figuran en el Kitâb al-isfâr, El Libro de la revelación y los Efectos del Viaje, un extenso relato de viajes del sabio árabe del siglo XII Ibn ‘Arabi. Es un tratado de carácter místico, de honda religiosidad, en el que todo –Dios, el universo, el alma– se enmarca en el signo del movimiento, un movimiento que se designa a lo largo de todo el libro con el nombre de viaje. No soy musulmán, compré el libro en cierta ocasión en París porque aparecía en él la palabra voyage –en árabe safar, plural asfâr–, porque se trataba de una edición bilingüe y me encanta la escritura árabe, y también porque, mientras ojeaba el libro en aquella librería parisina, me llamaron la atención un par de cuestiones del prólogo que interesan a cualquier viajero que se precie, viva éste en el siglo XII o en el XX. El traductor y prologuista, Denis Gril, comenta que podría haber traducido la palabra «efectos» por «frutos», para así subrayar los beneficios del viaje y también porque la palabra árabe natâ’ij sugiere, por su origen, la idea de «alumbrar», lo cual enlaza a su vez con los frutos anímicos y espirituales: el viaje, según el texto, responde a ese nombre porque alumbra la verdadera naturaleza del viajero o, por decirlo de una manera más sencilla, viajar en solitario sirve para conocerse a uno mismo.

Pero hay algo más en este prólogo que me inspira, y que tal vez esté relacionado con mi fascinación por Santiago de Compostela. Me refiero al vocablo siyâha, peregrinación. La definición de este término reza: «parcourir la terre pour pratiquer la meditation –i’tibâr– et se rapprocher à Dieu». Lo de «rapprocher à Dieu» sería en mi caso pretencioso, pero si sustituyo la palabra «dios» por «misterio», entonces me atrevo a suscribirlo. ¿Qué quiero decir con esto? Un día, hace ya mucho –y sé lo romántico y anticuado que suena lo que voy a decir, pero así es como sucedió–, cogí una mochila, me despedí de mi madre, tomé el tren hacia Breda y una hora después –ustedes saben lo grande que es Holanda– me encontraba en la carretera cerca de la frontera belga con la mano alzada, y, en realidad, esto es lo que he continuado haciendo desde entonces. Lejos de mí cualquier meditación, cualquier pretensión metafísica en aquella época; este tipo de cosas no vienen hasta más tarde. De hecho, sucede como con las ruedas de oraciones tibetanas: el movimiento se adelanta al pensamiento. Dicho de otro modo, desde entonces no he parado de moverme por el mundo y, con el tiempo, he ido acompañando mis viajes con ideas, ideas que, si ustedes quieren, pueden llamar meditaciones.

No es éste el momento para hacer un ensayo sobre la esencia del viaje, pero hay dos cosas que creo que merece la pena destacar: quien viaja continuamente nunca para en el mismo sitio –visto desde su perspectiva– y, por lo tanto, siempre está ausente –desde la perspectiva de los demás, de los amigos–. Y es que, para ti mismo, estás en efecto «en otro sitio», es decir, no estás, aunque en realidad estás, es decir, estás en ti mismo. Este razonamiento puede parecer una simpleza, pero es que se tarda un tiempo en comprender que es así. Porque siempre existen los demás que te abordan con su incomprensión. No sé cuántas veces he tenido que escuchar el dicho de Pascal: «Las desgracias del mundo se deben a que la gente no es capaz de permanecer veinticuatro horas seguidas en una habitación». Con el tiempo he ido comprendiendo que no eran ellos sino yo el que estaba siempre en casa, es decir, en mí mismo. Sin embargo, el acto de viajar se veía confrontado una y otra vez con las preguntas de los que se quedan en casa. En cada entrevista se me formulaba, de un modo compulsivo, la misma pregunta en tantísimas ocasiones que ya ni recuerdo con qué mentiras eludía la respuesta. «¿Por qué viaja usted? ¿Por qué viaja usted tanto?» Y añadían, en tono acusador: «¿Acaso se trata de una huida?». Preguntas estas con las que mis entrevistadores pretendían y pretenden demostrarme que lo que yo hago es huir de mí mismo. Ello suscita en mí la imagen de un yo diabólico, patético y desgarrado que me obliga continuamente a emprender el camino hacia el mar o el desierto, porque la respuesta verdadera –que tiene que ver con el aprendizaje y la meditación, con la curiosidad y el asombro– carece de la espectacularidad deseada. En 1993 redacté el prólogo a un librito titulado El rey de Surinam. Contiene mis primeros relatos de viajes, escritos en los años cincuenta, en la época en que navegaba como marinero hacia Surinam, y empieza diciendo:

Viajar también es algo que hay que aprender, es una permanente transacción con los demás en la que, al mismo tiempo, uno está solo. En ello reside también la paradoja: uno viaja solo en un mundo dominado por los demás. Ellos son los que poseen la pensión en la que pretendes alojarte, ellos son los que deciden si tienes plaza en el avión de un vuelo semanal, ellos son los que son más pobres que tú y creen poder sacarte el dinero, ellos son los que son más poderosos que tú porque pueden negarte un sello o un papel, ellos hablan lenguas que tú no entiendes, ellos son los que se sientan a tu lado en un transbordador o en el autobús, ellos son los que te venden alimentos en el mercado y te envían a la dirección correcta o equivocada, a veces son peligrosos aunque la mayoría de las veces no lo ­sean... Todo esto es lo que tienes que aprender: lo que debes hacer y lo que no debes hacer jamás; cómo tratar con las borracheras de los demás y con las tuyas propias, cómo reconocer el significado de un gesto o una mirada, porque, por muy solo que viajes, siempre estarás rodeado de otras personas, de sus miradas, de su acercamiento, de su desprecio, de su expectación, y es que cada lugar es diferente y las cosas nunca son como estás acostumbrado a que ­sean en tu propio país. Aquellos primeros viajes inauguraron el lento aprendizaje de lo que más adelante me sería necesario en Birmania y Malí, en Irán y Perú, pero ni eso sabía yo entonces. Bastante tenía con no dejarme derribar por la oleada de impresiones, me faltaba tiempo para pensar en mí mismo, viajaba y escribía como quien no sabe aún viajar ni escribir. Por aquel entonces yo sólo sabía mirar y tratar de envolver en palabras aquello que veía. Todavía no había elaborado teorías acerca del mundo con las que interpretar la confusa realidad que percibía a mi alrededor. Todo aquello de lo que entonces aún no era capaz puede observarse en estos primeros relatos.

A lo mejor es cierto que el verdadero viajero se halla continuamente en el ojo del huracán. El huracán es el mundo, el ojo, aquello con que el viajero contempla el mundo. La meteo­rología nos enseña que en el interior de este ojo reina la calma, tal vez la misma calma que en la celda de un monje. Quien aprenda a mirar por este ojo, quizás aprenda también a distinguir lo esencial de lo fútil o, cuando menos, a ver en qué se diferencian y en qué son iguales las personas y las cosas. Según Baudelaire, los viajeros parten por partir y lo hacen cargados de falsas ilusiones. Los viajes dejan en el hombre un poso de «amarga sabiduría» al enfrentarse con un «mundo, pequeño y monótono, que ayer, hoy y mañana nos devuelve la imagen de nuestro propio ser: un oasis de horror en un desierto de hastío». Visto desde esta perspectiva, cabría decir que quien huye de la realidad es aquel que se queda en casa sometido a la rutina de la vida diaria, porque no puede soportar la amarga sabiduría que proporciona el viaje. A mí me da igual quién sea el héroe, lo importante es que cada cual siga los dictados de su alma, cueste lo que cueste.

Hace mucho tiempo, cuando aún no podía saber lo que sé ahora, opté por el movimiento, y más adelante, cuando ya sabía mucho más, comprendí que este movimiento me permitía encontrar la calma indispensable para escribir, que el movimiento y la calma, en cuanto unión de contrarios, se equilibran mutuamente, que el mundo –con toda su fuerza dramática y su absurda belleza y su asombrosa turbulencia de países, personas e historia– es un viajero él mismo en un universo que viaja sin cesar, un viajero de camino a nuevos viajes; en palabras de Ibn ‘Arabi: «En cuanto ves una casa, te dices, aquí me quedo, pero, nada más llegar a la casa, ya la estás abandonando para partir de nuevo». En cierta ocasión escribí un poema sobre el camino concebido como destino, llamada o seducción, con la intención de reflejar este eterno movimiento cíclico, por lo que lleva el título de

El Camino

Yo soy el camino.

