Dedicatoria
Introducción
En realidad no estoy en el distrito de los lagos
Condenado sin remedio
Mi gravedad favorita
Casi me muero afeitándome
Mi amigo visible
Mi planeta panda pop
A la espera
Los padres tienen hijos
Te gustará cuando estés allí
Hola, afortunados ganadores
Papaítos competitivos
En Chinacabezadechorlito
La atracción del siglo
Soy un papá espacial
El heladero del desierto de Gobi
No entro en los pantalones
El cometa vómito
Astrocotilleo
La gravedad no es un monstruo frívolo
Última oportunidad para votar
A medio mundo de distancia
Si algo sale mal...
En el espacio no hay vidas extra
Esto es la realidad
Misión naranja
Cuarenta y ocho, cuarenta y siete...
Una belleza especial
Que venga papaíto
La Lunacabezadechorlito
Un desvío imprevisto
La cara oscura de la luna
El momento de actuar como un padre
La lógica dice...
Esto no es un simulacro
Nos perdimos un poco
Gravedad especial
Agradecimientos
Créditos

A mis padres; un libro sobre la magia de los padres

Un cohete lanzado ayer desde una base privada en el norte de China se encuentra en paradero desconocido. Hace apenas veinticuatro horas, corrió en la red como un reguero de pólvora el rumor de una misión espacial tripulada. Hoy, la NASA y la Agencia Espacial Federal Rusa han confirmado el lanzamiento del cohete, pero han negado que perteneciese a sus respectivas flotas. La nave alcanzó una órbita externa y desapareció en el hiperespacio. Ningún cohete tripulado ha abandonado la órbita terrestre desde el vuelo del Apolo 17, en 1972.

 

EN REALIDAD NO ESTOY  EN EL DISTRITO DE LOS LAGOS

 

Mamá, papá, si me estáis escuchando, ¿os acordáis de que os dije que iba a ir con el colegio al Centro de Actividades al Aire Libre del Distrito de los Lagos?

Bueno, pues para ser sincero, en realidad no estoy en el Distrito de los Lagos. 

Para ser sincero, estoy más bien como en el espacio. 

Me encuentro en un cohete, el Infinitas Posibilidades. La superficie de la Tierra se ha quedado a cientos de miles de kilómetros de distancia. Estoy bien… o casi. 

Ya sé que debo daros unas cuantas explicaciones. Allá voy. 

 

 

Mentí sobre mi edad.

Es como si hubiese logrado aparentar treinta años, aunque hasta mi próximo cumpleaños solo tendré doce. 

La verdad es que todo el mundo miente sobre la edad. Los adultos fingen ser más jóvenes. Los adolescentes fingen ser mayores. Y los viejos querrían ser niños. 

Tampoco es que tuviera que esforzarme mucho. Qué va. Siempre me echan más años de los que tengo porque soy muy alto. En la escuela primaria Juana de Arco, los profesores, por lo visto, creían que la altura y la edad eran la misma cosa. Si eras más alto que alguien, eso quería decir que también eras mayor. Si eras alto y cometías un error, aunque fuese el primer día de curso, te decían: «Un grandullón como tú no debería portarse como un niño». 

¿Por qué?, si puede saberse. ¿Por qué un grandullón debería portarse mejor? ¿Solo por ser grande? King Kong era un gigante. ¿Debería por eso haber sabido llegar hasta los baños el primer día sin que nadie le mostrara el camino? Yo creo que no.

Sea como fuere, el Infinitas Posibilidades tendría que haber efectuado una maniobra rutinaria hace unas cuantas horas y, bueno, no ha sido así. Se salió de la órbita, con lo que los equipos de comunicaciones se han ido al garete, y ahora estoy muy pero que muy perdido en el espacio.

Me he traído un teléfono móvil en el que tengo guardadas fotos de casa. Tiene una función que permite grabar una especie de diario sonoro, que es lo que estoy haciendo ahora. Hablar hace que me sienta menos solo. Si este mensaje no os llega, jamás sabréis nada de todo esto porque se trata de una misión secreta. Nos dijeron que si algo iba mal, lo negarían todo, incluso lo que tiene que ver con nosotros. Somos cinco. Los demás están durmiendo. 

En fin, hay que verlo para creerlo. Resulta que estamos en un cohete descontrolado que viaja a tontas y a locas hacia Nuncajamás y ¿qué solución creéis que se les ha ocurrido? 

Echarse una siesta. 

Cuando la maniobra se nos fue un poquito de las manos –lo bastante como para que el viaje termine en tragedia–, se pusieron todos a dar alaridos y, una hora más tarde, se quedaron dormidos. 

