Roberto Gómez Moreno

 

El calendario en la pared

 

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Primera edición: diciembre de 2017

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Roberto Gómez Moreno

 

ISBN: 978-84-17029-64-7

ISBN Digital: 978-84-17029-65-4

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

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www.difundiaediciones.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

A Rosario y Daniel allá donde estén.

Y a Elena y Roberto que siempre están ahí.

 

 

12 de abril de 1956

El calendario en la pared marcaba el mes anterior, de un año anterior, de un año de hace ya mucho tiempo.

El papel que decoraba la habitación, amarillento, sucio y desgastado, denotaba que había sido colocado tiempo atrás. Algún día fue brillante, de tonos verdes y ocres, formando dibujos clásicos, como los que antaño adornaban las paredes de palacios.

El paso del tiempo también había desencajado la puerta de acceso a las habitaciones, que ya no ajustaba en el marco, permaneciendo siempre entreabierta.

El centro del cuarto estaba ocupado por una mesa cuadrada, de madera, con la capa superior rajada, se apreciaba debajo de un hule viejo que rezumaba mal olor y portaba restos de comidas pasadas.

Cuatro sillas, también de madera, rodeaban la mesa, una con el asiento hundido y las otras con las tablas de madera, que alguna vez hicieron el respaldo, rotas; en algún caso, ya no existía alguna de ellas.

Del techo, colgaba un doble cable enrollado entre sí, que sostenía un casquillo con una bombilla amarillenta y negra de grasa acumulada en su superficie, aún daba una luz tenue que la mayoría de las veces parecía inexistente.

Un aparador recogía sobre sí algunos libros, un cenicero repleto de colillas y un plato pequeño cubierto por cera, que gracias a seis o siete restos negros de mechas indicaba que había contenido una vez velas, quizás para paliar la poca luz que del techo provenía.

La pared no tenía cuadros y con el calendario, una foto clavada en ella, con un alfiler, eran los únicos adornos de que disponía la estancia.

La foto era de una mujer joven, descansaba apoyada en una pared de ladrillo, el gesto torcido de sus labios impedía saber si sonreía o era tristeza lo que mostraba. Un arañazo de parte a parte dividía su cuerpo por la mitad dejando no obstante apreciar su vestido que, en blanco y negro en origen, mostraba motivos florales que lo cubrían en su totalidad, las manos se escondían tras la espalda, mirando con fijeza al objetivo que la retrató.

Frente a la puerta, pegado al techo, hacia abajo, se abría un ventanuco que gracias a la opacidad de su cristal roto en una esquina, cubierto en parte por un trozo de cartón impedía que la luz del exterior iluminara el cuarto. Al estar siempre cerrada la ventilación era nula, siempre había sido inexistente.

El suelo, formado por tablas de madera, pegajoso, recogía también restos de cigarrillos y comida que ya formaban parte de él.

De vez en vez se oía el débil piar de un pájaro que procedía de más allá de la puerta.

Antonio se asomó y descubrió que el sonido venía de un patio interior que, como la habitación, estaba también en penumbra. Se volvió buscando el interruptor y al accionarlo nada sucedió, no funcionaba la luz. Se acercó al ventanuco que se apreciaba en la pared abriéndolo de par en par. La poca luz que entró inundó de claridad la estancia, también entraron alegres los cantos de los pájaros. Miró al techo y vio otro casquillo, esta vez vacío.

Todo estaba cubierto de polvo, debía hacer tiempo desde que alguien habitó la casa.

Una cama cubierta con una colcha de color indefinido con una mesilla pegada a su cabecera eran los únicos muebles que existían en el cuarto. Otra puerta en la pared opuesta a la de entrada estaba cerrada.

Se dirigió a ella e intentó abrirla, estaba encajada al marco, como pegada. Tiró fuerte y al segundo intento la puerta cedió, un profundo hedor le echó hacia atrás. Olía como a podrido, a muerto, pensó.

Fue hacia una ventana que tampoco quería abrirse, retiró unos cartones que la cubrían sustituyendo a su vez los cristales que un día debió tener.

El poco aire que entró no consiguió eliminar el olor persistente en la habitación. Una cama, en un lateral de la misma, estaba cubierta con unas sábanas blancas, limpias, daban la impresión de ser nuevas.

Una maleta encima del armario, que se escondía en un rincón, hizo dudar a Antonio.

Buscó a su alrededor, no vio lo que buscaba. Volvió hasta el comedor, agarró una silla arrastrándola hasta la habitación, la colocó cerca del armario, tanteó que fuera segura y subió a ella. Tocó la maleta, la levantó un poco cogiendo su asa con una mano y metiendo la otra por debajo. No pesaba. El gesto de Antonio cambió, bajó la maleta, la abrió comprobando que estaba vacía, volvió a dejarla encima del armario.

