Prólogo

En 1930, John Maynard Keynes escribió el ensayo Las posibilidades económicas de nuestros nietos. En el contexto de la Gran Depresión, Keynes intenta con este texto animar a sus conciudadanos recordándoles que a pesar de los duros desajustes económicos que están sufriendo, el crecimiento exponencial de la productividad que el capitalismo conlleva sigue su curso. Este aumento de la producción de riqueza apoyado en la tecnología inevitablemente terminará generando una situación en la que las necesidades básicas de todos los sujetos quedarán cubiertas. El que ha sido el gran problema económico desde el principio de los tiempos será así al fin resuelto y la humanidad deberá enfrentarse a una nueva era con nuevas problemáticas. La cultura de la acumulación pecuniaria y del trabajo que ha movilizado el capitalismo se volverá inservible, y habrá de ser reemplazada por un nuevo modelo ético más humanista y altruista.

Este testimonio, visto desde el presente, puede antojarse algo inocente, pero hay que recordar que el que lo firma es muy posiblemente el economista más influyente del siglo XX. Keynes dio un plazo de cien años para que se cumpliese su pronóstico; hoy, a menos de quince de la fecha límite, una parte importante de sus predicciones son ya una realidad. En el mundo, a pesar de que no se ha alcanzado la moderación en el crecimiento demográfico que Keynes esperaba, se produce actualmente suficiente comida y ropa como para alimentar y vestir a toda la población. Llevar agua potable a todas las personas del planeta supondría un esfuerzo económico perfectamente asumible con la tecnología actual.1 Una mínima cobertura energética e incluso sanitaria también tienen cabida sobre el papel, sin que ello suponga una gran revolución de las bases del capitalismo de consumo. Podríamos decir que los mejores augurios de Keynes en lo referente a la productividad, y a la disminución de la cantidad de trabajo necesaria para alcanzarla, se han cumplido. Ya vivimos en ese mundo tecnológico que puede satisfacer las necesidades de todos con un esfuerzo moderado. Keynes no tuvo en cuenta los problemas ecológicos que acarrearía la sobreexplotación de los recursos naturales, pero eso no es lo único en lo que se equivocó. Por algún motivo, a pesar de esta abundancia sin precedentes, mucha gente sigue muriendo de hambre y trabajando más de sesenta horas a la semana. Algo ha salido mal.

Empecé a escribir este libro movido por una preocupación moral básica y tangible: me angustia la situación de miseria material y precariedad laboral de la mayoría. En cambio, el texto que viene a continuación es fundamentalmente teórico. Considero que si se ha logrado producir esta cantidad de riqueza nunca antes vista pero no se ha conseguido compartirla, la crisis económica y social de Occidente ha de ser consecuencia de otra crisis, más profunda, de orden ético. Una crisis gestada en una ideología que sustentamos entre todos, desde las élites hasta los parias, y de la que todos, en diferente medida, somos responsables.


1. Un informe de la Organización Mundial de la Salud del año 2012 evaluó que una inversión de 29.000 millones de dólares al año durante cinco años sería suficiente para suministrar agua potable en condiciones de higiene adecuadas a los 2.500 millones de personas que aún no tienen acceso a este recurso. Una cantidad de dinero significativamente inferior a los más de 77.000 millones de dólares que los estadounidenses se gastaron en refrescos en 2014, según la revista Beverage Digest.

El dinero y el tabaco

Y el tiempo vivo es indigerible para los hombres grises. Por eso encienden los cigarros y se los fuman. Porque sólo en el humo está totalmente muerto el tiempo.

Momo, Michael Ende

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Esqueleto fumando, Vincent van Gogh

Decía Oscar Wilde que fumar es el tipo de placer perfecto, por ser algo delicioso que deja siempre insatisfecho. Además, fumar mata, es parte de su encanto, su naturaleza venenosa aumenta ese gozar basado en la insatisfacción. Durante décadas, los efectos nocivos para la salud del tabaco fueron supuestamente desconocidos y los fumadores practicaban su vicio de forma pretendidamente inocente. Resulta difícil creer que nadie tuviese conciencia del daño que puede causarnos la inhalación del humo producido por la combustión de hierbas sazonadas con productos químicos. En realidad, a un nivel inconsciente, siempre se ha sabido que el tabaco mata, es algo que está inevitablemente presente en el placer que produce cada calada. Fumar, como todo vicio, es una forma de enfrentarse a la muerte, bordeándola.