Pero yo no puedo conciliar el sueño. No encuentro una postura cómoda en el saco de dormir. Se me ha quedado pequeño. 

Además, seguro que si me quedo despierto, se me ocurrirá alguna idea. Una que nos salve a todos. Por eso estoy grabando este mensaje en mi Draxfono. Si logro volver os lo daré y así entenderéis por qué he acabado en el hiperespacio cuando en teoría iba a darme un chapuzón en el Distrito de los Lagos. 

Por otra parte, si estás oyendo esto y no eres papá o mamá, imagino que serás un alienígena con cabeza de cono, nueve piernas y ventosas en los pies, en cuyo caso escucha esto: 

 

 

«Hola, vengo en son de paz. Si cuentas con los medios tecnológicos necesarios, por favor, envía esta grabación por correo a:

Señor y señora Digby, 23 Glenarm Close, Bootle, Liverpool 22, Inglaterra, Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea, etcétera. Si no es mucha molestia.»

 

CONDENADO SIN REMEDIO

 

El detalle preocupante es que, pese a todo, podría decirse que estoy disfrutando. Aunque la situación es desesperada hay cosas geniales, como la ingravidez. Basta con que me incline para que me salga un salto mortal perfecto. Cuando extiendo los brazos, levito. En la Tierra estoy por encima de la media en matemáticas y destaco en altura. Pero aquí arriba tengo tantas habilidades como un Power Ranger.

Y luego están las estrellas. 

Nuestra casa, en la Tierra, está al lado del centro comercial New Strand, una mole que cubre casi todo el cielo. Las únicas estrellas que pueden verse en mi habitación son las del móvil fosforescente «Tu Sistema Solar» que me regalaron cuando cumplí nueve años y que siempre se me enganchaba en el pelo. Los móviles no son un buen regalo para las personas con una altura superior a la media. 

Las estrellas desde aquí parecen diferentes. Para empezar, son mucho más numerosas. Se arremolinan, se enmarañan y se acumulan las unas sobre las otras, y son tan brillantes que su resplandor hiere los ojos. Visto desde dentro, el espacio es el mayor espectáculo de fuegos artificiales que se pueda imaginar… teniendo en cuenta que está detenido en el tiempo, como un fotograma. Aunque estés condenado sin remedio, la cosa impresiona. 

Lo único malo es que no se ve la Tierra. No la divisamos desde que nos salimos de la órbita. 

–Debe de estar por ahí, en algún sitio –les había dicho yo a los demás–. Ya la encontraremos. Seguro. 

Sin embargo, no se calmaron. Uno de ellos, Samson Dos, dibujó un croquis para demostrarme que, aun siguiendo el rumbo más desviado posible, deberíamos ver la Tierra. 

–¿Y qué quiere decir eso? –inquirí–. ¿Que nos hemos metido en una especie de agujero de gusano mágico y que hemos salido de él en el otro extremo del universo? 

–Probablemente. 

–¿Que la Tierra ha desaparecido? ¿Que ya no está? 

–Probablemente. 

Todos gritaron hasta desgañitarse, y después se quedaron dormidos. 

Al menos, durmiendo gastan menos oxígeno. 

 

 

He intentado imaginar que hay alguien al teléfono, escuchándome. Alguien muy silencioso. También he hecho llamadas telefónicas de verdad. Creía que aquí arriba, tan cerca de los satélites, habría señal. Pero resulta que no.

 

MI GRAVEDAD FAVORITA

 

No creo que el mundo haya desaparecido. Sin embargo, me preocupa no verlo. Al fin y al cabo, mis cosas están allí, en la Tierra. Cuando pienso en eso, en mamá y en papá, en mi habitación y mi ordenador, me calmo un poco. Allí está mi colosal barco vikingo de Playmobil, que ocupa buena parte del suelo (que ocupaba, mejor dicho. Lo devolví a su caja cuando descubrí que me había salido pelo en la cara. Me pareció que alguien con barba –con una sombra de barba, más bien– era demasiado mayor para jugar con los Playmobil).

He dicho que descubrí que tenía pelo en la cara. Antes no lo había notado, pues las bombillas del cuarto de baño son de bajo consumo. Me di cuenta de la pelusilla durante la excursión de fin de curso a Tierra Encantada. 

La atracción más famosa de Tierra Encantada es Cosmic. Mientras íbamos hacia allí en autobús, todos hablaban de lo grande que era y del miedo que daba. Todos tenían un hermano o un primo que se había montado y que, desde entonces, Ya No Era El Mismo. Por si no lo sabes, Cosmic es una especie de jaula de metal con dos asientos en el interior. 