Apartó la silla, abrió las puertas que estaban entornadas, una caja de cartón grande hizo que quedará quieto unos instantes, la dio con el pie, sonó hueca, se acercó sacándola de un tirón del armario y comprobó que también estaba vacía.

Dejó todo como estaba, volviendo de nuevo al comedor.

Otras tres puertas marcaban sus paredes. Abrió una de ellas y se encontró con una cocina pequeña, muy pequeña. Miró estantes, registró cajones, no encontró nada anómalo. La otra puerta era de un cuarto de baño, un lavabo, una media bañera y una taza sin tabla componían su totalidad. La última puerta, acolchada por dentro con algo parecido a cuero, era la de entrada a la vivienda.

Miró a su alrededor tocándose la cabeza mientras pensaba que algo se le debía haber pasado por alto.

Salió al descansillo, bajó las escaleras hasta el portal, al llegar a la calle comprobó que seguía lloviznando, en abril aguas tararí, pensó. Subió la calle y se asomó a la esquina, acababa de irse un tranvía, pensó que lo mejor era caminar un rato, al llegar a la calle San Millán entró en una taberna.

¿Qué va ser?

– Ponga un chato– contestó al tabernero, que con el mandil secó un vaso, lo depositó en el mostrador y sirvió de una frasca un vino tinto de la casa, según comentó mientras lo llenaba.

¡Tenga, una rajita de chorizo de pueblo!– le extendió la tapa en un plato ovalado blanco.

Tomó el chorizo y lo acompañó con el vino.

¿Otro? – preguntó el dependiente.

– No, ¿qué se debe?

– Dos reales.

Los depositó en el mostrador, salió despidiéndose de los que quedaban en la taberna.

¡Adiós, señores!

¡Con Dios!– contestó una voz que Antonio oyó cuando ya estaba pisando la calle.

Volvió sobre sus pasos, cruzó la calle Toledo, dejando pasar a un tranvía que iba hacia Puerta Cerrada, bordeó el mercado de La Cebada y se dirigió de nuevo hacia la casa.

Subió otra vez, estuvo horas dando vueltas por las habitaciones y el salón, a veces no miraba, sólo pensaba.

¿Cómo podía estar relacionado un crimen del barrio de Vallecas con el cuerpo que se encontró aquí hace dos días? Era simple intuición, algo le decía que así era, algo que todavía no sabía explicar. La casa de Vallecas estaba casi vacía, sin apenas muebles, pero tenía sábanas nuevas en la única cama que había, lo mismo pasaba aquí, la casa estaba deshabitada, de eso no había duda, pero también había sábanas en la cama, sábanas limpias y también nuevas, no tenía sentido, sábanas nuevas en unas casas sucias y abandonadas.

Pensó en quién habría revisado la casa, las sábanas estaban todavía ahí, nadie las cogió para guardarlas como prueba. Tendrían que haber comprobado todo más a fondo, pero qué iban a revisar si la casa apenas tenía muebles.

Salió de nuevo, caminó sin rumbo fijo, subió y bajo por la calle Toledo varias veces, paseo por otras estrechas que vuelven hacia la Plaza del Humilladero, despacio, sólo con sus pensamientos.

Comenzaba a anochecer, de nuevo se encaminó hacia la casa.

Cerca de la puerta se topó con Alejandro, su ayudante, al que Antonio consideraba también compañero y amigo.

– Los de El Caso siguen jodiendo, macho.

¡Que les den a esos! Ahora, ¿qué quieren saber?

– Sólo qué pasa.

– Y tú, ¿qué haces aquí a estas horas? – preguntó Antonio.

– Terminé en comisaría y como sabía que todavía estarías por aquí…

Volvieron de nuevo a la casa, un policía de uniforme les abrió la puerta.

– Has traído compañía – señaló al policía.

Alejandro se encogió de hombros.

– Ya sabes que no hay que dar pie a nadie y ese ahí…

¡Pase con nosotros agente– Alejandro hizo una señal para que les siguiera, el policía pasó al interior del portal – espérenos aquí!

Subieron las escaleras, Antonio abrió la puerta de la casa.

¿Qué has encontrado?– preguntó Alejandro al atravesarla mientras miraba a su alrededor.

¡No hay mierda aquí, macho! – exclamó a continuación.

Antonio le miró de reojo – Sí, Gómez, pero entre la mierda también se esconden pistas, pistas que no siempre encontramos, hay que revisar de nuevo, vamos allá.

Prosiguió con su inspección ocular alrededor de la mesa del comedor. Se agachó delante del aparador, lo abrió, algo que ya había hecho anteriormente en varias ocasiones, allí seguían unos pocos platos ennegrecidos por el paso del tiempo y la escasez de limpieza, una jarra de cristal , unos cuantos vasos que no parecían haberse tocado recientemente.

Cerró el mueble, sus puertas chirriaron al juntarse, levantó la mirada hacia su compañero, se incorporó y permaneció inmóvil mirando a su alrededor, deseando que algo que no había visto antes llamara su atención, pero todo estaba igual, conocía la estancia de memoria y también la habitación del fondo con las sábanas que guardaban en secreto lo que buscaba.

