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La España pintada

Le pediría al lector que se fijara, de entrada, en las comillas del título de esta primera parte del libro: «España “eterna”». En efecto, aunque las naciones son de las cosas más permanentes de nuestra biografía –hasta tal punto que lo habitual es que cada uno nazca, crezca, viva y muera en una determinada cultura–, la verdad es que ningún país resulta eterno. Todos, tarde o temprano, desaparecen. Y todos cambian. Aunque los sintamos como eternidades, aunque nos abracemos a ellos, como si fueran madres, la verdad es que, exactamente como nuestras madres, acabarán muriendo.

Las comillas que rodean la palabra eterna representan, pues, un modo de señalar la naturaleza paradójica de los sistemas nacionales: sus ciudadanos los viven como permanentes, cuando en realidad no lo son. Podemos incluso afirmar que cada individuo suele luchar por esa persistencia, por esa supervivencia de su país, como si fuera algo fundamental. La gente se sienta en su cultura, como si fuera una piedra, y desearía que esta roca se mantuviera firme. No obstante, todo se mueve: sentados en nuestro pedrusco nacional, somos como el habitante de la Tierra, arrastrado por las fuerzas articuladas del sistema solar y del cosmos.

Sin embargo, a pesar de todas esas derivas, hay en las naciones rasgos constantes, existe un ADN que viaja con el país desde su nacimiento hasta su muerte. Por ello, uno puede querer fotografiar el alma de una patria. Se trata de un submarinismo peligroso, discutible, pero sin duda también muy interesante. Pero, si queremos llegar a las fossas abisales de una cultura, tenemos que liberarnos de las apariencias que flotan en la superficie: de ese poema del oleaje cotidiano que es la espuma. Porque cada país posee una epidermis de ficción.

Y España es un país que ha generado muchísima espuma. Un país con una inmensa fábula que gira a su alrededor. Que al mismo tiempo exhibe y encubre lo que los españoles son en realidad. Sería correcto afirmar que estamos ante una de las naciones que mejor sabe proyectar en el exterior una poderosísima imagen de sí misma. Y el primer diaporama de esa imagen –o de ese flujo de imágenes–, es como todos sabemos una playa. Una playa donde los turistas nórdicos adquieren ese tono rojo gamba que los consuela de sus nieves y hielos. Una playa que surge iluminada por los fuegos artificiales de una eficaz industria turística.

España empieza por ser una playa, y después se transforma en paseo marítimo, terraza y discoteca. Ligue y vida loca. Noches repletas de constelaciones sensuales, con una gran luna llena de aventura. La playa para el día, la discoteca para la noche y, entre una cosa y otra, está la terraza, donde uno bebe el aperitivo, las muchas cañas de las pausas. La habitación de hotel es algo así como un hospital donde uno duerme largas horas de sueño que constituyen el admirable estado comatoso de la felicidad.

Pero adentrémonos un poco más en esta España pintada, en esta España ficción. Hemos dejado atrás la arena dorada junto al mar, el paseo marítimo y la discoteca. Circulamos ya por calles en las que el mar se reduce a un resplandor lejano y a un tufillo áspero. ¿Con qué nos encontramos? Por supuesto, con la plaza de toros. El redondel trágico de la vida hispánica. Ese compás de valentías que vive en las piernas esbeltas del torero. La ola negra del astado después de la ola blanca y azul del Mediterráneo o del Atlántico. El pasodoble de las bandas de música, después del estruendo cosmológico de la discoteca. Olé, olé, olé.

Al salir de la plaza de toros, se encuentra usted con la obligación del espectáculo flamenco. Algunos desamparados contemporáneos le ofrecerán por las calles papeluchos que le prometen todo tipo de emociones artísticas sobrecogedoras. Después del circo trágico de la arena, un frenesí de zapatos taconeando un tablado con el martilleo febril, hipnótico de las piernas gitanas. Ojo: esto de tablado debe usted escribirlo y pronunciarlo «tablao». Y ahí está el vuelo de faldas sevillanas, gestos hendiendo el aire con arrogantes arabescos. Y los mismos olés de la plaza explotan ahora acompañados por la guitarra rasgueada por alguien de pelo largo y aceitoso, un tipo que uno diría que tiene una colilla escondida en el último rincón de sus labios. En fin, aprenderá usted a batir palmas, que es lo mismo que conocer la sístole y la diástole del corazón español.