Estoy como una flecha

indicando a lo lejos,

pero en la lejanía

me pierdo.

Quien me siga

hacia allá, hacia acá, hacia aquí,

ha de ponerse en camino

a la fuerza.

En camino y perderse.1

[1996]

Cuando el mundo

aún llevaba gorro de bufón

–¿Y cómo llego hasta allí?

–Si zarpas de esta bahía al rayar el alba y navegas rumbo a la luz del sol naciente, siguiendo la línea de la costa, perderás de vista, al poco, nuestro puerto. No te confundas: la montaña que ves al fondo de las colinas no viene hacia ti de verdad. No te alejes de la costa y déjate guiar por el viento que en esta época del año suele soplar desde el sur. En un momento dado llegarás a las rocas, que te parecerán un rebaño apiñado de bueyes. Una vez allí te diriges a...

Con estas palabras debió de representarse el primer mapa.

El segundo fue dibujado en la arena o grabado en la roca.

–No lo entiendo.

–Te lo dibujo.

Claro que esto no ocurrió de verdad, o tal vez sí. Una línea irregular trazada con un palo sobre la arena húmeda y palabras junto al dibujo, palabras que representaban acantilados, estrellas, arrecifes, fondeaderos, corrientes, que hablaban de lo que podía significar el comportamiento de los pájaros, de lo que el color del agua indicaba sobre la proximidad de un río, palabras repetidas siglo tras siglo en puertos y barcos. Acompañaban la azarosa aventura de hombres que se alejaban cada vez más de sus costas, que navegaban rumbo al agujero negro de lo desconocido y que regresaban, si es que regresaban, con nuevos mapas lingüísticos, escritos en el libro de su memoria. El cálculo de la distancia, el temible viento huracanado, la posición de las estrellas eternas, el consuelo de un día cálido y el ciclón devastador..., tan expresivos son estos mapas transmitidos por vía oral que hasta el día de hoy los practicantes de vela pueden seguir con ellos el rastro de los viajes de Ulises. El mundo aún no estaba atrapado en la telaraña de grados de longitud y latitud, constreñido entre las líneas, finísimas y rectas, que recorrían los imprevisibles mares con el rigor de la geometría. Allá donde la costa se hacía invisible, donde la infinitud de los cielos se reflejaba en la infinitud del mar, empezaba el territorio donde uno podía caerse del mundo, un espacio vacío que aún nadie había alcanzado. Hace unos cuantos años visité el punto occidental extremo de la isla de El Hierro, la isla más occidental del archipiélago canario, el punto más lejano del mundo conocido hasta que Colón se adentró en la infinitud en busca de Asia. Los españoles, con gran efectismo, hincaron en este lugar una enorme cruz, y, el día en que estuve allí, la naturaleza colaboró dibujando una puesta de sol teñida de sangre y un cuervo posado sobre el brazo derecho de la cruz. A lo lejos navegaba una barquita de pescadores, y me embargó, recuerdo, un vago sentimiento de turbación, tal vez causado por aquella barca diminuta en aquel vacío inmenso, tal vez también porque fue aquí, en estas islas, donde Colón zarpó hacia lo desconocido. Por aquel entonces al mundo le faltaba media cara. Cien años después, un artista y cartógrafo desconocido fue capaz de dibujar el mundo en forma de una cara embutida en un gorro de bufón, una cara que todavía hoy reconocemos. Para Colón, sin embargo, la otra mitad de la cara estaba aún vacía. La isla de El Hierro, que alguna vez debió de localizarse justo encima de la línea perpendicular equidistante de los dos cascabeles del gorro de bufón, estaba, por aquel entonces, situada en el extremo de la mitad izquierda de su mapa. Al lado del mapa tuvo que haber un compás, una regla, una brújula, y, fuera, el mar, cuya carta aún no había sido trazada y que, por tanto, en la carta portulana de 1339 del mallorquín Angelino Dulcert (Dolcetti), aparece todavía como una llanura de pergamino, parda y vacía. Ahí, donde el mapa se acaba, se cortan también las líneas loxodrómicas, que, con la impasibilidad de las ciencias puras, parecen impacientes por adentrarse en ese oscuro territorio de historias y leyendas. Existe una correspondencia entre la emoción que me embargó en ese punto físico del espacio en que me encontraba entonces y lo que sentí ante la imagen de aquel mapa tan primitivo, en el que el mundo resulta apenas reconocible. Los países nórdicos parecen ocultos en una niebla de misterio, como si desde las fragmentarias noticias de Estrabón y Tácito sobre estos territorios no se hubiera llegado mucho más lejos. Las costas de Italia y de España sí son reconocibles como forma, pero en la reproducción que tengo yo del mapa se necesita una lupa para reconocer los nombres, escritos en filigrana, que bordean dichas costas. El mar Rojo es rojo como la sangre, el Rin fluye desde Bohemia hacia el oeste, al lado de Nubia hay un elefante blanco... para abarcarlo todo hay que darle la vuelta al mapa. Los nombres están invertidos los unos respecto a los otros, como si el cartógrafo hubiera querido expresar con ese triángulo la esfericidad de la tierra. Ciento cincuenta años después, un mapa genovés, con el emperador de china boca abajo debajo del rostro de lo que tal vez es el Viento del Norte, convierte al mundo en un óvalo plagado de animales mitológicos, edificaciones, monstruos marinos, reyes y enigmáticos textos, pero, al mismo tiempo, este mundo representado de un modo tan irreconocible está rodeado de un océano cuya hipotética inmensidad ofrecía la posibilidad de navegar vía el oeste hacia Asia. Cuarenta años después Colón realizaría esta travesía y, por el camino, se toparía con América.

