Escribí la mayor parte de esta especie de diario, o confesión, o comoquiera que se deban catalogar estas líneas, el año que viví en Nueva York. Cuando comencé a redactarlo no imaginaba cuánto amaría esta ciudad. Sólo lo sospechaba y seguramente lo deseaba para justificar el esfuerzo de desplazar a una familia numerosa: visados, nuevos colegios, búsqueda de casa…

Ahora, y pasado el tiempo, ese que todo lo calibra, empiezo a comprender cuánto significó Nueva York para mí. Llegué a la ciudad con la intención de escribir, ¿qué?, no lo sabía. Pero una mañana, al poco de desembarcar, una desconocida me hizo una pregunta en la puerta del colegio: «¿Por qué tuviste tantos hijos?».

Le contesté algo banal: «Porque me gustan los niños, porque vengo de una familia numerosa». Sin embargo, la pregunta se quedó revoloteando en mi cabeza. Quizás porque intuía que aquella desconocida, que es hoy mi amiga, esperaba una respuesta menos obvia. O quizás no esperara nada y su curiosidad fuera en realidad un mero trámite de cortesía, como quien pregunta por el tiempo. Pero lo cierto es que cuando las preguntas nos llegan de forma inesperada, o desde el maravilloso punto cero de una amistad, sin interferencias y prejuicios, es cuando se prestan a una respuesta completamente mentirosa o completamente sincera.

Volví a casa caminando por la Segunda Avenida, rumiando esas preguntas aparentemente fáciles de contestar, y cuyo soniquete me impedía poner mis sentidos al servicio de la rutina de las calles y sus moradores, que a esas horas, en la fresca mañana de finales de verano, baten como cada día el asfalto con sus tormentos e ilusiones.

Llegué a casa y me puse a escribir. Esto.

Claro que no hace falta irse a Nueva York para contestar a una pregunta como la que me hizo aquella desconocida; ni a ninguna otra salvo que sea del tipo: «¿A qué huele el humo de la alcantarilla de la calle 58 con la Sexta Avenida a las tres de la mañana?». Lo que hace falta para contestar a algo así es marchar al exilio, al silencio, a donde faltan/fallan las agarraderas de la costumbre. Y Nueva York fue para mí ese exilio emocional. Desde la gigantesca ventana de nuestro piso alquilado bajo el puente de Queensboro, podía contemplar la vida de los otros como en una película, era como si todas esas figuras sólo vivieran para mí; puñados de biografías ambulantes que desfilaban bajo mi ventana para que yo pudiera escribir. Y aquella mañana, a mi mirada de depredadora en busca de una historia, se le sobrepuso, sin remedio, la pregunta de la desconocida: «¿Por qué has tenido tantos hijos?» (¿son cinco «tantos hijos?»).

Podría haber contestado tirando de clichés, sofisticando en todo caso los numerosos relatos relamidos y manoseados con los que hemos emperifollado la maternidad y, de paso, endiosado el papel de las madres. O podía tratar de ser sincera, lo cual siempre me ha resultado difícil. Supongo que hay en estas líneas un poco de estas cosas: clichés que pretenden no serlo, y verdades a medias porque de la mentira no se escapa, o no del todo, ésta siempre dicta su ley, camuflada por pudores fosilizados o revestida por brillantes promesas de verdad y de honestidad.

En Nueva York, en esa ciudad-delirio, ruidosa, que siempre me ha recordado a la USS Enterprise –la gran nave sideral en donde conviven las razas de toda la Confederación Intergaláctica–, supe replegarme como un lirón sobre mi memoria y bucear en las entrañas. De aquella doble inmersión nació este relato íntimo, tejido en los recovecos del silencio y también del dolor, pues la muerte de mi hija, relegada durante años a una pulcra amnesia, regresó por la puerta grande y esta vez no pude escapar de ella sino a través de la escritura. Éste es el relato más íntimo que haya escrito jamás, y todo para dar respuesta a un asunto al que aún hoy sigo dando vueltas.

¿Qué es ser madre?

Ser madre es haber parido a una criatura y es querer a esa criatura salida de las entrañas. Y aquí podrían terminarse estas líneas.

A saber qué porcentaje de la humanidad se conformaría con esta respuesta. Yo no. No me valen ciertas generalidades que todos deberíamos echar de nuestra vida con un buen puntapié, o en todo caso tener el cuajo de asumir con dignidad y resignación. Además, hay madres que no han parido ni lo harán: primer escollo; y porque la vida tiene accidentes y atrocidades, hay madres que se comen a sus hijos, como hizo mi hámster delante de mí cuando yo era una niña.

Soy madre significa que soy yo y mis hijos. Yoymishijos, para siempre, me guste o no me guste. Y bien pensado, esto es enorme. Puedo cambiar casi todo en mi vida: a mis amistades, a mi marido, de ropa, de nacionalidad, mi dieta. Pero hay muy pocas cosas que no puedo cambiar: mi edad, el hecho de que soy hija de mis padres –y lo que eso supone: ser hermana de, sobrina de,…–, y que soy madre.

Así que ser madre no es sólo parir y querer, y aunque parezca raro, tampoco tiene que ver solamente con los hijos. Si algo me han enseñado veinte años de maternidad es que ser madre tiene que ver, y mucho, con comprender qué clase de mujer soy, o quiero ser, o me gustaría ser.

Si ser mujer es condición para ser madre, ser madre no es una consecuencia de la misma condición. Y esto es importante. Asumimos con un pésame callado que hay mujeres que no son madres porque la naturaleza les fabricó un útero ingrato, pero nos cuesta comprender que también las hay que no quieren serlo porque no necesitan repetir el patrón ancestral; no, no precisan un cuerpo salido de sus cuerpos para sentirse plenas. Ninguna de ellas es menos mujer por estos accidentes, ni necesariamente más infeliz que yo que he parido cinco veces.