Si nuestro visitante tiene inquietudes culturales, no se limitará a recorrer los círculos concéntricos de la playa, la discoteca, la plaza de toros y el tablao taconeado. Visitará también esa espiral que es la España patrimonio de la humanidad. Los tebeos prehistóricos de Altamira, el espectáculo circense del botafumeiro –acrobacia de orfebrería plateada–, el alpinismo místico de la Sagrada Familia. Miradas embobadas al acueducto de Segovia, emociones romanas ante el teatro de Mérida, vuelo de luz en los vitrales de la catedral de León, esa paloma de piedra. En conclusión: la España patrimonio de la humanidad es como un diccionario muy gordo que nadie ha leído por entero.

Todo esto coronado por dos ciudades, que son las Babilonias hispánicas, y que usted seguramente visitará: Madrid y Barcelona. La capital, con su ajetreo, su voltaje muy particular, el maremágnum turístico de la Puerta del Sol y esa inmensa pista de despegue de todas la ambiciones que es el Paseo de la Castellana. El metro, los rascacielos y el Museo del Prado, adonde hay que ir a saludar sin falta a Goya y a Velázquez. Barcelona, más sutil, le ofrecerá destellos mediterráneos, un barrio gótico con un toque oriental. Las Ramblas le permitirán embriagarse de gente, de cosmopolitismo entre un jaleo de vendedores peligrosos, que lanzan al aire juguetes que completan el brillo de las estrellas. Y en el Eixample el turista se encontrará con la fantasía arquitectónica de Gaudí y esas tiendas millonarias en las que no conviene entrar, si uno no es, por ejemplo, potentado árabe o nuevo rico chino.

Las dos ciudades ofrecen al mundo el show de malabarismo de sus más gloriosos clubs de fútbol. También esto forma parte de la España pintada: el Real Madrid y el Barça. El Madrid, con ese personaje de película neorrealista italiana venido a más que es Cristiano Ronaldo: una copia, dorada por el sol de la isla de Madeira, del Ken de Barbie. Y Messi que, en sus carreras fabulosas, recuerda las habilidades prodigiosas del ratoncillo Jerry perseguido por el gato Tom. Curiosamente, ninguno de estos iconos es español, pero han sido españolizados por el ambiente de gladiadores futboleros en el cual se mueven. No obstante, quien cita a Ronaldo y a Leo podría hablar de Iniesta, de Xavi o de Iker Casillas.

Esta España pintada, que es la que todo el mundo conoce, y que representa también el espejismo que el país gusta proyectar en el exterior, funciona como una tarta de varios pisos, con varias capas de crema. Y la cobertura de Lacasitos la constituyen una serie de personajes famosos, entre los cuales se cuentan los futbolistas antes citados, pero también otros deportistas como Rafael Nadal o Fernando Alonso. Gente del cine: Banderas, Penélope Cruz y Pedro Almodóvar. Cantantes: el dinosauro Julio Iglesias, su hijo Enrique, o Alejandro Sanz. Grandes nombres de la moda: Adolfo Domínguez y Amancio Ortega. En fin, famosos planetarios, capaces de traspasar las barreras nacionales de las portadas de las revistas del corazón, seduciendo, no a un país, sino al mundo entero con sus castañuelas.

El dulce, decorado con esta cobertura de tantas famas, lo corona una parejita: el rey Felipe VI y su esposa, la reina Letizia. De forma que es como una tarta de novios rematada por este matrimonio real, que actúa como centro de todo. Quizás alguien se acuerde de las figuras reinantes anteriores: Sofía y Juan Carlos. Aquí está, pues, con algunos rasgos de caricatura, esa España pintada: una realidad nacional que todo el mundo conoce, pero que, al mismo tiempo, constituye una manera de ignorar lo que el país verdaderamente es. No podemos decir que sean mentira estos espejismos, pero encajándolos en la verdadera estructura de la nación poseen un brillo y un sentido completamente distintos.