2

Borges, en uno de sus relatos2, nos sorprende con la vertiginosa idea de un mapa tan desmesurado que coincide con el tamaño del propio país. Pero, dado que la gente de ese país en que se desarrolla la historia descubre que un mapa de estas características resulta inútil, es expuesto a las «inclemencias del Sol y de los Inviernos». Al cabo de un tiempo, no quedan del mapa sino «despedazadas ruinas, habitadas por Animales y por Mendigos». Y sin embargo, tras esta forma suprema de locura, se atisba una pregunta fundamental: ¿hasta qué punto puede un mapa del mundo o de un territorio representar la realidad? Por lo que respecta a aquellos maravillosos mapas antiguos de los primeros grandes cartógrafos, conocemos hoy la decepcionante respuesta. Los continentes tenían en realidad otras formas; los animales mitológicos que emergían del mar o vagaban por los desiertos no existían; el mundo era un cuento, una fábula, una ilusión que en cada mapa se tornaba más real, y por tanto, diferente. Y, sin embargo, la ilusión de la falacia nunca desaparece del todo. Cuando yo era niño, colgaba en mi escuela un mapa de las Indias Neerlandesas Orientales. La zona neerlandesa de Borneo, hoy Kalimantan, estaba coloreada de un verde oscuro, y recuerdo que, años después, mientras mi avión se disponía a aterrizar en la selva idénticamente verde, tuve la impresión de que aquel antiguo mapa escolar, cuyo tamaño aumentaba a gran velocidad, se me echaba encima, hasta que, una vez en tierra, su extensión acabó por coincidir literalmente con la del mundo. Todo cuadraba; al fin y al cabo éste es el siglo XX. Nada se había abandonado al azar o a la fantasía. Con todo, la humanidad siempre sentirá nostalgia por aquellos tiempos en que los mapas eran obras pictóricas aderezadas de emperadores, grifos y unicornios, unos mapas en que las rosas de los vientos florecían en mares aún vírgenes; tiempos aquellos en los que cada barco arribaba a puerto con una carta náutica diferente de la que disponía al zarpar, en los que los misterios solían ser durante mucho tiempo más grandes que su revelación, y en los que el mundo aún podía ir ataviado con un gorro de bufón.