Está colgada de dos largas cintas elásticas prendidas en lo alto de una grúa gigantesca. Los operarios la acercan al suelo por medio de una cadena y la sujetan con un electroimán que desconectan después de que te hayas acomodado en el interior. Las cintas elásticas te catapultan hacia arriba y luego vuelven a arrastrarte hacia el suelo. Después te quedas dando botes durante un rato. El miedo solo dura diez segundos, pero son tan aterradores que, por lo visto, al primo de Ben el pelo se le volvió blanco del todo. La velocidad es tan vertiginosa que al vecino de Joe se le desprendió el estómago y se le atascó en la garganta, lo cual hizo que el infeliz acabase en el quirófano. Si se lo pides, te enseña los costurones. 

A pesar de estos obvios inconvenientes, todos dijeron que pensaban subirse. Pero al llegar descubrimos que había que tener una altura mínima: un marciano de madera con el brazo extendido anunciaba en un cartel: «Si puedes pasar caminando bajo mi brazo, es que Cosmic es demasiado para ti». Todos pudieron pasar bajo su brazo sin mayores problemas. Todos excepto yo. Mi cabeza sobresalía por encima del brazo del marciano. 

–Vale –dijo el operario–. Tú pasas. 

¿Entiendes ahora lo que digo de la edad y la altura? Hay una altura mínima, pero no una edad mínima. Todos se quejaron, protestaron y lamentaron lo desgraciados que eran por ser niños y no mayores. Sin embargo, estaba claro que agradecían no ser tan altos como yo. 

–Es necesario que alguien te acompañe –anunció el operario–. O van dos o no va ninguno. 

Miré a la señora Hayes, nuestra profesora. Ella se encogió de hombros. 

–¿Está permitido que monten embarazadas? 

–No –contestó el hombre, aunque apenas pudo oírsele, porque la noticia de que la señora Hayes iba a tener un bebé había levantado un gran revuelo–. ¿No hay nadie más? –inquirió el operario. 

Todas las miradas recayeron sobre el único padre que, en un acto de responsabilidad, había accedido a acompañarnos; es decir, el mío. Siempre se apunta a estas actividades porque, como es taxista, él decide su horario de trabajo. 

Florida Kirby le daba un codazo tras otro. 

–Anímate, Digby. Venga. Si mi padre estuviese aquí, iría. Mi padre es supervaliente. 

Se puede decir que tiró de él para obligarlo a pasar por el marciano y subir por la rampa. El operario nos introdujo en la jaula y nos puso los cinturones de seguridad. Recuerdo que papá dijo algo así como: 

–¿Se ha muerto alguien en este cacharro? El hombre se le quedó mirando, airado. 

–No –repuso–. En esta atracción JAMÁS ha pasado nada. 

–Era solo una pregunta –se defendió papá. 

El operario cerró la puerta de la jaula, nos miró a través de los barrotes y añadió: 

–Pero siempre hay una primera vez. 

De poco habría servido que gritáramos: «¡Déjanos salir!». Empezó a sonar una música atronadora y la jaula se llenó de humo y luces que destellaban alrededor. Qué espectáculo. Papá me agarró la mano y gritó: 

–No te asustes, Liam. 

Antes de que pudiese responderle que no estaba asustado, oímos un estallido y nos descubrimos volando hacia el cielo. La sensación era espantosa, como si una enorme mano te estrujara hasta convertirte en una pelotita. Pero esa sensación se pasaba cuando llegabas arriba. Allí te sentías más ligero que el aire y el temor desaparecía, como si te lo hubiesen sacado con un exprimidor. El segundo bote fue casi tan alto como el primero, pero ya no daba ni pizca de miedo. Allí estábamos los dos, riéndonos como locos mientras aguardábamos a que las cintas elásticas dejasen de sacudirnos. Rebotamos aún cinco veces más. 

Al bajar, notaba hormigueos por todas partes y tenía la impresión de que la realidad circundante estaba más enfocada que de costumbre. Todo era más nítido y claro. Los niños aguardaban junto al marciano, gritando, chillando y jaleando. Las niñas rodeaban a la señora Hayes y la acosaban con preguntas sobre su futuro bebé. Me di cuenta de que el viaje había durado tan solo un par de minutos. 

–¿Estás mareado? –preguntó Florida Kirby. 

–No. 

–Julie Johnson se mareó en el Tren Fantasma. 

Quizá esperaba que yo también me marease, para no desentonar. Florida Kirby está obsesionada con dos cosas: los famosos y marearse. Si le das un famoso mareado, estará en la gloria. 

