Cubierta

 

 

 

OTOÑO ALEMÁN

 

 

Liliana Villanueva

 

 

 

Blatt & Ríos

Liliana Villanueva nació en Buenos Aires; entre 1986 y 1996 vivió en Alemania y más tarde cuatro años en Moscú, donde fue corresponsal de prensa. Egresada de la UBA, trabajó como arquitecta en el estudio Brandt & Böttcher de Berlín y fue docente en la Universidad de Darmstadt, donde se doctoró en arquitectura en 2008.

Publicó Las clases de Hebe Uhart (Blatt & Ríos 2015), Sombras rusas (Blatt & Ríos 2017), Lloverá siempre. Las vidas de María Esther Gilio (Criatura, 2018) y Maestros de la escritura (Godot, 2018).

Por sus crónicas de viajes recibió los premios Mikel Essery (País Vasco, 2012) y en dos ocasiones el Premio Osvaldo Soriano (La Plata, 2013 y 2016). Las clases de Hebe Uhart recibió el Premio del Lector de la Fundación el libro de Buenos Aires en 2015 y Lloverá siempre, el Premio Casa de las Américas de Cuba en 2017. Actualmente vive entre Buenos Aires y Berlín.

Poco importa saber orientarse en una ciudad; pero perderse en una ciudad como quien se pierde en el bosque requiere aprendizaje.

 

WALTER BENJAMIN

PRIMERA PARTE
OTOÑO ALEMÁN

Otoño en Berlín

Cada vez que pienso en Berlín pienso en otoño. Puedo imaginarla en invierno pero me cuesta pensarla en verano, en primavera. El calor me parece ajeno a Berlín y no me siento en mi piel cuando tengo que desprenderme de la ropa abrigada, los ojos expuestos a la luz, los anteojos de sol también ajenos, la piel blanca bajo un sol que no parece hecho para una gran ciudad y sus rigores continentales, tan lejos de un mar que actuaría como intermediario entre las estaciones. Hasta el frío húmedo y extremo de Berlín, los días helados de techos y veredas nevadas parecen una postal impuesta a una ciudad de otoños cálidos, frescos, tan disfrutables después de los meses agobiantes de junio a agosto, de calores extremos si es que no tocó un verano lluvioso. Si por alguna razón llego a Berlín en otra estación que no sea el otoño me siento extraña, en un jet lag permanente, equivocada de lugar y de tiempo, una eterna desubicada dentro de mi propio cuerpo.

Sobre todo en los días cálidos y soleados de principios de octubre, frescos de a ratos, cuando las hojas brillan aún en los árboles, los tonos ocres, amarillos, rojos, marrones, toda una paleta de naranjas y bermellones, cuando los árboles compiten con las veredas en cantidad de hojas secas, sobre todo en esos días suaves, el otoño berlinés me conecta con un tiempo antiguo, anterior a las modas y a los edificios, a una época a escala de las calles y fachadas anteriores a la guerra, a la ciudad dividida, al clima que se cuela y toca diferente a uno y a otro lado del Muro. Son momentos, ciertas horas de la mañana cuando en las veredas hay poca gente, la visión del sol que ilumina una calle, desaparecen los colores y me vuelvo ciega, una perspectiva sin tiempo que se abre al paso, un instante en un café, el olvido de mí misma por un rato, volver a casa caminando por un puente sobre el Landwehrkanal, la madrugada después de una fiesta trasnochada. Y el olor de una escalera de madera muy transitada, tomar con las manos una cazuela grande de sopa en el café que más me gusta de Charlottenburg, el Zwiebelfisch en el Savigny Platz, una mujer sin edad pintada como una puerta, una travesti en minifalda haciendo chistes con el mozo, jugando con su chal de plumas, un día en el mercado de turcos cuando de repente llueve sobre los toldos y los patos del canal hacen escándalo, una mujer turca cargada con bolsas de compras, el sendero de barro. Esperar el tren una tarde fría en el andén lleno del Zoologischer Garten, las caras cansadas de los que salen del trabajo, una pareja muy mayor vestida elegante como para un concierto de gala y el tren que sale de la estación, el reflejo del sol en los edificios, tonos de lila bajo un cielo que se enciende de naranjas.

Herbst se dice otoño en alemán y en la palabra se siente la humedad de la escarcha, se escucha, las pequeñas gotas que se forman en una mañana fresca sobre la superficie aterciopelada de una hoja. La traducción del adjetivo herb es áspero, ácido, agrio o seco (para el vino), pero no puedo dejar de asociar la palabra con algo suave, una superficie acariciable, de consistencia textil, más terciopelo que piel, el vello intocado de una flor de loto. Herbst, la hache se pronuncia como una jota suave que alarga la primera sílaba, la be queda suelta en el aire como la hoja que cae desde el árbol para terminar en el piso con el golpe seco en un st final.

