BREVE HISTORIA
DE LA
CIENCIA FICCIÓN

BREVE HISTORIA
DE LA
CIENCIA FICCIÓN

Luis E. Íñigo Fernández

Prólogo

Este libro que sostiene entre sus manos, querido lector, sea en su formato físico o en el virtual de una tableta u otro dispositivo de lectura, es un proyecto ambicioso. Lo es por su brevedad, poco más de trescientas páginas, lo que lo convierte en una obra poco habitual para los cánones del género de la divulgación en lo que a la ciencia ficción se refiere. Y lo es, sobre todo, por su contenido, que abarca la historia completa de esta especial manifestación del espíritu humano, desde sus orígenes hasta el presente, no solo en lo literario, sino también en lo cinematográfico, la televisión y el cómic, soportes todos ellos de los que la ciencia ficción se ha valido para seducir a sus admiradores y cautivar su imaginación durante décadas, desde que en aquel frío verano de 1816, Mary Shelley y su marido Percy hicieran la visita a su amigo el poeta lord Byron, que entonces residía en Suiza, visita de la que nacería la primera novela de ciencia ficción de la historia, Frankenstein o el moderno Prometeo.

A nadie puede escapársele, empero, que ambos objetivos tienen algo de contradictorio brevedad y exhaustividad nunca han sido precisamente grandes amigos— y que conciliarlos exige elegir. Se trata, pues, de precisar aquí el criterio que hemos seguido para esa elección: ¿a qué nos hemos visto obligados a renunciar en aras de la brevedad? ¿A qué hemos, por el contrario, asegurado la supervivencia a la hora de sacrificar algunos contenidos en favor de otros?

La elección no ha sido sencilla. Cualquier criterio adoptado podría convencer a algunos y decepcionar a otros. Pero ante esta situación solo cabe una respuesta: la honestidad. Explicar cómo hemos procedido evitará, al menos, que nadie se llame a engaño ni se sienta decepcionado al no hallar en estas páginas algo que anhelaba encontrar o, por el contrario, al tropezarse en exceso con lo que considera de sobra conocido y, por ende, superfluo. ¿Cuál ha sido, pues, ese criterio? El que, desde nuestro punto de vista, debe presidir la buena divulgación: el lector debe encontrar en estas páginas todo lo esencial, sin que falte nada, y al menos la mayor parte de lo que no lo es tanto. En el caso de la ciencia ficción, ello exige dos cosas: un tratamiento amplio de la ciencia ficción del siglo XIX, sin la cual nada se entendería de su desarrollo posterior, y un análisis no menos amplio de la ciencia ficción norteamericana, que ha sido, en mayor o menor grado según las épocas, hegemónica en el contexto internacional. De igual modo se ha procedido en lo que se refiere al soporte: la literatura y el cine han recibido la atención prioritaria, porque es en ellos donde la ciencia ficción ha alcanzado las mayores cotas de imaginación, especulación y calidad, tanto en la forma como en el contenido, y se ha dedicado menos espacio a la televisión y el cómic, no porque resulte despreciable su aportación, sino porque por fuerza, en una historia general como esta, debemos reconocer que su valor y su importancia han sido menores y dedicarles menos espacio.

Entendemos con ello que el lector terminará la lectura de este libro con la seguridad de haber adquirido un conocimiento general de la ciencia ficción. Por supuesto, no se tratará de un conocimiento exhaustivo, pero sí podemos prometerle desde este mismo instante que será completo y que no habrá nada relevante que se le escape. Y, sobre todo, podemos asegurarle que cerrará sus tapas cuando dé por terminada su lectura con el anhelo de leer más y la necesidad de entregar muchas horas de su tiempo al disfrute de este género maravilloso y seductor que es la ciencia ficción. Así pues… ¡¡¡que la fuerza le acompañe!!!

Rivas Vaciamadrid, 14 de julio de 2017

1

¿Qué es la ciencia ficción?

Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.

Arthur C. Clarke: Perfiles del futuro (1962)

UN TERRENO RESBALADIZO

Abordar el análisis del camino seguido por la ciencia ficción a través del tiempo exige, como condición indispensable, reflexionar primero sobre la propia naturaleza del concepto: ¿qué es y qué no es ciencia ficción? ¿Cuáles son sus límites? ¿En qué se distingue de otros géneros similares, como la fantasía o el terror? No se trata de una cuestión baladí, pues de su resolución depende el recorrido posterior de la obra que nos ocupa, no por humilde poco rigurosa, que habrá de desarrollar en el tiempo la tesis formulada como punto de partida.