–Ha. Sido. Genial. ¿Podemos repetir? –dije. 

–Debes de estar de broma –contestó papá. 

–Pero…  

–Liam, acabas de vivir una de esas experiencias que se dan una sola vez en la vida. Y ya ha terminado. 

Se marchó a un puesto a pescar patos de plástico. Wayne Ogunsiji lo acompañó, y los dos se enzarzaron en una profundísima conversación sobre la defensa del Liverpool. Papá decía que hacía aguas y Wayne, por el contrario, que era una defensa sólida, pero que no sabía distribuir el juego. De vez en cuando, la vista se me iba hacia la jaula de Cosmic, que, dando vueltas y más vueltas, salía disparada por encima de los árboles como un cohete lunar. Una parte de mí pensaba: «Yo he ido en eso». La otra parte de mí respondía: «Tengo que repetir». 

A la hora de irnos, la señora Hayes nos condujo hacia esa salida especial que destinan para las excursiones de los colegios. Me permití echarle un último vistazo a Cosmic

Supongo que debí de apartarme un poco de la fila, porque, cuando quise salir, el guardia de seguridad me dijo: 

–Señor, ¿le importa apartarse un momento? 

Me aparté y observé cómo los demás pasaban a mi lado.  

Al pasar junto a mí, papá estaba tan ocupado dirigiendo el Liverpool FC con Wayne Ogunsiji, que ni siquiera me vio. Tan pronto como papá se fue, el guardia de seguridad cerró la puerta y me comunicó: 

–Oiga: la salida principal está allí; esta es solo para los niños del colegio. 

¡Creía que yo era un adulto! 

La gente siempre me considera mayor de lo que soy, pero nunca antes me habían tratado como tal. Podría haberle contestado: «Que soy un niño del colegio. Déjame salir, por favor». O podría haberme callado y haber aprovechado la oportunidad para volver a montar en Cosmic. Tenía dos opciones pero, por algún motivo, se redujeron a una sola. 

Me fui derecho a Cosmic

Al ver que me acercaba, el operario me preguntó: 

–¿A tu colega no le gustó? 

–¿Mi colega? 

–Oye, podrías hacerme un favor. ¿Por qué no me ayudas a tapar agujeros? 

–¿Qué agujeros? 

–Me gusta que la atracción no deje de funcionar, porque si la jaula está ahí quieta, no resulta muy tentadora. Mucha gente se desanima en el último momento. Preferiría que alguien montase de vez en cuando. 

–Claro –contesté con voz de adulto, y me acerqué a la jaula. 

Aquella tarde me monté en Cosmic con un niño cuya madre estaba demasiado aterrada para acompañarlo, con un adolescente que se lo había tomado como un reto, con alguien cuya novia no cabía en el asiento y con otras cuatro personas más. En total, ocho viajes. El operario me dijo que debía de tener el centro de gravedad muy desarrollado. Todas y cada una de las veces percibí ese Nuevo Mundo Nítido. No fallaba. 

Según el operario, en Cosmic se experimenta una gravedad de 4 G durante el ascenso, lo que multiplica por cuatro la fuerza de atracción de la Tierra. Sin embargo, 4 G no es suficiente para que aprecies lo cómoda que es la gravedad normal. Antes tenía la máquina en 5 G, pero la gente se desmayaba cada dos por tres y no era bueno para el negocio. Hay que apiadarse de aquellos a los que les toque vivir en un planeta en el que la gravedad sea muy fuerte. En esas condiciones, tiene que ser durísimo trabajar. 

Más tarde, el operario compró unos perritos calientes y unas patatas fritas que nos comimos en la jaula, meciéndonos suavemente y disfrutando del panorama. Las atracciones del parque parecían piezas de una maqueta. Alguna gaviota se nos acercaba volando de vez en cuando. Al fin, vi a papá corriendo junto a la Casa Loca. 

–¡Taxi! ¡Taxi! –le grité. Por lo general, con eso basta.  

Miró hacia un lado y hacia otro, pero no hacia arriba. 

Tardó siglos en divisarme. 

Imagino, papá, que si ahora me buscas debes de estar haciendo lo mismo: mirar hacia un lado y hacia otro, pero no hacia arriba, hacia el espacio. Me reí al verte allí abajo. Claro que cuando estuve a tu lado, en el suelo, advertí que a ti no te había hecho ninguna gracia. 

–¿Dónde demonios has estado? Pensábamos que habías salido con el grupo. Algunos juraban haberte visto en el autobús. Cuando nos dimos cuenta de que faltabas, estábamos a medio camino de Bootle. 

