FRÉDÉRIC LENOIR

 

FRANCISCO,
LA PRIMAVERA
DEL EVANGELIO

 

 

 

 

 

«¡No nos dejemos robar el Evangelio!»,

PAPA FRANCISCO,

La alegría del Evangelio 97

 

PRÓLOGO

 

En menos de un año, el papa Francisco supo llegar al corazón de la gente. Todos los días me encuentro con creyentes y no creyentes, católicos practicantes o no practicantes, protestantes, judíos, musulmanes, agnósticos o ateos que me dicen que el nuevo papa los ha conmovido. Conmovido por su sencillez, su calidez, su humildad, su humanidad; conmovido por sus llamadas telefónicas a personas anónimas, sus gestos de ternura, su sonrisa acogedora para con los niños que vienen a tirarle de la sotana o a sentarse en el trono pontificio mientras habla; conmovido por su libertad de palabra, su condena de la arrogancia, de la inmoralidad o de la hipocresía de algunos clérigos, su rechazo del protocolo y su condena del lujo; conmovido por sus gestos y palabras en favor de los pobres, de los excluidos, de los marginados, de los refugiados, de las mujeres y niñas víctimas de esclavitud sexual; conmovido por su condena irrevocable de la lógica financiera que destruye al ser humano y al planeta, su preocupación por la justicia social, su compromiso en favor de la paz; conmovido por su negativa a juzgar a los que no siguen el camino trillado de la moral cristiana tradicional, empezando por los homosexuales y los divorciados vueltos a casar.

Este papa, en las antípodas del carácter institucional de su función, despide «un aroma de Evangelio», para usar su propia expresión. Y este es el propósito de este libro. En efecto, entre las numerosas personas que se sienten conmovidas por la palabra y la personalidad de Francisco, muy pocas conocen de verdad las palabras de Jesús, el mensaje de amor y de liberación que expresa el Evangelio, esa «Buena Noticia» cuyo anuncio constituye el verdadero programa del nuevo papa. De ahí han de manar todas las necesarias reformas eclesiales. Lo que Francisco pretende promover, ante todo, es un nuevo talante, un cambio de mentalidad para que la Iglesia recobre su razón de ser primera: dar testimonio, tras los pasos de Cristo, de que Dios no es juez, sino liberador, que el amor que levanta lo caído es más importante que la ley que condena, que el Evangelio es un mensaje de vida que humaniza.

Como todos los observadores, me sorprendió la elección del cardenal Jorge Bergoglio como 265º sucesor del apóstol Pedro a la cabeza de la Iglesia católica. ¡Me sorprendió, pero me alegró profundamente! Estaba yo en aquel momento comentando la elección en directo en el telediario, y, tan pronto como pronunciaron su nombre, no pude disimular mi entusiasmo afirmando sin más que esta elección representaba un acontecimiento espiritual considerable. En efecto, recordaba que el Abbé Pierre, a su regreso de un viaje a Argentina, me había contado que le había impresionado el testimonio de aquel obispo que había renunciado a vivir al amparo de su lujoso palacio episcopal y que acudía en autobús a visitar a los indigentes y desheredados de las chabolas. También recordaba que ese jesuita sencillo y cálido podía haber sido elegido papa en el año 2005, en lugar de Benedicto XVI, si no hubiera suplicado a sus cardenales partidarios que no votasen por él. Este fue principalmente el motivo por el que nadie había imaginado que pudiera salir elegido en este nuevo cónclave. Y si la palabra «espiritual» me vino de inmediato a la mente fue porque yo presentía que este papa iba a intentar dar un nuevo y potente impulso evangélico a la Iglesia.

Al término de su primer año de pontificado podemos afirmar, con total certeza, que Francisco está involucrando a la Iglesia de Roma en un auténtico retorno a las fuentes. Pretende traerla de vuelta, pese a todas las afrentas y contradicciones de su larga historia, a la verdad del mensaje de Jesús, que constituye una revolución extraordinaria de las mentalidades, que valora el amor con respecto al ritual o a la ley, el bien del individuo con respecto al interés del grupo, el servicio con respecto al poder, la debilidad con respecto a la fuerza, la sobriedad con respecto a la avidez y la riqueza.

En una primera parte haré una semblanza de Francisco y recordaré los momentos importantes de su vida. Dedicaré las siguientes a analizar sus gestos, hechos y palabras desde que es papa, partiendo de las tres cuestiones más queridas para él: su deseo de poner el amor y la misericordia en el corazón de toda práctica eclesial; su voluntad de abrir la Iglesia y de implicarla en las grandes cuestiones de nuestro tiempo: la justicia social, la ecología, el diálogo entre los pueblos y las culturas, con la vista puesta en el bien común de la humanidad. Estos propósitos del papa me llevarán, para cada uno de estos temas, a recordar y explicitar el mensaje de Cristo que los fundamenta, y también a comentar algunos descarríos históricos de la Iglesia que él pretende corregir mediante reformas concretas.