Si bien la capacidad del lenguaje humano para simbolizar la realidad es siempre limitada, hay determinados elementos que se resisten particularmente a esa simbolización. Uno de los ejemplos más significativos de esta rebeldía de lo real ante las palabras lo encontramos en la muerte. Ludwig Wittgenstein escribió en su Tractatus que existen determinados verbos que no pueden ser considerados como tales porque no expresan acciones. Son unidades semánticas que no simbolizan hechos que se extienden en el tiempo, sino cambios de estado instantáneos, puntuales. Morir es uno de estos «no verbos». A pesar del inmenso peso que tiene en nuestra existencia, la muerte no es ni siquiera un suceso, es apenas un recordatorio de que un cuerpo ha sufrido un cambio de estado irreversible.

Cuanto más difícil de simbolizar es algo, más necesitamos de una metáfora para poder gestionarlo. Es precisamente al comprender lo lejos que las palabras convencionales están de expresar lo que queremos, cuando probamos a colocar otra palabra o imagen en lugar de la habitual, como aceptando la misteriosa distancia que existe entre significante y significado, ad­mitiéndola, jugando con ella, disfrutándola. El mero mecanismo de la metáfora lleva implícita la lucidez de aceptar que ninguna unidad simbólica, ni siquiera una imagen, es capaz de nombrar con auténtica precisión la realidad. Cada metáfora es la aceptación de la insuficiencia del lenguaje humano, de nuestro pensamiento, y es precisamente su imprecisión, su ambigüedad, lo que convierte a la metáfora en una unidad de sentido mucho más cercana a lo real que el lenguaje convencional.

Pero la lección que esconde la metáfora es áspera, trágica. Es la lúcida aceptación de una impotencia, más aún cuando se trata de simbolizar algo tan capital en nuestras vidas y tan inaprensible como la muerte. Por eso tendemos a obviar la relación con la muerte, con la angustia existencial, de ciertas metáforas. Esto ocurre con los vicios, que son metáforas incompletas, tramposas. En el vicio el encuentro con la muerte se disfraza de frivolidad. Por eso todo vicio tiende a la repetición, porque la falta de honestidad del juego que con él establecemos nunca nos deja satisfechos. Uno de los vicios más sencillos, universales y habituales, suspirar, resulta un ejemplo perfecto. Un suspiro no es sino una teatralización de la última exhalación que precede a ese cambio de estado que es el morir. Cada vez que suspiramos es porque el desasosiego nos hace en parte preguntarnos por el reposo eterno y en parte anhelarlo. ¿Y qué es fumar sino una excusa para suspirar?

Los mensajes en los paquetes de tabaco recordándonos la capacidad letal de éste intentan quebrar el misterio del vicio/metáfora. La evolución que han seguido es significativa; empezaron intentando romper el hechizo desde la palabra, casi con la autoridad de un mandamiento: «Fumar mata». Pero esa verbalidad agresiva fue insuficiente y se tuvieron que añadir imágenes obscenas, imágenes de tumores y de espermatozoides moribundos, imágenes del interior de nuestra carcasa corpórea, de ese mundo anatómico visceral que debe permanecer oculto para que podamos mantener la inocencia sobre nuestra naturaleza. Casi todas las religiones prohíben o restringen la disección de los cuerpos humanos y pocos actos de la historia hicieron tanto por cambiar la concepción tradicional del sujeto como los dibujos anatómicos de Leonardo, hechos a partir de la experimentación con cadáveres.2 Al abrir los cuerpos y mostrar su interior, Leonardo abre la caja de pandora que guardaba la esperanza de que, al contrario que los animales, nosotros fuésemos almas antes que cuerpos. La anatomía es la disciplina crucial que marca el nacimiento del mundo moderno, tanto en el arte como en la ciencia, con la consiguiente influencia en la filosofía. Desde el Cristo cadáver completamente inerte de Mantegna, la anatomía nos recuerda la terrible levedad de ese cambio de estado que es la muerte. La ilusión de ser algo más que cuerpos es otro vicio, otra forma de suspirar. Ésa es la fatalidad que las imágenes de los paquetes de tabaco intentan recordarnos. Por supuesto que estas imágenes morbosas no son en absoluto honestas e intentan suplantar un vicio, el de fumar, por otro vicio, el de la culpa.