Pero el otoño no está sólo en las calles, también se mete en las casas, sobre todo por las mañanas, con su aire frío y rosado que incita a pensar, una cortina de aire y luz que cuelga de las ventanas y al despertar me ubica en un lugar y en una época del año, me invita a prender una vela para acompañar el primer café de la mañana y pienso en uvas, en peras de piel rosada, en ciruelas de fin del verano, licores de frutas, árboles que se desnudan de hojas para dejar pasar la luz amable, tenue, de buenos modales del otoño, que entra en las casas como pidiendo disculpas.

Es otoño en Berlín y estoy sentada a la mesa de la cocina de la casa de mi amiga en Kreuzberg, mi amiga-puerto, donde ahora escribo estas ideas algo confusas, recuerdos sueltos. El fresno del otro lado del balcón todavía tiene todas sus hojas amarillas, una brisa suave mueve las ramas finas y amenaza con pelarlo. Me levanto y busco el diccionario etimológico en la biblioteca. En el sur y el sudeste de Alemania la palabra Herbst se asocia a la cosecha de uvas y de hortalizas, no dice nada de suave ni de terciopelo ni de flores de loto, mis teorías no tienen base alguna. Otoño, Herbst, también me hace pensar en un inicio, un comienzo. Como en el resto de Alemania, en Berlín todo empieza en otoño: las clases de la escuela y de la facultad, el trabajo después de las vacaciones de verano, la ciudad retoma la actividad en otoño, como en el Cono Sur en marzo. Seguramente asocio el otoño a Berlín porque fue en esa estación cuando me mudé, en ese año tan vivido, tan intenso. Muy pocas veces tuve tanto tiempo para conocer una ciudad, caminarla y hacerla un poco mía como en esos tres o cuatro meses desde octubre de 1989 hasta el principio de febrero de 1990. Mercados de pulgas, demorados desayunos con amigas (en esta misma cocina donde ahora escribo), encuentros en cafés, reuniones en redacciones de revistas, festivales de cine, museos, exposiciones y fiestas, muchas fiestas. Pero sobre todo largas caminatas sola o acompañada, mis piernas que me llevaban kilómetros, muchas horas armada con mi cámara de fotos y un cuaderno de notas. En esos primeros meses sólo me imaginaba un futuro de arquitecta, no sabía, no podía saber, que estaba practicando un ejercicio que muchos años más tarde se convertiría en un hábito y en una profesión, la de cronista y viajera.

Vivir el lento día a día de una ciudad, palpar sus ritmos y tomarle el pulso a sus calles y a su gente es un privilegio. Cuando me mudé a Berlín la vieja capital era todavía una isla occidental rodeada por un muro, una Frontstadt, la ciudad en el frente, en el límite entre los dos sistemas de la Guerra Fría y a la que se llegaba por tierra a través de rutas controladas y vigiladas por soldados de frontera de la RDA. La variante aérea era tan cara que no entraba en mis planes. Un poco más allá, hacia el Este, se acababa Europa y empezaba el mundo hermético y cerrado del Bloque del Este, que también era Europa pero en otros tiempos, como perdida en el tiempo. Es difícil imaginar ahora, treinta años más tarde, que millones de personas estaban imposibilitadas de viajar libremente. Los berlineses occidentales, habitantes de esa isla rodeada por un país comunista, conocían las limitaciones en la práctica cotidiana. La vida en Berlín Occidental seguía a pesar de todo, olvidada a veces de la circunstancia de insularidad, pero bastaba con que, debido a las malas condiciones de las vías, el subte aminorara la velocidad al pasar por las estaciones fantasma amuradas y cerradas al público bajo la zona ocupada en el Este para que los berlineses volvieran a tener conciencia de su estado de excepción.

Me mudé a Berlín en octubre de 1989 después de vivir dos años con mi pareja en Hamburgo. A principios de ese año Jan había terminado los estudios de abogacía y trabajaba como periodista en Hamburgo. Vivíamos a seis horas de distancia en tren o en ómnibus, seis o más horas según lo que duraran los controles en la frontera o el estado de las vías. Las demoras eran moneda cotidiana, a veces un viaje podía durar más de diez horas cuando en una obra cercana a las vías encontraban bombas sin detonar de la Segunda Guerra Mundial. Yo solía tomar el ómnibus de los jubilados de Hamburgo que aprovechaban el cambio favorable de divisas para comprar alcohol y cigarrillos baratos en los negocios Intershop de la ruta.

