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© 2016, Jordi Canal-Soler

© 2016, de esta traducción: Abel Carretero Ernesto

© 2016, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinadoción

Maite Molina

Abel Carretero Ernesto

Portada

Vasco Lopes

Maquetación

Eric Balbàs

Traducción al castellano

Abel Carretero Ernesto

Corrección y revisión

Abel Carretero Ernesto

Jordi Canal-Soler

 

Primera edición: Noviembre de 2016

ISBN: 978-84-17142-19-3

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solamente se podrá dar con la autorización de sus titulares, menos las excpeciones previstas por la ley. Dirígase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
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Para Ale, Gerard y Ariadna, mi familia. Mis brújulas.

Este libro se complementa con las fotografías, vídeos y audios del viaje, disponibles en la web del autor:
 
www.jordicanal.com

 

 

CAPÍTULO 1: JUNEAU

Alaska, Tierra Salvaje

Visto a través de una de las minúsculas ventanas del Boeing 747 que me lleva de Anchorage a Juneau, el paisaje que veo entre la niebla es solitario, yermo y helado. Una espesa capa de nubes cubre la costa, pero de vez en cuando se abren amplios claros y puedo distinguir lenguas de hielo kilométricas que acaban muriendo en el mar. Aquí y allá, a intervalos, aparecen algunas montañas de casi seis mil metros de roca y hielo que se elevan por encima del mar de nubes. Estoy en Alaska, la tierra del hielo, los osos y el oro. Donde el hombre, el ser más insignificante de los que aquí habitan, intenta domar una tierra salvaje, indómita y peligrosa. Alaska, la última frontera. Donde la naturaleza aún es naturaleza.

La primera impresión que tengo de Alaska es la que tiene todo el mundo que asocia el nombre con el de una tierra fría: extensiones sin límite de hielo y roca, de largos glaciares y cumbres barridas por vientos huracanados. Una inmensidad rugosa de altas montañas, muchas de las cuales ni siquiera han sido bautizadas. Grande como un subcontinente, si cogiéramos su silueta y la superpusiéramos sobre un mapa de Europa, Alaska tocaría Florencia, Estocolmo, Belfast y Atenas, pero pese a ser el estado más grande de Estados Unidos es también el menos poblado, con poco más de 700.000 habitantes.

Y también es el estado más desconocido. Posiblemente porque las condiciones meteorológicas solo son favorables una cuarta parte del año, o tal vez porque queda muy lejos del resto de los estados, Alaska ha sido y es la gran olvidada de la Unión. Los Lower 48, como llaman a los estados del sur, contemplan a Alaska con recelo. Ven sus riquezas y las anhelan, pero temen su tierra salvaje, su clima hostil y su frío mordaz.

Quiero conocer la Alaska real, alejada de los tópicos, precisamente para comprobar si estos están fundados en la razón o tan solo son prejuicios creados desde la ignorancia. Quiero caminar por las tierras salvajes, conocer de primera mano los testimonios de sus habitantes, revivir la historia a través de sus monumentos y de sus personajes.

Lo comienzo a hacer tan solo con bajar del avión en el pequeño aeropuerto de Juneau, la capital de Alaska, con el primer animal salvaje: es un oso pardo. Grande, peludo, con largos colmillos sobresaliendo de una gran boca abierta y con las patas delanteras levantadas amenazándome con las uñas afiladas. Retrocedo instintivamente. El oso no se mueve, y cuando me acerco veo que bajo sus patas hay una pieza de bronce con el nombre del cazador y la indicación de dónde mató al animal. Al final, el nombre del taxidermista, el auténtico artista de Alaska. Cualquier espacio público de Alaska se puede utilizar para mostrar estas macabras obras de arte: aeropuertos, bancos, bibliotecas o hasta supermercados son las improvisadas galerías donde se exponen los animales disecados por las hábiles manos de los taxidermistas. Un pequeño oso de color canela, un inmenso grizzly erguido sobre sus patas traseras, una oveja de Dall de pelaje blanco y cuernos retorcidos o unos cuantos pájaros de patas largas son solo unos cuantos ejemplos de la multitud de especies que decoran las salas públicas y privadas.

Esto es Alaska, tierra salvaje.

 

Osos y coches

Salgo del aeropuerto de Juneau con un pequeño mapa que me han dado en la oficina de turismo y las indicaciones para encontrar una tienda de camping en la que pueda comprar un cartucho de gas para el hornillo. Bajo una lluvia fina que me obliga a sacar el Gore-Tex del fondo de la mochila, camino por la acera de la carretera hasta la intersección con Glacier Highway. Densos nubarrones envuelven las cumbres cubiertas de píceas que rodean el aeropuerto por el norte y tapan también el sol que podría calentar un poco el ambiente al sur. El resultado son diez grados centígrados de temperatura y la seguridad de que aún hará más frío. Huele a tierra mojada y a aroma de pino.

Con espasmos ruidosos, circulan por la carretera inmensos pick-ups y furgonetas Dodge, Ford y Chevrolet tan grandes como pequeños autobuses. Muchos más vehículos están aparcados fuera de los centros comerciales que están esparcidos por esta zona, la única parte de la ciudad que aún tiene espacio para crecer, ya que el núcleo antiguo de la capital de Alaska ocupa una pequeña franja costera encajada entre el mar y la montaña.