¿Cómo se ha fabricado esa España pintada? Hay una explicación sutil, algo esotérica, y otra muy concreta, que nos permiten entender este video promocional que el país proyecta constantemente en la pantalla del extranjero. Un video de una eficacia tan intensa, que a veces da la impresión de valer también para solucionar las contradicciones de esta nación de naciones, de este Estado terriblemente plural. El espejismo que se lanza hacia el exterior podría servir también como pegamento interior. Pero, en realidad, la España pintada es un mito en el que sus ciudadanos fingen creer sólo por no desengañar con crueldad el sueño que flota en los poros y en las pupilas de los turistas.

La explicación sutil es la siguiente: España es un país muy visual, con una cultura que fabrica con soltura imágenes de alta calidad. Pensemos en Murillo, Velázquez, Goya, Picasso, Dalí, Miró y tantos, tantos otros. La nación siempre ha sabido pintar el lienzo de sí misma: los españoles saben transfigurarse en pinceladas extraordinarias. En un tiempo de flujo y reflujo de imágenes, esta genialidad para la visualización se ha concretado en una enorme capacidad de crear el cartel que puede promover el país, transformándolo en un hechizo irremediable.

Además, en la obra de artistas más recientes, encontramos ya esta capacidad de diseñar pinturas que son programas de elevada propaganda mental: piense usted en El 3 de mayo en Madrid, un vehemente panfleto político. O, como es evidente, en el mítico Guernica. Con este pasado, lo único que hay que hacer es cambiar el color de las imágenes: quitarle el gris y el negro al espectacular cuadro picassiano. Y, en el de Goya, donde está el fusilado con los brazos abiertos, poner un toro estructurado con un vuelo de banderillas. Por consiguiente, a una nación que se sabe representar a sí misma en la pintura le fue fácil organizar su presentación publicitaria a nivel mundial. En este marco el caso de Miró es muy interesante: como sabemos, uno de los carteles promocionales más conocidos de la marca España se hizo, en los años ochenta, utilizando una pintura del artista. 1 Volveremos a esta imagen poderosa, que constituye un buen ejemplo de cómo los lienzos y los carteles se dan la mano en la promoción del espejismo español.

Querría ahora darles otro motivo, mucho más concreto, para esta potencia visual de España. Después de la Guerra Civil, Franco era, de forma oficiosa, un criminal de guerra para la opinión pública de muchos países occidentales. En realidad, al dictador se le consideraba una persona non grata. Y a lo largo de los años cuarenta del siglo pasado la idea de España que tenía el europeo le convocaba, mentalmente, todo tipo de oscuridades. Sería como pensar en Siria, en Bosnia, en Ucrania, en el momento actual. Un lugar que no interesaba visitar: ese sitio donde ocurren todo tipo de infiernos.

A partir de finales de los años cincuenta, el régimen decidió que eso tenía que cambiar, algo que, en los sesenta, se articuló con un osado oleaje de promoción turística. Y fue entonces cuando España comenzó a centellear en el panorama internacional. El particular talento del país para lo visual ayudó mucho, pero la decisión política firme fue la que todo lo desencadenó. La democracia siguió con esta ambición del franquismo, añadiendo algunas pinceladas libertarias al lienzo promocional. A la playa, a los toros, al flamenco y a la discoteca, se sumó el mito de la movida madrileña y todas sus hemorragias progresistas, así como los turismos autonómicos, debidamente sazonados con sus específicas gastronomías culturales.

El resultado de este trabajo de medio siglo, una tarea incesante, salta a la vista: España tiene, hoy por hoy, una imagen tan potente como la de Inglaterra, la de Francia o la de Italia. Visualmente, es una de las grandes naciones de Europa y del mundo. Como conglomerado de tarjetas postales hechiceras, vale más, mucho más que Alemania, un potentado económico, y supera a países de historia prodigiosa como Grecia y Portugal. La película española, la España pintada de la que les hablo, se impone a la imagen discreta de las naciones escandinavas, y derrota también a esos países centroeuropeos que son como platos exquisitos que se prueban muy de cuando en cuando: Austria, Hungría, la República Checa.