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Publicidad de 1946. «Los médicos fuman Camels más que ningún otro cigarrillo». Tres doctores en un teatro anatómico observan una lección de anatomía que queda fuera de plano.

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La lección de anatomía del doctor Joan Deyman, Rembrandt van Rijn, 1656

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Publicidad antitabaco

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Dibujo anatómico de Leonardo

En noviembre de 1945, el militar del ejército británico y economista R.A. Bradford escribió, basándose en su propia experiencia, un artículo sobre el comercio entre los reclusos de los campos de prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. Bradford explica cómo los presos, cuya única riqueza eran los bienes básicos que recibían en los paquetes de la Cruz Roja, generaron espontáneamente un sistema mercantil relativamente complejo. Esta economía surgió de forma similar en casi todos los campos de prisioneros de ambos bandos, compartiendo un rasgo común: la utilización del cigarrillo como moneda de cambio. Aquellos reclusos que tenían acceso a otros módulos, aprovechaban las diferentes cotizaciones para enriquecerse importando y exportando mercancías, siempre pagadas en cigarrillos. Algunos prisioneros llegaban a amasar pequeñas fortunas de tabaco en un sistema donde los no fumadores eran privilegiados ahorradores y donde los oficiales se veían obligados a prohibir el derecho a comerciar a los fumadores empedernidos, dispuestos a cambiar sus raciones de comida por tabaco hasta el punto de sufrir de malnutrición.

Los cigarrillos son el dinero-mercancía más común en los reductos de las sociedades capitalistas donde el uso del dinero convencional está prohibido, como las cárceles o los citados campos. En situaciones de hiperinflación, como en la República de Weimar, o de anulación de la divisa en curso, como en la Rumanía inmediatamente posterior a la caída del comunismo, también fueron los cigarrillos el primer sustituto de la moneda oficial. El dinero es el principal elemento simbólico cohesivo de las sociedades capitalistas, es nuestra gran metáfora pactada, como los símbolos religiosos lo son en las sociedades tradicionales. No es coincidencia que a falta de billetes se recurra al tabaco, no puede serlo. No todo elemento tiene el potencial simbólico para adquirir ese protagonismo. Se utiliza el tabaco porque es algo que se asemeja al dinero. Nuestra relación con él es igualmente compulsiva, inconscientemente viciosa. En la actualidad, se maneja una cantidad de dinero en el mundo suficiente como para comprar la totalidad de bienes y servicios existentes decenas de veces. El dinero hace tiempo que no es un símbolo de la riqueza real de las naciones, sino una unidad fantasmal, etérea, susceptible de evaporarse con el humo, como un cigarrillo. Como ocurre con el tabaco, el goce que nos produce nuestra relación con el dinero está imbuido de una pulsión que no puede ser aliviada. El disfrute del tabaco requiere que su insalubridad esté presente, pero de forma velada, inconsciente. De forma análoga, nuestra relación con el dinero implica participar de toda la injusticia que se esconde tras cada transacción, sin que ese horror sea enunciado. Es el fetichismo de la mercancía del que hablaba Marx: compramos los objetos como si éstos nunca hubiesen sido creados, como si la mano de obra que cose los vestidos o que ensambla los aparatos electrónicos nunca hubiese estado ahí. Fumar es una metáfora de la muerte como consumir es un eufemismo de la explotación.

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«Arbeit macht frei»: ‘El trabajo os hará libres’. En las puertas del campo de exterminio de Auschwitz.

Imaginemos que al poder occidental le interesase poner freno a la ética del trabajo y el consumo en la que se basa nuestra mentalidad capitalista. Probablemente combatiría estos vicios con la que, desde hace decenas de siglos, es su herramienta predilecta: la culpa. Como en los paquetes de tabaco, encontraríamos en los billetes y en las pantallas de los cajeros mensajes como «el capitalismo mata» y carteles sobre las puertas de los edificios corporativos con lemas como «el trabajo asalariado aumenta el riesgo de enfermedades cardiacas y reduce drásticamente la esperanza de vida». Mensajes que, como los de los paquetes de tabaco, son objetivamente ciertos. Como ha ocurrido con el tabaco, las palabras no serían suficientes para aminorar por completo nuestra adicción y habría que imprimir billetes con fotos de niños de diez años cosiendo zapatillas, o de obreros de la industria electrónica estampados contra el suelo tras haber saltado por la ventana huyendo de unas condiciones laborales que les hicieron preferir el encuentro directo con la muerte.