Por un instante, seamos clásicos; luego tendremos tiempo de dejar de serlo. Para la inmensa mayoría de los investigadores del fenómeno, la ciencia ficción ve la luz el día que llega a los por entonces poco nutridos anaqueles de las librerías una obra auroral, uno de esos libros únicos que marcan con nitidez un antes y un después en la historia de una disciplina o un género artístico: Frankenstein or the Modern Prometheus, escrito por Mary W. Shelley en 1818. ¿Pero qué hay en esta obra que la haga merecedora de un honor tan grande como el de dar a luz a toda una nueva especie literaria? ¿Por qué todos los estudiosos del género coinciden en afirmar que con ella nace la ciencia ficción? Dar respuesta cumplida a esta pregunta, en apariencia sencilla, nos proporcionará la clave para definir, siquiera de forma operativa, el fenómeno cuya historia está llamada a ser protagonista de las páginas siguientes. Debemos abordarlo, pues, con tanto cuidado como precisión. Cualquier mínima ambigüedad, como un minúsculo, casi imperceptible, error de segundos de arco en la trayectoria de una nave lanzada al espacio exterior, podría conducirnos luego, valga la hipérbole, a años luz de nuestro destino.

Y, sin embargo, la misión que nos hemos impuesto se halla muy lejos de ser sencilla. Las aproximaciones al concepto de ciencia ficción que pueden registrarse en los muchos libros de historia y crítica del género son, en pocas palabras, apabullantes en su número y bastante disímiles en su perspectiva. Quizá tenía razón Nietzsche cuando decía que no se puede definir aquello que tiene historia, pues son tantos los cambios que le impone el tiempo que nada permanece en ello lo bastante inalterable para resultar reconocible con el paso de los años. No obstante, asumirlo así nos colocaría ante una paradoja irresoluble: quizá no se puede definir lo que tiene historia, mas ¿cómo hacer historia de lo que no se puede definir? Quizá la mejor salida de esta ratonera sea, precisamente, escabullirse de ella como lo harían los expertos, esto es, los ratones, apostando sin rubor por un pragmatismo lindante con el más puro cinismo. Tal hicieron autores como los muy respetados John Clute y Peter Nicholls, quienes, en su exhaustiva y ya clásica Enciclopedia de la ciencia ficción (1979), afirman sin ambages que «[…] no hay razones para creer que pueda formularse jamás una definición aceptable de ciencia ficción». Pero esto no es sino salir del atolladero arrojando la toalla. Y no es cosa muy distinta lo que hizo el autor norteamericano Norman Spinrad cuando dijo que «ciencia ficción es todo lo que los editores publican bajo la etiqueta de ciencia ficción». Desde luego uno de ellos, el mordaz Damon Knight, fundador de la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de los Estados Unidos (SFWA), pareció darle la razón cuando afirmó, con no poca arrogancia, que «ciencia ficción es lo que señalamos cuando decimos ciencia ficción».

1.Frankenstein_1818.tif

Ilustración de la primera edición de Frankenstein or the Modern Prometheus, publicada en Londres en 1818, para la mayoría de los investigadores la primera manifestación literaria del género de la ciencia ficción.

Pero claro, semejantes butades no nos resuelven nada, como no sea agravar el problema recurriendo a tautologías tan ingeniosas como inútiles. Primero, porque la expresión «ciencia ficción» no apareció hasta cerca de medio siglo después de que viera la luz la obra de Shelley (el inglés Wilson la acuñó en 1851, más de setenta y cinco años antes que el que pasa por ser su inventor, el norteamericano de origen luxemburgués Hugo Gernsback), y segundo, porque los editores no siempre le ponen etiquetas a lo que publican, y si lo hacen, bien podríamos no estar de acuerdo con su clasificación, por otra parte muy cambiante a lo largo de la historia. Salta a la vista, digamos a título de ejemplo, que si un viaje a la Luna podía ser, desde luego, ciencia ficción cuando escribieron sobre él Julio Verne o Herbert George Wells, en las últimas décadas del siglo XIX, en nuestros días sería simplemente ciencia, ya que no habría en ello nada de especulativo.