En las afueras hay unos cuantos centros comerciales, y en uno de ellos encuentro una tienda de deportes al aire libre, una sala llena de cañas y carretes para la pesca, cartuchos y ropa de camuflaje para la caza. El dependiente me indica dónde encontrar las bombonas de gas. Es un hombre delgado, alto, de cara alargada, cabello rubio que le cae por debajo de su gorra de béisbol con el logotipo de una conocida marca de cañas de pescar y un bigote al estilo Fu Manchú que le perfila la boca.

—De acampada, ¿verdad?

—Sí

—Entonces tal vez te convenga uno de estos.

Me enseña un expositor con toda una colección de recipientes y espráis: un repelente para mosquitos, una esencia de ciervo para que los cazadores atraigan a los machos, un jabón que elimina totalmente el olor humano de las prendas de ropa… Pero lo que el dependiente sostiene entre sus manos nudosas es un cilindro de gas con una trompeta al final, como una de aquellas sirenas enlatadas. La fotografía del folleto publicitario que la acompaña es suficientemente explicativa. Hay una foto de un primer plano de un oso griz-zly, con las grandes mandíbulas abiertas y los largos dientes llenos de sangre y babas en actitud agresiva.

—Este es el mejor espray para osos que tenemos. Pimienta y otros productos irritantes a alta presión. Una rociada en la cara del oso y tienes diez minutos para desaparecer de delante de él.

El folleto explicativo va más allá y detalla, con gusto macabro, cómo el propietario de la empresa que lo fabrica fue atacado por una osa que lo dejó malherido y a punto de morir. Una fotografía de escasos momentos después del ataque, con la cara de la víctima ensangrentada y llena de heridas, muestra a todo color las consecuencias de un ataque de estas características. Si no hubiera sido por su compañero de caza, que llevaba un pequeño espray de pimienta, las consecuencias de aquella agresión habrían sido fatales. Desde entonces, el superviviente del ataque se concentró en mejorar los productos de seguridad y actualmente su catálogo contiene una variada colección de tamaños de envases que forman una nube de polvo de capsaicina que abarcan desde un metro (para los más temerarios y que quieren llevar menos peso) hasta los diez metros, y toda una serie de complementos para llevarlos colgados del cinturón, la mochila o incluso el bastón de trekking.

Tengo previsto adentrarme en tierra de osos, y la visión de las fotografías me deja intranquilo.

—¿Es necesario todo esto?

—¡Hombre! Imprescindible no es… Pero es un elemento de seguridad que te puede salvar la vida. Tú mismo…

Le digo que no puedo llevar tanto peso, que ya voy cargado y que no quiero gastarme tanto. ¿Qué me recomienda? Salgo del establecimiento con un par de campanitas. No repelen los ataques de osos, pero si las llevas colgadas de la mochila mientras caminas, su sonido espanta a los osos. O eso es lo que dicen.

Es lo mínimo para sentirme un poco seguro.

 

Indios y buses

Pese a ser la línea principal, el autobús azul cielo que me lleva hasta el centro de la ciudad de Juneau solo pasa una vez cada hora por la parada en la que espero. El autobús es aquí el transporte de los pobres que no pueden permitirse un coche, de los ancianos que ya no pueden conducir y de los jóvenes que aún no tienen dieciséis años para poder llevar su propio coche. Dos señoras de edad avanzada bajan unas paradas más allá del Fred Meyer, el supermercado más grande de la zona, y un trío de indios tlingit, la etnia local, sube delante de unas casas deterioradas en uno de los suburbios de Juneau por los que pasamos. No parecen demasiado alegres. La mujer, muy gorda, se sube con dificultad al autobús y cae pesadamente sobre uno de los asientos. A cada lado de ella se sientan los dos indios y no se dirigen ni una palabra mientras dura el trayecto, con la mirada fija en el suelo o a través de la ventana. Uno de ellos lleva una camisa tejana ornamentada con un lazo de cintas alrededor del cuello. El otro, con un sombrero negro de cowboy bajo el que sobresalen largos cabellos negros y muy grasientos, con unos tejanos rotos, botas Dr. Martin’s con cordones naranja exageradamente anchos, una chaqueta americana negra y una corbata hecha con un pañuelo negro, llama aún más la atención. Por si no fuera suficientemente extravagante, lleva un bigote mal afeitado, unas gafas oscuras que le cubren media cara y, con la misma asiduidad con la que su compañero tose con sonoridad tuberculosa, se arregla el largo flequillo que le tapa la frente por debajo del sombrero. El trío indio baja delante del Regional Bartlett Hospital y desaparece con parsimonia hacia la entrada del centro de salud, con un silencio roto tan solo de vez en cuando por la tos enfermiza del hombre del lazo.

Dicen que Juneau es una de las capitales de estado de los EE.UU. más bonita. Sus calles están llenas de flores, ya sea en los tiestos colgados de las farolas o en los jardines de las casas bajas y multicolores que llenan las laderas boscosas del monte Roberts. Hay pocos edificios altos, y más que una gran metrópoli parece un pueblo que ha crecido rápidamente pero que aún conserva el encanto de las pequeñas poblaciones.