Alejandro miraba de reojo tanto a su compañero como los objetos que se encontraban en ese cuarto.

¿Y por qué crees que tiene relación esto con lo del otro día?– preguntó Alejandro mientras miraba de pared en pared.

– Todavía no lo sé, pero algo me dice que sí, algo que no consigo ver, salvo lo de las sábanas. Sábanas limpias en casas deshabitadas – contestó Antonio– algo que encontraré, aunque tenga que pasar aquí días enteros. Que encontraremos, no me mires así. Tú por si acaso no cierres los ojos, busca cualquier cosa que te llame la atención, que esté fuera de lugar, no sé busca, mira, mira.

– Vale, macho, yo miro, miro.

Los dos permanecieron quietos, sus ojos seguían recorriendo los objetos que se esparcían por aquella sala.

Pasaron, uno detrás del otro, al resto de las habitaciones, hurgaron en la cocina, en el baño, en silencio, y así siguieron escrutando con la vista todo lo que estaba a su alcance.

– Bueno – rompió la tensión Antonio– ya seguiremos en otro momento.

Se llevó la mano a la cabeza y la rascó pensativo.

– No le des más vueltas – sonrió Alejandro tocándose la frente con el dedo índice– yo lo tengo todo aquí, si lo rebobino ya me fijaré en algo.

– Tú vas a recordar, menuda cabeza tienes – y le señaló la puerta de la calle– ¡anda, vamos!

Bajaron las escaleras saliendo de nuevo a la calle, seguía chispeando. El policía salió detrás de ellos.

¿Y tu sombrero?– preguntó Alejandro, señalándose la cabeza.

¿Y el tuyo? – contestó con el mismo gesto Antonio.

– Me lo he dejado en la comisaría.

– Allí deben estar juntos los dos, haciéndose compañía mientras se ríen de nosotros, ¿hacia dónde vas?, yo voy para allá– y señaló hacia la calle Toledo.

– Bueno macho, pues te acompaño.

– Usted puede ya irse, gracias, hasta mañana – le indicó a continuación al policía que les acompañaba.

– No vuelvas a traer a nadie contigo, ¿vale? – le dijo con gesto serio Antonio.

– Yo era por si acaso.

– Por si acaso, ¿qué?– dijo Antonio mirando a su compañero de reojo – sabes que no me gusta tener a esa gente pegada a mí, a nosotros nos gusta hacer las cosas a nuestra manera y con nuestros horarios.

Alejandro le miró fijamente, pero no dijo palabra.

Comenzaron a caminar despacio en dirección a la Plaza Mayor. Había todavía gente por la calle.

¿Hoy no vas con tu chica?– preguntó Alejandro.

– Hoy tiene el turno de la última sesión, luego pasaré a recogerla.

Era agradable pasear por las calles casi vacías, el suelo mojado reflejaba las luces de las farolas que ya habían sido encendidas, los pasos retumbaban en el silencio, interrumpido sólo a veces por el ruido de algún coche, los dos compañeros siguieron su paseo, despacio.

Llegaron a los soportales de la calle Toledo que dan acceso a la Plaza Mayor.

¿Coges el tranvía? – Antonio miraba a su alrededorYa no debe pasar, ¿qué hora es?

– Todavía no son las once, creo que estará a punto de llegar el último, ¿tú qué vas a hacer?

– Voy a ir dando un paseo hasta Sol y de ahí subiré hasta José Antonio para acercarme al cine.

– Pues me voy contigo – contestó Alejandro, y comenzaron a caminar en dirección a la Puerta del Sol.

Durante un rato pasearon en silencio, uno junto al otro, atravesaron la Plaza Mayor, bajaron por la calle Postas hasta llegar a la calle Mayor, salieron a la Puerta del Sol. En ese instante comenzaron a sonar las campanas del reloj.

Alejandro miró su muñeca y dijo: – Niquelado, macho. Las once en punto.

Antonio le miró con una sonrisa y siguió andando pensativo.

Todavía quedaba algún tranvía que debía comenzar su último viaje diario desde ese punto de partida.

Subían por Preciados hasta la plaza del Callao, Antonio se detuvo, miró fijamente a Alejandro y le preguntó:

¿Tu qué crees?

Alejandro miró a su alrededor, se rascó la cabeza, devolvió la mirada a su amigo y dijo: – Está chungo, macho.

– Ya, pero insisto en que algo se nos escapa. Mañana revisaremos todo el expediente de la calle Alta.

¿Lo de Vallecas?– preguntó Alejandro – ¿pero, qué tiene que ver?

– No lo sé– contesto Antonio– pero algo me dice que están relacionados.

– Pues yo no le veo la relación, pero si tú lo dices…

– Es una corazonada– respondió Antonio mientras ya enfilaban José Antonio, hacia la Plaza de Cibeles.