No obstante, el lector sabe, y yo también lo sé, que ese cartel inmenso que se ha fijado en el exterior de España, reproducido de forma casi infinita en los más variados escenarios internacionales, es una quimera que, como todas las buenas mentiras, tiene una parte considerable de verdad. No es un bulo absoluto, sino, más bien, un puzle publicitario que se monta con algunas piezas, descartando otras que eran absolutamente esenciales para comprender bien el país. El extranjero que visita España se conforma con esta fantasía, disfrutándola al máximo. Pero, cuando su estancia se alarga un poco, descubre rápidamente que existe otra España mucho más profunda, mucho más real. Este libro trata precisamente, no de la España pintada, sino de la concreta: una nación admirable y terrible, que a veces los propios españoles evitan conocer a fondo, cerrando los ojos ante su propio país.


1. Llamado El Sol de Miró, este célebre ícono se pintó en 1983 y empezó a ser usado en 1984 en las campañas promocionales de Turespaña.

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La tensión hispánica

En el año 2009, aprovechando la existencia de la Ley de Memoria Histórica, se emprendió una curiosa operación de búsqueda y captura de los restos mortales del poeta Federico García Lorca. Como todo el mundo sabe, el autor del Romancero gitano fue fusilado y después enterrado en una fosa común al comienzo de la Guerra Civil. Este hecho abominable constituye, por decirlo de alguna manera, el Guernica particular de la historia de la literatura española. No obstante, no se hallaron los huesos del ilustre poeta y dramaturgo.

Sus restos, de momento, siguen en paradero desconocido. Este hecho me interesó mucho. España es un conjunto de Españas que viven en tensión. Y a veces una de ellas elimina a la otra, la excluye. O, sencillamente, cuando no hay eliminación ni exclusión, esa España que ha perdido ante otra España existe amordazada: en un triste e infinito silencio. Esta teoría que les estoy presentando, y que va mucho más allá que la célebre idea de las dos Españas, se comprueba perfectamente en el caso de Federico.

De hecho, él era uno de los buques insignia de una determinada noción de España: progresista, republicana, tolerante. Esta concepción fue derrotada por otra, tradicionalista, conservadora, en una dramática contienda: como resultado, una mitad del país se vio sumida en el mutismo. Un demorado silencio de varias décadas. Y, en algunos casos, no se trató sólo de acallar, de amordazar, sino que, de hecho, hubo personas excluidas, lanzadas a los desiertos del exilio, y muchísimas fueron eliminadas. Lorca, por ejemplo.

España es ante todo esta tensión entre sus distintas partes. Una tensión que genera subyugaciones, exclusiones o, en sus peores momentos, purgas crueles. No piense el lector que propongo una visión negativa del país. También yo deseo y espero una España de todos, en la que cada uno tenga derecho a expresarse. Pero esto aún no se ha logrado de manera plena. Y, cuando uno considera la historia, cuando uno observa el presente, lo que ve, lo que objetivamente contempla es ese mosaico de tensiones en perpetuo movimiento.

Todo empieza en la Reconquista: varias culturas libran una singular batalla de muchos siglos. Tiene esta lucha una regla muy objetiva: el que pierda será silenciado, eliminado. Además, los árabes también luchan entre sí, y a los cristianos, de cuando en cuando, les pasa lo mismo. Más de setecientos años viviendo así –con las placas tectónicas de culturas diversas dando lugar, con sus movimientos, a todo tipo de sismos– dejan una profunda huella. Una tensión hispánica que aún hoy pervive.

Si tomamos el año de 1492 como fecha inicial de la historia de España, tenemos precisamente, en la misma partida de nacimiento del país, la presencia de un hecho, la conquista de Granada, que en sí mismo ejemplariza este choque de culturas diversas y el rechazo de una de ellas. Además, en ese mismo año inaugural se publica el edicto de expulsión de los judíos. El territorio español es, pues, un permanente brazo de hierro entre diversidades culturales que, a veces, dialogan pacíficamente, pero que, con frecuencia, se juegan el todo por el todo: la supervivencia de una implica la desaparición de la otra y viceversa.

