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El lugar del espectador

Estética y orígenes de la pintura moderna




Traducción de

Amaya Bozal

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Michael Fried

El lugar del espectador

Estética y orígenes de la pintura moderna

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 109


Colección dirigida por

Valeriano Bozal



Título original: Absorption and Theatricality.

Painting and Beholder in the Age of Diderot

© 1980 by The University of Chicago Press

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-331-4






A Ruth

Índice

Prefacio

Introducción

Capítulo I. El predominio del ensimismamiento

Capítulo II. Hacia una ficción suprema

Capítulo III. Pintura y espectador

Apéndice A. Grimm: sobre la unidad, instantaneidad y otros tópicos

Apéndice B. Dos textos relacionados: la Lettre sur les spectacles y Die Wahlverwandtschaften

Apéndice C. Los dibujos de Homero de David (1794)

Índice de ilustraciones

Prefacio

En la primavera de 1966 dirigí un curso sobre pintura francesa, desde mediados del siglo XVIII hasta Manet, en el Departamento de Bellas Artes de la Universidad de Harvard, cuando todavía era Junior Fellow de la Society of Fellows de dicha universidad. Comencé a trabajar en mi tesis doctoral sobre Manet, pensando en retomar más tarde las décadas de 1750 y 1760, que consideraba los inicios de la prehistoria de la pintura moderna. Sin embargo, pronto me di cuenta de la imposibilidad de este proyecto, por lo que comencé a trabajar exclusivamente en el período anterior. Tenía la intención de escribir un libro que fuera una interpretación de la pintura francesa y una crítica del período comprendido entre la reacción al Rococó y David, así como el primero de una serie de estudios que culminaría en una versión ampliada de mi monografía sobre Manet.

La primera oportunidad que tuve de presentar las líneas generales de mi interpretación de Diderot fue con motivo de una invitación de Robert Darnton para participar en el coloquio organizado en el Departamento de Historia de la Universidad de Princeton, en marzo de 1972. En octubre de ese mismo año, y en respuesta a la invitación de Victor Gourevitch, realicé una versión revisada de este mismo estudio en forma de conferencia, que tuvo lugar en el Centre for Humanities de la Universidad de Wesleyan. A finales de 1973, finalizada mi colaboración con dicho Centro, me propuse completar un borrador de lo que sería casi todo el presente libro. Empecé a convencerme de la viabilidad de este proyecto en el momento en que, gracias a la invitación de Joseph Frank, pude convertirlo en la base de tres Seminarios Christian Gauss sobre Crítica que dirigí en la Universidad de Princeton, en abril de 1974. También debo mencionar otras tres ocasiones en las que presenté el material contenido en estas páginas. En agosto de 1975, invitado por Georges May, ofrecí una conferencia del mismo título en una sesión de pleno del Congreso de la Cuarta Internacional sobre la Ilustración, Universidad de Yale; en abril de 1976, con motivo de la propuesta de Ralph Cohen para ofrecer unas palabras en la reunión anual de la American Society for Eig- teenth-Century Studies, que se realizó ese mismo año en la Universidad de Virginia, esbocé por primera vez el material sobre Belisario con el que finaliza el libro; en abril de 1977, en respuesta a la invitación de Natali Z. Davis, ofrecí una conferencia sobre el Marchande è la toilette de Vien en la reunión anual de la Society for French Historical Studies de la Universidad de California, Berkeley. En todas las ocasiones citadas recibí críticas y sugerencias que me han sido muy útiles en las siguientes páginas. Deseo expresar mi más sincera gratitud tanto a mis coordinadores como a todos aquellos que participaron en los distintos debates que siguieron a mis intervenciones.

Entre las personas cuyo ánimo o consejo resultaron especialmente relevantes deseo mencionar a Svetlana Alpers, Stanley Cavell, Herbert Dieckmann, Robert Darnton, Robert Forster, Sydney J. Freedberg, Charles C. Gillispie, John Harbison, Herbert L. Kessler, Ruth Leys, Steven Orgel, Ronald Paulson, Jules Prown, Mark Ptashne, Seymour Shifrin hijo, Seymour Slive, Barry Weller, John Womack, Jr. y Hayden White. Darnton y Harbison en concreto me apoyaron enormemente en los momentos que más necesitaba, al igual que mi mujer, a la que dedico este libro. Frederick C. Deknatel, mi tutor durante los años de licenciatura y alumno de Harvard, fue muy generoso al brindarme ánimos y buenos consejos al inicio de mi carrera; recuerdo el enorme esfuerzo que me supuso poner este libro en sus manos. Agradezco a Stanley Fish y Walter Michaels sus sugerencias tras leer la introducción en manuscrito. M. Pierre Rosenberg, Conservateur au Département des Peintures en el Museé du Louvre, me permitió más de una vez contemplar algunos cuadros en los fondos de este gran museo. Mi gratitud también a varias bibliotecas –sobre todo la Fogg, Houghton y Widener en Harvard, Eisenhower en la Johns Hopkins y la Bibliothèque Nationale–, cuya ayuda durante estos años ha facilitado enormemente mi trabajo. Mientras escribo estas líneas, estoy pensando en los beneficios que han aportado los debates de intercambio intelectual que se han establecido en la Univeridad Johns Hopkins. Deseo expresar mi más profunda gratitud a mis colegas y estudiantes de los departamentos que organizaron dichos debates. Finalmente, quiero agradecer a William J. McClung, Marilyn Schwartz y Susan Van der Poel, de la University of California Press, su habilidad y sus férreos esfuerzos en la realización de este libro de principio a fin.