En este caótico inicio del siglo XXI es bien cierto que el Evangelio vuelve a florecer.

 

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

«Soy un pecador en quien
el Señor ha puesto sus ojos»

 

1

AQUEL A QUIEN NADIE ESPERABA

 

La valiente renuncia de Benedicto XVI tal vez quede como el acontecimiento de mayor importancia de un pontificado con oposiciones, salpicado por polémicas y sacudido por numerosos escándalos que hicieron temblar los cimientos de la Curia romana (el gobierno de la Iglesia). Desembocó en otro hecho de alcance histórico: la elección del primer papa originario del continente americano. Tal vez este doble acontecimiento se hubiera olvidado rápidamente si los cardenales hubieran elegido al candidato sudamericano que estaba en el candelero antes del cónclave de marzo 2013: el cardenal brasileño Odilo Pedro Scherer, el muy conservador arzobispo de São Paulo, apoyado por una Curia en plena descomposición. Y fue, por lo demás, lo que causó su pérdida, porque los ciento quince electores, en su mayoría exasperados por las intrigas romanas, querían un gobierno de la Iglesia más transparente, opuesto al que habían debilitado varios decenios de escándalos reiterados: la sospechosa muerte del papa Juan Pablo I; el blanqueo del dinero del crimen procedente de la mafia italiana por el banco vaticano; la corrupción en la atribución de los concursos públicos; el disimulo, hasta finales de los años noventa, de los actos de pederastia perpetrados impunemente por numerosos sacerdotes; intrigas palaciegas que llevaron al mayordomo de Benedicto XVI a divulgar en la prensa un centenar de documentos confidenciales (Vatileaks), etc.

La campaña llevada a cabo en favor de Odilo Scherer por el secretario de Estado (equivalente a primer ministro), Tarcisio Bertone, la personalidad más controvertida del Vaticano, y el apoyo que recibió el cardenal brasileño de parte de la actual Curia romana unos días antes de la apertura del cónclave consiguieron, al fin, que la mayoría de cardenales fijara sus miradas en otro candidato. Idealmente no debía ser italiano, para evitar las intrigas romanas: así que de un tajo quedaron arruinadas las oportunidades del otro gran favorito: Angelo Scola, el cardenal arzobispo de Milán.

Es entonces cuando toma la palabra Jorge Bergoglio delante de las congregaciones generales de los cardenales solo dos días antes del inicio del cónclave.

Su discurso impacta profundamente a sus oyentes y lo pone nuevamente en lid a pesar de su edad (setenta y seis años), su salud relativamente frágil y, sobre todo, su negativa, ocho años antes, a competir con el cardenal Ratzinger (futuro Benedicto XVI) en el cónclave de 2005.

 

Evangelizar debe ser la razón de ser de la Iglesia –recuerda con fuerza y gravedad el cardenal Bergoglio en esta ocasión–. Lo cual supone que tenga la parresía de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria. Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma… Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico 1.

 

En ese preciso instante, cuatro días antes de su elección, Jorge Bergoglio ya era papa en el corazón de una gran parte de los cardenales. Presentaba un programa muy diferente al de su antecesor, que se había focalizado en el «centro» antes que en la «periferia», sin por ello conseguir reformarlo, y concentrando sus mayores esfuerzos en intentar –sin éxito– reintegrar al seno de la Iglesia a los integristas resultantes del cisma de Mons. Lefebvre. Cuando explicó a los cardenales que la Iglesia solo sanaría de sus males si dejaba de mirarse a sí misma para abrirse al mundo y dedicándose por entero al anuncio del Evangelio en todos los lugares deshumanizados, Jorge Bergoglio deseaba verle tomar una orientación poderosa, reconectada con el ideal del Concilio Vaticano II. Sin duda, no estaba pensando que él sería el hombre capaz de llevar a buen puerto esta tarea. Pero es probable que dos cardenales, deseosos de una profunda reforma de la Iglesia, lo convencieran justo antes de la apertura del cónclave: Sean Patrick O’Malley, arzobispo de Boston (quien libró una guerra sin cuartel contra los curas pederastas en Estados Unidos), y Claudio Hummes, arzobispo emérito de São Paulo. Ambos tienen también en común su pertenencia a la orden fundada por san Francisco de Asís (uno es capuchino y el otro franciscano).

Cuando el umbral fatídico de los dos tercios de los votos se alcanzó, sellando la elección del soberano pontífice, resonaron los aplausos. Aquel que había respondido a sus allegados, preocupados ante la perspectiva de no verlo regresar a Argentina: «No os preocupéis, no hay ninguna posibilidad de que me hagan papa», afirma que sintió por entonces una «paz profunda e inexplicable». El cardenal Hummes, sentado junto a él, lo abrazó y le susurró al oído: «No te olvides de los pobres».

