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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Megan Hart

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Vainilla, n.º 150 - marzo 2018

Título original: Vanilla

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-577-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Lista de canciones de la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

Dedicado a ti

Tú ya sabes quién eres

Prólogo

 

El zumbido y la picadura

 

La artista se inclinó sobre mi muñeca y trazó el contorno del sencillo diseño con la aguja, la pistola. Después, procedió a rellenar las líneas con ébano y sombras. Mi piel absorbió la tinta de tal modo que la chica murmuró en tono de apreciación:

–Va a quedar estupendo –me aseguró–. Superjodidamente guay.

Dolió. Por supuesto que dolió. Los tatuajes siempre dolían. A fin de cuentas no te los pintaban a base de lametazos de bebés de unicornio con lenguas de gatito, hay que joderse. Ya tenía otros dos, una pequeña estrella judía en mi cadera derecha y otro, un poco aunque no del todo lamentado, tatuaje golfo de un sol llameante en la parte baja de la espalda. El de la muñeca escocía más de lo que habían hecho los otros. La tinta siempre dolía, pero era una especie de dolor limpio. Un dolor buscado que permanecía cuando el tatuaje estaba acabado y empezaba a sanar, y a veces seguía doliendo mucho después, como si la piel quisiera recordarte eternamente cómo se sintió al ser marcada.

–¿Qué te parece? –la chica se apartó y limpió mi piel de todo exceso de color.

No me hacía falta un espejo para ver el interior de mi muñeca izquierda. Había elegido ese lugar porque así siempre podría verlo, quisiera o no. El diseño, poco más grande que una moneda de cincuenta céntimos, era sencillo. Negro y gris. Unas finas líneas y curvas que, sin embargo, formaban un dibujo claramente reconocible. Alrededor de los bordes la piel seguía un poco inflamada y roja la primera vez que lo miré. Y seguía escociendo. Cada vez que lo mirara me escocería.

–¿Por qué un conejo? –preguntó ella mientras inclinaba la cabeza–. La verdad es que casi nunca pregunto. Quiero decir que es algo personal, ¿verdad?

–Sí –yo asentí.

–Y no seré yo quien lo juzgue –continuó ella–. Quiero decir que si hubieras querido una mariposa o un hada, o una flor, no habría preguntado. Pero un conejo está guay. ¿Qué significa?

–Es para que no olvide –le contesté.

Ella sonrió, pero no me preguntó qué necesitaba recordar.

–Me parece justo. ¿Satisfecha, entonces?

Lo que yo buscaba no era precisamente satisfacción. Dolor y permanencia, sí. Un eterno recordatorio. Pero dado que eso ya lo tenía, y el diseño que habíamos elaborado juntas era exactamente como ella lo había dibujado, no tuve más remedio que asentir.

–Sí –le contesté–. Es perfecto.

Capítulo 1

 

Había algo encantador en la curvatura de la columna de un hombre arrodillado, la cabeza inclinada, las manos a la espalda. La nuca, vulnerable y expuesta. Los dedos de los pies extendidos y apoyados sobre la alfombra del hotel, alfombra que le rozaba las rodillas y se las dejaría rojas en poco tiempo. Yo también iba a dejar mis propias huellas sobre él, con cuidado, asegurándome de que desaparecieran tan deprisa como la rozadura de la alfombra. No podía dejar nada permanente sobre él. Lo habíamos acordado desde el principio.

De todos modos, no me apetecía hacerle mucho daño. Ese nunca había sido mi juego. Una pequeña picadura aquí o allá. La bofetada del cuero sobre la piel desnuda. La marca del mordisco de mis dientes o el arañazo de mis uñas eran cosas destinadas a hacerle estremecerse o gemir. Yo prefería obtener lo que deseaba con promesas de placer y no con dolor. Así nos iba bien.

Esteban me estaba esperando en esa postura cuando entré en la habitación del hotel. Las luces estaban apagadas y el sol del atardecer, que se filtraba a través de la cortina, en su mayor parte cerrada, era la única fuente de iluminación. Él habría estado dispuesto a hacer las cosas que hacíamos con las cortinas abiertas, ambos expuestos por completo sin ningún disimulo. Fui yo la que pidió que todo estuviera en penumbra. Resultaba más ensoñador y yo me encontraba más cómoda así.