Para terminar, desearía añadir unas palabras más sobre las traducciones utilizadas en este estudio. Todas las citas aparecen en francés seguidas de su traducción, pues he prestado mucha atención a las palabras literales de Diderot y sus colegas. No he intentado actualizar la ortografía de las citas de estos escritores del siglo XVIII, aunque algunos pasajes fueron modernizados por editores de los siglos XIX y XX, y otros se citan tal y como aparecieron originalmente. Confío en que estas inconsistencias no creen confusión. Agradezco a Martine y David Bell su ayuda en las traducciones del francés, pues ellos han hecho la mayor parte del trabajo; así como a Elborg Foster, al que consulté en numerosas ocasiones*. (No hace falta decir que la responsabilidad final de todas las traducciones es mía). Los títulos de los cuadros mencionados en el texto aparecen casi siempre en francés. Algunas obras están citadas con su título en inglés, bien por razones de conveniencia bien porque, siendo de colecciones inglesas o americanas, así es como se conocen**.

Algunas partes de este libro han aparecido con leves variaciones en, New Literary History, Eighteenth-Century Studies, Studie on Voltaire and the Eighteenth Century y The Art Bulletin, me gustaría agradecer a los editores de estas revistas su permiso para la reedición revisada en este libro.

La investigación y redacción de este libro fue posible, en gran medida, gracias a las becas del American Council of Learned Societies y la John Simon Guggenheim Memorial Foundation. Estoy profundamente agradecido a ambos por su generosa ayuda.

Durante el tiempo en que este libro ha estado en imprenta, han tenido lugar tres exposiciones relevantes sobre el tema: las dos primeras consistieron en una muestra de dibujos y acuarelas de Hubert Robert (Washington D. C., National Gallery of Art, noviembre de 1978-enero de 1979) y otra de dibujos de Fragonard de colecciones norteamericanas (Washington D.C., National Gallery of Art; Cambridge Mass, Fogg Art Museum; Nueva York, Fricks Collection, noviembre 1978-junio 1979); la tercera muestra, más extensa, comprendía toda la obra de Chardin (París, Grand Palais; Cleveland, Museum of Art; Boston, Museum of Fine Arts, enero de 1979-noviembre 1979). Estas tres exposiciones contaron con respectivos catálogos con abundante información, obra de Victor Carlson, Eunice Williams y Pierre Rosenberg, respectivemente. No hago referencia a estas obras en el presente estudio, pero he seguido las sugerencias de Rosenberg respecto a la posible fecha de tres cuadros de Chardin, La Bulle de savon, Les osselets, Le Château des cartes, que analizo con cierto detalle. La fecha propuesta para el dibujo de Fragonard, La lecture, se basa en el análisis de su ejecución realizado por Williams. Si hubiera sido posible, habría hecho un mayor uso de las discusiones escrupulosamente argumentadas de Rosenberg sobre cronología y otros temas análogos.

Finalmente, agradezco a Rosalina de la Carrera su aguda lectura de los ferros.

Notas al pie

* [Las traducciones al castellano de los textos siguen la traducción británica de Fried, pero siempre atendiendo al original francés. Respecto a los textos de Diderot, no existe ninguna traducción castellana de sus obras completas, aunque sí antologías. En este caso, he realizado una traducción directa del francés, atendiendo también a la versión de Fried y, a veces, he utilizado el ingenio para encontrar algunas traducciones castellanas de textos concretos. En la medida de lo posible, he seguido la edición de Guillermo Solana, Denis Diderot, escritos sobre arte (Siruela, Madrid, 1994; trad. Elena del Amo) y Denis Diderot, textos para una estética literaria (edición y traducción de K. Jung y Z. Jung, ed. Universitaria, Santiago de Chile, 1972). N. T.]

** [Los títulos de los cuadros citados en el texto aparecerán siempre en francés, incluso aquellos que el propio autor prefiere ofrecer en inglés. He adoptado esta decisión drástica debido a que el público español no conoce las obras mencionadas por su título en inglés, aunque la obra en cuestión pertenezca a una colección británica. Tan sólo se traducirán los títulos al castellano cuando se trate de alguna obra muy conocida y con el título plenamente aceptado. He mantenido, como es habitual, el título original de las obras técnicas, con la excepción de los Salones de Diderot, a los que es normal referirse en castellano. N. T.]

Introducción

En el presente libro trataré de proponer una interpretación de la evolución de la pintura francesa desde los años 1750-1755 – momento en el que, más o menos, Vien y Greuze exponen públicamente– hasta 1781, año en el que se expone el Bélisaire de David en el Salón1. Durante las dos últimas décadas, han aparecido numerosos estudios sobre el arte de la segunda mitad del siglo XVIII. Me complace reconocer que he hecho buen uso de los descubrimientos de mis predecesores. Sin embargo, soy perfectamente consciente de que las ideas desarrolladas en las siguientes páginas difieren radicalmente de las que podemos encontrar en la literatura precedente sobre el tema (a menos que incluyamos como parte de esta literatura los escritos de los críticos contemporáneos de este arte en cuestión). Por tanto, parece aconsejable decir unas palabras a modo introducción, aunque sólo sea para que el lector sepa que soy consciente de esta diferencia. Además, así tendré la oportunidad de hacer algunas observaciones breves sobre la metodología del presente libro y, también, sobre algunas de sus consecuencias. Con esto no pretendo desarmar a la crítica, un ideal imposible bajo cualquier circunstancia y absolutamente fuera de lugar en un libro que se vanagloria de decir algo nuevo. Más bien, deseo eliminar la posibilidad de interpretaciones erróneas, de tal modo que, los que estén en desacuerdo con mi trabajo, puedan distinguir claramente cuál es su cometido. Por ello, desearía señalar seis puntos:


1. El primer punto a tener en cuenta es que este estudio está dedicado exclusivamente al desarrollo de la pintura en Francia. Lo menciono porque la mayoría de los estudios contemporáneos han enfatizado el aspecto internacional de la evolución artística de la segunda mitad del siglo XVIII. De hecho, la construcción de una visión verdaderamente internacional de esta evolución ha sido uno de los triunfos de la historia del arte más reciente2. Pero todo triunfo requiere un coste, y en este caso ha sido la voluntad de minimizar o ignorar las diferencias entre tradiciones nacionales. Estoy convencido de que la evolución que vivió la pintura francesa de mediados del siglo XVIII es una evolución específica y autónoma, en sus propios términos y con unos problemas concretos, tal y como espero poder demostrar al lector. También debe mencionarse que el énfasis internacional aludido se ha visto acompañado de un interés amplio por el Neoclasicismo, un movimiento o estilo internacional casi por definición3. En consecuencia, el carácter exclusivamente nacional del presente estudio proscribe, salvo en ocasiones excepcionales, el tópico del Neoclasicismo. (Mencionaré repetidas veces la reacción anti-rococó de los pintores y críticos franceses de este período, pero sin identificar dicha reacción con la aparición del Neoclasicismo, un acontecimiento mucho más nebuloso en el que ahora no me interesa entrar). Finalmente, la afirmación del carácter único y autónomo del desarrollo del arte francés aquí analizado no niega la influencia de otros países en la pintura francesa de mediados del siglo XVIII4, ni tampoco sugiere que este desarrollo artístico no tenga parangón5. Simplemente, los problemas concretos que analizo en esta investigación parecen ser propios de Francia. Por tanto, he decidido no establecer ninguna comparación con el arte de otros países, ya que esto podría alejarnos del tema y complicar aún más la tarea, ya de por sí difícil, de su exposición y análisis.

2. La idea de que la crítica de arte fue un invento francés de medidados del siglo XVIII ya es un lugar común6. Creo poder afirmar que, sorprendentemente, los historiadores del arte apenas han hecho un uso demostrativo de la enorme cantidad de escritos sobre pintura de las décadas anteriores a 1781. A pesar de ello, el nivel general de estos escritos es respetable y, en mi opinión, algunos de ellos pertenecen a las mejores inteligencias artísticas de la época. (Por «uso demostrativo» me refiero a algo más que la mera ilustración, i.e. la cita fuera de contexto de varias frases para rematar alguna idea anterior, que suele considerarse como evidente)7. El presente estudio tratará de corregir esta negligencia, ya que los comentarios de Diderot, La Font de Saint-Yenne, Grimm, Laugier y una docena de nombres más, nos permitirán dirigir la atención a determinados elementos de la pintura de sus contemporáneos que, hasta ahora, jamás habían sido percibidos –si esta afirmación resulta demasiado extrema, también podríamos decir que la interpretación de estos textos concede un significado singular a diversos elementos que, desde aquella época, jamás han vuelto a tener–. Al mismo tiempo, debemos reconocer –y esto merece un énfasis especial– que la crítica y también los cuadros, están pendientes de una interpretación. Por esta razón, he dedicado gran parte de este estudio a lecturas muy detalladas de textos críticos y teóricos. (El capítulo segundo no es más que un debate sobre el nuevo interés por las doctrinas de la jerarquía de géneros y la supremacía de la pintura de historia). En la medida en que la crítica nos va descubriendo una forma mejor y más novedosa de comprender la pintura, la propia pintura nos incita a comprender mejor su crítica. Es decir, sólo si somos conscientes de las formulaciones verbales, mecanismos estilísticos y estrategias retóricas para interpretar un cuadro o conjunto de cuadros –incluyendo algunas que hasta ahora nunca se habían tomado en serio–, seremos capaces de atribuir un verdadero significado crítico a esas formulaciones, mecanismos y estrategias. El resultado es un proceso de interpretación doble en virtud del cual los cuadros y textos críticos se descubren mutuamente, estableciendo y matizando sus respectivos significados. Ambos proporcionan una prueba irrefutable del carácter fundamental de toda una serie de problemas en el arte francés de aquellos años cuya existencia nunca se había imaginado.

3. Los escritos de Denis Diderot desempeñan un papel fundamental en este libro –un papel mucho más importante y esencial que la obra de cualquier pintor de la época–. El primer capítulo se interesa principalmente por los cuadros expuestos en los Salones de 1753 y 1755, antes de que Diderot se dedicara a la crítica de arte. (Su primer Salon fue compuesto en 1759 para la Correspondance littéraire de Grimm, y siete de los Salones siguientes fueron publicados8, si es que podemos hablar de «publicación», en una carta privada que circuló como manuscrito por diversas casas reales)9. Los capítulos segundo y tercero, así como la última parte del capítulo primero, están dedicados fundamentalmente al esfuerzo de contemplar la pintura de la época de Diderot a través de sus propios ojos. En base a este esfuerzo, me veo en la obligación de realizar dos afirmaciones: primero, en sus Salones y otros textos relacionados existen dos concepciones pictóricas distintas, aunque íntimamente relacionadas, cuyo epítome sería, entre sus contemporáneos, el arte de Greuze y el de Joseph Vernet; segundo, cada una de estas concepciones supone una relación entre pintura y espectador paradójica y específica pero, en cualquier caso, esencial. Finalmente, el título de este libro sugiere que el problema de la relación entre pintura y espectador es un tema de importancia crucial. De hecho, es el verdadero objeto de mi investigación, que no sería más que mera especulación si no se apoyara en las pruebas que aportan los escritos de Diderot. También debería señalar que mi confianza en Diderot ha impuesto ciertas limitaciones en cuanto a la forma y significado de este estudio. Por ejemplo, la decisión de no mencionar determinados cuadros de la década de 1770 se debe a que Diderot escribió dos Salones relativamente mediocres en el curso de dicha década10. Esto forma parte de mi reivindicación de la importancia histórica de los escritos críticos de Diderot de 1750- 60, y que los problemas que él consideró fundamentales en la pintura de su época, lo fueron realmente, no sólo durante aquellos años sino también a lo largo de las décadas siguientes. (Añadiré que sólo pretendo interpretar en estos términos una fracción de los cuadros realizados y expuestos en los Salones del período. Mis pretensiones son cuantitativamente modestas, pero conceptualmente ambiciosas). En el análisis del Bélisaire de David con el que finaliza el tercer capítulo, examinaré detalladamente la problemática diderotiana entre pintura y espectador utilizando este cuadro que, probablemente, es la obra más importante de la pintura francesa de comienzos de 1780.