Y es que, en efecto, la ciencia ficción es, ante todo, especulación. Cualquier obra que aspire a figurar en los anales del género debe responder, de un modo u otro, a la pregunta «¿qué pasaría si…?». Detengámonos a pensar un poco y comprobaremos que todas las grandes obras de esta curiosa especie literaria lo hacen, hasta el punto de que es, precisamente, el asunto sobre el que cada autor plantea su especulación el que nos permite encasillar su obra y delimitar así subgéneros dentro de ese casi infinito universo especulativo que constituye la ciencia ficción. Porque las preguntas que podemos hacernos en verdad no conocen límites. ¿Qué pasaría si pudiéramos viajar en el tiempo? ¿Qué nos encontraríamos si llegáramos a otros planetas? ¿Y si fuéramos capaces de fabricar copias vivas de nosotros mismos? ¿Existen los extraterrestres? ¿Serán los ordenadores los amos del mundo? ¿Algún día lograremos construir la sociedad perfecta? ¿Serán por fin la violencia y la guerra un triste y remoto recuerdo para los hombres y las mujeres del futuro? Podríamos formular muchas más y no habríamos agotado las posibilidades. Pero la pregunta, explícita o no, debe ser planteada. Es lo que los especialistas del género denominan el novum, esto es, en pocas palabras, ese «elemento que se escapa a nuestra experiencia cotidiana y, desde luego, a la posibilidad de que lo experimentemos en nuestra realidad inmediata» (Díez y Moreno, 2014: 15). El autor escoge una, o varias, de estas preguntas, o de muchas otras, y le da una respuesta. Tal es la esencia, una de ellas al menos, de la ciencia ficción.

Surge aquí otra cuestión interesante. ¿Nos remite todo esto al futuro lejano, como quizá esté pensando ahora mismo el lector? No necesariamente. La especulación no tiene por qué situarse en lo que está por venir, como en el ejemplo clásico de La máquina del tiempo de H. G. Wells, cuya acción transcurre nada menos que en el año 802.701 de nuestra era. Puede ubicarse, bien al contrario, en el más remoto pasado, como la tetralogía de los ochenta Exilio en el Plioceno, de Julian May, en la que los oprimidos del siglo XXII viajan seis millones de años atrás, hasta ese período geológico, huyendo de los abusos de sus coetáneos, para encontrar allí dos razas de extraterrestres dotadas de poderes psíquicos. Pero no es necesario ir tan lejos. La acción puede situarse, asimismo, en un pasado mucho más reciente, o incluso en un presente alternativo al que conocemos. Tal es el caso de la celebérrima Criptonomicón, de Neal Stephenson (1999) el título es un claro homenaje a la obra de H. P. Lovecraft y su mítico Necronomicón—, que se inicia en 1942 y alcanza las primeras décadas del siglo XXI narrando las aventuras de un grupo de criptógrafos que unen sus esfuerzos al servicio de la libertad de información. Existe incluso todo un subgénero de ya muy larga tradición en la ciencia ficción, la denominada «ucronía», que se ha especializado en explorar las posibilidades que ofrece la especulación, racional o fantástica, sobre posibles desarrollos históricos alternativos al que conocemos. Buenos ejemplos de ello nos los ofrecen El hombre en el castillo, de Philip K. Dick (1962), en la que los nazis y sus aliados japoneses han ganado la Segunda Guerra Mundial, o Roma eterna, de Robert Silverberg (2003), cuya trama se desarrolla en un presente alternativo en el que nunca se ha producido la caída del Imperio romano.

2.The%20Matrix.tif

Fotograma de la película The Matrix (1999). En el inquietante universo de un tiempo sin historia, los seres humanos sueñan vidas que creen reales conectados a máquinas inteligentes que se alimentan de su energía vital.

Por último, tampoco es necesario que la acción se desarrolle lejos de la Tierra, en una galaxia muy, muy lejana, como la saga Star Wars (entre 1977 y la actualidad) o, en el mejor de los casos, en un planeta desconocido, como era habitual en la época ahora lejana de los primeros vahídos del género. Por ello, no nos sirve ya la vieja definición del francés Michael Butor, quien, hace más de medio siglo, denominaba ciencia ficción a los relatos en los que se habla de viajes interplanetarios. Algunos de los casos que hemos visto más arriba ofrecen pruebas sobradas de ello, pero, forzando todavía más el argumento, la buena ciencia ficción ni siquiera exige como condición previa dejar claro dónde o cuándo se desarrolla la acción. ¿Acaso importa en qué momento o lugar sufren sus peripecias los protagonistas de la trilogía The Matrix (1999-2003)? ¿Podría acaso hacerlo cuando su argumento se basa, precisamente, en la premisa cartesiana de lo engañoso de los sentidos, en la inconsistencia inherente a la percepción humana de la realidad?