El autobús me deja en Admiral Way, justo ante el enorme edificio de la biblioteca, que domina un muelle con dos o tres hidroaviones amarrados y un aparcamiento lleno de grandes trucks y furgonetas, con cajas de carga posterior destapadas y una omnipresente nevera detrás para mantener fríos los refrescos. Subo a la biblioteca, que está en la última planta de un edificio para aparcamientos. Los grandes ventanales de la biblioteca se abren directamente sobre el agua del canal de Gastineau, la porción de mar que separa Juneau de la isla de Douglas. Por todo el canal circulan lanchas recreativas, barcos de pesca, y ocasionalmente se elevan o amaran los omnipresentes hidroaviones. Durante gran parte de la semana, sin embargo, la visión sobre el amplio canal y las casas residenciales de la isla de Douglas, sobresaliendo cada una de ellas como pequeñas islas en un mar de píceas oscuras, queda reducida a unos cuantos camarotes del crucero de lujo que atraca en el muelle delante de la biblioteca.

 

Red Dog Saloon

Juneau no es tan solo la capital de Alaska, sino que también es la capital de los cruceros que recorren los fiordos del sureste de Alaska. El gran puerto de Juneau permite la llegada de cinco cruceros simultáneos y muy a menudo estos cinco coinciden, descargando en las calles de la pequeña capital ingentes cantidades de turistas ávidos de experiencias.

Por suerte, las experiencias que buscan este tipo de turistas se limitan a las que pueden encontrar en la gran cantidad de tiendas de souvenirs y todo tipo de objetos lujosos que hay en la parte baja de Franklin Street, la calle principal de Juneau. Los turistas que son más aventureros suben a los autocares que ya les ha preparado la misma compañía de su crucero para ir a pisar el centro de información de Mendenhall Glacier o cogen el teleférico que los lleva hasta seiscientos metros de altitud, por encima de los árboles del monte Roberts, para contemplar las vistas del canal de Gastineau y pasar el día en el restaurante y en las tiendas del complejo.

Para aquellos que quieren recuperarse de tanta actividad, el día puede acabar con un reconstituyente en el Red Dog Saloon, el ancestral bar que ocupa un edificio de madera en una esquina delante de la biblioteca. Es una de las atracciones principales de la ciudad, y cuando entro intrigado por su renombre entiendo el porqué.

La entrada tiene las típicas puertas batientes de las películas del Far West, bajo un gran cartel con el nombre del bar y su logotipo, la silueta de perfil de un terrier de color rojo. Como es por la mañana, aún no ha llegado la oleada de turistas que lo ocuparán a partir de media tarde. Solo una pareja de ancianos nostálgicos ocupa una de las mesas redondas que hay en la amplia sala interior, con el suelo cubierto de una gruesa capa de serrín y las paredes de plancha de madera envejecida llenas de objetos y souvenirs de todo tipo.

El barman, que se sostiene los pantalones sobre un gran vientre con los mismos tirantes rojos que venden en la tienda del saloon, me mira de reojo mientras limpia vasos de cerveza y habla con una parroquiana sentada a la barra. Le pregunto si puedo sacar fotos. Encoge los hombros resignado. Tú mismo.

Una de las paredes está llena de tarjetas de visita de los miles de clientes que han pasado por el saloon, otra expone una colección de cabezas disecadas de todos los grandes mamíferos que se encuentran por las montañas de los alrededores y en otra cuelgan las armas que los habrían podido matar, entre ellas una de las pistolas del famoso Wyatt Earp. En la pared que hay tras la barra del bar sobresale el tórax y la cabeza de un inmenso grizzly, que tiene el resto del cuerpo en el otro lado de la pared, donde se encuentra la tienda de souvenirs del saloon. En un ángulo cuelga una colección de flotadores salvavidas y en el centro de la sala, en la gran columna central que soporta el techo de madera, han colgado la figura de un leñador que escapa de un oso disecado que lo persigue columna arriba. Pintada sobre la madera, se lee una advertencia: «Si nuestras bebidas, comida o servicio no llegan al nivel que desearías, baja el nivel».

Me imagino el aspecto que debía de tener el interior de este o de cualquier otro saloon de la ciudad a finales del siglo xix, cuando los bares estaban llenos de mineros de la zona que iban a refrescarse las gargantas llenas de polvo de mineral después de las duras jornadas laborales y buscaban todo tipo de distracciones. Juneau vibraba en aquella época con las máquinas que perforaban la montaña buscando el mineral y con la frenética actividad que la industria minera comenzaba a adquirir en Alaska.

Ahora la ciudad solo vibra con la presencia de oleadas turísticas vertidas por los cruceros. Y estos, como las olas, son intermitentes.

 

Herencia minera

Delante del mar, en una plaza, una escultura de bronce de dos mineros operando una perforadora neumática recuerda el origen minero de la ciudad. Cuando en 1880 Joe Juneau y Richard Harris descubrieron oro en los riachuelos cercanos a donde se halla ahora la ciudad de Juneau, hombres y mujeres de todo el mundo vinieron a la zona ilusionados por el metal precioso. Alaska comenzó a significar esperanza, libertad y sueños hechos realidad. Pronto, sin embargo, las pepitas que se podían recoger con el método tradicional de la pala y el plato comenzaron a escasear y la única manera que permitía llegar al oro era excavando directamente en la roca, una tarea que difícilmente los mineros individualistas que habían explotado la zona hasta entonces podían llevar a cabo.