4. Las tendencias analizadas en este estudio tan sólo constituyen el inicio de una evolución más larga cuya trayectoria completa espero poder abordar posteriormente. David, Géricault, Courbet y Manet marcan los momentos cruciales de esta evolución. Tal y como veremos, cada uno de ellos luchó a brazo partido con una de las primeras condiciones del arte de la pintura: la necesidad de la presencia de un espectador ante el lienzo. Desde esta perspectiva, la evolución de la pintura francesa entre los comienzos de la reacción anti-rococó y las obras maestras de Manet de los primeros años de 1860-70 (una evolución que tradicionalmente se ha estudiado en términos de estilo y tema, y como una secuencia de épocas o movimientos mal definidos o disyuntivos: Neoclasicismo, Romanticismo, Realismo, etc.) pueden conside- rarse como una empresa única, renovadora y, en muchos aspectos, dialéctica. Esto no significa que las categorías de estilo y tema de la historia del arte tradicional sean irrelevantes para comprender estos cuadros. Lo que sugiero es que la diversidad estilística e iconográfica que asociamos a la historia de la pintura francesa entre David y Manet estuvo motivada, y en gran medida determinada, por ciertas preocupaciones ontológicas que, por primera vez, se consideraban decisivas para la pintura. Es evidente que no puedo resumir estas tendencias posteriores en una breve introducción. Sin embargo, quizá podamos evocar el papel fundamental que representó la relación entre pintura y espectador: preguntemos al lector que conozca las siguientes obras si, tras acabar de leer este estudio, la elección del momento y otros aspectos de la composición de La balsa de la Medusa, de Géricault, no se deben al deseo de escapar a las consecuencias teatralizadoras de la presencia del espectador; que se fije en los resultados de los repetidos intentos de los primeros autorretratos de Courbet por transfigurarse él mismo en carne pintada; y en la importancia del carácter alienado, distante, de la mirada frontal de la figura femenina principal de Déjenuer sur l’herbe y de la Olympia de Manet11.

5. En las páginas siguientes no se encontrará ningún esfuerzo por relacionar el arte y la crítica con la realidad social, política o económica de la época. Esto exige unas palabras explicativas. Tradicionalmente, los historiadores del arte han intentado analizar las obras más importantes de la pintura francesa de la segunda mitad del siglo XVIII en virtud de la aparición de un amplio público de clase media a cuyos gustos vulgares y anti-artísticos, dicen, se debe gran parte de esa pintura. Tal y como veremos, creo que estos análisis parten de una base errónea. A lo largo de todo este estudio, enfatizaré los efectos de una serie de problemas de género distinto con el fin de refutar una buena parte de las interpretaciones sociales en la historia del arte. Al mismo tiempo, trataré de poner fin a las confusiones que suscitan estas interpretaciones. Sin embargo, eso no quiere decir que la pintura francesa entre comienzos de 1750 y 1781 se cree en el vacío, aislada de la sociedad y lejos de la contaminación de sus tensiones. Más bien, considero que la importancia y el carácter constitutivo de la relación entre pintura y espectador permiten pensar de forma distinta en la estrecha relación existente entre el desarrollo «interno» del arte de la pintura y la realidad social y cultural de la Francia del Ancien Régime que, por así decirlo, formaban parte de un mismo tejido. También desearía expresar mi escepticismo ante cualquier tentativa de convertir esta relación y este desarrollo en meros productos de unas fuerzas sociales, económicas y políticas, definidas a priori como fundamentales en unos términos extraños al estudio de la propia pintura. Si esto fuera cierto, cómo explicar que la concepción de la relación pintura-espectador a la que me refiero suscitara en la pintura francesa unas obras cuyo nivel y calidad artística son indiscutibles y, con el primer David, una de las pinturas más fecundas del siglo. Cualquier interpretación socio-histórica totalizadora (por ejemplo marxista) sobre este tema deberá reconocer este hecho12.

6. Finalmente, deseo insistir en un último punto un tanto delicado. En los diversos ensayos sobre pintura y escultura contemporánea y abstracta que he publicado en la segunda mitad de la década de 1960, argumenté que la mayor parte de la obra de aquellos años era, en apariencia, díficil y moderna. Pero su originalidad era, en realidad, complaciente y mediocre, pues pretendían establecer lo que denominé una relación teatral con el espectador. Por otro lado, las mejores obras de entonces –los cuadros de Louis, Noland, Olitski y Stella, así como las esculturas de Smith y Caro– eran esencialmente anti -teatrales, es decir, trataban al espectador como si no existiera13. No pretendo repetir aquellos argumentos en esta introducción, tan sólo que el concepto de teatralidad es crucial en mi interpretación de la pintura y crítica francesas de la época de Diderot. El lector que conozca mis ensayos sobre arte abstracto quedará sorprendido por los paralelismos – conscientes– que he trazado entre aquellas ideas y las de este libro. La prueba de la existencia de este paralelismo es el hecho de que la relación entre pintura (o escultura) y espectador sigue siendo un problema de importancia vital, aunque a menudo soterrado, en el presente. Desde esta perspectiva, el presente estudio al menos revelará una tradición original, en el siglo XVIII, de hacer y mirar pintura que también ha producido el arte más ambicioso y exaltado de nuestra propia época.