Era claro que mi estadía en Berlín no sería sólo de paso. Había conseguido un buen puesto en un estudio conocido y pensaba quedarme durante algunos años. Jan soñaba con recibir el puesto de corresponsal en Buenos Aires y yo trataba de no pensar demasiado en el futuro, aunque, como los países comunistas, con veintipico yo vivía armando y desarmando planes quinquenales. Pronto, muy pronto, estaba por empezar mi vida de arquitecta. Por primera vez sentía, con una intensidad nueva, que mi vida estaba en mis manos.

a Sigbrit Opheim

mi amiga-puerto en Berlín

Pasajeros de ruta

Recién cuando subí al auto y Jan corrió mi asiento hacia delante sin dejarme casi espacio para que Angela se sentara cómodamente en el asiento de atrás, me di cuenta de lo avanzado que estaba su embarazo. No sé a quién se le ocurrió pasar el último día del viaje en Karl-Marx-Stadt, la actual Chemnitz –la ch inicial se pronuncia como una k, Kémnitz–, una ciudad gris donde no encontramos ni una librería, ni un café, ni un restaurante abiertos para invitar a almorzar a Frank y Angela y de paso gastar nuestros últimos marcos orientales. Lo único que encontramos fueron calles y plazas vacías, en cada esquina estatuas y bustos de Marx o bustos solos, sin cabeza, que no eran un adelanto de lo que pronto vendría en el país comunista sino arte, esculturas de hierro fundido sin aparente motivación política, un trozo de metal con forma de tronco y lolas sin identidad específica que aprovechamos para sacarnos fotos divertidas antes de emprender el camino de vuelta a Berlín.

Cuando nos despedimos de Frank y Angela todavía teníamos medio día libre, toda una tarde sin otra obligación que la de llegar a tiempo antes de que se acabaran nuestras visas. Decidimos pasar por Leipzig, la antigua capital de los libros, de las editoriales e imprentas, culta, bella y majestuosa hasta en sus ruinas comunistas. Por primera vez en el Este me habría gustado quedarme más tiempo, extender la visa, pasar una semana entera en Leipzig y pasear por las arcadas de la vieja municipalidad, tomar un café o un helado en la plaza principal, disfrutar de una ciudad con historia sin compromisos y donde nadie nos estuviera vigilando.

En Leipzig se respiraba otro aire, hasta había cafés para elegir y muchos estudiantes. Entramos a la universidad, a las librerías, nos detuvimos en un café, tomamos sol en la plaza. Era un día espléndido de verano, caminé tanto que una de las hebillas de mis sandalias se rompió. No me importó caminar un trecho descalza buscando un zapatero que no encontré, Jan pensó en comprarme sandalias nuevas y así gastar el resto de los marcos que nos quedaban, pero no encontramos ni una zapatería en el centro. Hasta que en la entrada de lo que parecía ser una ferretería vimos que colgaban unas sandalias chatas, con tiras de símil cuero de color marrón de extrema sencillez, utilitarias. Jan las descolgó del gancho, me las probé ahí mismo en la vereda y aunque eran poco aptas para largas caminatas decidí comprarlas. Ya calzada con mis nuevas sandalias socialistas fuimos a la terraza de un bar a tomar una cerveza. Jan tenía hambre, pero pensamos que mejor sería comer algo rápido en el auto para no llegar demasiado tarde a Berlín.

Las autopistas en la RDA eran de asfalto de mala calidad, en gran parte hechas con placas de cemento prefabricadas con juntas de un material flexible que se resecaba y se estropeaba con el cambio de clima hasta desprenderse con el paso de los autos y el peso de los camiones arrastrando pedazos enteros de hormigonado asfáltico. Caer en uno de esos pozos era peligroso, Jan conducía muy atento, cada junta entre las placas producía un ruido de tren en marcha, de vez en cuando un bache hacía temblar el VW de manera sospechosa y nos dejaba mudos, como si a último momento algo o alguien intentara boicotear el fin del viaje. No podíamos permitirnos un accidente que demoraría la vuelta a casa y nos metería en un grave problema burocrático.

En una parada en la ruta se nos acercaron dos muchachos muy jóvenes cargados con mochilas. Eran alemanes, venían de sus vacaciones en Hungría. Nos preguntaron si los podíamos acercar a Berlín.

—Sí, claro. También vamos a Berlín –dijo Jan.

Se sentaron con sus mochilas en el asiento de atrás, a los pocos minutos estábamos hablando como si nos conociéramos de siempre. Eran muy bellos, sobre todo el mayor, delgado, de pómulos altos, ojos marrones y pelo marrón con un corte ultra moderno, las patillas rapadas en formas geométricas, el resto algo más largo le caía a un costado en un flequillo asimétrico. Tenía un toque eslavo o de berlinés antiguo, como un actor de los años veinte o un Nijinski del ballet ruso de Diaguilev. Nos contaron que tenían 21 y 19 años, apenas unos menos que nosotros, pero por alguna razón nos hicieron sentir más viejos. El menor estaba todavía en la escuela, el mayor ya había terminado pero no estudiaba, le gustaba la fotografía. Y más le habría gustado seguir viajando. Nos preguntaron si el auto era nuestro, les parecía raro que siendo nosotros tan jóvenes tuviéramos auto propio. Jan les dijo que el VW era de su madre, que nos lo había prestado para visitar a unos amigos en Wismar y en Lössnitz.