– Bueno, tú te quedas, yo me voy para allá, – Alejandro señaló hacia la calle Fuencarral.

– Vale, mañana nos vemos.

– Hasta mañana– y Alejandro dio media vuelta.

Mientras le veía alejarse, Antonio seguía dándole vueltas a la cabeza.

Encendió un cigarrillo y, pensativo, comenzó a fumar mecánicamente, a la puerta del cine Avenida.

Casi al mismo tiempo en el que pisaba la colilla que acababa de arrojar al suelo, salió Elvira, su novia, una muchacha morena, de pelo largo, con algunas pecas en la cara, se besaron, cogidos de la mano comenzaron a andar hacia la Red de San Luis.

¿Qué tal el día?– preguntó Elvira sonriente.

– Bien, bien– contestó Antonio con gesto serio en el rostro.

¿Qué pasa?– preguntó la chica– no pareces muy convencido

– Nada, es lo del crimen de Lucientes.

– Pero ahora no le des vueltas, piensa en otra cosa, en mí, por ejemplo y ya mañana seguirás. Es muy reciente, seguro que tú darás con quien lo hizo.

– No estés tan segura, no hay ninguna pista, todavía, aunque si la hay, Alejandro y yo daremos con ella.

– Seguro que sí– exclamó sonriente ella.

– Vamos a tomar un café– tirando de él entraron en la primera cafetería que vieron abierta.

¿Nos sentamos?– preguntó sin dejar por un momento su sonrisa ni de soltar la mano de Antonio.

– Mejor lo tomamos en la barra, hoy estoy un poco cansado, me gustaría ir a casa pronto.

¿Pronto?, pues ya llegas tarde– el rostro de Elvira tornó a serio, mientras le señalaba la puerta.

– No, cariño, no empecemos, si es necesario pasaré toda la noche hablando contigo– contestó el mientras sujetaba la cara de Elvira entre sus manos.

¿Hablando?, pues que aburrido.

Los dos comenzaron a reír, se fundieron en un abrazo.

¿Los señores, qué van a tomar?– preguntó un camarero uniformado de blanco, desde el otro lado de la barra.

– Un café con leche y un té, por favor– contestó Antonio.

– Enseguida viene.

– Gracias– la sonrisa volvió a la cara de Elvira.

Cuando les sirvieron cogieron las tazas y se las llevaron a una mesa. La cafetería estaba casi llena a pesar de la hora.

– Cuanta gente ¿no?– pregunto Antonio.

– Claro, es la que acaba de salir de los cines, a esta hora finalizan las sesiones.

Antonio miraba con cariño a la muchacha, ella le devolvía la mirada con una sonrisa.

Acabaron y salieron de nuevo a la Avenida.

¿Vamos andando, entonces? – preguntó Antonio.

– Bueno, como quieras.

– No te he preguntado– Antonio miró fijamente a Elvira– ¿cómo has tenido el día?

– Aburrido, he vuelto a ver otra vez las dos películas, ya las conozco casi de memoria, no había mucha gente, como es entre semana, así que aburrida en la taquilla– contestó ella.

De nuevo cogidos de la mano cruzaron la calle y enfilaron por la de Fuencarral, hacia arriba.

Ya cada vez había menos gente por las calles, sus pasos resonaban en el silencio.

– Buenas noches– les saludó un sereno que estaba cerrando los portales.

– Buenas noches – contestaron casi a dúo.

Las farolas iluminaban débilmente las aceras, pero una luz más potente les iluminó de repente.

Un taxi paró a su lado.

– Buenas noches parejita– dijo una voz desde dentro del coche.

– Hombre, Luisito, ¿ya vas para casa?– preguntó Antonio.

– Sí, pero antes os acerco, vamos subir, venga, que nos vamos– apremió el conductor.

¿Cómo estás Luis?– preguntó Elvira al subir al automóvil.

– No vamos mal ¿y vosotros?

– Pues también de retirada– contestó Antonio.

¿Cómo llevas el asunto de La Cebada?– preguntó el taxista mirando hacia atrás, mientras aceleraba lentamente el coche.

– No le preguntes nada de eso, por favor– dijo enfurecida la chica.

¿Qué pasa, es secreto de Estado? – volvió a mirar hacia atrás con una amplia sonrisa, guiñando un ojo el taxista.

– No le hagas caso, Luisito, es que no paro de darle vueltas, estoy un poco, ¿cómo te diría?…pues que no le hago mucho caso hoy– sujetó la mano de ella mirándole mientras se dibujaba algo parecido a una mueca en su cara.

– Vale, pues en otro momento charlamos del tema ¿de acuerdo?– contestó volviendo la cara de nuevo, Luis.

– De acuerdo, pero mira hacia delante, anda.

Llegaron a la Glorieta de Bilbao, siguieron por la misma calle hasta Quevedo, allí enfilaron Eloy Gonzalo hacia su destino.