–He estado aquí. He estado aquí hasta ahora. ¿No es cierto, jefe? 

–Sí –respondió el operario–. Oye, amigo, ¿cuál es el problema? 

–No soy tu amigo. Soy su padre. 

–Pues pareces demasiado joven para ser su padre. 

–Tiene once años. 

–¿Cómo? 

–Lo que pasa es que es demasiado alto para su edad. 

–Pues no es la altura lo que sorprende, sino la barba. Esa fue la primera mención al Vello Facial Prematuro de mi cara. 

Papá añadió: 

–Liam. Al bus. 

 

 

Todos gritaron y aplaudieron cuando, al fin, me vieron subir. Me senté junto a la ventanilla e intenté mirarme la barba en el reflejo del cristal. Distinguí unos pequeños pelillos de color marrón. 

–¿De dónde habrán salido? –pregunté–. ¿Los habrá hecho salir el exceso de gravedad? 

Papá, de pronto, se puso furioso. 

–Liam… bla, bla, bla… te hemos buscado durante las últimas dos horas… bla, bla. Todos los taxistas del condado han estado buscándote… Informé de tu extraña desaparición de un autobús en marcha…  

–No estaba en el autobús. 

–… de tu extraña desaparición de un autobús en marcha a la policía…  

–¡No! 

–Y luego te encuentro subido en una de las atracciones del parque comiendo patatas fritas, tan contento. ¿Cómo crees que tengo que tomármelo, eh? 

–Podrías alegrarte de encontrarme vivo.  

Me clavó la mirada. 

–Tal vez –dijo–. En alguna esquina remota y noble de mi corazón, tal vez. Pero, por lo demás, no. 

–Lo siento –musité. 

–Un chico tan crecido como tú debería portarse mejor. Así son los padres. Si desapareces, les preocupa que te hayas muerto. Cuando te encuentran, quieren matarte ellos mismos.

El enfado de papá se debía a que, mientras él había estado como loco de preocupación, yo no me había inquietado en absoluto. ¿Por qué? Porque sabía que volvería a buscarme. Ni por un momento se me ocurrió pensar que no vendría. Cuando eres niño, crees que tu padre es capaz de hacer cualquier cosa.

Ahora es diferente. Es poco probable que papá aparezca de repente junto a los mandos de esta nave, a cientos de miles de kilómetros de la superficie terrestre, y que nos lleve de vuelta a Bootle. 

Imagino que eso significa que he dejado de ser un niño.

 

CASI ME MUERO AFEITÁNDOME

 

Desde que sabía que el Vello Facial Prematuro estaba ahí, no podía dejar de pensar en él, aunque apenas podía verlo. Me picaba y me daban ganas de toquetearlo. Y si lo toqueteaba y la gente lo advertía, me gritaban: «¡Licántropo!», y cosas peores. Por eso decidí deshacerme de él.

Ataqué los pelillos marrones con la maquinilla de afeitar de mi padre, la cual, en efecto, se deshizo de ellos. Pero, para mi desgracia, también se deshizo de mucha sangre. 

De la cara empezó a caerme una especie de diluvio sanguinolento. Como no sabía qué medidas tomar, me apreté la barbilla con una toalla, me puse a rezar para no morir y seguí apretándome la barbilla y rezando durante una hora, más o menos. Cuando tuve la impresión de que ya estaba muerto, mamá me llamó para que fuese a cenar. Al bajar, me dijo: 

–¿Qué te ha pasado? Parece que te hayas escaldado la cara. 

–Se ha afeitado –adivinó papá. 

–¿Qué? –exclamó mamá–. ¡Eso es imposible! ¡Todavía es muy niño para afeitarse! ¡Pero que muy niño! 

–Sí. Es demasiado joven para que le crezca barba –afirmó papá, tras lo cual me enseñó a afeitarme de un modo menos arriesgado para mi vida–. Lo malo –me dijo– es que, ahora que ya has empezado, vas a tener que continuar. Los pelos irán endureciéndose a medida que te los afeites. 

Con lo cual ya no tengo pelillos marrones, sino una especie de escobilla como la que se utiliza en el retrete. 

–Liam, debes dejar de crecer a tanta velocidad –dijo mamá–. Aún no estoy lista para quedarme sin mi niño. 

 

 

Mamá le dio tantas vueltas a la cuestión que terminó por llevarme al médico, quien dictaminó que no había por qué preocuparse. Mamá, sin embargo, se preocupó aún más. Solicitó una visita al especialista.

–¿Especialista en qué? 