La extrema pobreza de la mena de mineral pedía a gritos técnicas más efectivas para extraer el oro. Por cada onza de mineral del metal precioso se necesitaban procesar veintiocho toneladas de mena. Con los mineros llegaron los ingenieros y financieros necesarios para sacar adelante aquellas extracciones. Aquello era trabajo de grandes compañías, que no tardaron en formarse para explotar los yacimientos. De las muchas que se crearon las más provechosas fueron la Treadwell Mining Co., la Alaska Juneau Mining Gold Co. y la Alaska Gastineau Mining Co. La actividad de estas poderosas empresas perfiló la historia y la población de la ciudad.

Más tarde llegaron los mercaderes, comerciantes, pescadores y sus familias, y a finales del siglo xix Juneau había dejado de ser un pueblo y ya era una ciudad. Las minas daban trabajo y riqueza a sus habitantes pero a la vez llenaban el aire con el ruido incesante de su maquinaria. Muchos de los empleados se quejaban de que durante la noche no podían dormir a causa del estrépito, pero otros estaban tan acostumbrados que cuando las máquinas paraban por Navidad y por la fiesta de la independencia del 4 de julio, se quejaban de que no podían dormir a causa del silencio.

A partir de 1906 Juneau fue la sede del gobierno territorial y, cuando las minas cerraron en 1944 a causa del agotamiento de la mena, la economía se focalizó en otro punto que resultó igualmente provechoso: el gobierno y su funcionariado. Actualmente una porción muy importante de su población trabaja para el gobierno estatal, federal o local.

Y casi se puede decir que el resto se dedica al turismo.

 

El Capitolio

Al contrario que el de las otras capitales de estado de la Unión, el Capitolio de Juneau no es una réplica en miniatura del de Washington y por tanto es el único Capitolio oficial de los Estados Unidos que no tiene una cúpula que corone el centro del edificio. El Capitolio ocupa en realidad el antiguo Federal Building, construido en 1931 con hormigón y obra vista reforzada visualmente con cuatro grandes columnas dóricas de mármol que sostienen un voluminoso balcón. Cuando Alaska se convirtió en Estado en 1959, la falta de un edificio en Juneau que pudiera realizar la función de Capitolio se resolvió simplemente con un cambio de nombre, y el Federal Building pasó a ser la sede de la Administración de Alaska. En su interior es donde se reúne la legislatura del estado y donde se hallan las oficinas del gobernador, donde ejercieron Frank Murkowski, Sarah Palin, Sean Parnell y Bill Walker.

Entro intrigado por la política americana. Realizan visitas guiadas, y la de hoy la lleva un tal Ben, un estudiante de secundaria que se gana un extra en verano guiando turistas. Lo primero que nos enseña es lo que ya hemos visto todos los que seguimos la visita: la entrada del edificio. En el vestíbulo nos muestra los dos plafones de cerámica que decoran las paredes y que ilustran la caza de caribús como cosecha de tierra y la pesca de salmones como cosecha de mar. Más significativos son los detalles que ornamentan las vigas del techo y que representan las principales riquezas del estado: un pez para la pesca y la caza, un pico y una pala para el oro y el petróleo, un árbol para la silvicultura y un iglú para los nativos de Alaska.

—Pero no os equivoquéis, ¿eh? —explica enseguida Ben—. Los esquimales de Alaska nunca han vivido en iglús.

Nos enseña la cámara legislativa, donde se reúnen a principios de año los veinte senadores, y la cámara de representantes, donde se reúnen los cuarenta representantes elegidos cada dos años. Aislada por la distancia del gobierno central de Washington, la historia política de Alaska cuenta con algunos episodios realmente memorables que no habrían podido suceder en territorios más cercanos a la capital de los Estados Unidos. El más sonado de estos episodios lo protagonizó el gobernador John F.A. Strong. Fue nombrado gobernador de Alaska en 1913, mientras esta era aún un Territorio de los Estados Unidos y no un Estado con plenos derechos. El gobernador Strong tuvo que abandonar el cargo en 1918, cuando se descubrió que en lugar de ser ciudadano norteamericano, en realidad era canadiense.

—Estas cosas —dice Ben con una sonrisa irónica en los labios— solo pueden pasar en Alaska.

 

Rastros de ortodoxia

Yendo hacia el albergue en el que pasaré la noche, en la parte alta de la ciudad de Juneau, sigo la empinada calle de Main Street hasta la 5th Street, flanqueada a ambos lados por casas solitarias de dos o tres pisos, revestidas de madera de colores chillones y con coches gigantescos aparcados delante de sus portales. Algunas de estas casas son viejas, y datan de la misma fundación de Juneau. Esparcidas entre estas casas centenarias, se hallan unas cuantas iglesias muy antiguas. En un radio de cuatro calles cuento tres: la iglesia de la Sagrada Trinidad, la catedral de la Bendita Virgen María y la iglesia de San Nicolás.