– Déjanos por aquí – le señaló Antonio al llegar a la plaza del Pintor Sorolla.

¿Te espero?– preguntó Luis.

– No, ya iré yo luego para allá– contestó, señalando el camino a seguir a su amigo.

– Entendido, pues mañana tomamos café donde siempre ¿no?– preguntó el taxista.

– Donde siempre, Luisito– confirmó Antonio.

¡Hasta luego, parejita– siguió por el Paseo del General Martínez Campos, hasta desaparecer calle abajo.

Antonio sujetó a Elvira del hombro, luego, le pasó el otro brazo por la cintura, acercándola le dio un beso suave y prolongado en los labios.

– Esto es otra cosa – Elvira le agradeció el gesto con otro beso, pero este más intenso, mientras le abrazaba con fuerza, sintiendo sus cuerpos unidos por un momento.

– Esto también es otra cosa– sonrió.

¿Eso quiere decir que te quedas?– preguntó ella sin soltarle, de sobra sabía que se quedaría, siempre lo hacía.

– Si insistes – miró de reojo, esperando respuesta.

¡Ah, no, si te quedas es porque quieres, porque seguramente lo estés deseando– se echó hacia atrás mientras seguía agarrada a la cintura de Antonio.

La respuesta fue otro beso que se cortó con el golpeo del chuzo en el suelo de otro sereno que pasaba por la plaza.

¡Buenas noches, señores!– les saludó.

¡Buenas noches!– volvieron a repetir al unísono.

– Ya es hora de retirarse– comentó el sereno mientras se alejaba.

– Sí, ya es hora– contestó Antonio.

Corrieron cogidos de la mano hasta llegar a casa de Elvira.

En el portal se besaron de nuevo, abrieron y entraron. Subieron las escaleras deprisa, al llegar al rellano de la escalera Elvira abrió el bolso buscando las llaves.

¿Qué pasa?– preguntó impaciente Antonio.

– No les encuentro– contestó ella mientras rebuscaba en el interior del bolso.

¡Dónde las habrás puesto!– exclamó malhumorado, a la vez que intentaba ayudarle introduciendo su mano derecha en el bolso.

Ella cogió su mano, depositando en ella las llaves que había tenido entre las suyas desde un principio.

¡Que tonta eres!– seguía malhumorado aunque iba cambiando de gesto ocultando una sonrisa.

– Pues, no te has visto la cara que tenías– le dio una palmadita en la cara, rieron juntos los dos.

Elvira abrió, sujetó la puerta y le dejó pasar apoyada en ella. Antonio al entrar rodeó su cintura con el brazo, la puerta se cerró tras ellos.

 

 

13 de abril de 1956

Antonio tomaba café mientras esperaba a sus amigos, siempre a la misma hora, siempre en el mismo bar, en la misma calle de la comisaría. Allí se reunían todos los días para iniciar una nueva jornada desayunando juntos.

El primero en llegar fue Luis, el taxista. Luis era regordete, rubio el poco pelo que le iba quedando, con un bigote que se encargaba de recortar mordiéndolo casi constantemente. Era un tipo afable y bonachón, uno de sus mejores amigos, vecinos de barrio, se conocían desde niños, aunque ahora Antonio hacía su vida en casa de Elvira.

Más de una vez Antonio sacó de algún apuro a su amigo, hasta que logró enderezarle, según le recordaba, le buscó trabajos hasta que consiguió la licencia de taxista y comprar su propio coche.

Luis así era feliz, disfrutaba de su trabajo llevando gente de un lugar para otro, siempre sonriente, escuchando las conversaciones de los clientes e interviniendo en ellas cuando se terciaba y también cuando podía meter baza. Comentaba con sus amigos lo que oía a veces durante alguno de sus viajes. Ahí empezaban las discusiones, cada uno interpretaba a su manera lo que les contaba.

¡Buenos días!– casi gritó al entrar.

Le contestaron los que estaban dentro, se acercó a Antonio.

¿Qué, ayer bien, no?– le dio una palmadita mientras le guiñaba un ojo.

¿Qué tal, Luisito, cómo vas?– contestó Antonio mientras se llevaba la taza a los labios.

¿Y Gómez? – preguntó Luis mirando hacia los lados.

– Pues como siempre, ahora llegará corriendo, le pondrán el café caliente, nos contará alguna de las suyas, mira, ahí llega.

Con la gabardina en el brazo, la corbata sin anudar, colgada del cuello, entró en el bar a toda prisa Alejandro.

¡Joder, macho, cómo venía el metro!– fue lo primero que dijo.

– Buenos días– le dijo Antonio con ironía.

¡Buenos días!– contestó Alejandro– no me pongas la leche muy caliente.

– Ahí tienes el café– le acercó el camarero un plato con la taza– llegas tarde a lo de la leche, ya estaba puesta, ¿una porrita?

– No puedo, tengo prisa.