–Bueno, sabrás algo de esa gente, ¿no? Esa que crece demasiado rápido. Se les cae el pelo durante la adolescencia y después se llenan de arrugas y parecen viejos a pesar de tener tan solo veinte años. 

Era la primera vez que oía hablar de algo así. Debió de advertir mi gesto de terror, porque añadió: 

–Son casos muy infrecuentes. Pero se dan. Lo habrás visto alguna vez en internet, ¿no? 

Sentí un gran alivio cuando el médico dijo: 

–No, lo cierto es que no sé nada de eso, la verdad. Si quiere, puedo enviarlo a un especialista en huesos del hospital infantil. 

 

 

En el hospital me hicieron escáneres y análisis de sangre. Incluso me regalaron una pegatina, por ser tan valiente. Me llevaron a ver al especialista, y después al especialista especial. Ambos dijeron que era normal. Completamente normal. Normalísimo. Anormalmente normal. Pero alto.

–Es solo un niñito –sentenció mamá–. Está creciendo demasiado deprisa. 

–A todos nos pasa lo mismo con nuestros hijos, señora Digby. Lo importante es recordar que sigue siendo un niño a pesar de que parezca mayor. El hecho de que ya no le sirva la ropa de la sección infantil no implica que haya dejado atrás la infancia. Los niños crecen a ritmos diferentes. En especial, a estas edades. Liam: puede ser que, después de las vacaciones de verano, descubras que tus amigos han pegado un estirón y que ya no eres el más alto de la clase. 

–Podría ser, fíjese –opinó mamá–. Su padre fue alto en el colegio. Y mírelo ahora. Está muy por debajo de la media. 

–Un poco por encima, en realidad –replicó papá. 

–En realidad, por debajo. 

–Muy poquito, cierto, pero por encima. 

–Ya hablaremos de esto en otro momento –dijo mamá, que es lo que siempre dice cuando quiere que te calles. 

 

 

El especialista especial tenía parte de razón con lo de los estirones. Tras el verano, casi todos habían crecido.

Yo incluido. 

Cuando mamá quiso marcar mi altura en la tabla de «Mira como crezco» de la cocina, tuvo que subirse a una silla. 

–¡Ah! –exclamó–. ¡Has pegado un estirón! 

–Dieciocho centímetros no es un estirón. ¡Es una mutación! 

En mi primer día en el instituto de secundaria de Waterloo, observé que era el más alto de mi curso. 

Ya no me servía el uniforme que mamá me había comprado a principios de verano, por lo que hizo falta que me fabricaran una chaqueta de talla extra grande. Durante las primeras semanas me dieron un permiso especial para poder vestirme con ropa normal. 

Cuando fuimos a buscar el bono del autobús escolar, la señora de la oficina no se creía que tuviese edad de ir al colegio, así que tuvimos que regresar a casa y buscar mi certificado de nacimiento. A la mañana siguiente, la conductora del autobús tampoco quiso creerse que aquel fuese mi certificado de nacimiento, así que tuve que bajarme y llamar a mamá, que vino y le explicó al conductor del siguiente autobús que yo era extraordinariamente alto para mi edad. 

–No se trata de la altura, guapa –dijo el conductor–. Lo raro es la pelambrera. 

–¿Esto va a repetirse todas las mañanas? –preguntó mamá. 

–Hasta que nos acostumbremos. 

Finalmente, mamá realizó los trámites necesarios para que me hiciesen el pasaporte. Me lo metí en el bolsillo, dispuesto a enseñarlo si alguien volvía a poner en duda mi edad. 

–Así te ahorrarás muchos problemas –indicó papá. 

Hay que ver hasta qué punto podemos equivocarnos. 

 

 

Papá también me dio su viejo teléfono móvil, de manera que si volvía a perderme –como en Tierra Encantada–, me encontraría realizando una llamada. Su teléfono tiene instalado el DraxWorld. Por si no lo sabes, es un programa que indica en qué lugar estás, cómo ir a cualquier lugar desde cualquier otro sitio, y proporciona imágenes por satélite, en directo, de cualquier zona del globo. Puedes ver volcanes en erupción. Maremotos. Incendios forestales. De todo. Papá lo usaba para ver cómo estaba el tráfico en la circunvalación.

Aquel primer día de clase estuve entretenido con DraxWorld durante todo el trayecto del autobús. Estuve viendo parques temáticos y de atracciones. Descubrí Oblivion en Alton Towers, Space Mountain en Eurodisney, Terror en Camelot, Thunder Dolphin en Tokio… y mucho más. Mientras el bus avanzaba por Waterloo Road tecleé «Waterloo». Quería saber si podría obtener una imagen por satélite de mí mismo viajando en el autobús. Pero la pantalla se llenó de miles de opciones. Hay Waterloos por todas partes: Waterloo Station, en Londres; puerto de Waterloo, en Sierra Leona; el Waterloo de Bélgica. Se podría dar la vuelta al mundo saltando de Waterloo en Waterloo. 