[1998]

3

 

Eddy Posthuma de Boer

La primera foto de Dios

Éste era yo después de aquel primer día.

Yo solo, con mis piedras de piedra.

Yo solo, con mis cielos de cielo.

Aquel día yo era todavía feliz,

la tierra todavía solitaria y yerma.

No fue hasta más tarde que creé los árboles,

los animales, el ejército y ese fotógrafo.

A menudo siento nostalgia del día

en que lo creé, mi primera criatura.

Él y yo juntos en mi creación,

yo con mi chaquetita morada entre

[mis cielos de cielo,

él con su ojo como un espejo

sobre mis piedras de piedra,

y nada más.

Madre Tierra

Acabo de barrer el mundo,

le he quitado el polvo

le he perdonado las heridas

le he curado los pecados.

Soy la madre tierra

todos los dioses han desaparecido

ahogados perdidos consumidos

en residencias de ancianos e iglesias.

Sólo quedo yo,

para cocinar, confortar, barrer.

Alguien,

señor fotógrafo,

debe hacer el trabajo sucio.

Mientras miro las fotos de Ante el ojo del mundo [Amsterdam 1996], de mi amigo el fotógrafo Eddy Posthuma de Boer, con el que he viajado entre los años sesenta y ochenta por todo el mundo, me vienen a la memoria unos versos sobre Basho, poeta clásico japonés: «La contabilidad del universo tal como se presenta a diario». Algunas de estas fotos las llevo tan grabadas en el alma que a menudo siento como si hubieran sido impresas sobre mi persona en lugar de sobre papel. Se hicieron en mi presencia; yo vi la transformación en un solo segundo de una persona en fotografía, y sé que de otro modo ese segundo se hubiera disuelto en la inmensidad del olvido en que transcurre nuestra existencia, porque sin el olvido nos volveríamos locos. Borges trata este tema en un famoso relato, «Funes el memorioso». El pobre Funes no es capaz de olvidar nada, ni una rama, ni una hoja, ni la forma de una nube que una tarde o una mañana vio en algún lugar, y acaba muriendo de lastre, de exceso.

4

Me he preguntado con frecuencia adónde van a parar las imágenes, esos millones o miles de millones de imágenes que vemos a lo largo de nuestra vida. Pueblan nuestros sueños, las empleamos como referencia, como material de reconocimiento, como memoria comprimida, como experiencia y guía. Y, sin embargo, al mismo tiempo dejamos que fluya sobre nosotros, como una esclusa abierta, una infinita cantidad de imágenes que ya nunca retendremos como imagen independiente. Lo irrevocable de esta experiencia tiene el sabor de nuestra mortalidad, pero su naturaleza misteriosa se debe también a otra razón. ¿Para qué sirve esta profusión de imágenes? ¿No podríamos vivir con menos? ¿Tiene algún sentido delimitar nuestro entorno? ¿Acaso ve menos un monje cuya vida transcurre entre las paredes de un monasterio? No, es posible que el monje vea otras cosas, pero no podrá cerrar los ojos, como tampoco podemos los que vivimos en el mundo.

Eddy Posthuma de Boer viaja desde que le conozco, y de eso hace ya muchos años. Nos conocimos en los cincuenta. Él me fotografió como un ser que hoy apenas reconozco, a eso me refiero cuando digo hace muchos años. En los sesenta emprendimos nuestros grandes viajes: Brasil y Bolivia, Japón y Malasia, Gambia, Níger y Malí, y siempre mucha Europa. Decir que se conoce bien a una persona es difícil, pero pueden ayudar los mercados de camellos, los aeropuertos africanos, los aduaneros desconfiados, los hoteles de mala muerte, los barcos que uno pierde en el último momento, los tipos poderosos con ganas de fastidiar, el peligro de las calles y los largos silencios en el interior de extrañas galerías.