Pero la especulación, por sí sola, no basta. La ciencia ficción, ya se encarne bajo la forma de literatura, de cine, de radio o de cómic, es arte, y el arte —otro fenómeno harto difícil de definir— debe, al menos, producir una emoción, placentera o nauseabunda, pero una emoción. Es lo que muchos autores han denominado el sentido de lo maravilloso, la sensación de sorpresa, de inevitable asombro ante lo desconocido, lo nuevo, lo inesperado. Si una obra especulativa no despierta esa sensación en aquellos que a ella se acercan, no es ciencia ficción; será, quizá, una reflexión, más o menos atinada, más o menos racional, sobre los posibles efectos de un cambio en alguna de las dimensiones de la vida humana, pero no ciencia ficción; no sin emoción. Como escribiera Lester del Rey, otro célebre autor y editor norteamericano, la ciencia ficción es «un intento de tratar las posibilidades alternativas de forma racional, logrando que sean entretenidas». Y es que, como ha apuntado con acierto Pollux Hernúñez (2012: 29):

La ciencia ficción no es más que otra forma, más moderna, de reflejar en la literatura la misma ansia que siempre ha sentido el ser humano por lo sobrenatural, la magia, la mitología, lo fantástico. Escapar de la realidad, triunfar sobre el misterio de la existencia, participar en el juego de cambiar el entorno, con un barniz de verosimilitud aportado antes por lo que era divino e incuestionable y ahora demostrado e incontestable: la verdad científica y su aplicación técnica, sea el vapor, la evolución, la relatividad, la bioquímica, la cibernética, el psicoanálisis, etcétera.

¿Hemos conseguido, entonces, concluir nuestro retrato? ¿Resulta por fin reconocible nuestro protagonista? ¿Acaso cualquier especulación capaz de despertar el sentido de la maravilla es ciencia ficción? No, por desgracia no es tan sencillo. Porque existe otro género, la fantasía, que comparte con la ciencia ficción esos dos rasgos, lo especulativo y lo maravilloso, pero es otra cosa distinta que, desde el humilde punto de vista de este autor, no debe confundirse con ella, aunque parece que tiende a hacerlo cada vez más en las últimas décadas. Pensemos, a título de ejemplo, en la novela fantástica por antonomasia, la trilogía de El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien (1954-1955). Sin duda, constituye un verdadero epítome de la capacidad humana de inventar mundos alternativos, de especular, en fin, cautivando al tiempo al lector, atrapándolo en una sutil red mágica de magnífica coherencia, al punto de despertar en él el deseo de abandonar la prosaica realidad en pos del maravilloso viaje que el autor propone. ¿Pero es eso ciencia ficción? No, porque ¿dónde está la ciencia? ¿Es acaso Sauron, el Señor Oscuro, un científico loco que se vale de la tecnología que solo él posee para imponer al mundo sus atroces designios? No, no existe semejanza alguna entre este ser perverso y los mad doctors de la ciencia ficción clásica. Aquel se vale de la magia; estos, de la ciencia. En el mundo de la fantasía cuanto sucede es imposible y lo seguirá siendo cualquiera que sea el punto de vista que adoptemos; en el de la ciencia ficción, lo es solo en nuestra experiencia, pero puede dejar de serlo si encontramos la forma de que así suceda. Se trata de una frontera de naturaleza epistemológica y, por ende, insalvable. Fantasía y ciencia ficción son dos mundos distintos.

En efecto. La ciencia ficción no solo debe ser especulativa y maravillosa; debe incluir entre sus elementos, necesariamente, la ciencia. Este, y no otro, sería el más relevante de los parámetros que, en opinión de un autor de tanto prestigio como Orson Scott Card, delimitan con claridad las fronteras del género (Scott Card, 2013: 11). Naturalmente, no la ciencia que conocemos, pues sus límites serían demasiado estrechos para hacer posible la especulación, y, desde luego, en exceso prosaicos para posibilitar la maravilla. Se trata de otra ciencia, un conocimiento más avanzado, imposible en nuestro presente, pero verosímil, de modo que, aun siendo conscientes de ello, el lector o el espectador lleguen a suspender de forma voluntaria su incredulidad y se sumerjan en el mundo que se les propone. Tal es la definición que plantea Sam Moskowitz, reputado historiador norteamericano de la ciencia ficción, para quien la ciencia ficción no es sino «una rama de la fantasía identificada por el hecho de que facilita la suspensión voluntaria de la incredulidad por parte de los lectores, al utilizar una atmósfera de verosimilitud científica gracias a la especulación imaginativa en los campos de las ciencias físicas, el espacio, el tiempo, las ciencias sociales y la filosofía» (Barceló, 2015: 15 y siguientes).