Encontré Waterloos con cascadas, Waterloos en la selva, Waterloos en montañas nevadas y Waterloos con playas de arena blanca. Me preguntaba qué diría alguien para explicar en cuál de aquellos Waterloos vivía: «Sí, Waterloo, pero no el de la gran playa, ni el de las infinitas llanuras heladas de Siberia, sino el del paso elevado a tiro de piedra del centro comercial New Strand». 

DraxWorld detalla las direcciones para ir a cualquier parte, así que todo se vuelve bastante sencillo. Si fueras un adulto de verdad y no un niño con pelos en la cara –si fueses papá, por ejemplo–, lo único que tendrías que hacer sería llenar de gasolina el depósito del coche, girar a la izquierda, girar a la derecha, seguir recto y, sin más, llegarías a las playas de arena fina, a las montañas nevadas o a los arrecifes de coral. En serio: los mayores no saben aprovecharse de su condición. 

Al llegar al colegio, la señora Sass (la directora) me vio en la conserjería y dijo: 

–Esto… ¿Tom? 

–Liam. 

–Sí, claro. Soy Lorraine. Ven por aquí. 

Recuerdo que me gustó que se presentase por su nombre y no por su apellido. Qué agradable. La señora Kendall, del Juana de Arco, jamás habría hecho una cosa así. 

«Lorraine» me llevó a la sala de profesores y comenzó a presentármelos a todos. Sin excepción, me dieron la mano y dijeron que era un placer conocerme. ¡Qué cole tan cortés!, pensaba yo. ¿Harían lo mismo con todos los niños nuevos? Debían de consumir un montón de tiempo en aquello. Después, Lorraine me señaló y dijo: 

–Atención, todos. Este es Tom… no, Liam, Liam Middleton, nuestro nuevo director del departamento de humanidades. 

Debí sacarla de su error sin perder un instante, pero alguien me dio una taza de café y una galleta de vainilla y me invitó a sentarme en un sofá comodísimo, con lo cual decidí que se lo diría después de haberme comido la galleta. 

–Esta mañana tenemos reunión de presentación con los alumnos –anunció Lorraine–. Te subiré al estrado y te daré a conocer a todo el colegio. ¿Quieres que diga algo en particular sobre ti… como, por ejemplo, de qué equipo eres o si tienes alguna afición? 

Imagino que era un buen momento para decir: «Lo curioso del caso es que no soy un profesor. Soy un alumno de secundaria». Viéndola tan feliz, se me ocurrió otra cosa. 

–Me gustan los juegos de rol multijugador masivo on line. 

Me miró con desconcierto. 

–Como World of Warcraft –le expliqué–. Ya sabes. Tienes un personaje que tiene habilidades y cumple misiones. 

–Ah –contestó Lorraine–, habilidades. Aquí, en el instituto de Waterloo, tenemos como objetivo desarrollar las habilidades de nuestro alumnado. 

–Pues yo tengo muchas habilidades –afirmé–. Algunas de ellas no son muy útiles en la vida real… como domesticar dragones, por ejemplo. Otras son ilegales. Porque lanzar cuchillos es ilegal, ¿verdad? 

–Me parece que sí. 

–A la directora de mi anterior colegio intenté convencerla de que fundase una asociación de jugadores del World of Warcraft, pero me miró como si estuviese viendo a un idiota. 

Lorraine me miró como si estuviese viendo a un idiota. Luego sonó la campana. 

–Será mejor que vayamos a la reunión. Quizá debas presentarte tú. No te preocupes por lo de tus intereses. 

Así es como acabé en el estrado, justo detrás de la señora Sass, mientras ella le hablaba a todo el colegio. En la primera fila había ocho personas que me conocían porque, como yo, habían estado en el Juana de Arco; entre ellas estaba Florida Kirby, que no dejaba de hacerme gestos. La señora Sass dio la bienvenida a todos, les deseó que hubiesen pasado un buen verano y luego añadió no sé qué sobre un nuevo proceso de matriculación. Después dijo: 

–Ahora me gustaría presentaros a un nuevo miembro de nuestro equipo docente. Va a enseñar humanidades y será tutor de la clase nueve: el señor Middleton…  

Y me señaló con un dedo.  

Me acerqué al micrófono. 