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Billete de doce chelines con ilustración de una hoja de tabaco, 1776, Nueva Jersey. Los billetes emitidos por la banca privada de las colonias inglesas norteamericanas incluyen a menudo representaciones de los bienes de consumo que se habían utilizado como moneda-mercancía en la zona. El tabaco fue utilizado como dinero-mercancía en las regiones donde su producción y comercio eran fundamentales para la economía local, como en Virginia. El presente billete tiene la particularidad de haber sido emitido en Nueva Jersey, donde no se plantaba tabaco. En la parte superior del billete encontramos escrita la cantidad de su valor nominal y una curiosa inscripción: «Falsificar es “la muerte”».

Los vicios, como todos los elementos fundamentales de la naturaleza humana, no pueden ser reprimidos por completo, ni pueden ser simplificados hasta el punto de considerarlos algo netamente negativo. La puritana pretensión de vivir sin tener vicio alguno es tan necia como insana. Pero cuando un hábito compulsivo llega a adquirir tal protagonismo en nuestra psique que nos lleva sistemáticamente a actuar en contra de nuestros deseos, nuestra ética y nuestros afectos, cuando se crean en torno a él una moral y una fe que lo plantean como necesario e inevitable, tal vez entonces haya llegado el momento de reaccionar y de hacer un esfuerzo por moderarnos.


2. Las autopsias no eran completamente ilegales en toda la Europa bajomedieval, pero tenían importantes restricciones. Encontramos algunos ejemplos de autopsias documentadas en la primera mitad del siglo XIV, como las ilustradas por Mondino de Liuzzi o Guido da Vigevano. El trabajo de Leonardo y de los anatomistas italianos y flamencos del Renacimiento no fue pionero en la práctica de diseccionar cadáveres, pero sí en su profusión y difusión, convirtiendo el estudio anatómico en uno de los estandartes del humanismo.

El dinero y el sexo

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El futbolista Cristiano Ronaldo en el Ayuntamiento de Madrid, posando frente a un cartel publicitario que anuncia su línea de ropa interior masculina.

Los lidios fueron los primeros que acuñaron moneda en Occidente y muy posiblemente los primeros que acuñaron monedas de metales preciosos en el mundo. Lidia era un reino de Asia menor que en el siglo VII a.C., cuando inventó la moneda, extendía su área de influencia a ciudades de la Magna Grecia como Éfeso o Mi­leto. Heródoto dice de las costumbres lidias que eran muy parecidas a las griegas, salvo por el hecho de que las jóvenes lidias se prostituían voluntariamente, lo que les permitía ser independientes, reunir su propia dote y elegir libremente a su marido. Existen formas de dinero anteriores a la moneda y evidencias de prostitución anteriores al siglo VII, pero la historia de las mujeres lidias da cierto sentido a aquella expresión tomada de un relato de Rudyard Kipling, según la cual la prostitución es el oficio más viejo del mundo.

En 1971 la Administración del presidente Nixon abandona la convertibilidad del dólar en oro. Desde su imposición como divisa hegemónica internacional tras los acuerdos de Bretton Woods (1944), el dólar había basado su preeminencia en la garantía de que su emisor estaba obligado a canjearlo por una determinada cantidad de oro. La convertibilidad había sido el sistema más común de las principales monedas decimonónicas; tras 1945, el dólar pasó a ser el elemento referencial de cotización de las demás divisas y prácticamente sólo él mantuvo la garantía del cambio en oro. A partir 1971, el modelo de divisa convertible será definitivamente reemplazado por el dinero fiduciario, cuyo valor está exclusivamente respaldado por la confianza de las personas en los Estados y bancos emisores. De ahí su nombre: fiduciaro, del latín fides, que significa ‘fe’ o ‘confianza’. Liberado de la limitación impuesta por su vinculación a un elemento natural escaso, el dinero fiduciario o dinero fíat se ha convertido en algo aún más abstracto que las formas tradicionales de dinero, acuñadas en metales o canjeables por metales.3 El dinero es, por definición, una abstracción, un símbolo de una cantidad de riqueza; pero la capacidad simbólica humana tiene dificultades para moderarse y la limitación material impuesta por el metalismo tenía sus ventajas.