¿Son éstas experiencias negativas? No, naturalmente que no, pero viajar no deja de ser una prueba de fuerza, sopesar lo que se puede hacer y lo que no, saberse dependiente de personas y circunstancias, tener la paciencia de aceptar que en ese otro mundo las expectativas y los criterios de uno no se corresponden siempre con la realidad y que el miedo en sus múltiples manifestaciones puede formar parte del viaje. En Bolivia, la carretera por la que pasaste ayer hoy se ha hundido; el DC-3 hace un ruido muy sospechoso mientras sobrevuela el árido territorio del desierto; la cabeza de ternero sobre el regazo del vecino de autobús cerca de Goulimine no huele precisamente a perfume al cabo de un par de horas; y la sola imagen de una cámara profesional es o era capaz, en algunos países, de excitar los ánimos de los militares hasta grados altamente imprevisibles. Tal vez son situaciones incómodas, pero en realidad carecen de importancia. No se olvidan, pero tampoco aparecen registradas en las fotos y la mayoría de las veces ni siquiera en los artículos.

Solemos olvidar lo desagradable. Pero de lo que se trataba era de la contabilidad de lo visto, lo cual me remite a la pregunta formulada anteriormente ¿por qué algunas imágenes se conservan y otras no? ¿Qué convierte a mi compañero de viaje en el excepcional fotógrafo que es? He pasado tanto tiempo con él y hemos vivido tantas experiencias juntos que debería saber la respuesta a esta pregunta, pero no, curiosamente no es así como funcionan las cosas. Las decisiones íntimas son invisibles, y es a este tipo de decisiones a las que me refiero: el instante en que mi acompañante, interrumpiendo una conversación, me dice «un momento», toma en sus manos una determinada cámara y no otra, retrocede unos pasos, se sube encima de algo y filma unos cuantos corderos envueltos en una nube de arena levantada por una ráfaga de viento.

Cuando más adelante veo la foto reconozco la signatura, el sello personal que la convierte en una foto intransferiblemente suya, el instante observado que a punto estuvo de esfumarse y que, como en una película de dibujos animados, fue rebobinado justo a tiempo ante el agujero negro del pasado. Hace años que no he visto esta foto y sin embargo me la imagino con toda claridad. La verdad es que no sé muy bien por qué me viene a la memoria esta foto y no otra al referirme a la signatura, seguramente por lo insólito de la reacción de Eddy, él, que habitualmente es tan tranquilo, que parece vivir en una calma serena y, además, irradiarla. Su manera de ser tiene algo de confortante y mágico, no sólo para el compañero de viaje que se entusiasma con facilidad cuando cree haberse topado con algo interesante, sino también para el sujeto fotografiado, gente muy diferente en diferentes países. Basta fijarse bien para verlo. Durante un segundo, la gente es rozada, tocada, por esa gravedad y esa calma de Eddy. Sucede con una ligera sonrisa, y antes de que se den cuenta ya ha pasado. A través de los ojos del hombre que los fotografía, ellos mirarán a los ojos de otras personas que no conocen, tal vez dentro de un año o tal vez dentro de un siglo, cuando este mundo –sus ropas, el país en que vivían, todo– se haya vuelto irreconocible, excepto una sola cosa: la mirada de un ser que mira a otro ser, una transacción entre personas que trasciende su anonimato y su futura ausencia.

Así es como lo mágico entra a formar parte de la signatura. En el instante en que se dispara la cámara sucede de todo. La decisión de fotografiar a una persona, de captar su imagen en un lugar determinado, con un determinado enfoque de la cámara y una determinada luz, debe ser secundada por la decisión del otro de dejarse fotografiar durante ese mínimo segundo anterior a la adopción de una pose. En este sentido, puede que la signatura sea compartida, pero es más probable que la signatura del uno, del fotografiado, se convierta en un elemento de la signatura del otro, del fotógrafo.