—Ah, ahora entiendo –dijo el mayor.

—Mi sueldo no alcanza para mantener un auto –dijo Jan–. Además, no sería bueno para el medioambiente que todos anduvieran en auto.

Los hermanos se miraron divertidos.

—A mí me gustaría tener un auto para poder viajar. Y el medioambiente ya está bastante estropeado –dijo el mayor, sonriendo.

Era extraño que dos chicos tan jóvenes y que viajaban con mochilas no tuvieran un “corazón verde”, como se dice en alemán para referirse a las personas conscientes del medioambiente.

—Bueno, tampoco tenemos carnet de conducir –dijo el mayor–. Me llamo Friedhelm. ¿Y ustedes?

Nos presentamos. Hablamos de lugares y de viajes. De vez en cuando, como era su costumbre, Jan me preguntaba algo en español, cuestiones mínimas. ¿Había traído el canasto con los hongos secos que pidió Luise? ¿Y los tarros de conservas que nos dio Rosi para las hermanas de Jan? Yo le contestaba en alemán para no ser desconsiderada con nuestros pasajeros. Conocían bastantes países de Europa del Este. De chicos habían viajado a Polonia y a Checoslovaquia con sus padres, ambos pastores evangélicos. No conocían Bulgaria. Quizás el próximo verano.

Jan contó que su padre era político. Los muchachos se miraron y se pusieron un poco tensos. El auto volvía a hacer ruidos y Jan se puso serio. Me dijo, en alemán:

—Quizás habría sido mejor viajar con el Mercedes de mi padre.

—¿Tus padres tienen dos autos? ¿Un Mercedes? –preguntó Friedhelm, asombrado.

—Sí, claro –dijo Jan con naturalidad–. Mis padres viven en el campo. Es difícil sin auto. ¿Cómo haría mi madre para ir a comprar sus cigarrillos? El pueblo más cercano está a diez kilómetros de distancia.

Nos quedamos un rato callados. Estaba cayendo la tarde y la cerveza que habíamos tomado en Leipzig empezaba a surtir efecto. Cuando llegamos a la conexión con la autopista circular que rodea Berlín por el sur, Jan les preguntó a nuestros pasajeros, que habían estado un buen rato en silencio:

—¿A qué parte de Berlín van? Nosotros vamos a Charlottenburg. Pero los podemos alcanzar a donde quieran.

Se miraron entre sí una vez más, ahora con la boca abierta, y empezaron a reírse nerviosos.

—¿Ustedes no son orientales? –preguntó Friedhelm.

—Yo soy del norte de Alemania y vivo en Hamburgo –explicó Jan–. Mi novia es argentina y se está por mudar a Berlín.

—¿A qué Berlín? –preguntó el más joven.

—Occidental, por supuesto.

Nos quedamos los cuatro callados. Empezábamos a entender. La confusión surgió porque en la RDA nunca decían Ost-Berlin (Berlín Este) sino simplemente Berlín, la capital de la República Democrática. Fue Friedhelm el que habló primero.

—Pensamos que eran del Este. Por las sandalias.

Estaban hablando de mis sandalias comunistas. Subí los pies a la altura del tablero para que las vieran mejor.

—¿Estas? ¡Fue una compra de emergencia!

Nuestros pasajeros parecían tan abiertos comparados con la gente en ocasiones hermética que habíamos encontrado en esa semana en el Este, se comportaban de una manera tan naturalmente cosmopolita que no se nos pasó por la cabeza que pudieran ser orientales.

Nos quedamos algunos minutos callados pensando en cómo resolver el equívoco, para ellos era peligroso viajar en un auto occidental, estar en contacto con occidentales sin un permiso especial. Jan y yo no teníamos muy en claro si podíamos llegar a tener inconvenientes en el control de frontera por estar con ellos.

—¿Cómo hacemos? –les preguntó Jan–. ¿Dónde podemos dejarlos sin que tengan problemas?

—En cualquier lugar de la ruta –dijo Friedhelm.

Antes de bajar anotó rápidamente su dirección en un papelito. No tenía teléfono en su piso, anotó el de sus padres.

—¡Vengan a visitarnos! –nos dijo Friedhelm–. ¡Nuestra casa en Berlín es vuestra casa!

Los dejamos a un costado de la autopista. Seguimos viaje un poco tristes en la dirección del sol poniente sin hablar, mientras en el espejo retrovisor nuestros nuevos amigos se convertían en dos pequeños puntos en la ruta.