Notas al pie

1 Para comenzar, deberíamos decir algo de la institución del Salón o exposición oficial de pintura, escultura y grabado de los miembros de la Académie Royale de Peinture et Sculpture. El Salón era el vehículo más importante para que los artistas franceses de la época pudieran crear y conservar su fama. La primera de estas exposiciones tuvo lugar en 1667, a partir de la cual se sucedieron otras, normalmente cada dos años. Tras una interrupción de varias décadas, la institución recuperó su regularidad en 1737 y, excepto 1744 y 1749, se realizó anualmente hasta 1751. Desde esta fecha hasta 1795, es decir, el período analizado en el presente libro, se celebró un Salón cada año. En 1725, la exposición se realizó en el Salon Carré del Louvre –de ahí el término, «Salón»– aunque también se utilizaron otros espacios en algunas ocasiones. Durante el período que nos interesa, el Salón comenzaba el 25 de agosto y terminaba a finales de septiembre. Se abría al público de forma gratuita y siempre atraía a grandes masas de gente. Con motivo de cada exposición, la Académie publicaba un catálogo o livret donde se enumeraban todas las obras expuestas. En el presente estudio, citaré el número de cada obra en cuestión. Para que no haya motivo de confusión, debemos mencionar que los comentarios críticos de estas exposiciones se conocen genéricamente como Salons (en itálica). Para una breve historia de los Salones en la época de Diderot, que incluye más detalles sobre la organización de las exposiciones, véase Jean Adhémar, «Les Salons de l’Académie au XVIIIe siècle» I, 8-15.

2 Nadie ha contribuido más a este triunfo de la crítica que Robert Rosenblum. Su obra, Transformations in Late Eighteenth Century Art (Princeton, 1967 [trad. cast.: Transformaciones en el arte de finales del siglo XVIII, Madrid, Taurus, 1986]) es, posiblemente, el estudio más importante sobre el tema desde Locquin (veasé n. 4). Véase también la tesis doctoral de Rosenblum, The International Style of 1800: A Study in Linear Abstraction, Diss., New York University, 1956 (New York, 1976).

3 «El internacionalismo iba a convertirse en uno de los primeros objetivos de los protagonistas [del Neoclasicismo], que buscaban la creación de un arte de significado universal y valor eterno», escribe Hugh Honour. («Neo-Classicism», catálogo de exposición, The Age of Neo-Classicism [Londres, Royal Academy y el Victoria and Albert Museum, septiembre-noviembre de 1972], p. xxii). Veasé también, ídem Neoclasicism (Hardmonsworth and Baltimore, 1968 [trad. cast.: Neoclasicismo, Madrid, Xarait, 1982]), pp. 29-32.

4 Concretamente, hay numerosos críticos que han defendido la prioridad del arte británico y, como consecuencia, su influencia sobre la pintura francesa. Véase, por ejemplo: Jean Locquin, La Peinture d’histoire en France de 1747 à 1785 (París, 1912), pp. 153-7, esp. p. 157, n. 9; ídem, La Renaissance de l’art français et des industries de luxe, 5 (1922), 473-81; Ellis K. Waterhouse, «The British Contribution to the Neo-Classical Style in Painting», Proceedings of the British Academy, 40 (1954), 57-74; Robert Rosenblum, «Gavin Hamilton’s Brutus and Its Aftermath», Burlington Magazine, 103 (1961), 8-16; ídem, Transformations, pp. 34-5, n. 107, p. 65, n. 54, p. 69; y David Goodreau, «Pictorial Sources of the Neo-Classical Style: London or Rome?», Studies in Eighteenth Century Culture IV, ed. Harold E. Paglairo (Madison, 1975), pp. 247-70.

5 Agradezco a Anthony M. Clark la sugerencia de posibles afinidades significativas entre la pintura francesa que he caracterizado como ensimismada y la pintura contemporánea en Roma. Casi todos los pintores que voy a analizar pasaron varios años en Roma en su juventud. De hecho, Vien pintó en Roma su Ermite endormi, una obra cuyo carácter ensimismado analizaré con bastante detalle (véase capítulo I, pp. 45 y ss.).

6 Dos estudios pioneros sobre este tema son: André Fontaine, Les Doctrines d’art en France. Peintres, Amateurs, Critiques, de Poussin à Diderot (1909; reed. Ginebra, 1970), pp. 252-98; y Albert Dresdner, Die Entstehung der Kunstkritik in Zusammenhang der Geschichte des europaïschen Kunstlebens (1915, reed. Munich, 1968), pp. 119-230. El primer autor considerado generalmente como crítico de arte en el sentido moderno del término es La Font de Saint-Yenne, del que se sabe relativamente poco. Pero, véase Fontaine, pp. 252-59; y Roland Desné, «La Font de Saint Yenne, précurseur de Diderot», La Pensée, 73 (mayo-junio 1957), 82-96. Cf. también Lionel Gossman, Medievalism and the Ideologies of the Elightment: The World and Work of La Curne de Sainte-Palaye (Baltimore, 1968), pp. 128, 130, 132-4.

7 Las discusiones modernas sobre el arte de Greuze suelen utilizar la crítica como ilustración. Por ejemplo, partiendo de una descripción superficial de cuadros como la Piété filiale y la Jeune Fille qui pleure son oiseau mort, se suele argumentar que Greuze los pintó para satisfacer los gustos «literarios» del público de la época. A continuación, se citan fragmentos de comentarios admirativos de Diderot sobre estas obras como «prueba» de ello. Confío en que el carácter estéril de este procedimiento sea evidente mucho antes de finalizar el primer capítulo.

8 Diderot escribió sus Salons para las exposiciones de 1759, 1761, 1763, 1765, 1767, 1769, 1771, 1775 y 1781. El único Salon que no apareció en el Corr. litt. es el de 1771, un texto problemático en muchos sentidos. Véase la discusión sobre este Salon en Jean Seznec, «Préface», Salons, IV, viii-xv.