Un mundo dominado por el dinero fíat es un mundo hiperbarroco en el que las representaciones, por fantasmales que sean, copan el protagonismo ontológico, relegando a lo real representado a una posición marginal. La crisis contemporánea de la representación simbólica es un concepto trillado que encontramos con diferentes matices y nomenclaturas en varios de los autores clave de lo que se suele denominar «pensamiento posmoderno»: Marx lo preludia cuando habla de fetichismo de la mercancía, término que hereda Benjamin. Baudrillard lo aborda con sus conceptos de «hiperrealidad» y «simulacro». La decadencia del principio de realidad en nuestro proceso simbólico es denunciada como la muerte del Nombre del Padre por Lacan, abriendo una época abocada a la perversión y la psicosis, tal y como, partiendo de Lacan, denunciará Žižek. Debord elabora su gran retrato de la Sociedad del espectáculo, y otros, como Derrida o Foucault, encontrarán en las cenizas de esta debacle una oportunidad para llevar el pensamiento crítico hasta su extremo analítico/deconstructivo. Los citados no son los únicos, existe un largo etcétera de pensadores que, con diversas discrepancias, encuentran en los conflictos contemporáneos del proceso simbólico una de las bases de su pensamiento. Este libro surge de la intuición de que ese conflicto de la representación tiene un paralelismo con el desarrollo de la teoría económica y con el proceso de «superabstracción» que ha sufrido el dinero. Pero hablemos de sexo.

En pocas sociedades los personajes referenciales han estado tan explícitamente erotizados como en la sociedad de consumo. Actores y estrellas del pop se encuentran entre los iconos paradigmáticos de la cultura de masas y el «sex appeal» es su atributo esencial, sobre todo en el caso de las mujeres. Hablamos de una atracción exclusivamente basada en la imagen, en la reproducción imaginaria de los cuerpos; en las representaciones fotográficas, cinematográficas o videográficas que nos llegan de ellos. Es sabido que la cámara engorda y que las fotografías publicitarias están retocadas con Photoshop, somos relativamente conscientes de que aquello que despierta nuestro deseo sexual no es siquiera la apariencia de otro sujeto, sino su representación deformada que la técnica acerca a nuestros millones de ojos. En la mayoría de las sociedades tradicionales el componente pornográfico de las artes visuales consideradas de mayor calidad era limitado. En la tradición occidental, tanto en la Antigüedad grecolatina como a partir del Renacimiento, ha sido muy habitual la representación de personajes físicamente agraciados en las artes plásticas, pero existe en esas representaciones una sensación de intangibilidad, una distancia respecto a lo representado que cohíbe el deseo sexual. Por eso es más difícil excitarse frente a un cuadro que frente a una pantalla de cine.

La distancia en el goce que nos producen las imágenes ha sido profanada. No nos basta con que lo que vemos en los lienzos, papeles o pantallas 3D sea bello en un plano que no es el nuestro. Queremos traspasar esa barrera, ese límite que impone el marco de la tele. Queremos hacer tangible lo intangible. Queremos vivir allí, follar allí. Deseamos sexualmente a la obra de arte, como el escultor Pigmalión deseaba a su escultura Galatea. Pero no olvidemos que Pigmalión es un ejemplo de locura: la nuestra es una dialéctica condenada a la frustración. Una dialéctica en la que nos educa no sólo la sociedad del espectáculo omnipresente, sino también la sociedad del omnipresente interés pecuniario. Cada día manejamos esa fantasmagoría que es el dinero contemporáneo y la vemos convertirse en bienes físicos, por medio de un sencillo proceso de intercambio del que la mayoría desconoce los principios de su justificación teórica.

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Imagen promocional del single Anaconda (detalle)

La paradoja de preferir al hombre o a la mujer intangibles antes que a los tangibles es paralela a la predilección por esa riqueza en potencia que es el dinero, antes que por la riqueza material por él canjeable.4 Aún decimos del dinero que es «contante y sonante»; lo consideramos el epítome de lo material hasta el punto de acusar de materialista a aquel cuya obsesión fundamental es el dinero. Pero el dinero no es material; es tan abstracto, tan poco carnal, como los cuerpos de las modelos de las revistas de moda.