Impresiona el ritmo de guerras civiles que España ha mantenido hasta la actualidad. No hay siglo en que no nos encontremos, por lo menos, con una contienda grave, muy sangrienta. En el XVI, nos encontramos la mítica rebelión de los comuneros, tan conocida, y otra, menos famosa, pero igualmente dramática: la insurrección de las Alpujarras. Después, en el XVII, los conflictos en Catalunya y en Portugal. La Guerra de Sucesión, que también fue una brutal lucha interna, marca los primeros años del siglo XVIII. Y, en el XIX, contamos con un ramillete de tres Guerras Carlistas. A la centuria pasada, le basta con el drama de 1936-1939. Como Lorca, podemos decir que no queremos ver la sangre sobre la arena, pero esto es lo que hay.2

Por supuesto, otros países europeos han vivido guerras civiles. Lo que impresiona, en el caso español, es la continuidad de esta tensión que no cesa. Algo que está presente, constantemente, en la cotidianidad española. Y, volviendo a la imagen del turista, cuando éste se queda –por ejemplo, cuando pasa en el ruedo ibérico más de un mes–, lo primero que percibe y le sorprende es la tensión omnipresente, de forma a veces sutil y en otros casos evidente: como una corriente eléctrica que recorre toda la nación.

Este fenómeno no se ha apagado con el advenimiento, sin duda admirable, de la democracia. Tenemos el golpe de Estado de Tejero, el último coletazo de los dinosaurios del franquismo. Pero tenemos sobre todo el problema vasco, que, a lo largo de años y años, provocó muchas víctimas. Gente inocente murió en aparcamientos de hipermercados, hubo concejales de pueblo, simples ciudadanos de a pie, que recibieron un disparo en la nuca. Y el caso de los GAL, con todas sus sombras, muestra la profundidad de este pozo negro que representó la cuestión del terrorismo durante mucho tiempo de la vida democrática española.

En la actualidad, esa tensión hispánica se ha deslizado hacia Catalunya. Asistimos a manifestaciones multitudinarias, a proyectos de independencia que, en ocasiones, bordean la rebeldía: la insumisión pura y dura. Esto ocurre mientras el Gobierno central, en muchos momentos, tira de la cuerda con fuerza, jugando a la sokatira con el mundo levantino catalán. Para el que sea lúcido, la tensión hispánica no ha desaparecido: está ahí. Más aún: siempre ha estado ahí después de la muerte de Franco. La democracia, por sí misma, no ha resuelto las cosas. Sencillamente, las ha reformulado.

Llegado a este punto, quien visita España y comienza a conocerla mejor descubre que la tensión que se siente en sus calles, en sus plazas –esa especie de risueño nerviosismo colectivo que se percibe también en un bar, en un restaurante–, constituye el reflejo humano de la tirantez que recorre el territorio español de arriba abajo. Estamos ante un país en el que uno todavía puede ser excluido, si se distrae. Hay que estar atento, viviendo siempre con los músculos de la existencia tensados y dispuestos a todo. Por poner un ejemplo: si Catalunya confirma su independencia y la afianza, muere una cierta idea de España. España será eliminada del panorama en su forma tradicional. Por otra parte, si Madrid, para evitar esta defunción nacional, aplasta a Catalunya, ésta tendrá que cobijarse en el residuo de sí misma. El modo como se vive el conflicto lingüístico entre estas dos zonas demuestra bien la preocupación que cada uno de los idiomas tiene respecto a su propia supervivencia.

Esta tensión, que es uno de los núcleos de España, no se refleja sólo en el nerviosismo, en la fiebre de la vida nacional. También ha dejado marcas en la literatura. Y una de las más curiosas huellas de esta tirantez tan española consiste precisamente en esa invención maravillosa que es la comedia del Siglo de Oro. Se trata de una forma dramática que rebosa por todas partes la tensión propia del universo hispánico. La honra personal representa el bastión, el alcázar desde el cual uno se defiende de su conciudadano. Y esto manteniendo una actitud de permanente desconfianza, por un motivo muy sencillo: nuestra situación particular, como nuestro honor, se encuentra en un estado de peligro constante. Lo repetimos: este peligro que no cesa constituye uno de los datos del carné de identidad español.