De las tres, la más interesante es la de san Nicolás. Es de paredes de madera pintada de blanco con ventanas de marcos de color azul cielo. Pero aparte del color chillón, lo que es más espectacular es la planta arquitectónica: tiene ocho caras, una por cada uno de los días de la semana más la octava por el día del Señor según la liturgia ortodoxa rusa. El tejado de vertientes inclinadas está coronado por una cúpula bulbosa dorada rematada por una cruz rusa. La iglesia fue construida a finales del siglo xix por los indígenas tlingit con la ayuda de los mineros de origen eslavo, para tener un lugar de oración para la práctica de la ortodoxa rusa que era, entonces, y lo sigue siendo en la actualidad, la religión de mayor seguimiento entre los indígenas del sureste de Alaska.

Tenemos que remontarnos al descubrimiento de Alaska para entender la presencia de la iglesia rusa en territorio americano: Alaska fue descubierta por los rusos. El gran explorador danés Vitus Bering, que trabajaba comisionado por el zar Pedro el Grande, descubrió ya durante su primera expedición de 1728, que Siberia y América estaban separadas por un mar. No vio la tierra que había más allá a causa de la niebla y el mal tiempo, pero sabía que no había continuidad entre los dos continentes. Posteriormente, los cartógrafos homenajearon al gran explorador bautizando el trozo de mar que separa los dos continentes más grandes del globo terráqueo con el nombre de estrecho de Bering.

Bering consiguió volver a San Petersburgo para informar al zar y, con el apoyo de este, en 1733 volvió a marcharse con la misión de explorar con más profundidad aquella nueva tierra. La expedición comenzó por tierra y la formaban más de diez mil hombres que tardaron siete años para cruzar toda Siberia y llegar a Kamchatka. Bering llegó a la costa del Pacífico de esta península y construyó dos barcos, el San Pedro y el San Pablo. Allí donde estuvieron las atarazanas improvisadas, fundó una ciudad que bautizó en el nombre de los dos barcos: Petropavlovsk.

 

El descubrimiento de Alaska

Desde la recientemente fundada Petropavlovsk, en la Kamchat-ka rusa, en 1741 Vitus Bering y parte de sus hombres se hicieron a la mar dirigiéndose hacia el Este. Una tempestad separó los dos barcos de la expedición cerca de las brumosas islas Aleutianas. El San Pablo, comandado por Alexei Chirikov, llegó hasta una tierra cubierta de píceas, y el capitán envió a tierra once hombres para inspeccionar el terreno. Ninguno de aquellos hombres volvió. Chirikov envió ocho marineros más para investigar, pero cuando pasaron los días y ni estos ni los otros hombres habían vuelto al barco, Chirikov ya no quiso desembarcar y decidió volver. Al cabo de unos años, circularía entre los indios tlingit una leyenda que hacía referencia a la llegada de unos hombres blancos. Explica la historia que un feroz guerrero tlingit vestido con piel de oso eliminó uno a uno a los recién llegados. A su retorno a Petropavlovsk, Chirikov aún perdió veinte hombres más a causa del escorbuto.

El destino del San Pedro, capitaneado por Bering, resultó en un inicio más prometedor. El 15 de junio de 1741, llegó a la isla de Kayak, cerca de la que después sería la ciudad de Cordova, en Alaska. Bering no pudo desembarcar en la isla, pero sí que lo hicieron algunos de sus hombres, entre ellos el alemán Georg Wilhelm Steller, que viajaba en la expedición como naturalista. Steller reconoció entre los pájaros que se paseaban por los árboles de la isla un primo del arrendajo azul americano, y esta fue la primera prueba tangible de que la expedición había llegado realmente al Nuevo Mundo desde el Oeste. En honor de aquel descubrimiento, el Cyanocitta stelleri, de cola y alas de azul cobalto y el cuerpo y la cabeza crestada de color negro se conoce hoy en día como arrendajo de Steller. Steller, además, también da nombre a otros dos animales: una especie de eider y el león marino de Alaska.

La isla de Kayak no estaba habitada por ninguna tribu indígena, y eso permitió que la tripulación del San Pedro pudiera avituallarse de agua fresca para el viaje de retorno a Kamchatka. Pero en la isla y en el resto de la costa que exploraron no encontraron comida y, con una tripulación cada vez más debilitada por el hambre y el escorbuto, Bering decidió volver a Kamchatka. Él no llegaría nunca. El San Pedro naufragó en la isla que desde entonces lleva el nombre del explorador, y él mismo y unos cuantos de sus hombres perdieron la vida. El resto de la tripulación consiguió pasar el invierno de mala manera, principalmente gracias a la caza de nutrias marinas, que no tenían miedo del hombre y que les proporcionaron alimento y ropa de abrigo. La primavera siguiente, los supervivientes construyeron una nueva embarcación con los restos del naufragio y llegaron a Kamchatka unos meses después.

Algunos de aquellos supervivientes del San Pedro regresaron a San Petersburgo con los recuerdos de aquella odisea, y entre estos souvenirs, los abrigos hechos con las pieles de las nutrias que habían matado. Aquellas pieles finísimas no pasaron inadvertidas para los peleteros de la capital rusa, que vieron un potencial enorme y comenzaron a enviar expediciones a Alaska para volver con más pieles de nutria. Pronto, la nueva tierra se llenó de mercaderes que intercambiaban o compraban pieles a los nativos. Se fundó la Compañía Ruso-americana, que tenía el monopolio de la peletería y, arrastradas por esta, las ciudades en el nuevo territorio comenzaron a florecer y a crecer. La llegada de los primeros misioneros ortodoxos marcó el inicio de una época de estabilidad y de paz, ya que la religión y los matrimonios interraciales permitieron que los indígenas aceptaran a los rusos sin demasiados tropiezos.