–Te he traído un regalo –le anuncié mientras soltaba el bolso sobre la mesa. Sonó a algo metálico, tal y como había sido mi intención, para que se preguntara qué demonios llevaba ahí dentro para él, y quizás también para que se pusiera un poco nervioso.

Esteban no estaba de frente a mí, y tampoco se giró mientras yo sacaba las cosas del bolso, aunque por la evidente tensión en sus músculos, se notaba que deseaba hacerlo… desesperadamente. Dispuse sobre la mesa los regalos que había llevado conmigo. En ocasiones planificaba el contenido de nuestras citas mensuales. Construía las escenas en mi mente para estar segura de no olvidar nada. Pero no en esa ocasión. Ese día me sentía pletórica con miles de posibilidades que aún no había considerado.

Escondí la mano detrás de la espalda para ocultar lo que llevaba y me senté en una silla frente a él. Subí ligeramente la falda para excitarlo con la visión de mis medias. Metí uno de los tacones entre sus rodillas, mi pantorrilla acariciándole la cara interna del muslo.

Sonrió, pero no se movió. Tenía los labios un poco mojados allí donde acababa de lamérselos. Me incliné hacia él y coloqué mi mano ahuecada sobre su mejilla, y él la frotó contra mi palma.

–Buen chico –murmuré. Le ofrecí un pequeño estuche que una vez había contenido una pulsera–. Abre.

Él tomó el estuche de mis manos y se sentó sobre los talones para quitarle la tapa. En su interior encontró una cinta negra enrollada. Un ligero temblor escapó de su cuerpo al sacar el pedacito de satén de la caja y deslizarlo por sus manos y muñecas. Me miró y yo tiré de un extremo de la cinta para enrollarla, aunque no demasiado fuerte, alrededor de sus muñecas cruzadas delante de él. Había cinta suficiente para rodearle también el cuello y, por último hacer una lazada alrededor de su ya endurecida polla.

–Pensé que iba a estar algo más… apretado –observó él con ese delicioso acento que nunca fallaba a la hora de arrancarme un escalofrío–. Para que no pudiera escaparme.

–Si me hiciera falta algo más que esto para inmovilizarte, más me valdría irme a casa ahora mismo –contesté.

Esteban se estremeció y sus ojos se cerraron un instante. Cuando volvió a abrirlos, su mirada se había vuelto soñadora y oscura. Varias gotas de sudor se habían formado encima del labio superior, y su lengua las barrió, saboreándolas.

Me encantaba ver cómo le habían afectado esas sencillas palabras. Me acerqué un poco más para acariciarle la comisura de los labios con mi boca, lo bastante cerca para que resultara íntimo, aunque nunca nos besábamos en los labios. Era otra de nuestras normas, una no verbalizada, pero jamás rota. Deslicé una mano sobre sus negros cabellos y la dejé posada sobre la nuca, sintiendo tensarse los músculos ante el contacto. Permití que mis labios se desplazaran a lo largo de la mandíbula hasta la oreja.

–Abre –repetí, pero ya no me refería al estuche.

Esteban abrió la boca a la primera. Obediente. Dispuesto. Delicioso y hermoso y, de momento, mío.

Deslicé mi dedo índice dentro de su boca y él lo mordió juguetón. Agarrándolo con fuerza de la barbilla, lo obligué a mantenerse inmóvil. Él emitió una leve mezcla de suspiro y gemido, de manera que lo agarré con un poco más de fuerza. Tiré de su rostro hacia mí, excitándolo con la promesa de un beso que ambos sabíamos nunca llegaría, pero que formaba parte de aquello que nos funcionaba. La promesa, el rechazo.

Deslicé mi dedo mojado por su torso y rodeé con él la erección, que casi le golpeaba el estómago. Volví a meter mis dedos en su boca y, en esa ocasión, no los mordió sino que los humedeció con entusiasmo para mí. Con los dedos húmedos, le acaricié la polla atada con la cinta, lentamente, antes de deslizar la mano hacia arriba para tomar sus pelotas.

–Dime qué quieres –en ocasiones le pedía que me enviara con antelación una lista de las cosas con las que fantaseaba, aunque para esa cita no lo había hecho. Lo pregunté sin ninguna intención de darle lo que deseaba, lo cual ambos ya sabíamos. Sin embargo ese día, sin ningún plan por mi parte, inquieta y sintiéndome atrapada por el trabajo, la familia y la vida, sentía curiosidad por saber si él deseaba algo que yo pudiera darle.