¿Será necesario mencionar Fuente Ovejuna, la magistral obra de Lope? Esta comedia respira conflicto por todas partes. Leída hoy, parece revolucionaria. En realidad, el texto nada sabe de la Revolución Rusa o de la sociedad sin clases. Lo que le interesa es el mundo hispánico y su crucigrama de odios, que se representa en el escenario, buscando una solución para ellos. El hecho de que lo que se cuenta en esta pieza teatral coincida con una guerra civil resulta, sin duda, muy aleccionador, muy significativo. Los abusos del comendador, su posterior muerte a manos del pueblo y la salida que, finalmente, se encuentra para todo esto bajo la tutela real constituyen un excelente símbolo de tantas luchas cívicas que marcan la vida hispánica. Fuente Ovejuna configura un magnífico ejemplo de los combates que ocurren en el ruedo ibérico: batallas que la obra intenta solucionar.

Porque lo curioso es que la comedia del Siglo de Oro constituye un problema, pero también la búsqueda de una solución para ese drama. Efectivamente, el hecho de que, en un mismo espacio escénico, se sitúen villanos y nobles, de que el octosílabo, más popular, baile con el endecasílabo, métrica más noble, todo esto nos indica que se está buscando una forma teatral en la que la multiplicidad hispánica pueda conciliarse. Conciliarse y reconciliarse. O sea: las «comedias famosas» del siglo XVII expresan fuertes tensiones nacionales, que simultáneamente intentan resolver. Cuando los imputados por el crimen de la muerte del comendador afirman «Fuente Ovejuna lo hizo»,3 se reconstituye, de modo ejemplar, un sentimiento comunitario que había pasado por una profunda crisis. Es el tenso mar de fondo español, con su oleaje tempestuoso, quien comete las salvajadas con que nos encontramos en el teatro del Siglo de Oro, pero ese mismo teatro representa ya una solución para tanta violencia.

No siempre la tirantez de la vida hispánica conduce a la eliminación. Como hemos visto, a veces el resultado es el silencio receloso –receloso y quizás rencoroso– de una parte de la sociedad, que se ve dominada por la otra parte. Y aquí entra otra dimensión de la literatura española: la picaresca. Porque este género narrativo nace en el momento en que los excluidos del ruedo ibérico toman la palabra para contar su historia. La picaresca funciona, en fin, como un silencio que se ha decidido a hablar. Se trata de una modalidad artística que surge en una nación que genera muchos excluidos cuando alguno de ellos explica su biografía. Lázaro de Tormes, por ejemplo: un muerto de hambre que cuenta sus recorridos a través de la jungla de un mundo hostil. De nuevo, la misma literatura que plantea un problema intenta resolverlo. Al final de su narrativa, el guía de ciegos disfruta de un buen empleo y recuerda sus andanzas infantiles con una curiosa nostalgia.

Podríamos asociar este sistema de conflictos, que son como tatuajes de la vida hispánica, a una cultura de la muerte que se manifiesta en algunos ámbitos ibéricos. Porque, de hecho, quien vive en España existe cerca del riesgo y, por consiguiente, no muy lejos de la posibilidad de ser borrado del mapa. Quizás por ello en las plazas de toros se representa el gran drama de la nación: matar o morir. Quizás por ello, también, ese loco que era Millán-Astray berreaba el espantoso «¡Viva la muerte!». Porque este matar o morir funciona como una gran catarsis de la tensión constante del mundo español. A través de la muerte, se logran equilibrios que, sin ella, parecerían imposibles. Los campesinos de Fuente Ovejuna gritaban asimismo «¡Fernán Gómez muera!» cuando asesinaban al comendador.4 Y eso era también proclamar «¡Viva la muerte!».