Aquellos misioneros rusos lo hicieron tan bien que aún hoy la religión ortodoxa es la que tiene más fieles en Alaska, y es gracias a estos que en más de ochenta comunidades nativas se mantiene el legado cultural de la América rusa.

 

Alaska en venta

El reinado ruso sobre Alaska solo duró 126 años. A finales de la década de 1860, el Imperio británico se estaba extendiendo por todo el mundo bajo la enorme influencia de la reina Victoria. Canadá estaba tomando forma y sus fronteras occidentales con Estados Unidos comenzaban a estar en disputa. Los rusos habían perdido recientemente la Guerra de Crimea con los ingleses y estaban preocupados por la vulnerabilidad de sus costas del Pacífico. Alaska estaba demasiado lejos y los rusos no podían controlarla bien.

Tarde o temprano, aventureros y buscafortunas americanos comenzarían a remontar la costa hacia Alaska y se establecerían allí. Era necesario vender la tierra mientras todas las potencias aún la consideraran rusa. Rusia no ofreció Alaska a Canadá, su vecino natural. Este dependía de la corona inglesa, y el zar la consideraba ya demasiado potente. Por eso, los rusos ofrecieron Alaska a los Estados Unidos, a quienes les unía un reconocimiento moral, ya que, durante la Guerra de Crimea, los políticos americanos habían intervenido en las diferentes cortes europeas defendiendo la posición y las razones morales de Rusia durante el conflicto.

El 30 de marzo de 1867, el secretario de estado William H. Seward firmó el contrato con los rusos para la compra de Alaska por 7,2 millones de dólares de la época (al precio de 2 centavos por acre). En aquellos momentos, la opinión pública americana le tildó de irresponsable. ¿De qué serviría aquella tierra congelada?, se preguntaban la mayoría de diarios de la época. ¿Era necesario hacer un gasto tan importante cuando se acababa de salir de una guerra civil? Nadie recordaba que la compra de Luisiana había sido mucho más cara, y nadie se quejaba ahora de que Estados Unidos poseyese aquella extensión de terreno.

El desconocimiento de las posibilidades del nuevo territorio combinado con su lejanía, sin embargo, creó entre los americanos una animadversión tan considerable contra el secretario de estado que muchos de los diarios de la época llamaron a la nueva adquisición la Locura de Seward, o el Congelador de Seward. Otros diarios, más en contra de la idea que de la persona, se referían a Alaska como Walrusia (haciendo un juego de palabras entre «walrus», morsa en inglés, y Rusia).

El tiempo se ha encargado de dar la razón a Seward. El oro y el petróleo han convertido a Alaska en la niña de los ojos de América y actualmente cada último lunes de marzo los habitantes de Alaska celebran orgullosos el Seward’s Day. En cambio, a los rusos les rechinan los dientes cuando se acuerdan de aquella venta tan barata. Hasta el político nacionalista ruso Vladimir Zhirinovsky pidió anular aquella venta como punto de partida en su cruzada por reconstruir el Imperio ruso. No hay nada que hacer porque el recibo, el cheque de compra y el tratado firmado están bien guardados bajo llave en los Archivos Nacionales de Washington D.C. Los Estados Unidos fueron los que acabaron ganando más en la compra de Alaska, pero no se puede negar que lo hicieron todo legalmente.

 

Alaska, el 49º estado

Desde que en 1847 los Estados Unidos compraron Alaska a los rusos, por un tiempo pareció que el Congreso americano no sabía exactamente qué hacer con aquel pedazo de tierra. Ni siquiera sabían cómo llamarlo o cómo gestionarlo. En 1867 recibió el nombre de Distrito Militar de Alaska y, sin considerar necesario dotar con un gobierno civil a la población dispersa del nuevo territorio, el ejército americano, bajo la comandancia del general Jefferson C. Davis, fue asignado para mantener la ley y el orden. Un año después pasó a llamarse Departamento de Alaska y, cuando en 1877 el ejército fue retirado por su poca eficacia en resolver conflictos, el nuevo Distrito Fronterizo de Alaska pasó a ser controlado únicamente por un recaudador de aduanas.

A partir de 1880, con la llegada de los primeros buscadores de oro y la necesidad de establecer las propiedades de las minas, el gobierno civil se hizo imperativo. En 1884, el Congreso de Estados Unidos otorgó a Alaska su primera First Organic Act, basada en el código civil de Oregón, que la convertía en el nuevo Distrito de Alaska y la dotaba de un gobernador y un tribunal de distrito con un juez, un abogado, un alguacil y cuatro representantes. Alaska conseguía así su primer gobierno civil.

Desde el primer día se debería haber llamado Territorio de Alaska, pero este nombre habría presupuesto un eventual paso a Estado, y muchos de los congresistas no estaban de acuerdo. Aún faltarían noventa y dos años hasta que Alaska consiguiera el reconocimiento que tiene actualmente. Los principales opositores de la formación del Estado de Alaska eran algunos de los estados del sur ya consolidados, especialmente el Estado de Washington, ya que con la conversión a Estado de Alaska con plenos derechos, los comerciantes de Seattle perderían todo el monopolio que hasta entonces habían disfrutado por las transacciones con Alaska.