9 Los suscriptores del Corr. litt de finales de 1750-60 no debían llegar a veinte. Entre ellos estaba la emperatriz de Rusia, la reina de Suecia, el rey de Polonia, la duquesa de Saxe-Gotha y otras figuras importantes de la realeza. Para una discusión sobre ésta y otras cuestiones relacionadas con la producción y distribución del Corr. litt véase: Jeanne R. Monty, La Critique littéraire de Melchior Grimm (Ginebra y París, 1961), pp. 26-31. Una de las consecuencias de la aparición exclusiva de los Salons de Diderot en el Corr. litt es que, junto con el Essai sur la peinture, fueron casi desconocidos en Francia durante su vida. Su primera edición francesa real es de 1795 (once años después de su muerte), pero hasta 1857 no se publicaron todos los Salons conjuntamente. Para más detalles sobre su publicación, véase: Seznec, «Préface», Salons, I, vii, n. 1.

10 En palabras de Seznec: en la década de 1770, Diderot «n’est pas seulement un guide intermitent; c’est un guide fatigué» [«no sólo es un guía intermitente, sino también un guía fatigado»] («Préface», Salons, IV, viii). Seznec también subraya astutamente que, «Ces lacunes [de los Salones de la década de 1770] sont d’autant plus regrettables que pendant ces dix années s’est affirmée cette double évolution de l’art français vers le ‘grand goût’ néoclassique et vers l’inspiration nationale que Diderot lui-même avait contribué à favoriser; les Expositions de 1773, 1777 et 1779 marquent à cet égard des étapes capitales... [C]ette dicontinuité reste déplorable; elle fausse, pour nous, la perspective de cete décade». [Estas lagunas son lamentables pues, durante esos diez años, la doble evolución del arte francés hacia el gusto neoclásico y hacia las fuentes de inspiración nacional que el propio Diderot había ayudado a promover cada vez fue más intensa. Los Salones de 1773, 1777 y 1779 marcan etapas importantes en este desarrollo... Esta discontinuidad sigue siendo deplorable y distorsiona nuestra visión de aquella década] (ibid.).

11 Respecto a Géricault, véase las breves reflexiones en el capítulo tres de este estudio, p. 181. Para una discusión sobre su pintura, véase Michael Fried, «Thomas Couture and the Theatricalization of Action in 19th-Century French Painting», Artforum, 8, n. 10 (1970), 43. En este mismo ensayo también afirmo que los grandes cuadros de Manet de la primera mitad de la década de 1860, «puede decirse que tienen en cuenta al espectador; en cualquier caso, se niegan a aceptar la ficción de la inexistencia de un espectador ante el cuadro, un elemento en el que Diderot había insistido un siglo atrás como algo fundamental para la representación convincente de la acción» (45). Véase también: Fried, «Manet’s Sources: Aspects of His Art, 1859-65», Artform, 7, n. 7 (1969), nn. 27, 46, 72, 74. Por otro lado, Theodore Reff encuentra en la mirada de Olimpia una mera adaptación de «una de las convenciones más conocidas de las estampas y fotografías eróticas de la época, la seducción de una mirada tímidamente insinuante y desdeñosamente fría» («Manet: Olympia» [Londres, 1976], p. 58). Sobre los autorretratos de Courbet, véase Fried, «The Beholder in Courbet: His Early Self-Portraits and Their Place in His Art», Glyph 4: Johns Hopkins Textual Studies (1978), pp. 85-129.

12 Podría objetarse que el concepto de «nivel o calidad artística» es meramente ideológico, un producto y un instrumento de los mitos burgueses. Aunque éste no sea el lugar adecuado para abordar el tema, debemos señalar que el primer estudio sobre el arte y la literatura francesa del siglo XVIII –el ensayo de G[eorgi] V[ladimirovitch] Plekhanov, «French Dramatic Literatura and French Eighteenth- Century Painting from the Sociological Standpoint» (1905)– es un intento de reconciliar una interpretación socio-histórica de este arte con una visión kantiana de la naturaleza del juicio estético (Andrew Rothstein, ed., Art and Social Life, trad. Eleanor Fox y Eric Hartley [Londres, 1953], pp. 164-5). Los elementos kantianos en el pensamiento de Plekhanov fueron rechazados por Lenin y otros, aunque deberíamos cuestionarnos si las ideas planteadas por Plekhanov sobre el estatus de la experiencia individual ante las obras de arte han sido contestadas satisfactoriamente desde una perspectiva marxista.

13 Véase, por ejemplo, «Art and Objecthood», Artforum, 5, n.º 10 (1967), 12-23, reeditado en Gregory Batcock, ed., Minimal Art: A Critical Anthology (Nueva York, 1968); y en George Dickie y R. J. Sclafani, eds., Aesthetics: A Critical Anthology (Nueva York, 1977). Véanse también mis artículos, «Two Sculptures by Anthony Caro», Artforum, 6, n.º 6 (1968); y «Caro’s Abstractness», Artforum, 9, n.º 1 (1970), 32-4; ambos reeditados en Richard Whelan y otros, Anthony Caro (Harmondsworth, 1974). El tema de la teatralidad también es importante en los escritos de Stanley Cavell, concretamente en: «The Avoidance of Love: A Reading of ‘King Lear’», en Must We Mean What We Say? A Book of Essays (New York, 1969), pp. 267-353; y The World Viewed: Reflections on the Ontology of Film (New York, 1971). Cualquiera que lea las obras de Cavell y las mías verá que ambos tenemos conceptos y planteamientos similares.

Capítulo I

El predominio del ensimismamiento

En la primera parte de este capítulo trataré de demostrar la enorme importancia de toda una configuración de problemas en algunos de los cuadros más significativos de la pintura francesa de comienzos y mediados de 1750. Esta configuración (que podríamos denominar macro-configuración) encuentra su expresión en y a través de un espectro de temas, amplio aunque muy específico, que no parece tener un denominador común evidente. El compromiso con estos problemas constituye un vínculo implícito entre algunos pintores que han sido considerados tradicionalmente como dispares o sin relación ninguna (un compromiso que consiste en algo más que la mera referencia al tema). En el caso de Greuze, nos permitirá interpretar sus esfuerzos en toda su integridad. Las siguientes páginas demostrarán, en éste y otros aspectos, la coherencia e incluso la severidad de la pintura francesa en la primera fase de la reacción anti-rococó –unas obras que se han interpretado como carentes de estas cualidades.