El viaje al Este

No era el primer viaje que Jan y yo hacíamos juntos al Este. En verano o en las vacaciones de otoño en vez de ir a la playa a buscar el sol en el sur de Europa o descansar del alemán en el suave mar idiomático de España viajábamos una o dos veces al año hacia el Este. Cruzar la cortina de hierro sólo era posible con la visa de siete días emitida por el Consulado de la República Democrática Alemana1 en Hamburgo que Jan tramitaba con una anticipación de uno o dos meses. A él no le molestaba la interminable cantidad de trámites de la para mí incomprensible burocracia comunista que nos obligaba a rellenar formularios ya amarilleados desde la imprenta por la mala calidad del papel, comprar estampillas con la cara de Karl Marx y responder a tan variados como inútiles interrogatorios. Ese verano de 1989 viajamos a Wismar, en el Mar del Este, y a Lössnitz, un pueblito del sur de Sajonia. Atravesamos el país comunista de norte a sur en el ajetreado Volkswagen rojo que nos prestó Luise, la mamá de Jan, el baúl lleno de regalos para los amigos, el tablero con quemaduras de cigarrillo alrededor del cenicero debido a la pésima puntería de Luise, fumadora compulsiva y corta de vista.

Aunque manejaba desde muy joven era un milagro que no le hubieran sacado el registro, algo que sólo podía explicarse por el hecho de que vivía en el campo en el norte de Alemania donde los controles eran inexistentes o no muy estrictos. Luise era tan despistada que una vez se olvidó el auto en Finlandia. Sus anteojos de vidrios gruesos como culos de botella que le achicaban todavía más sus ojos verde amarillos no le servían para distancias largas. No respetaba demasiado los carteles ni señales de tránsito y más de una vez se metió en contramano. Cuando un policía la paró ella bajó ofendida la ventanilla y argumentó que no se podía hacer todo a la vez: manejar, fumar y encima tener que prestar atención a todos esos carteles que crecen a los costados de las rutas alemanas como hongos en el bosque.

Luise era originaria de Wismar, la ciudad portuaria de la antigua Alianza de ciudades de Hansa sobre el Mar del Este que en la división territorial de los Aliados después de la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial había quedado del lado soviético. A fines de la década del cuarenta la frontera en zonas de campo abierto era todavía permeable. Luise escapó a Occidente para casarse con Uwe, el padre de Jan, pero sus padres tuvieron que quedarse en la ciudad ocupada. Siendo joven, Luise cruzó muchas veces la frontera en medio del campo camuflada en la oscuridad de la noche para llevar medicamentos a su madre, enferma de diabetes. Hasta que en 1961 el Muro de Berlín y el cerramiento de los cientos de kilómetros de frontera entre las dos Alemanias acabaron con las visitas clandestinas. A mitad de la década del sesenta la madre de Luise murió de diabetes –lo que en alemán llaman Zuckerkrankheit, o enfermedad del azúcar– a falta de medicamentos. Luise nunca perdonó a los comunistas que su madre muriera tan joven por una enfermedad fácilmente medicable. Ella misma sufría de diabetes, compraba cajas de bombones sin azúcar que dejaba mordidos por la mitad y cada vez que se inyectaba en la pierna se entristecía recordando a su madre.

Todas las propiedades de la familia fueron confiscadas, pero Luise conservó siempre la esperanza de recuperarlas. A pesar de que en el Este ya no quedaba prácticamente nadie de su familia, Luise mantuvo el contacto con los vecinos que cuidaron de sus casas. Aunque en el país comunista el único propietario de los inmuebles era el omnipotente Estado, la historia era demasiado reciente y muchos conservaron las relaciones de propiedad y pertenencia, tanto si vivían a uno u otro lado del Muro. La permanencia y necesaria manutención de las casas, el contacto con los vecinos –una relación que derivó con el tiempo en una verdadera amistad Este-Oeste– y algún que otro trámite necesario se convirtieron en el argumento ideal para los viajes al Este, una práctica que era tradición en la familia de Jan y que lo marcó desde chico. Jan me contó que con cinco o siete años asumía con total naturalidad tener amigos de juegos a uno y a otro lado del Muro. Cuando lo conocí la tradición de viajar al Este seguía viva en él: nunca faltaba a la cita, no dejaba pasar más de medio año sin viajar, solo o con su madre, a la RDA. Gracias a él pude conocer ese mundo negado al turista y también cerrado para los alemanes occidentales que no tenían raíces ni parientes en el Este. Las visitas a las casas, ya estuvieran expropiadas, vacías, pésimamente mantenidas o habitadas por extraños eran para Luise los momentos más emocionantes del viaje; la antigua casa gótica de su infancia en Wismar con la fachada de ladrillo rojo a la vista y el Giebel, o alto frontón de bordes escalonados, el parquet de la gran sala hecho con troncos de roble de Polonia cortados en horizontal, las esculturas de la escalera, los muebles de pesados ornamentos barrocos y los objetos aún conservados la llevaban a otra época, feliz, agitada, intensa, expropiada pero no del todo perdida. En Lössnitz, en el sur de Alemania a pocos kilómetros de la frontera con Checoslovaquia, Luise había heredado una casa de cuatrocientos años, un gran terreno con una dacha y cientos de jardines.