Lo más asombroso, no obstante, es que, partiendo de estas tensiones estructurales de su nacionalidad, el pueblo español haya sido capaz de crear una serie de rasgos de carácter muy positivos. Y esto constituye, de hecho, algo admirable. Con otras palabras: lo que caracteriza lo hispánico no es sencillamente ese calambre de tensiones que recorre el país de arriba abajo; ese taconeo de conflictos de que hemos tratado en este capítulo. Existe, además, una actitud vital, presente en todas las regiones de España, que configura una genial, sorprendente y encomiable bandera enarbolada por las gentes ibéricas. Hablaremos a continuación de esos brillantes atributos que constituyen una parte de la grandeza de ser español.


2. Me refiero, por supuesto, al célebre poema de Lorca Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, publicado en 1935.

3. Estas afirmaciones surgen en el acto tercero de esta obra de Lope de Vega.

4. La frase y el momento del asesinato surgen también en el acto tercero de Fuente Ovejuna.

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Optimismo, valor y realismo

Una de las riquezas de esta visión de lo hispánico como un sistema de tensiones es que hemos identificado un rostro presente en todas las caras españolas. De hecho, tensos son los castellanos y, por ello, rígidos y ásperos, y tensos los catalanes, viviendo en la permanente inseguridad de su fuerte y frágil tradición nacional. Tensos también los vascos y, a causa de eso, a veces casi brutales. Una tensión de fantasías, una tirantez latente por todas partes –que el pobre Lorca detectó y puso en escena–, pinta los soleados escenarios de Andalucía. La célebre sutileza gallega consiste en reducir a medias palabras los griteríos ibéricos, y en lo que respecta a la capital, Madrid funciona como una central nuclear de todo tipo de tensas radioactividades.

Por lo tanto, hemos identificado una característica común, un ADN nacional que, como decíamos al final del último capítulo, ha dado origen, de forma sorprendente, a un carácter admirable. Un temperamento en el cual domina, paradójicamente, el optimismo. El español, ante el peligro que lo rodea y que es el ambiente propio de su país, ha decidido plantarle cara con una sonrisa. Y esto es hermoso. Este sonreírse ante el riesgo, que puede llegar a una posible muerte social, constituye algo encomiable que España tiene. Y es, asimismo, lo que ha dado lugar a ese aplomo hechicero que marca el cotidiano hispánico.

En eso consiste la grandeza española: en creer en el futuro, después de tantos pasados trágicos. Admirable país que tiene tendencia a esperar lo mejor entre muchas cosas malas. Existe así en la nación un columpio espiritual que oscila entre la conciencia de los dramas hispánicos y un optimismo que se ejerce como una obligación colectiva. En España hay que ser optimista. Hay que serlo por una cuestión de supervivencia psicológica. Un español triste termina siendo abrumadora, insoportablemente desgraciado. Por ello, la «ilusión» –el otro nombre, tan común, de este optimismo– es un pan que todo el mundo comparte con su conciudadano. Un maná para recorrer el desierto de cada día y sus muchos peligros.

Esto no implica que no existan momentos profundamente melancólicos en la vida española. Pero esas horas tenebrosas se cubren, tarde o temprano, con el traje de luces de una alegría recuperada. Goya estaba condenado a pintar las obras de su fase negra: después de las tragedias de inicios del siglo XIX, aquellas pinceladas oscuras tenían que expresarse. Pero, al mismo tiempo, ejecutó los suaves cartones para tapices que nos hablan de un país flotante, alegre, entretenido: de una nación que es su propia sonrisa. El quitasol que un majo usa para proteger a una dama, escena representada en uno de los más célebres trabajos de esta serie, funciona como un paraguas que nos protege a todos de las tempestades de la tristeza.

Por consiguiente, España configura una nación que, entre tantas tragedias, busca y construye un optimismo permanente, una tenaz alegría que oculta lo negro que en ella también existe: este júbilo compartido constituye un rasgo enorme de identidad nacional. Veamos cómo ocurre esto en un día de la vida española: este extraordinario diálogo entre melancolías y exuberancias. Por la mañana, la gente sale de casa canturreando una zarzuela de saludos, que se entona con particular vibración sea en los bares donde se toman el café con leche y los churros pringosos, sea en las panaderías adonde uno va a por la habitual barra de pan.