La palabra signatura connota tal vez cierta vanidad, apropiación, querer estampar el propio sello para distinguirse de los demás. En este sentido, la expresión «captar la imagen» adquiere un tinte negativo. Resulta comprensible que en ciertas culturas la gente se resista a ser fotografiada por temor a que alguien se apodere de su alma, esa cosa volátil. Y esto no vale solamente para una vendedora en el mercado de Mauritania, sino también para personas como Balzac, quien, un siglo atrás, no se sentía muy cómodo con el nuevo medio, porque creía que la foto, digámoslo así, le desgastaba. Esta misma idea la volvemos a encontrar, aunque de otra forma, en Walter Benjamin cuando afirma que el aura del objeto «reproducido» queda dañada por el acto mismo de la reproducción. Pero yo me refiero más bien a lo contrario, al reconocimiento, casi inmediato, del ser más íntimo de la persona fotografiada, y a cómo ésta –en ese instante en que su imagen es captada en una determinada postura, al lado de tal o cual objeto o en un espacio vacío– expresa plenamente su naturaleza sabiendo o sintiendo que el otro la ha visto tal como es, como el ser que es para sí misma. Éste es el elemento mágico y trascendente de la fotografía, y para ello se requieren magos, alquimistas manipuladores del tiempo que, fijando nuestro yo dinámico en un doble estático, expresen algo de lo que somos, incluso cuando hace ya tiempo que hemos dejado de existir. Durante nuestros viajes, Eddy y yo hablamos muy poco de estas cosas, me parece a mí, e incluso ahora todas estas especulaciones me resultan casi ilícitas, aunque no sabría decir exactamente por qué.

Resido actualmente en el Getty Center de Santa Mónica, donde he sido invitado a una estancia de medio año. Hace poco anuncié que vendría a visitarme Eddy y que éste deseaba echarle un vistazo a la valiosísima colección de fotos. A la pregunta de si mi amigo tenía alguna preferencia, respondí afirmativamente: los vintage prints de Ansel Adams y de Brassaï.

Un instante como éste se torna casi sagrado: el conservador se presenta con las cajas en cuyo interior dormitan esas primeras impresiones. Se extraen con sumo cuidado de su mausoleo, se les retira el papel de seda, y ahí están, las primeras impresiones realizadas por el maestro en persona, algunas incluso de principios de siglo, de este siglo ya tan largo. Observo con qué parsimonia y atención examina Eddy las fotos, con una mirada que es una forma de pensar. Apenas dice nada. De cuando en cuando comenta algún detalle de tipo técnico, pero se guarda para sí todo lo que las fotos puedan tener de filosófico, como algo que deba preservarse.

Más tarde, en mi habitación del piso décimo con vistas, Eddy me hace, como siempre, una foto, casi como quien te estrecha la mano. No le conozco sin cámara. La cámara es un miembro más de su cuerpo, el gesto de disparar fotos parece formar parte de su motricidad natural. Eddy está de paso camino del desierto. Un tiempo después me llama por teléfono y me habla de un solitario motel cerca del Valle de la Muerte, con un par de habitaciones y un indian chief en la galería que no abre la boca, y mientras él me describe la escena yo veo el silencio. Ahora Eddy está en Colombia y yo miro las fotos que me ha dejado.

Reconozco muchas de las imágenes que figuran en la primera parte del libro: el tuareg con su manto ondeando al viento frente a la mezquita de Mopti, un edificio salido de un sueño; los dos niños rodeándose con el brazo, y al fondo la misma mezquita, que aquí parece flotar en la luz. Es mi propia vida la que regresa a esas fotos: el pastor con su manta oscura una gélida mañana en Galicia; la extática llegada a una aldea en algún lugar a lo largo del río Gambia... Hicimos la travesía río arriba con el Lady Wright, un viejo tramp; es de madrugada, velos de neblina flotan sobre el agua quietísima y a través de los árboles, y entre el agua y los árboles, toda la aldea espera el acontecimiento semanal: la llegada del barco procedente de Banjul. Es una multitud silenciosa. Hombres, mujeres y niños aguardan de pie como si acabaran de ser creados justo antes de que el barco atraque. Y así es como aparecerán en el libro mayor de la contabilidad infinita de nuestro tiempo: una comunidad en una aldea a orillas de un río, Gambia, África, 1975, anotado, guardado. «Tout graphème est d’essence testamentaire», afirma Derrida, y lo mismo cabe decir de estos textos escritos con luz, la luz de la fotografía, porque también ésta es testamentaria, en el doble sentido de testimonio y herencia.