Cuando lo conocí en 1985 el viaje al Este era para Jan una visita obligada. Además de tener amigos en la RDA era padrino de una nena, compraba regalos, enviaba paquetes por correo varias veces al año (especialmente en navidad y en los cumpleaños) y mantenía una fluida correspondencia. Para los amigos de Wismar contrabandeaba entre sus cosas revistas políticas como el ansiado Der Spiegel, a su amigo de Lössnitz le llevaba discos y pósters de Frank Zappa, que Frank idolatraba. También cuando estuvo en Buenos Aires le llegaron sobres, postales y tarjetas de navidad -una navidad comunista- con estampillas con la cara de Marx y Walter Ulbricht, selladas con tinta roja, el compás y el martillo. A pesar del estricto control de la Policía Secreta y del relativo aislamiento de la RDA, de las complicaciones de visas y divisas, todavía era posible mantener contactos personales con gente del Este.

En la frontera nos retenían durante algunas horas. Jan asumía los interrogatorios con naturalidad y paciencia, más allá de las distintas realidades e ideologías tenía una fuerte confianza en sí mismo y en la naturaleza humana, además de un enorme interés por el otro y sobre todo por lo que opinaba la gente del Este, en el caso de que alguien se arriesgara a opinar sobre política. Entraba en conversación con los soldados de frontera, hacía chistes con mucho conocimiento de la mentalidad oriental y era simpático de una manera tan sutil y natural que no había forma de que cayera mal, por más que los uniformados se propusieran ver en él al enemigo capitalista. Posiblemente el hecho de que su padre fuera un político miembro del Bundestag hacía su presencia todavía más interesante para los espías de la Stasi2. Al contrario, a mí no sabían muy bien cómo caratularme, para mi alivio los interrogatorios eran cortos y de rigor. En los viajes que hicimos juntos a Alemania del Este desde 1986 hasta el mismo verano de 1989 no nos encontramos ni una vez con otros occidentales y los pocos extranjeros pertenecían a países del Bloque del Este.

A principios del caluroso julio de 1989 viajamos desde Hamburgo rumbo a Wismar con el VW de Luise lleno de regalos, kilos y kilos de frutas, sobre todo bananas y ananás –un producto de lujo–, cajas de mazapán bañado en chocolate de Lübeck, ropa, juguetes y dulces para la ahijada de Jan, Nutella, cerveza occidental, jabones aromáticos, shampoo y cremas para Angela –la mujer de Frank–, revistas Der Spiegel y bombones para Fried y Rosi en Wismar. Lo peor que podía suceder en la frontera era que encontraran las revistas y las confiscaran. En 1989 no era necesario llevar vaqueros y camperas de jean de regalo como en otros tiempos: aunque no fueran de marca, ya se producían en la RDA. Una lata de cerveza occidental o una bolsa de plástico con el logo de alguna marca conocida podía convertirse en objeto de culto a ser exhibido en la pared del living. Aunque en el Este no faltaba nada –es posible vivir sin ananás, sin Der Spiegel y sin Nutella– desde hacía tiempo existían en la RDA productos que reemplazaban en mayor o menor medida los prototipos occidentales. Sin embargo, abrir un Westpakete (paquete occidental) seguía proporcionando alegría y no dejaba de ser para mucha gente una suerte de ceremonia, como me contó Angela: “Abrir un Westpakete es sentir el olor del mundo”.

A nosotros, en cambio, nos interesaban los Produkti, como se llaman en ruso los productos cotidianos o bienes manufacturados en el Este, un interés tempranamente hipster más cercano a la melancolía hacia la desfalleciente industria comunista. Por ley estábamos obligados a gastar todos los marcos orientales que habíamos cambiado en la frontera –estaba terminantemente prohibido llevar marcos del Este a Alemania Federal– y con algo de mala consciencia comprábamos libros (clásicos de Dostoievski, Stefan Zweig, Egon Kirsch, entre otros) que están por ahí en mi biblioteca, diccionarios (de español, ruso, italiano), cuadernos en todos los formatos, carpetas, blocks de dibujo de papel grueso reciclado, todo a precios irrisorios. Daba placer entrar a una librería, a una papelería de ese país sin publicidad ni embustes de mercado, con precios claros y accesibles, y llenar el cesto de compras con los objetos que una cajera metía en una bolsa de papel impresa con motivos que hacían recordar la estética de la vanguardia rusa. Nos privábamos de comprar comestibles en las tiendas Konsum porque sabíamos que la comida, aunque muy barata, no abundaba. En el Este la gente tenía mucho más dinero que bienes de consumo a su disposición.