–Quiero besarte –me confesó–. Allí.

–Aquí –contesté mientras me deslizaba la falda hacia arriba y le mostraba brevemente mis bragas de satén. Hundí los dedos entre mis piernas y enarqué una ceja.

–Por favor –añadió él.

–A lo mejor –yo reí ante su expresión cargada de frustración y me incliné hacia delante para tomar su rostro entre mis manos y mirarlo a los ojos–. Eres adorable.

–Quiero complacerte –él ladeó la cabeza y entrecerró los ojos.

–Sabes que lo haces. Y quiero sentir tu boca sobre mí –volví a reír, más suavemente, ante su estremecimiento–. Pero todavía no. Súbete a la cama.

Esteban parpadeó varias veces sin responder de inmediato. Yo estaba preparada para su reacción y mi mano tiró con fuerza de la cinta que rodeaba su polla. El tirón no le haría tanto daño como mi desaprobación por lo mucho que tardaba en ponerse en pie.

Quien alguna vez haya intentado levantarse desde una posición arrodillada, con las manos atadas y sin apoyarse en nada, sabrá lo incómodo y poco elegante que puede resultar el gesto. No es imposible, sobre todo cuando la atadura es casi simbólica, pero, aun así, Esteban odiaba mostrarse torpe, y ese era en parte el motivo por el que volví a dar otro tirón a la cinta, urgiéndole a darse más prisa y sin darle tiempo para equilibrarse. Terminamos de pie, cara a cara, mis dedos todavía sujetando la cinta. Con los tacones, yo medía casi tres centímetros más que él, la estatura perfecta para mirar hacia abajo y no de frente. También lo había hecho a propósito.

–¿Hace falta que vuelva a insistir, Esteban?

–No, señora.

–Dime otra vez qué quieres –repetí.

–Quiero complacerte.

Mierda, cómo me gustaba el temblor en su voz. Más tarde le obligaría a elaborarlo en una frase en español. Le obligaría a enseñarme cómo responder, y los dos nos reiríamos con mi pésima pronunciación. Pero en esos momentos, no había risa alguna.

Solo anticipación.

Me aparté de él, y su cuerpo se balanceó hacia delante mientras yo desataba la cinta y la dejaba caer al suelo. Era un capricho, algo bonito con lo que comenzar. Había visto la cinta en oferta en la mercería a la que había ido para hacerle un recado a mi madre y enseguida había pensado en Esteban. Cada vez me sorprendía más a menudo pensando en él entre cita y cita. Pero no quería analizar los motivos.

–Quiero que te tumbes de espaldas –le ordené.

Él dio un paso atrás, y luego otro, antes de volverse y subirse a la cama. Había quitado la colcha antes de que yo llegara y pude tomarme un respiro para disfrutar de la visión de un hombre hermoso y obediente tumbado sobre unas inmaculadas sábanas blancas, antes de ir en busca de los objetos que ya había colocado sobre la mesa.

Había elegido la cinta porque me había parecido algo juguetona, y la idea de convertirle en un regalo para mí me complacía. El fino y suave objeto que tenía en mi mano en ese momento, sin embargo, no había sido una compra impulsiva. Me había llevado mucho tiempo encontrarlo, asegurarme de elegir el correcto. Moldeado en pesado cristal templado, el peso bastaría para hacer mucho daño en caso de que se cayera sobre un pie… o las pelotas. No se parecía a un juguete sexual, sino más bien a una escultura vanguardista, en cristal transparente con vetas azules, rojas y naranjas. De tacto frío, podía calentarse agradablemente hasta alcanzar la temperatura del cuerpo. Según la información del producto, se podía lavar en el lavavajillas, aunque la idea no me resultaba nada seductora. Tenía un juguete similar en mi casa, más largo y un poco más grueso, pero la curvatura de ese había sido diseñada para acariciar cuidadosamente la próstata. Ese juguete no era para mí.

Con el tapón de cristal en una mano y un frasco de lubricante en la otra, me arrodillé sobre la cama entre las piernas de Esteban.

–Te he traído otro regalo.

–¿Qué es eso? –incorporándose sobre un codo para mirar, él sonrió.

–Ya sabes lo que es.

Dejé el lubricante sobre la cama y deslicé mi mano por la cara interna de su muslo. Esteban se afeitaba el torso y las pelotas, pero en el muslo mis nudillos recibieron las cosquillas de un vello fino y negro. Con la punta de los dedos acaricié su polla, y luego seguí hacia abajo.