Ya en 1916 el juez James Wickersham, delegado territorial para Alaska en el Congreso, pasó un proyecto de ley para llegar a Estado, pero no llegó a finalizarse. No sería hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, después de que el conflicto bélico demostrara el papel que podía representar Alaska en el conjunto de los Estados Unidos y después de que la Alaska Highway comunicara el territorio con el resto del continente por tierra, que los sentimientos de independencia estatal comenzarían a resurgir. En 1955, una convención en Fairbanks acabó con la creación de una constitución que los votantes aprobaron con mayoría en un referéndum, y los delegados del Congreso escogidos formaron un lobby que con tres años consiguieron su propósito: el 30 de junio de 1958 el Acta de Estado de Alaska pasó al Congreso y el 3 de enero de 1959, el Presidente Eisenhower firmaba la ley que proclamaba a Alaska como el 49º estado de Estados Unidos (Hawái pasaría a ser el 50º y último estado poco después). Los dos senadores y el congresista de Alaska podrían comenzar a votar en nombre de su propio estado.

 

Indios españoles

Camino hacia el albergue de Juneau bajo un chaparrón que vierte torrentes de agua. En la capital de Alaska llueve 223 días al año, y hoy seguro que está lloviendo la cantidad de cuatro días enteros. Llego al albergue empapado y, cuando quiero cambiarme en la habitación, veo que el agua ha entrado en la mochila y no tengo nada seco para ponerme. Cuando deja de llover, bajo a visitar las tiendas de recuerdos de Franklin Street con la idea de encontrar una camiseta de algodón que esté bien seca y un forro polar que me pueda abrigar durante el trekking que tengo pensado hacer a través del Chilkoot Pass. Aunque ya son pasadas las siete de la tarde, las tiendas aún están abiertas, principalmente para beneficiarse de las últimas compras de los turistas que aún no han regresado a sus cruceros.

Las tiendas están orientadas a esta tipología de turista náutico: cosas inútiles a precios desorbitados. Pero si se busca bien se puede encontrar alguna ganga y después de rebuscar un rato encuentro una camiseta económica y un jersey de forro polar con un dibujo tlingit de una orca. En algunas paredes de la ciudad he visto pinturas de animales mitológicos con los típicos trazos de los indios haida o tlingit de la región, y el mismo dependiente que me atiende parece un indígena local. De mediana edad, piel olivácea y cabello negro y bastante largo, me pregunta si quiero que me envuelva las compras para regalo. Le digo que no, que me lo llevo puesto. Le pregunto por el significado intrincado de la decoración de la orca del jersey.

—No tengo ni idea —responde encogiéndose de hombros.

—¿Ah, no? —pregunto sorprendido—. Pensaba que eras un tlingit.

—¿Yo? No, qué va… Yo soy hispano.

—¡Ah! Entonces hablas español… —añado aún más sorprendido pensando que debe de ser mexicano.

Solo un poquito. En realidad, mis padres eran de España.

—¿Y no hablas español?

—Ya no…

Sacude la cabeza y, después, encogiéndose de hombros a modo de excusa, añade:

—Si no lo utilizas se pierde.

Salgo de la tienda contento por mi adquisición pero del todo desconcertado por mi aparente nulidad a la hora de establecer el origen de las personas que voy viendo. ¡Mira que confundir un español con un indio! ¡Ni que se tratara de un spaghetti western! Pero la verdad es que a no ser que los indios lleven algún atributo de su tribu (como algún dibujo tribal en la ropa, el pelo largo o alguna cenefa en alguna pieza de su indumentaria), los ojos más o menos rasgados, la piel amarillenta y el cabello de azabache, no es suficiente para distinguirlo de los mexicanos o de otros hispanos, o incluso de los filipinos. Fácilmente se confunden los tres orígenes por el aspecto físico y, por si eso no fuera suficiente, la posible confusión es aún mayor por el hecho de que los tres tipos trabajan en las tiendas de souvenirs.

 

Filipinos alaskeros

Paseando por las calles de Juneau, bajo la lluvia constante del verano del sureste de Alaska, confundo con demasiada facilidad a los hispanos, filipinos e indios tlingit que regentan las tiendas de recuerdos. La única manera de asegurar que alguno de los dependientes es filipino es entrever, entre todos los artículos colgados de las paredes o incluso del techo de las saturadas tiendas, algún cartel que diga “filipino cooking inside”. Eso y el olor a frito que entonces emana de la pequeña cocina que estos establecimientos tienen instaladas en un rincón es un indicador inconfundible del origen asiático de sus propietarios.

Los filipinos, sin embargo, no llegaron a Juneau para vender recuerdos en las tiendas cercanas al puerto. De 1920 a 1950, cuando América buscaba mano de obra barata para trabajar en las fábricas de enlatado de salmón en un tiempo en el que la inmigración china y japonesa estaba restringida, la solución más elemental pasó por alquilar mano de obra filipina. Al fin y al cabo, las Filipinas habían sido territorio americano desde 1899 hasta 1935, y lo único que necesitaba un obrero filipino para ir a trabajar a una de las muchas plantas de enlatado de Alaska era un certificado de nacimiento y un billete del vapor que le llevara a través del Pacífico.