He optado por utilizar un método directo. Comenzaré analizando un cuadro conocido a la luz de aquellos textos de la crítica contemporánea que le describen con cierto detalle. Después, tendré en cuenta otras combinaciones de cuadros y comentarios que tengan alguna relación significativa entre sí y con la obra en cuestión. El objetivo inmediato de este procedi- miento es evidente: desvelar aquellos aspectos de los cuadros que parecen haber tenido una importancia fundamental para los artistas y para sus críticos, pero que los autores modernos bien han pasado por alto, bien los han interpretado en términos muy distintos. Otra virtud de este tipo de análisis es que mi selección de las ilustraciones contará con la sanción del juicio contemporáneo. Las principales obras estudiadas en la primera parte de este capítulo fueron analizadas rigurosamente y sin excepción –podríamos decir que fueron representadas– en uno o más Salones del período. Naturalmente, no he renunciado a referirme a otros cuadros que, en mi opinión, están íntimamente relacionados con los precedentes o que los críticos también mencionan, ya sea de forma superficial o no.

En la segunda parte del capítulo trataré de encajar las ideas esbozadas en una suerte de contexto histórico amplio. Para ello, analizaré los primeros pasos de esta evolución y examinaré brevemente varios cuadros de la primera mitad de la década de 1760. No obstante, en este capítulo me centraré fundamentalmente en las obras expuestas en los Salones de 1753 y 1755, unas exposiciones a las que los autores actuales jamás han concedido importancia (y, en el caso del Salón de 1753, en su relativo explendor). Sin embargo, no pretendo afirmar que la mayoría de los cuadros citados en estas páginas sean obras maestras en el sentido común del término. De los cuatro pintores con los que comienza mi exposición, sólo uno es un artista de primer orden: Chardin. Los otros son figuras menores, pero los problemas que plantean sus obras son fundamentales para la evolución de la pintura francesa de la segunda mitad del siglo XVIII y posteriormente. Además, se trata de obras que, en sí mismas, suelen ser mucho más convincentes de lo que habitualmente se ha creído.

Una última idea a modo de preámbulo. Los Salones de 1753 y 1755 preceden al mejor crítico de arte de la segunda mitad del siglo XVIII, Denis Diderot. Aunque ya tuve ocasión de citar su crítica en relación a las obras de la década de 1760, la mayor parte de los textos que siguen pertenecen a sus más inmediatos predecesores. No obstante, tal y como se verá a medida que avancemos, la primera parte de este capítulo está concebida, en sus aspectos más esenciales, como contribución a una mejor comprensión de las fuentes que dieron origen a la visión de la pintura de Diderot.


* * *


El primer cuadro que deseo analizar es la obra de Jean-Baptiste Greuze, La Lecture de la Bible (fig. 1). Greuze (1725-1805) fue considerado durante mucho tiempo como el pintor francés más importante de su generación aunque, desde Goncourt hasta el presente, los historiadores han definido su importancia, casi por unanimidad, en términos sociológicos, nunca artísticos1. Nacido en Tournus, estudió en Lyon antes de instalarse en París a comienzos de la década de 1750. Poco después, será nombrado agréé en la Académie Royale y expondrá seis cuadros en el Salón de 1755, entre los que se encontraba La lecture de la Bible 2. Un erudito de autoridad ha afirmado que los comienzos de la carrera de Greuze fueron «... probablemente, los más brillantes... del siglo...»3. Sin duda, este Salón marcó el inicio de su fama, que se hizo prodigiosa en 1760, continuó más o menos en el mismo nivel a lo largo de los setenta y tan sólo entró en declive en 1780, con la aparición de los pintores de historia de la generación de David. La lecture de la Bible es una obra que causó gran sensación y fue muy comentada por numerosos críticos. El comentario más completo e instructivo fue, sin duda, el del abate de la Porte:


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1. Jean-Baptiste Greuze, La Lecture de la Bible, Salón de 1755. Colección particular.

Un père de famille lit la Bible à ses enfans; touché de ce qu’il vient d’y voir, il est lui-même pénétré de la morale qu’il leur fait: ses yeux sont presque mouillés de larmes; son épouse assez belle femme & dont la beauté n’est point idéale, mais telle que nous la pouvons rencontrer chez les gens de sa sorte, l’écoute cet air de tranquillité que goûte une honnête femme au milieu d’une famille nombreuse qui fait toute son occupation, ses plaisirs, & sa gloire. Sa fille à côté d’elle est stupéfaite & navrée de ce qu’elle entend; le grand frère a une expression aussi singuliere que vraie. Le petit bonhomme qui fait un effort pour attraper sur la table un bâton, & qui n’a aucune attention pour des choses qu’il ne peut comprendre, est tout-à-fait dans la nature; voyez-vous qu’il ne distrait personne, on est trop sérieusement occupé? Quelle noblesse! & quel sentiment dans cette bonne maman qui, sans sortir de l’attention qu’elle a pour ce qu’elle entend, retient machinalement le petit espiégle qui fait gronder le chien: n’entendez-vous pas comme il l’agace, en lui montrant les cornes? Quel Peintre! Quel Compositeur!4


[Un padre lee la Biblia a sus hijos. Conmovido por su lectura, él mismo está imbuido en la moral que les imparte: sus ojos están anegados por las lágrimas. Su esposa, todavía una mujer bastante bella, pero no una belleza ideal, sino del tipo que podemos encontrar en las personas de su condición, le escucha con ese aire de tranquilidad propio de una mujer honesta, rodeada de su numerosa familia, que constituye toda su ocupación, su placer y su gloria. Cerca de ella, su hija está asombrada y apenada por lo que escucha. La expresión del rostro del hermano mayor es tan singular como veraz. El niño más pequeño, que se afana en arrancar una astilla de la mesa, y que no presta ninguna atención a cosas que apenas puede comprender, resulta absolutamente natural. ¿Observan cómo no distrae a nadie, ya que todos están ocupados en asuntos tan serios? Y, ¡qué nobleza y sentimiento los de esta abuela que, sin distraerse de la lectura, impide mecánicamente que el pequeño pillo moleste al perro! ¿Pueden oír cómo le atormenta y le pone cuernos con la mano? ¡Qué gran pintor! ¡Qué gran composición!]