¡Qué raro!– le gritó el camarero cuando se alejaba hacia el otro extremo de la barra.

– Venga, si te la vas tomar al final, pídela ya– le sonrió Luis mientras le simulaba un gancho hacia la mandíbula.

¿Qué pasa con esa porra?– gritó Alejandro al camarero.

– Ahí las tienes– le acercó un plato con dos porras.

– Macho, sólo quiero una– dijo Alejandro haciendo ademán de alejar el plato.

– Ya– le contestó el camarero – pues cómete sólo una.

– Sí, ahora que están puestas.

– Pero no te cansas– le dijo Antonio mirando de reojo a Luis– todos los días lo mismo.

Alejandro comentó algo pero como estaba de espaldas y con la boca llena no le entendieron. Se miraron e hicieron un gesto que así lo demostraba.

– Venga, date prisa, que tenemos cosas que hacer– le requirió Antonio.

¿Vais a estar luego donde siempre?– preguntó Luis.

– Donde siempre, Luisito– contestó Antonio.

– Donde siempre, macho, ¿es que no lo sabes?– contestó Alejandro riéndose.

¡Hasta luego!– y se dirigió hacia la puerta Luis.

– Adiós, Luisito– levantó la mano Antonio.

– Hasta luego, macho– le saludó Alejandro.

– Vamos, termina, que tenemos cosas que hacer– le urgió Antonio.

¿Otra vez, macho?, que eso ya me lo has dicho – Alejandro cogió un par de servilletas y se dirigió hacia la puerta mientras se limpiaba las manos y la boca de la grasa de las porras.

Bajaron un poco por la calle, entraron en la comisaría.

Allí se dirigieron a la segunda planta, que es donde se encontraba su sección.

«Homicidios, sección II», indicaba un cartel pegado en la pared.

Y Alejandro preguntó rutinariamente, como todos los días– ¿por qué se llama homicidios y no asesinatos o crímenes?

Antonio que iba delante de él volvió la cabeza sonriendo – ¡si no lo dices, revientas!

¿Qué pasa, macho? – empujó a su compañero mientras corría detrás suya.

Antonio se quitó la gabardina, dejándola sobre una silla, se sentó en otra detrás de la mesa, cogió un puñado de papeles que había amontonados, separó unos pocos y se los alargó a Alejandro que ya estaba sentado al otro lado.

Eran del crimen de Vallecas. En la calle Alta apareció una muchacha muerta, en el pasillo que conducía a una casa y que normalmente no se utilizaba porque se solía usar una puerta que comunicaba con un patio interior. Nadie había oído nada, ni vieron a nadie extraño por la zona los días anteriores al hallazgo del cuerpo. Era un barrio en el que todos se conocían. Pero existe el testimonio de un niño que jugaba en la calle con un cochecito de pedales, dijo haber visto a un cura salir de esa casa mirando hacia todos los sitios, como si temiera que le vieran, pensó Antonio. Era un domingo por la mañana, la gente se preparaba para ir a misa, por eso no había nadie en la calle.

Después de charlar con el niño y con su padre, Antonio y Alejandro dedujeron que no debía ser un cura sino alguien con una gabardina o abrigo largo.

Nada se les ocurría, nada nuevo veían en esos documentos.

Pasaron la mañana moviendo papeles y más papeles, fotografías y recortes de periódicos.

– Vamos a comer– Antonio se levantó cogió la gabardina y el sombrero que levantó haciendo un gesto a su compañero, para que no lo olvidara, salió del despacho seguido de Alejandro que tuvo que volver a recoger el suyo.

– Otra vez me lo dejaba, macho– dijo mientras marchaba detrás de Antonio.

– No, si un día te dejarás la cabeza, ¿para qué crees que te lo enseñaba?

– Y tú qué hiciste ayer con el tuyo, chaval.

– Anda, pasa, ¿qué hora es ya?– levantó la manga de su chaqueta para mirar el reloj.

– Joder, macho, ya decía yo que tenía gusa– dijo Alejandro llevándose la mano al estómago – otra vez corriendo.

Subieron deprisa por la calle de la comisaría, al llegar a Joaquín García Morato giraron a la izquierda hasta el metro de Chamberí.

Bajaron las escaleras, enseñaron su placa a la taquillera y pasaron al andén.

– Pues no hay tanta gente – dijo Antonio mirando con sorna a su compañero.

¡Nos ha jodido!, vente tú por la mañana a la hora en que todos van al curro, ya verás.

Llegó el tren, subieron al vagón, tras algunas estaciones llegaron a su destino.

– Cuatro Caminos, vamos macho– dijo Alejandro agarrando del brazo a Antonio, sacándole del vagón en cuanto abrieron las puertas.

Mientras caminaban por el andén hacia las escaleras sonó el silbato avisando del cierre de las puertas.

– Que pito más desagradable, coño – comentó Alejandro mientras miraba hacia la puerta del primer vagón que era donde iba el empleado que se encargaba de abrirlas y cerrarlas.