Sus rodillas se separaron de inmediato, dándome acceso a su cuerpo. Cuando tomé las pelotas con las manos ahuecadas, Esteban me obsequió con otro de esos deliciosos suspiros y basculó las caderas.

–Mira tu bonita polla chorreando para mí.

Rodeé la punta con un dedo hasta que estuvo mojada y lo sostuve en alto. Nuestras miradas se fusionaron mientras yo me chupaba la punta del dedo. Era una actuación dedicada a él, para arrancarle otro de sus ruiditos, pero no era mentira. El hecho de que estuviera tan duro, tan excitado que goteaba para mí antes de que apenas lo hubiera tocado siempre me encendía.

–Dime qué quieres –volví a preguntarle, con voz suave y baja. Una caricia, no una bofetada.

Esteban se retorció sobre la cama y posó las plantas de los pies sobre el colchón mientras separaba aún más las rodillas. Cerró los puños sobre la sábana, pues sabía muy bien que más le valdría no intentar tocarme. Durante un segundo deseé que lo intentara, yo jamás le haría daño de verdad, pero ¿disciplinarlo? Desde luego que sí. Eso sí podíamos hacerlo.

–Quiero verte –me pidió.

Yo fingí reflexionar sobre ello, sosteniendo el tapón de cristal en alto, mientras con la otra mano jugueteaba con los botones de mi blusa. Uno, dos, mostrando un atisbo de pezón. Lo mejor de tener los pechos pequeños era que una no necesitaba llevar sujetador, algo que Esteban había reconocido, lo volvía loco de deseo. Me paré. Él gimió. Yo reí, y él también. Posé mi mano libre sobre su estómago y la que sujetaba el tapón sobre la cama para apoyarme mientras me inclinaba sobre él, deslizando mi boca sobre su barbilla antes de mordisquearle.

–No –contesté–. Hoy todavía no te lo has ganado.

Y entonces Esteban levantó las manos para tocarme. Sus manos se deslizaron sobre mis muslos y caderas, levantándome la falda. Me besó la mejilla y la barbilla, y luego encontró mi garganta donde me mordisqueó y chupó como a mí me gustaba.

–¿Podría convencerte? –me preguntó al oído mientras subía las manos hasta los pechos y jugueteaba con los pezones a través de la fina tela de mi blusa. Al sentirlos endurecerse con sus caricias, Esteban gimió suavemente–. Mucho más fácil tocarte…

Yo lo abofetee, aunque no muy fuerte y le agarré la barbilla, clavándole las uñas. Esteban cerró inmediatamente los ojos. Su cuerpo se tensó. Levantó los brazos por encima de la cabeza y entrelazó los dedos de sus manos.

Estuve a punto de llegar allí mismo. Su reacción era el mejor afrodisíaco del mundo.

–Me tocarás cuando yo te diga que puedes tocarme –le advertí en voz baja, peligrosa, firme.

–Sí, mi diosa.

–Joder, cómo me gusta cuando dices eso –aflojé los dedos y, rápidamente, alivié con la lengua las marcas que le habían dejado en la piel. Después me senté–. Mírame.

Él lo hizo.

Me revolví entre sus piernas y me senté a horcajadas sobre uno de sus muslos para presionar mi coño contra él. Se me habían mojado las bragas. Sostuve en alto el lubricante y el juguete de cristal.

La polla de Esteban se irguió de un salto. También lo hicieron los músculos de la cara interior de sus muslos y, un momento después, cuando presioné con un dedo húmedo su ano, también se tensó ahí.

No era la primera vez que jugaba con su culo. Una de las primeras cosas sobre las que habíamos hablado cuando comenzamos la relación había sido sobre lo que nos excitaba y lo que no. Los límites, duro y suave. Expectativas. Palabras de seguridad. Habíamos sido muy prácticos y elaborado sendas listas. Nuestro acuerdo no tendría validez en un juzgado, pero lo habíamos trabajado en profundidad para asegurar que nos fuera bien a los dos. Realista, quizás en exceso.

Pero no se trataba de una relación amorosa.