Es una descripción fascinante. Los historiadores que han escrito sobre La Lecture o sobre otros cuadros de género con varias figuras de Greuze, han enfatizado su preocupación por los temas de la piedad rural, el sentimiento familiar y la virtud doméstica. También han subrayado la presentación de estos temas de una forma narrativo-dramática cuyo ostensible verismo en la fisionomía, atuendo y ambiente está acompañado de un extremismo psicológico y emocional casi sin precedentes en la pintura francesa. Pocos historiadores actuales han podido ocultar su desagrado ante estos cuadros o la reprobación a ese público que tanto se extasiaba con ellos. Se ha dicho muy a menudo que los cuadros de Greuze atienden a los gustos profanos y anti-artísticos de un amplio público de clase media que, por aquel entonces, se presentaba como la fuerza más importante de la vida cultural francesa; un público que prefería las cualidades y valores «literarios» sobre los «pictóricos», su deseo de una pintura que narrase historias, donde predominara la moral y que suscitara las emociones más sentimentales del espectador5. A primera vista, puede parecer que la descripción de La Porte de La Lecture corrobora estas ideas.

Es cierto que el texto sugiere que la presencia de un gusto burgués pudo intervenir en el éxito del cuadro de Greuze. Pero el comentario de La Porte subraya que lo más emocionante de La Lecture es que la manera tan convincente en que se ha representado un estado o condición particular, del que cada figura del cuadro parece ser ejemplo a su manera: i.e. el estado o condición de atención absorta, de estar completamente entregado, extasiado o (como yo prefiero decir) ensimismamdo, en lo que se está haciendo, oyendo, pensando y sintiendo. Desde este punto de vista, la actividad del padre leyendo la Biblia en alto y la actitud más pasiva de la familia, escuchar, pueden caracterizarse como esencialmente ensimismadas por naturaleza. La maestría expresiva de La Lecture, que tanto celebraron los críticos, no consistía simplemente en la descripción «realista» de reacciones individuales, psicológicas y emocionales, al texto bíblico –así es como los autores actuales interpretan los poderes expresivos de Greuze– sino, y lo que a mi jucio es más importante, en el carácter convincente de esas respuestas, que se presentan como propias de personas totalmente absortas en la lectura y en los pensamientos y sentimientos que ésta suscita6.

Hay dos observaciones de La Porte que merecen ser señaladas. Primero, llama nuestra atención sobre el contraste implícito entre el ensimismamiento perfecto de las figuras de más edad y las actividades potencialmente perturbadoras de los dos niños pequeños. Del más pequeño, que trata de arrancar una astilla, dice: «Voyez-vous qu’il ne distrait personne, on est trop sérieusement occupé?». También menciona al niño que molesta al perro en el primer plano a la derecha. Otro crítico, Baillet de Saint-Julien, decía de la chica y el muchacho mayores: «L’attention de ces deux figures forme un contraste naturel avec un enfant qui cherche à jouer avec un chien». («La atención de estas dos figuras crea un contraste natural con el niño que trata de jugar con el perro»)7. Tanto para La Porte como para Baillet de Saint-Julien, las acciones de los dos pequeños, que suponen efectivamente una completa indiferencia hacia la Biblia, sirven para aumentar la consciencia del espectador –hacen que éste sea más perspicaz– de la intensidad del ensimismamiento de las otras figuras.

Segundo, La Porte elogia especialmente la acción de la abuela que, «sans sortir l’attention qu’elle a pour ce qu’elle entend, retient machinalement le petit espiègle qui fait gronder le chien». Es decir, admira la representación de esta anciana que sujeta al niño de forma automática, como si fuera insconciente de su acto. La Porte también parece entender que el carácter casi sonámbulo de su acción subraya la intensidad de su ensimismamiento en los pensamientos y sentimientos que la lectura le evoca.

Suele ser un lugar común en los estudios de arte de mediados del siglo XVIII la comparación y contraste de los cuadros de género de Greuze con los de Jean Baptiste-Siméon Chardin (1699-1779), el mejor pintor de género de la generación precedente. El problema de este tipo de comparaciones no es la superioridad de Chardin – nadie duda de que fue el pintor francés más grande de su época–, sino la interpretación peyorativa a priori del arte de Greuze. Esto oculta el verdadero significado de las diferencias existentes entre ambos, cuya discusión dejaremos para más adelante, en este mismo capítulo. Por ahora, sólo analizaremos una obra y un texto que sugieren la proximidad entre Chardin y Greuze: Un Philosophe occupé de sa lecture, de Chardin, (fig. 2) y el texto crítico del Abate Laugier. El lienzo de Chardin se expuso en el Salón de 17538, y el comentario de Laugier apareció en su análisis de ese mismo Salón, en un pequeño volumen que constituye una de las dos o tres mejores obras críticas anteriores a Diderot:


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2. Jean-Baptiste-Siméon Chardin, Un Philosophe occupé de la lecture, Salón de 1753. París, Louvre.

Ce caractére [del filósofo] est rendu avec beaucoup de vérité. On voit un homme en habit & en bonnet fourré appuyé sur une table, & lisant très-attentivement un gros volumen relié en parchemin. Le Peintre lui a donné un air d’esprit, de rêverie & de négligence qui plaît infiniment. C’est un Lecteur vraiment Philosophe qui ne se contente point de lire, qui médite & approfondit, & qui paroît si bien absorbé dans sa méditation qu’il semble qu’on auroit peine à le distraire9.