5

Esta idea es aún más evidente en la segunda parte del libro, la que versa sobre personas en circunstancias extremas. Fue un encargo que el fotógrafo se hizo a sí mismo, decisión esta sobre la que me habló muy escuetamente, apenas en una oración subordinada. Eddy y yo nos llevamos algo más de dos años. Al igual que yo, él ha vivido la guerra, demasiado joven para participar (o verse obligado a participar) en ella, demasiado mayor para no ver lo que sucedía a su alrededor. Conserva en el recuerdo las imágenes de las razzias y de los niños que no regresaban a la escuela después de un fin de semana, como, por ejemplo, Harold y Paul Duizend. Más adelante, Eddy buscó sus nombres en la lista de personas fallecidas expuesta en el Museo Histórico Judío y supo que sus amigos habían perdido la vida el 2 de julio de 1943 en Sobibor.

La línea que lleva de este suceso a las fotos de la segunda parte del libro es muy clara. «La fotografía –dice Eddy– es el medio por excelencia para hacer algo de provecho, para mostrar a los demás el sufrimiento de la gente y, sobre todo, de los niños.» Desde hace unos años, mi amigo viaja a lo que podría llamarse con justicia los parajes del horror: un campo de refugiados en la antigua Yugoslavia, un hospital en Bagdad y, luego, más campos y campamentos de acogida, Karachi, Colombia, Ruanda, Haití. En estos lugares la palabra maestría se te muere en la boca, claro está. Se impone el eterno dilema entre estética y sufrimiento: ¿puede afirmarse que una foto que expresa horror y tristeza es «bella»? No, uno prefiere en tal caso desviar la atención hacia el análisis de las habilidades técnicas, y, sin embargo, la imagen del reparto de alimentos en un hospital de Tayikistán irradia una belleza especial. También estas fotos, y quizás más que otras, pertenecen inexorablemente a la imagen cotidiana del mundo: el dolor, el miedo, el sufrimiento, como parte insoslayable de nuestra existencia.

Sólo un maestro puede quitarnos el aliento con su obra, un maestro que pone todos los recursos de su prodigiosa habilidad al servicio de lo que quiere expresar y enseñar, alzándose así contra la negación, contra el olvido. Mirad, éste era el aspecto que tenía nuestro mundo en la segunda mitad del siglo XX, éste es el aspecto que tendrá para siempre.

[1998]

Lady Wright y Sir Jawara,

una travesía en barco por Gambia

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Para despejar cualquier malentendido: Gambia es un país homónimo del río. Pertenece a África, sí, pero son tantos los países africanos de los que no hemos oído hablar ni sabemos ubicar... Este país del que nadie ha oído hablar yace como un extraño enclave de habla inglesa en el sur del Senegal de habla francesa y está formado por un río muy ancho con dos márgenes, como es habitual. En esas márgenes, y en ocasiones hasta en el mismo río, vive la población de Gambia, unas cuatrocientas mil almas, aproximadamente la misma cantidad que tendría Surinam de no estar en proceso de despoblación. Gambia es un país caluroso y su gente vive del cultivo del cacahuete: pregunten si no a la casa Calvé3. Por lo demás, es una nación independiente –si es que tal condición existe en este mundo–, carece de ejército, lo que es poco usual, y de televisión, lo que procura mucha paz; circula un único periódico con tres ediciones semanales y existe un parlamento que se reúne cada dos meses, toda una democracia. Revistas extranjeras no se encuentran salvo en estado amarillento extremo; la radio emite en wolof, mandinga, fula y, según dicen, en inglés, de modo que quien desee despedirse temporalmente del mundo ya sabe adónde ir. Hay carreteras con apenas 200 metros asfaltados, los kioscos de prensa son inexistentes y, fuera de la capital, que es ciudad costera, no hay hoteles. En una libra inglesa caben cuatro libras gambianas o dalasi; un dalasi equivale a cien butut.

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He regresado del viaje y siento un amago de nostalgia. «¿Por qué fuiste allí?», me preguntan los amigos una vez han entendido dónde he estado. Ése es precisamente el quid de la cuestión: no fui allí, fui a parar allí. Mi intención era visitar el Sahara español. Confiaba en que me tendrían preparado en un ministerio de Madrid el salvoconducto requerido in situ por las autoridades militares. Pero no, no estaba, ni lo estaría de momento. Marzo es un mes frío y desapacible en Madrid. ¿Qué hacer?

africano