En cada viaje nos sobraban marcos orientales: todo era muy barato y nuestros amigos nos invitaban permanentemente. Todavía hoy conservo sin usar esos cuadernos de hojas lisas, las libretas de doscientas páginas con tapas rojas, las carpetas de cartón que aún desprenden un olor a pegamento y a madera reciclada, a bosque y a fábrica en declive que me recuerda a los últimos meses de la RDA. Ahora mismo escribo a mano un primer borrador de este libro en uno de esos cuadernos de hojas lisas y amarilleadas que sólo en el formato, DIN A4, se emparentan con la industria occidental. En la contratapa leo el precio: 0,30 marcos orientales. Al costado hay un código de producción y un sello manual de tinta azul algo torcido que dice: Wernsdorf 1981.

 

* * *

 

Rosi es hermosa a su manera y aunque no le falta coquetería es de una belleza que no se exhibe, ni siquiera tiene tiempo para peinar su largo pelo rubio que ata en un rodete poco consistente de hebillas que se le caen por toda la casa, ni se le ocurre vestir su enorme cuerpo con otra cosa que no sea ropa de matrona soviética. Rosi es amplia como una calesita, no deja de moverse, de hablar, de planear lo que va a hacer y lo que vamos a hacer en esos días en los que nos quedamos en su casa de Wismar, atiende la conversación, le interesa lo que cuenta Jan, responde a sus preguntas mientras nos sirve té y torta de manzanas que acaba de hornear, se ríe de los chistes comunistas que cuenta Fried, su marido, va a abrir la puerta aunque no hayamos oído sonar el timbre y atiende a la vecina que viene a traerle un canasto con frascos de mermeladas caseras y hongos en escabeche a cambio de sus consejos de médica. Para no perderse la conversación vuelve con un ganso crudo en las manos y lo prepara sobre una fuente que saca de una estantería vidriada, se sienta en el sillón y cuenta historias del hospital donde trabaja como jefa de pediatría, deja el ganso en una mesita y abraza a una de sus hijas preadolescentes, la levanta en el aire y la sienta sobre las piernas de Jan que se pone rojo de incomodidad o de vergüenza y vuelve a la cocina con el ganso ya adobado para meterlo en el horno y tenerlo listo para el almuerzo. Si alguien hubiera dicho en ese momento que en menos de un año Rosi se convertiría –como realmente se convirtió– en la primera alcalde de Wismar por el partido socialdemócrata en las primeras elecciones libres de la RDA, cualquiera hubiese dicho: ¿Elecciones libres? Imposible. ¿Reunificación? Más que improbable. ¿Rosi, alcalde de Wismar? Sí, eso sí. Claro que sí. Rosi, hija de un pastor protestante, posiblemente vigilada de cerca por la Stasi debido a su libertad y su manera desenfrenada de decir lo que pensaba era un remolino de personalidad y energía que en la Alemania reunificada fue votada una y otra vez (en 2002 logró el 79,1% de los votos). Fue alcalde de Wismar durante veinte años.

Pero cualquier especulación de ese tipo habría sonado falsa o propia de una película de ficción política en ese julio de 1989 mientras Fried nos servía una copita de coñac y contaba chistes y una interminable cantidad de historias sobre la fábrica de reciclaje de materiales donde era director, nos hablaba de la endémica falta de materiales industriales y de la manera alternativa, desesperante o creativa de reemplazarlos. Rosi, Fried y sus dos hijas vivían en una confortable casa de dos pisos con jardín algo venida abajo pero en buenas condiciones. Aunque no existían grandes lujos, a Fried y a Rosi no les faltaba nada, eran muy respetados por sus camaradas y vecinos y estoy segura de que eran felices.

Otra vecina trae verdura fresca de su huerta para Rosi, que se puso un pañuelo en la cabeza como una campesina soviética de póster. Oliendo la verdura fresca, Rosi dice con tono de placer:

—¡Verde!

Entonces Fried sirve más coñac en nuestras copas y nos cuenta:

—Desde hace un tiempo, a la entrada de cada verdulería de nuestra RDA han estacionado a un policía.

Habla de la Volkspolizei, o “policía del pueblo”.

Jan le pregunta sobresaltado:

—¿Cómo? ¿La gente roba la verdura?

Y Fried, con una leve sonrisa dibujada en su cara:

—No, nada de eso. Están ahí parados para que el pueblo por fin pueda ver algo verde.

La policía del Este usaba uniformes de color verde.