Sí era, sin embargo, la primera vez que utilizaba un objeto sobre él, en lugar de limitarme a los dedos o la lengua. Esteban me había hablado de sus fantasías sobre ser tomado de esa manera, y aunque aparentemente lo nuestro daba la impresión de consistir únicamente en lo que yo quería, lo cierto era que se trataba de satisfacer a ambos. Él quería complacerme, a mí me gustaba que me complacieran. Pero, sobre todo, lo que más me gustaba era ver cómo las pequeñas cosas que le hacía yo lo ponían duro. Le hacían sufrir. Me encantaba hacerle llegar para mí, su orgasmo un tributo. Algo que me debía y yo me merecía.

Calenté el frío cristal contra mi ardiente piel mientras le arañaba el interior de los muslos con las uñas. Haciéndole cosquillas en las pelotas y la cabeza del pene. Eché lubricante sobre la punta y lo acaricié entero, aunque cuando empezó a moverse dentro de mi puño cerrado, solté una carcajada y me detuve.

–Por favor –Esteban soltó una risa entrecortada.

–Así no –le pellizqué la tetilla, no tan fuerte como para que le doliera, pero sí lo suficiente–. Sabes cómo me gustan tus frases en español.

Cuando lo pellizqué tenía las caderas basculadas y volvió a soltar un respingo.

Compláceme, por favor.

Despatarrado para mí, desencajado, aunque sin moverse porque yo no le había dado permiso, Esteban consiguió dibujar una sonrisa traviesa en su rostro. Basculó el cuerpo hacia arriba, consiguiendo hacer unas cuantas embestidas antes de que le agarrara la polla en la base para mantenerlo quieto. Sus ojos brillaban mientras deslizaba la lengua por el labio inferior y decía algunas palabras más en español. No las entendí. Tampoco me hacía falta. Por mí como si recitaba la lista de la compra o algún poema. Mi español se reducía a lo necesario para elegir el menú en el restaurante mexicano. Lo que me ponía era el sonido de su voz pronunciando palabras en su lengua materna, y él lo sabía.

Como respuesta a su traviesa provocación, presioné su ano con un dedo y le hice dar un respingo.

–¿Esto es lo que quieres?

–Oh… sí. Por favor, por favor, por favor… ¡Te lo suplico!

Probé la temperatura del cristal contra mis labios. Seguía frío, pero ya no tanto. Lo sostuve en alto.

–¿Quieres esto?

Él intentó contestar, pero solo logró producir un sonido suave y desesperado. Yo sonreí y deslicé el juguete por su pierna hasta dejarlo sobre su tripa unos segundos para que pudiera comprobar el peso. La sonrisa de Esteban se relajó, la mirada se perdió.

Conocía a mujeres que se enorgullecían de hacer llorar o aullar a sus mascotas, pero ni siquiera de niña me gustaba romper mis juguetes. Me gustaba mucho más que el hombre que tenía debajo se retorciera y me suplicara que lo permitiera alcanzar la liberación, no porque le estuviera haciendo daño sino porque le hacía sentir insoportablemente bien. Solo sabía que me gustaba y que lo deseaba, y que Esteban me lo daba. Unas pocas caricias más de su polla y explotaría para mí, pero no hasta que yo se lo permitiera.

Eso era el poder. Eso era el control. En esos momentos yo era su dueña.

Además, ¿a qué mujer no le gustaría verse convertida en una diosa?

De nuevo la pulsación del deseo palpitó entre mis piernas, mitigándose un poco mientras untaba el juguete con el lubricante y lo presionaba lentamente contra él. Esteban siseó entre dientes y se tensó, y yo volví a acariciar su pene.

–Abre –susurré.

El tapón estaba tan bien diseñado que prácticamente se colocó él solo, la curva apuntando hacia el estómago de Esteban, de tal modo que le presionaría la próstata. La base ensanchada tenía una anilla que impedía que se introdujera en exceso, y también que se pudiera agarrar, para que yo pudiera sacarlo y meterlo. Lo hice, y Esteban gritó. Fue un grito grave y gutural, semejante al dolor. Yo lo conocía, a él y sus sonidos, lo bastante bien como para saber que, si bien podía resultarle algo incómodo, le gustaba más de lo que le desagradaba.

Solté el juguete y volví a deslizar mis manos por la cara interna de sus muslos. No le toqué la polla, pero sí mojé un dedo en el líquido claro que se acumulaba sobre su estómago. Me deslicé por su cuerpo hasta posar la yema del dedo en su labio inferior, y luego me lo metí en mi boca, disfrutando de su sabor.