–Gracias, Lorraine… perdón, señora Sass –dije, pero todos comenzaron a murmurar: «Lorraine… se llama Lorraine…», y Lorraine me miró enojada. 

Todos los ojos estaban pendientes de mí. Por un lado pensaba: «Deberías tener en cuenta las consecuencias de tus actos. Así no te pasaría lo que te pasa». Pero por otra parte pensaba: «Esto es estupendo». 

–Buenos días a todos –dije. 

–Buenos días, señor –respondieron. 

¡Señor! 

–¿Alguno de vosotros ha estado en Waterloo, cerca de Liverpool? 

Doce manos se levantaron y se menearon en el aire, como saludando. Al verlas me sentí como el emperador de La guerra de las galaxias. Tomé aire y continué hablando. 

–¿Alguno ha estado en Waterloo, en Bélgica, escenario de la batalla de Waterloo de 1815? –Nadie–. Siberia –agregué–. Siberia es tan grande como Europa. Allí está el lago de agua dulce más grande del mundo. Es tan grande que cuenta con sus propias especies de delfín. El hielo de la superficie es tan grueso que el tren pasa por encima. Pues allí también hay un pueblo que se llama Waterloo. 

¿Alguno de vosotros ha estado en el Waterloo de Siberia? 

Nadie levantó la mano. 

–¿Por qué no? 

Nadie contestaba, pero casi todos se revolvían en sus sillas, como si ir a Siberia formase parte de sus deberes y no lo hubiesen hecho. 

–¿Y en el Waterloo de Sierra Leona? Ni una mano alzada. 

–Sierra Leona tiene selvas exuberantes y una historia fascinante. ¿Nadie? 

Nadie. 

–¿Por qué? 

Todos volvieron a revolverse. 

–¿Por qué todos hemos estado en el Waterloo del paso elevado y el centro comercial y nadie ha ido al Waterloo de la cascada, al de la selva o al del lago helado? Porque estos lugares no están en Narnia, ¿sabéis? No os hace falta tener un armario mágico para viajar a ellos. No están en Azeroth. No es necesario que creéis un personaje y os introduzcáis en el ordenador. Son lugares reales. Podéis ir en autobús. En algunos casos, harán falta muchos autobuses, pero están ahí. Son parte de nuestro mundo. 

–¡Sí! –gritó alguien. 

Me sorprendió comprobar que aquel grito no venía de ningún niño, sino de la señora Sass. Creo que pensó que mi discurso era de naturaleza metafórica. Debió de creer que iba a decir que la educación nos abre la puerta a mundos nuevos o algo así. Pero no fue eso lo que dije. 

–¡Vamos! –grité. Todos creyeron que lo decía en sentido metafórico, así que no se movieron–. Venga. ¿Qué hacéis ahí? Vámonos. Hala. Seguidme. 

No sé de dónde salió esa última palabra, pero salió. Atravesé la sala y me dirigí hacia las puertas del fondo. Hizo falta que pasara un minuto, pero entonces alguien se levantó y me siguió. Y después, otra persona. Y luego, otra más, y otra, y, al fin, todos los demás salieron de la sala y, siguiéndome, marcharon hacia la entrada y se detuvieron en el patio. 

Lucía el sol. Los pájaros cantaban. Caminé hacia la cancela y la empujé. No ocurrió nada. El instituto Waterloo es muy seguro. La cancela se cierra a las nueve de la mañana, y nadie puede entrar o salir si no es con una tarjeta especial. Por eso, al otro lado de la puerta, había un hombre vestido con una cazadora de cuero hablando por un intercomunicador. 

–Soy el nuevo director del departamento de humanidades –estaba diciendo. 

–No comprendo –le respondió la conserje, al otro lado de la línea–. Usted ya está aquí, en la reunión. 

La señora Sass llegaba a la cancela en aquel momento. Observó al verdadero director del departamento de Humanidades e inmediatamente me miró a mí. 

–¿Quién eres tú? –siseó. 

Intenté explicárselo, de verdad que sí. 

–Lo siento mucho, Lorraine. 

–No me llames Lorraine. Soy la señora Sass. 

–Sí, señora Sass. 

–¿Por qué no me dijiste cuál era tu verdadero nombre? 

–Sí que se lo dije. 

–En fin… un chicarrón como tú debería tener más sentido común.

Al llegar a casa, mamá me dijo:

–¿Qué tal ha ido el primer día en el cole para mayores, eh? 

–Bien –respondí. 

–¿Eso es todo lo que vas a decir? ¿«Bien»? 

–No. 

–¿Qué más? 

–Me muero de hambre. 

A veces, es mejor no dar demasiados detalles.