Rosi se ríe a carcajadas, su cuerpo amenaza con caerse del sillón y aterrizar sobre el parquet antiguo algo hundido, con una mano sostiene la copa y con la otra se arregla el pañuelo de la cabeza, el coñac se cae al piso y Fried se levanta de un salto, le llena la copa a su mujer y de paso también llena nuestras copas. Con la desaparición de los países del Bloque de Este también se perdió para siempre ese humor lleno de ironía.

Inexplicablemente Rosi nos había visitado en Hamburgo en un par de ocasiones a pesar de ser hija de un pastor en un país comunista donde la iglesia, si bien era tolerada, no estaba bien vista. Fried y las hijas se habían quedado en Wismar como rehenes del sistema. Los ciudadanos de la RDA debían esperar hasta la edad de la jubilación para viajar a Occidente, aunque existían motivos especiales para presentar un pedido de viaje: un casamiento o el entierro de un familiar cercano. En esos años yo tenía fundadas sospechas de que Rosi había alimentado el plan de ennoviar a su hija menor con Jan, con el fin de que pudiera emigrar a la RFA y ella tener así un pie del otro lado. Mi aparición en la vida de Jan en 1986 no la amilanó en absoluto. Sus chistes subidos de tono recién aflojaron un poco cuando unos años más tarde nos casamos. La RDA ya no existía y a la fiesta vinieron Rosi y Fried. Cuando Fried, obligado por la tradición, me sacó a bailar, ahí estaba Rosi con sus enormes caderas, empujándome celosa, clavándome los tacos de sus fatigados zapatos. Y sin embargo, era imposible no quererla. A Rosi había que aceptarla como era. Me dio mucho placer acompañarla por Wismar para repartir folletos de su campaña por la SPD y estar presente en los mitines y en los alborotados almuerzos políticos.

Rosi intentó convencerme de que inventara una tradición para Wismar. Ella había viajado por Alemania Occidental y se preguntaba cómo podía atraer turistas e inversores a su ciudad.

—En Lübeck tienen el mazapán –me dijo–, en Colonia el carnaval, Bremen tiene a sus músicos (los Stadtmusikanten). ¡Pero en Wismar no tenemos nada! –Y en tono conspirativo se me acercó a la oreja y me dijo–: Lili, vos que sos tan creativa, ¡me vas a ayudar a inventar una leyenda milenaria para nuestra ciudad!

Inventar una leyenda milenaria para una ciudad ex comunista, esa era Rosi. Debo confesar que por algún tiempo anduve jugando con la idea. Creo que hasta le hablé a Rosi de hacer algo con las cabezas de los suecos. En 1674 los suecos, acuciados por Francia para conseguir apoyo en su guerra contra Holanda y atacar Ámsterdam desde el este, invadieron desde la Pomerania sueca la región de Brandenburg (aliada con Holanda) en lo que se llamó el Schwedeneinfall, o “invasión sueca” (aunque también puede traducirse como “ocurrencia sueca”). Siguieron cinco años de guerra y ocupación hasta que los suecos volvieron a Escandinavia. Los barcos suecos contaban con enormes cabezas vikingas talladas en madera que tradicionalmente se ubicaban en la popa con el fin de amedrentar al enemigo. Muchas de esas cabezas terminaron en Wismar como botín de la guerra y pasaron a decorar las fachadas más bellas de la ciudad. En la plaza principal son todavía hoy el símbolo más representativo de Wismar. Le propuse a Rosi hacer algo con eso, pero no llegué a convencerla. Quería una leyenda milenaria y no de sólo trescientos años. Cuando volví a Berlín me olvidé del tema. Ahora, después de tanto tiempo, se ven cabezas de suecos por toda la ciudad.

Rosi nunca perdió su frescura. Todavía recuerdo cuando en la campaña para su candidatura entró a un supermercado, sacó un peine de una góndola y peinó su cabellera rubia frente al espejo de los lápiz de labios ante las miradas escandalizadas de las vendedoras. Se movía por Wismar como si fuera su casa y la gente la amaba por eso.

 

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Lössnitz era otro mundo. Nos quedábamos en casa de Frank y Angela o en la dacha, una cabañita sobre los jardines con huertas en la ladera de la montaña. Angela tenía la costumbre muy poco alemana y que sólo conocí en Rusia de mantener cerradas las puertas y ventanas de la casa tanto en verano como en invierno con la calefacción siempre encendida, los olores de la cocina y el aire húmedo en el interior que provocaban una atmósfera asfixiante de repollos, carbón quemado y otros olores no especificados en una casa de pueblo sin baño, sin agua caliente ni sistema de desagüe. Sobre el fuego a leña hervían de la mañana a la noche tres o cuatro ollas tamaño popular con el agua para preparar el baño de la nena o nuestro baño, las nubes de vapor convertían la cocina, espacio principal de la casa donde Jan y yo dormíamos, en una caldera agobiante.