–Dime qué quieres –murmuré en su oído.

–Complacerte –él volvió el rostro hacia mí. Su aliento ardía.

Yo ya estaba deslizando mis braguitas por las caderas y los muslos para quitármelas. También me subí la falda para mostrarle mi desnudez, y las medias enganchadas con liguero. Su pene volvió a dar una sacudida, golpeándose el estómago. Si hace unos años alguien me hubiera asegurado que las erecciones se movían por voluntad propia, que no era solamente algo que se leía en las novelas eróticas, me habría reído. Pero en esos momentos sabía muy bien cómo la verga de un hombre, tensa hasta el punto de vaciarse con una caricia más, podía palpitar y sacudirse.

–Quiero tu boca sobre mí, Esteban.

Él gimió y basculó las caderas de modo que su polla volvió a apuntar hacia arriba. Sabía que su culo estaría sujetando el juguete. Un reguero del anticipo de la eyaculación colgaba de la punta del miembro y yo me detuve de nuevo para admirarlo. A continuación me di la vuelta y, mirando de frente a su verga, me senté a horcajadas sobre la cara de Esteban para que su habilidosa lengua y labios tuvieran acceso a mi tenso clítoris.

Había llegado mi turno de gemir y contener la respiración al ritmo de los movimientos de la boca de Esteban. Me moví sobre su lengua, mis manos apoyadas en sus caderas mientras me inclinaba hacia delante. Le acaricié la punta del pene con mi propia lengua, pero no lo tomé con mi boca. Quería excitarlo, pero también excitarme yo, y sabía que en cuanto lo metiera en mi boca, perdería todo control.

Él me sujetó las caderas y yo no se lo impedí. Me gustaba sentir las manos allí, agarrándome. Quizás me dejaría una o dos marcas.

Alargué una mano y volví a agarrar el tapón con un dedo. Mientras me retorcía sobre su cara, permitiendo que su lengua y sus labios me llevaran hasta el clímax, moví rítmicamente el tapón, pero sin meterlo y sacarlo como si me lo estuviera follando, sino presionando con delicadeza, pero sin pausa, sobre ese punto interno del placer. Esteban empujó el pene hacia arriba y yo acaricié la punta durante un instante hasta que emitió un grito ahogado contra mí. Entonces me detuve. Aflojé el ritmo. Giré las caderas para empujar el clítoris contra él al ritmo de la presión que estaba imprimiendo contra su próstata.

–Siéntelo –le dije casi sin aliento.

Me costaba articular las palabras, mi voz muy lejos de la tranquilidad o la firmeza. Pero quería que me oyera hablar así, la voz entrecortada, para que supiera lo mucho que me estaba agradando.

–¿Lo sientes?

–Sí –contestó él–. ¡Oh!

Con la mano apoyada en su cadera me empujé hacia arriba, el hueso duro bajo mi palma. Esa adorable polla estaba hinchada, suplicando liberación, el color más oscuro a medida que se ponía más dura. Estaba sin circuncidar, algo nuevo para mí, y permití que mis dedos acariciaran ese prepucio que se había retraído de la erección.

–Adoro tu polla –le dije como si tal cosa y me erguí lo justo para que le costara alcanzarme. Mi cuerpo estaba palpitante y tenso, tan al borde del precipicio, que quise sujetarme un momento más–. Esta gruesa y hermosa polla.

–Es tuya –contestó él.

Y yo le permití mentirme porque ambos deseábamos fingir que era cierto.

–Soy tuyo –continuó Esteban–. Te pertenezco. ¡Ah!

Otra retahíla de palabras murmuradas en español, unas cuantas palabras que entendí, surgieron de sus labios en un desesperado y entrecortado suspiro. El sonido, las palabras, el tono hambriento de desquiciante placer que había en su voz, lo consiguió al fin. De nuevo le ofrecí mi coño y le permití saborearlo mientras me sentaba con las manos apoyadas en su pecho para cabalgar sobre su boca hasta llegar.

Mi cuerpo se sacudió con los fuertes espasmos del placer. Esteban me sujetó con fuerza, hundiendo los dedos en mi piel. Su verga volvió a brincar y él gritó contra mí. Mientras se me nublaba la visión de puro placer, vi cómo un espeso chorro salía disparado de él y aterrizaba sobre su estómago. Esteban llegó sin que me hiciera falta tocar su miembro, y yo me volví loca ante la imagen. Y llegué de nuevo, con la fuerza suficiente para sentirme débil. A medida que los espasmos del orgasmo desaparecían, rodé sobre mi espalda y quedé tumbada a su lado, floja y colmada, sobre la enorme cama.