– Este es el hombre de la conversación variada – Antonio comenzó a subir las escaleras mientras Alejandro le hacía burla.

– Na, na, na, na, pues anda que tú.

Salieron a la calle, estaban en la Glorieta de Cuatro Caminos, caminaron hasta coger la calle de Joaquín García Morato y llegaron a la casa de comidas que frecuentaban. Entraron en el local, miraron hacia los lados sin ver a Luis.

¡Buenas tardes!– dijeron casi al unísono.

¡Hooola! – les contestaron desde detrás del mostradorahí tenéis a vuestro amigo, lleva una hora esperando.

– No será para tanto, macho– contestó Alejandro mientras levantaba la mano saludando al camarero.

Luis estaba sentado a una mesa, pelando una naranja, al verles entrar les saludó con un gesto.

¿Ya estás con el postre, Luisito? – preguntó Antonio.

– No contesto porque ya os lo sabéis.

– Lo de que estás hasta los cojones de esperarnos y todo ese rollo, venga, macho– le palmeó el hombro Alejandro mientras se sentaba,

¿Pero, qué coño hacéis que no llegáis nunca a vuestra hora?

¿Qué hora, macho, es qué tenemos hora para comer?– Alejandro levantó los hombros mientras sonreía a Luis que seguía lentamente pelando su naranja.

– Hora para comer, no, hora para no hacerme esperar todos los putos días– contestó Luis aparentemente enfadado.

– Luisito, ya sabes cómo es esto, un día terminas antes y otros no – intercedió Antonio mostrando una mueca de resignación.

– Pues vosotros siempre sois de los de otros no, ya podíais ser un día de los de terminar antes.

– Venga, ¿qué has comido? – Antonio se quitó la chaqueta, junto con su gabardina que llevaba colgada del brazo, las dejó sobre el respaldo de la silla, colocándose a un lado de Luis.

Alejandro hizo lo propio, se levantó con su sombrero en la mano, cogió el de su compañero, retiró del respaldo de la silla la gabardina y la chaqueta, fue a colgarlos en una percha regresando a la mesa para sentarse al otro lado de Luis.

– Hay lentejas o sopa de cocido, de segundo filete empanado o segundo de cocido, yo me he apretado unas lentejitas y luego el cocido.

– Así estás, macho – le dijo Alejandro volviendo a darle otra palmadita en la espalda.

¿Por qué no te das tu en los huevos? – le dijo mirándole serio.

¿Otra vez igual?, vamos dejadlo ya– terció Antonio.

– Vale, macho, vale – se echó manos a la entrepierna riendo a carcajadas.

Los otros dos rieron también, Alejandro levantó la mano llamando al camarero.

– Vamos, que llegamos tarde – le apremió.

– Pues haber venido antes– contestó el camarero que ya estaba a su lado con una botella de vino y una jarra de agua, las dejó en la mesa y preguntó qué iban a comer.

– Tengo sopita de cocido y unas lentejitas para chuparse los dedos – dijo mientras mantenía un palillo entre los dientes.

– Yo, sopa– dijo Antonio y, señalando a su amigo – el querrá unas lentejas, seguro.

– A la primera, macho.

– De segundo tengo…

– Filete empanado o segundo de cocido, ya lo sabemos– le cortó Alejandro.

– Pues no, porque el filete se ha acabado.

– Vaya por Dios– pareció contrariado Alejandro.

– Pero tengo una pescadillita enroscá que es…

– Si ya, para chuparse los dedos– volvió a interrumpir Alejandro.

– A mi ponme esa pescadilla, a ver si es verdad que está como dices – Antonio terminó de acercar su silla a la mesa.

– Y el señor que quiere – preguntó el camarero mirando con ironía a Alejandro.

– Pues el señor tomará lo mismo, una pescadillita, pero más te vale que esté buena– contestó también con cierta ironía.

– Para chuparse los dedos – murmuró el camarero, mientras se dirigía a la cocina.

Antonio sirvió vino a su compañero, brindaron, como hacían siempre y bebieron un trago.

A la entrada de la cocina se oyó:– ¡Una sopa y unas lentejas, luego prepárame dos pescadillasde las de chuparse los dedos!– gritó el camarero mientras miraba de reojo hacia la mesa que acababa de dejar.

En la mesa sonrieron.

¿Qué tal el asunto?– preguntó Luis mirando a derecha e izquierda.

– Jodido, macho– contestó rápidamente Alejandro.

– Bueno, parece que no avanzamos, todavía hay mucho que hacer, pero hay que actuar rápido, la sorpresa es nuestra mejor baza, sobre todo para evitar que vuelva a producirse – esta vez fue Antonio quién contestó.

– O sea, na de na – dijo Luis mientras terminaba la naranja– venga que os espero para el café.

– A ver esa sopita por aquí, las lentejas por este lado… – depositó el camarero los platos sobre la mesa.