Jorge Bergoglio decidió en ese instante tomar el nombre de Francisco en homenaje al Poverello, el pobre de Asís. Una vez terminado el recuento del escrutinio –resultaba elegido con 90 votos de 115–, el papa lanzó, sonriendo, a los cardenales: «¡Que Dios les perdone!».

2

HIJO DE EMIGRANTE
Y BAILARÍN DE TANGO

 

¿Acaso sus orígenes, del Piamonte, habrán seducido a unos cuantos cardenales italianos? Como quiera que sea, el papa es perfectamente bilingüe, ya que su padre, Mario, emigró a Buenos Aires en 1929 a la edad de veintiún años y se casó, unos años más tarde, con Regina, una argentina. El mayor de cinco hermanos, Jorge, nació el 17 de diciembre de 1936. Hoy ya solo vive María Elena, su última hermana.

Su padre trabajaba duramente como contable mientras su madre atendía a los niños. Pero, desde el nacimiento de su hermano menor, Jorge estuvo al cuidado de su abuela paterna, Rosa, que vivía justo al lado del domicilio familiar. Ella fue quien le comunicó su fe viva y profunda, y el papa afirmó en muchas ocasiones que Rosa fue la persona que más lo marcó en el transcurso de su vida. También su madre, que se deleitaba escuchando tangos en la radio, influyó en sus gustos artísticos. El futuro papa también se convirtió en gran aficionado al tango… De niño y adolescente jugaba todos los días al fútbol, después del colegio, y, según cuentan sus antiguos compañeros, aun sin ser el mejor jugador, era el verdadero estratega del equipo. Jorge Bergoglio conserva a día de hoy aquella pasión por el esférico y no ha dejado de ser un ferviente tifoso del club local San Lorenzo.

A la edad de doce años, Jorge vivió su primera gran historia sentimental. Se enamora perdidamente de Amalia, una vecinita con la que soñaba casarse. Le escribió una carta en la que afirmaba: «Si no me caso contigo, me hago cura». El padre de Amalia intercepta la epístola y le propina tal paliza a su hija que esta se niega a frecuentar a Jorge en adelante.

Ese mismo año, Mario le pidió a su hijo que le ayudase en el despacho, además de sus estudios en el instituto. Con quince años lo contrataron en un laboratorio de análisis mientras proseguía su escolaridad en un curso industrial donde estudiaba química. Junto a este absorbente trabajo continuaba practicando fútbol y también baloncesto, escuchaba óperas y discos de tango, se descubrió una verdadera pasión por la literatura, en especial gracias a las obras de Dante, Hölderlin, Manzoni y Borges. Según los testimonios concordantes de la época, Jorge era un chico muy sociable, abierto a los demás, amante de la diversión. Acudía con frecuencia a bailes, ¡y despuntaba como un excelente bailarín de tango!

Su vida dio un vuelco un día de septiembre de 1954. Tenía entonces diecisiete años, acudió a una fiesta de estudiantes acompañado de una novieta y un puñado de compañeros. Al pasar por delante de una iglesia, Jorge se sintió irresistiblemente impulsado a apartarse de sus amigos para penetrar en el edificio. Se confesó con un sacerdote a quien no conocía y sintió una irrevocable llamada interior a dedicar su vida a Dios: «Allí no tuve dudas de que debía ser sacerdote». Jorge esperó tres años más y la finalización de sus estudios para anunciar a su familia su decisión de entrar en el seminario. Su padre lo aprobaba, pero su madre rompió a llorar: «No sé, yo no te veo…», le repetirá a su hijo durante años antes de resolverse a aceptar esa perspectiva.

En el transcurso de su primer año de seminario –tenía entonces veintiún años–, Jorge atravesó una fuerte prueba. Primero porque vivió una intensa pasión amorosa que hizo temblar su vocación: «Cuando era seminarista me deslumbró una piba que conocí en el casamiento de un tío. Me sorprendió su belleza, su luz intelectual... y, bueno, anduve boleado un buen tiempo y me daba vueltas la cabeza» 2.

En este duro contexto, Jorge fue hospitalizado por terribles dolores en la espalda. Acabaron diagnosticándole una neumonía y le practicaron la ablación de un lóbulo del pulmón derecho. Jorge rozó la muerte. Toda su vida conservará secuelas de aquel grave accidente de salud. Se sofoca con facilidad y padece una artrosis lumbar que le obliga a tomar corticoides con cierta frecuencia.

Apenas salió del hospital, unos meses más tarde, regresó al seminario. Ya nada más vendrá a poner en peligro su vocación a partir de entonces.