Permanecimos tumbados en silencio un momento o dos, el sonido de nuestras respiraciones lo único que se oía. El fuerte latido del corazón que atronaba en mis oídos empezaba a disiparse. La mano de Esteban descansaba sobre mi pantorrilla. Mi cabeza estaba lo bastante cerca de su pierna para que yo pudiera besarle la rodilla simplemente girándome. Me senté sobre unas piernas entumecidas y tomé una de la toallas de mano que él había llevado del cuarto de baño y dejado sobre la cama.

–Despacio –susurré mientras sacaba el tapón de su interior y lo envolvía en la toalla para ocuparme de él después.

Utilicé un borde de la toalla para limpiar a Esteban y, cuando terminé, él desnudo y yo completamente vestida salvo por las braguitas, me acurruqué junto a él con la cabeza apoyada sobre su hombro.

Respiramos al compás. Yo posé una mano sobre su estómago, la piel todavía caliente y un poco pegajosa. Ya estaba flácido, pero algo en la intimidad de ese proceso me conmovió más de lo esperado, y volví a tomarlo con la mano ahuecada mientras le besaba el hombro. Con los ojos cerrados aspiré su aroma, consciente de que impregnaría toda mi ropa. La llevaría puesta el resto de la noche, hasta que me duchara para eliminar a ese hombre de mi piel. Pero de momento, sentía y olía a Esteban por todo mi cuerpo y, de momento, no me apetecía moverme.

Él iba a ducharse antes de irse. Siempre lo hacía. Siempre tenía cuidado de no dejar ninguna evidencia de que habíamos estado juntos, a diferencia de mí, que permanecía impregnada de él durante horas. Nunca le pregunté por qué lo hacía. No quería que me lo explicara, porque entonces lo sabría.

Su teléfono vibró sobre la mesilla de noche. Ninguno de los dos le hizo caso. Esteban me acarició los cabellos y me abrazó con más fuerza. El gesto no me pasó desapercibido. Había elegido atraerme más hacia sí en lugar de contestar la llamada, y eso podría significarlo todo, o no significar nada.

Unos segundos después el teléfono dejó de sonar y se oyó el pitido del buzón de voz. Él suspiró y me besó la sien.

–Tengo que irme –anunció.

Yo me acurruqué contra él, sopesando la posibilidad de volver a adoptar una actitud de firmeza, pero lo cierto era que si bien yo podía pedir, ordenar y exigir, al final él solo me hacía lo que deseaba hacer. Le besé el hombro y le di un pequeño mordisco para que se le cortara la respiración. Y luego me senté para que pudiera levantarse. Cuando salió de la ducha, los cabellos secados con toalla y otra toalla enrollada alrededor de las fibrosas caderas, extendí una mano y le ofrecí el último regalo. Esteban se sentó en el borde de la cama, a mi lado, y me sedujo con el tono sonrosado de sus mejillas arreboladas, y también de las orejas, que los cortísimos cabellos dejaban expuestas.

Tomó el fino tapón de silicona, parecido al que yo había utilizado, pero más pequeño y ligero y cerró los dedos en torno a él. Al principio no me miró, aunque se inclinó hacia mí. Yo le rodeé con un brazo y él hundió el rostro en mi cuello.

–Eres tan buena conmigo –susurró.

–Quiero que pienses en mí durante los días que no estamos juntos.

–Pienso en ti cada noche antes de dormirme –me aseguró.

–¿En serio? –encantada, moví el cuello sobre su mejilla.

Cuando intenté apartarme, Esteban me sujetó unos segundos más y yo le acaricié los cabellos.

–No quiero irme –susurró.

«Pues no te vayas», fue la respuesta que acudió a mis labios, aunque no pronuncié las palabras en voz alta. Me aparté con energía y le tomé una mano. No era la primera vez que le había dado una tarea para los días que estábamos separados, pero sí era la primera vez que añadía un accesorio.

–Quiero que te lo pongas por mí –le cerré la mano en torno al tapón–. En el trabajo. Todos los días no. Pero sí cuando yo te lo pida.

Y entonces, tal y como sabía que haría, Esteban asintió y me dio lo que le pedía.

Contestó que sí.