Dieron buena cuenta de la comida mientras ponían al día a Luis de como marchaban sus investigaciones.

Terminaron de comer, pidieron los cafés. Alejandro se levantó acercándose a la percha donde había colgado la gabardina, buscó en los bolsillos, sacó de uno de ellos un paquete de tabaco, arrugado, y una caja de cerillas.

Los dejó sobre la mesa, sacó un cigarrillo, se lo puso en la boca, encendió una cerilla y quedó a medio camino hacia el cigarrillo.

¿Qué pasa no os echáis un pito?– preguntó.

– Ni ganas tengo de fumar, venga trae acá – Antonio cogió un cigarrillo, ofreció a Luis acercando el cuerpo e incorporándose un poco de la silla, para que su compañero le encendiera el cigarro.

– Además con esto que fumas, mira que es malo– gruñó Luis.

– Pues compra tu alguna vez– contestó Alejandro mientras miraba hacia el techo como iban subiendo los aros que hacía con el humo.

¿Queréis copita?– preguntó a continuación.

– Vale, pide coñá– contestó Luis.

¿Y tú?– miró hacia Antonio levantando la cabeza.

– Bueno, pídelo.

¡Niño, tres coñás! – se volvió hacia el camarero levantando la mano.

¡Marchando! – contestó el camarero mientras se dirigía hacia las botellas de licor.

Apuraron los cigarrillos y las copas, salieron a la calle.

¡Hasta mañana, adiós! – levantó el brazo Antonio mientras miraba hacia adentro del local.

¡Joder! ¿Y ahora quién trabaja?– se frotaba el estómago Alejandro.

– Claro te pones como un cerdo – sonrió Luis mirándole de arriba abajo.

¿Y tú no?, porque anda que no comes nada, machole acarició a Luis su prominente barriga.

– Es que esto hay que mantenerlo– contestó el taxista.

Antonio seguía inmerso en sus pensamientos.

– Bueno, hasta luego– comenzó a despedirse Luis.

– Espera – le interrumpió Antonio– ¿por qué no nos llevas a Vallecas?

¿Hasta allí?– contestó Luis.

¿Qué pasa es que tu coche no llega tan lejos? – contestó Alejandro mientras le empujaba hacia el coche– venga tira, macho.

Subieron al taxi y se dirigieron hacia su destino.

¿Qué vamos a hacer allí, otra vez? – preguntó Alejandro desde el asiento de atrás.

– No sé Gómez, hay que preguntar a los vecinos, algo se nos ha escapado.

¿Pero, por qué allí otra vez, no estamos más centrados en el otro?

– Ya te dije que tengo el presentimiento de que los dos están relacionados. No me preguntes por qué, es sólo eso, un presentimiento.

Alejandro se echó hacia atrás, no hizo más preguntas.

El taxi recorrió las calles de Madrid que conducían a su destino, al llegar a la Avenida de la Albufera, giró a la derecha hasta llegar a la calle Alta.

– Déjanos aquí Luisito, ya subimos nosotros andando– dijo Antonio mientras apoyaba su mano en el tirador de la puerta.

¿Os espero? – contestó el taxista.

– No, tú sigue, que ya has perdido bastante tiempo, anda, ya nos veremos.

¡Hasta luego entonces! – Luis se despidió mientras daba la vuelta en la calle y volvía hacia el centro de Madrid.

Antonio y Alejandro permanecieron parados un rato en la esquina, comenzaron a subir por la calle. Era una calle de tierra, que ahora mojada comenzaba a tener zonas de barro. Mientras iban hacia arriba, Antonio se fijaba en las puertas de las casas, ventanas, balcones, miraba si las cortinas estaban corridas o echadas, si las persianas subidas o bajadas, iba grabando en su mente todos los detalles que le parecían significativos.

Alejandro, que iba más pendiente de no ensuciarse los zapatos con el barro de la calle, hacía otro tanto.

No había comercios en la calle, tan sólo y pegado con la casa donde se descubrió el cadáver, una tienda de ultramarinos hacía esquina con la calle siguiente.

¿Te acuerdas de lo qué contó el tendero?– preguntó Antonio.

¡, no dijo nada!, la puerta de esa casa siempre estaba cerrada, dijo que por lo menos dos años atrás, los que vivían allí se habían trasladado de barrio, ya no había vuelto a saber nada de ellos.

¿Recuerdas que la puerta se abriera con dificultad, o que se encajara?

– Que va, creo que abría bien, dentro de lo que cabe– contestó Alejandro acercándose a su amigo– y eso ¿a qué viene?

– Nada, supongo que la puerta había sido utilizada antes y no habría estado dos años cerrada. Esas puertas tan viejas suelen desprenderse aunque sólo sea un poco y esta, efectivamente, ni rozaba con el suelo. ¿Quién tiene llave de la casa?

– Creo que el casero, vive a la vuelta – contestó Alejandro.

¡Vamos! – .