Y sin embargo, nos intoxicamos con nuestras frases prefabricadas: «Pobrecilla, es que no ha tenido hijos». Frases heredadas tras siglos de obedecer a esa dictadura humano-divina que ha fraguado el mito de la maternidad como Tierra Prometida. Terriblemente hermosa esa idea de encerrar a las mujeres y a su prole en un gineceo de culpa que ha inspirado a los poetas dramas tan tristes y bellos como es el de Yerma.

El primer gran cliché de la maternidad es ese que dice que una mujer, por ser madre, es más completa y feliz, o es mejor persona, o más generosa; son cosas que adornan con primor las puntillas del faldón y quedan divinas con el terciopelo del pijamita. Pero son falsas. El summum de la estupidez de los clichés, porque todos conocemos a madres dignas de ser encarceladas y a mujeres estériles que son ángeles. Es una trampa. Un hijo no es un escudo contra la propia maldad, o contra el egoísmo. Cinco hijos tampoco. Ojalá.

No soy mejor por ser madre, luego no he sido madre para ser mejor mujer, pero puede que sea mejor madre si intento ser mejor mujer. La maternidad tiene mucho que ver con este trabalenguas, y Nueva York me entregó el kit se supervivencia que me hacía falta para salir a desenmarañarlo: la linterna, el casco y la paga al final del día que fueron las palabras.

Dicen que diez lunas blancas son necesarias para que brille la luz de un nuevo hijo.

Pero ¿cuántas lunas hacen falta para que una mujer se sienta madre? No sé si hay una respuesta o si ésta sigue siendo tan misteriosa como lo es la del origen del universo.

Supongo que cada madre tiene la suya.

Yo recuerdo bien aquella extraña sensación. La extraña sensación de tener que decir «voy a tener un hijo», porque lo de «voy a ser madre» yo tardé en pronunciarlo. Una no es madre por una marca en el Predictor y una sonrisa enigmática que ha aguardado todo el día a ser lanzada con nervios al hombre que será el padre de la criatura. Tampoco me sentí madre tras aquella primera visita al médico. Pero la extraña sensación ya estaba ahí. Como el preludio de un verano a los dieciséis. Re­cuer­­do el punto blanco en medio de las sombras, flotando como una medusa en la profundidad del océano, diciéndome que ahí, en esa cavidad que era mi vientre, había vida. Aunque no hubiera rostro ni latido de corazón, me llevaba la mano a la tripa y comenzaba a imaginar cómo sería la cara del niño o de la niña, de mi hijo o de mi hija, a los que nunca pregunté si querían venir al mundo, pero es que ¿acaso al poeta se le pregunta si quiere ser poeta?

No sé cuándo se hace madre una madre, pero madres que lloráis al que no nació, sabed que no lloráis al embrión, esa palabra tan fea, sino al hijo que tenía que haber venido, al que habríais amamantado, al que habríais curado con agua oxigenada un raspón en la rodilla.

Lo sé bien porque lloré a mi hija Jimena antes de que naciera. Y fui más madre que nunca las diez lunas que vivió dentro de mí. Y aunque nos separen dos metros de tierra y un ataúd blanco, sigue siendo mi hija. Y yo su madre.

Las mujeres nos embarazamos y los hombres no. Es así.

La panza, la tripa, el útero, los ovarios o el cordón umbilical son las palabras que contienen la diferencia ancestral en ese juego de la différence. No hay otra cosa. De momento. Y son muchos siglos los que llevamos en ese: de momento. Pero no echamos la culpa a la madre naturaleza por esa inevitabilidad, preferimos maltratarnos unos a otros (y sobre todo unos a otras). Nos maltratamos porque aceptar las cosas es dar una batalla por perdida y a veces parecemos los Giants a punto de salir al estadio al grito de: «¡¡¡Aquí hemos venido a ganar!!! ¡¡¡¡UUUUHHHH!!!!».

Si no hubiera habido Big Bang y si la Tierra fuera plana, quizás yo hubiera posado mi mano sobre el vientre del padre de mis hijos, como él la posaba sobre el mío para acariciar al niño que abri­gaba mi piel.

Serían, sería… Los condicionales sirven también para recordarnos que algunas cosas fueron y siguen siendo de una manera. Aunque moleste. Aunque unos lleven en su ADN a un ejército de alborotadores.

Pero por mucho que metamos a los hombres en el embarazo, es coto de mujeres (y eso no quiere decir que lo sea el hijo, eso no tiene nada que ver).

Mía y sólo mía fue esa mezcla de cosas raras: que si los estados de humor, que si el cansancio, que si me agotas, te adoro, ven y déjame en paz... Si nos han endosado la histeria y la fragilidad a las mujeres, algo de culpa ha tenido ese baile de emociones, mezcladas y agitadas, gracias.

Madres zombis y padres funambulistas.

Recuerdo que los tres primeros meses de mis preñeces el aire puro parecía empeñado en desertar del planeta, vivía atrapada en una nube de azufre, como si no me hubiera apeado de las curvas del Puerto del Escudo de mi niñez, que subíamos para llegar a Cantabria, ¿¡subir si íbamos al mar!?... Y luego aquella bajada, pero a los infiernos, como si al mismo diablo le hubieran encargado vaciarme el estómago a golpe de tridente, o al ritmo de ese asqueroso ritornello: «Mamá, voy a vomitar». «¿Otra veeeez?»

Ahora que en Nueva York me he vuelto adicta al jengibre, he sabido que quita las náuseas. Si fuera animal habría buscado la preciosa raíz entre la maleza, igual que las vacas buscan la vincapervinca para limpiarse de tumores.