En la introducción de su Teoría general, Keynes acusa a la teoría económica neoclásica de vivir lastrada por unos axiomas que no se corresponden con la realidad. La compara con la idealización geométrica euclidiana a menudo ineficaz cuando se intenta aplicar a la realidad no euclidiana. Este idealismo matemático del que peca casi toda la teoría económica moderna en mayor o menor medida (incluida la keynesiana) se corresponde con nuestra idealización geométrica del cuerpo deseable sexualmente. Piernas paralelas, abdominales cuadriculados, pechos redondos trazados con compás. Todo duro, liso, pétreo. Obsesión con el cuerpo ideal heredada de Grecia, renovada en el Rena­cimiento, que la reproductibilidad de la cultura de masas lleva al paroxismo. La lógica matemática del comerciante se ha impuesto sobre el deseo erótico. Mujeres y hombres euclidianos nos recuerdan en imágenes inmensas que cubren edificios que nosotros, con nuestra flacidez, nuestra grasa y nuestra inexorable vejez, no valemos para este mundo, no somos deseables, no somos suficiente. Debemos perseverar en nuestro proceso de conversión en homo economicus.

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Fotografía de Nicki Minaj durante el concierto del evento Fashion Rocks del año 2014

Incluso cuando el furor por la novedad capitalista recupera la grasa como objeto de deseo, no se trata de una grasa tangible, sino imaginaria; pura imagen. El videoclip de la cantante Nicki Minaj Anaconda generó cierto revuelo por mostrar a la artista y a un grupo de bailarinas ligeras de ropa, luciendo unas voluminosas nalgas que desafían el canon femenino estilizado y atlético más común en la actualidad. Pero Minaj no ofrece una imagen honestamente táctil y voluptuosa, como las obesas de Rubens; Minaj presenta una fisionomía imposible con el vientre plano y un culo grande y perfectamente esférico. Se trata una vez más de una fantasía euclidiana, donde la geometría es protagonista. Unas fotos tomadas en 2014 durante una actuación de la cantante ponen en evidencia que las nalgas de Minaj han sido realzadas con algún tipo de implante y que están lejos de ser un prodigio natural, como sugiere el video musical de ambiente selvático. El culo en cuestión es un sofisticado producto quirúrgico, liso y sintético como la silicona y el plástico, creado para el ojo y no para la mano.

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Autorretrato con su esposa June y modelos, Helmut Newton, 1981

Hemos de ansiar la geometría, la materia medida, intelectualizada, porque nuestra vida ha de ser matemática. Si el psicoanálisis tiene razón y nuestro deseo sexual es el motor del resto de nuestros deseos, resulta coherente que la sociedad de consumo estimule que queramos copular con fantasías de proporción, porque en la sociedad de consumo la vida ha de bascular en torno a esa reducción numérica del deseo que es el dinero. Es necesario que aceptemos que todo tiene un precio, que todo es traducible al número, incluso el cuerpo. Aceptar que nada tiene tanto valor como un billete, como un cheque, como una cifra en una cuenta. La representación imponiéndose sobre lo representado. Hablamos de «culto al cuerpo» confundiéndolo con aquello que en realidad profesamos: el culto a la imagen del cuerpo. Apolo ha devorado a Dioniso.

Según la convención imperante, poseer un cuerpo euclidiano no es la única manera de resultar sexualmente deseable, existen otras dos: ser rico o ser famoso. En cualquiera de los tres casos, hablamos de una erótica donde la intimidad brilla por su ausencia. La distancia que imponen riqueza, fama y obsesión por la imagen es la distancia del espectáculo. Distancia espectacular muy cercana a la distancia especular, a aquella extrañeza de nosotros mismos que sentimos frente al espejo. Deficiencia empática que Janis Joplin plasmó con lucidez cuando dijo: «Cada noche hago el amor con veinticinco mil personas en el escenario. Luego me voy a casa sola».


3. Existen formas tradicionales de dinero primitivo diferentes del metalismo. Ya he hablado del dinero-mercancía, pero otros muchos objetos naturales o manufacturados han sido utilizados exclusivamente para cumplir una función crematística, como conchas, collares, cuentas, huesos y un largo etcétera.

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