El trabajo que encontraron al llegar a América fue muy duro para estos filipinos que, a partir de su viaje, fueron conocidos como alaskeros. Tenían que trabajar muchas más horas de las que les habían prometido, cobrando menos de lo que les habían asegurado y durmiendo amontonados en dormitorios comunitarios. Pero tuvieron que organizarse en sindicatos y poco a poco consiguieron reclamar sus derechos como trabajadores y, aunque muchos de ellos aún trabajan en la industria pesquera, ahora lo hacen en condiciones mucho mejores.

Los filipinos no fueron los únicos que lo pasaron mal en Alaska. Los propios indios, los pobladores originales de aquellas tierras, tuvieron que ver cómo día tras día eran más marginados y discriminados. No fue hasta 1924 que los nativos pasaron a ser considerados ciudadanos de pleno derecho de Estados Unidos, pudiendo votar a sus representantes, pero la discriminación duró aún muchos años más. Tendría que llegar 1945 para que se pasara al Senado de Alaska un proyecto de ley en contra de la discriminación.

Pero no son únicamente los inmigrantes o los nativos quienes encuentran dura la vida en Alaska. Cuando vuelvo a la habitación del albergue, me encuentro a un chico de California que está haciendo la maleta, malhumorado y con aire cansado. Se marcha mañana por la mañana, después de estar dos meses trabajando en una planta procesadora de pescado al norte de Juneau. Su experiencia no es buena y se queja mientras me la explica:

—La compañía que contraté para encontrar trabajo no me lo explicó todo. Quería trabajar aquí en verano para ganarme algo de dinero y me dijeron que tan solo tendría que cortar pescado. Solo eso, dijeron. ¡Lo que no me dijeron es que lo haría durante dos meses seguidos sin parar! Me huele la ropa, la piel y hasta el pelo. Y por más que me duche voy continuamente dejando un rastro de olor a pescado podrido que no ligo ni con las pescaderas… Como cualquier cosa y lo único que me viene a la nariz es el olor a pescado de mis manos. ¡Mierda de peces! ¡Mierda de ciudad!

Mientras me meto en la cama y escucho renegar al chico en la otra punta de la habitación, no puedo dejar de pensar que el pescado no debe de ser el único culpable de tanta tirria. Seguro que la lluvia también tiene algo que ver.

 

La bandera de Alaska

La tierra aún está mojada de la lluvia que ha caído durante la noche y el cielo grisáceo amenaza con descargar otra vez cuando salgo a explorar el resto de Juneau a la mañana siguiente. El aire húmedo es suficientemente fresco para llevar un jersey, pero llena los pulmones con el perfumado aroma de la hierba mojada y la fragancia etérea del bosque de píceas que cubre la sierra que rodea Juneau. Al otro lado del canal de Gastineau, las montañas de Douglas Island se ven salpicadas aún con algún nevero tardío. Es una mañana típica de verano en Juneau y decido aprovecharla con un poco de cultura.

Oncorhynchus nerkasockeye

Una serie de barandas a lo largo de las pasarelas me han dado hasta ahora una falsa confianza en la imposibilidad de encontrarme con algún animal más grande que las ardillas que de vez en cuando atraviesan corriendo el camino, pero cuando veo que la barandilla de madera acaba y el camino se pierde en un trozo de bosque solitario y silencioso, esta confianza se deshace como el hielo del glaciar. Se acaba fundiendo totalmente cuando veo a uno de los salmones al lado del camino, decapitado, destrozado y evidentemente pescado y devorado por un oso.

Consigo tranquilizarme un poco cuando escucho voces humanas más adelante. Me acerco y veo a un grupo de gente que está mirando el río desde la orilla, donde vuelve a haber barandillas. El grupo lo forma una familia de turistas y un guía indígena. Cuando estoy a su lado, observando con atención la cola de los salmones bajo el río, oigo que el indio, un hombre gordito de larga cabellera negra, gafas grandes de pasta, chaqueta tejana y un sombrero stetson de piel negra con dibujos tlingit de colores y una pluma atada a la cinta, dice sin dirigirse a nadie en particular:

—Vengo cada año y este espectáculo nunca deja de sorprenderme.

Estos peces han estado años en el mar y, cuando notan que les ha llegado su hora, remontan los ríos y van exactamente al punto en el que nacieron. Pero ni la ciencia ha averiguado aún cómo los salmones pueden llegar a conocer tan específicamente cual es el río del que provienen. Y eso que estos salmones no están demasiado lejos del océano… Los hay que, para llegar al lugar de la puesta, han de remontar miles de kilómetros de ríos, dejando de lado miles de afluentes para por fin escoger exactamente aquel que les vio nacer. Y no se equivocan nunca.

Justo cuando pienso que ahora que voy en grupo ya no tengo que temer nada de los osos del bosque, observo que el grupo se va, y hacia la dirección contraria a la que yo quiero ir. Oigo cómo el indio, con alegre espontaneidad, se dirige a su grupo:

—Eh, a ver si sabéis cómo se puede distinguir un oso negro de uno pardo… ¿No? Muy fácil. Os subís a un árbol. Si el oso os persigue trepando, es un oso negro. Si intenta derribar el árbol, se trata de un oso pardo.

Las risas del grupo no se me contagian. Aún he de atravesar el bosque y llegar hasta el aparcamiento.