3.Doctor%20Moreau.tif

Charles Laughton caracterizado como el perverso doctor Moreau en La isla de las almas perdidas (Erle C. Kenton, 1932). Basada en la novela de H. G. Wells, la película cuenta entre sus numerosos atractivos con uno de los primeros y más inquietantes mad doctors de la historia del cine. Quizá aún se nos erice la piel cuando volvamos a escucharle diciendo: «Cogí un gorila y, con infinito cuidado, construí mi primer hombre».

El lector avezado habrá reparado ya en que en las palabras de Moskowitz el concepto «ciencia» se utiliza en un sentido muy amplio, y eso es, quizá, lo que ha hecho que su definición no haya perdido actualidad con el paso del tiempo. Porque no debemos caer en el reduccionismo de pensar que cuando hablamos de ciencia nos referimos únicamente a la física o, en el mejor de los casos, a las ciencias naturales. Esa interpretación podría servirnos, quizá, para la ciencia ficción hard, esto es, aquel subgénero que focaliza su atención en la especulación científica, salvaguardando a toda costa su coherencia con los descubrimientos más recientes e incluso, habría que decir, sacrificando en el altar del rigor científico las posibilidades que la misma especulación ofrece y, desde luego, los posibles valores artísticos de la obra. Verdaderos epítomes de este subgénero son muchas de las obras de Larry Niven (Mundo Anillo, 1970), Arthur C. Clarke (Cita con Rama, 1972) o, en tiempos más recientes, Kim Stanley Robinson (Trilogía marciana, 1992-1996). Pero, por fortuna, puesto que el género sin duda se enriquece con ello, existe mucha y buena ciencia ficción en la que la imprescindible cuota científica se cubre con especulaciones centradas en otras ramas del saber humano como la antropología, la sociología, la política o incluso la filosofía.

4.Sauron.tif

Sauron, el Señor Oscuro, en un fotograma de El señor de los anillos (Peter Jackson, 2001), primera película de la trilogía basada en la novela homónima de J. R. R. Tolkien. Como puede observarse, la maldad que representa, de origen sobrenatural, nada tiene que ver con la perversión de índole científica que encarna el doctor Moreau.

Tal es el caso de un lejano pionero del género, el inglés Olaf Stapledon, quien ya en los años treinta del pasado siglo dio a la prensa obras como su extravagante Hacedor de estrellas (1937), verdadera especulación filosófica en la que se interroga desde postulados agnósticos sobre la condición humana y el sentido mismo del universo. Y no podemos tampoco dejar de recordar aquí magníficas especulaciones sobre la evolución de la biología, encarnada en reflexiones sobre las posibilidades y efectos de la clonación tan lúcidas como El mundo de los No-A, de Alfred Elton Van Vogt (1945), o el impacto de la acción humana sobre el entorno, presente en narraciones apocalípticas como El día de los trífidos, de John Wyndham (1951) o, de forma mucho más exhaustiva, en Dune, de Frank Herbert (1965), cuyo virtuosismo le lleva a recrear con todo detalle la ecología de un planeta imaginario y los efectos sobre su biosfera de la explotación incontrolada de sus recursos.

Pero no es necesario remontarse tan lejos en el tiempo. Obras más recientes, como La mano izquierda de la oscuridad (1969), El nombre del mundo es Bosque (1972) o Los desposeídos (1974), todas ellas de la magnífica Ursula K. Le Guin, han explorado temas tan diversos como la construcción social del género, las relaciones entre culturas con distinto nivel de desarrollo y las posibilidades de construir una sociedad más justa. Mientras otras como la inquietante Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932), o la exitosa película Gattaca (Andrew Niccol, 1997) reflexionaban sobre un hipotético futuro en el que la ingeniería genética ha creado una nueva sociedad de clases en la que no es ya la riqueza, sino la manipulación de los genes, la clave de la desigualdad entre individuos.

Para terminar, podríamos quizá preguntarnos si la denominación con la que conocemos el género que nos ocupa es acertada. ¿No se deben, precisamente, a ella muchas de las dificultades que presenta llegar a un consenso sobre lo que entendemos por ciencia ficción? Puede que sea así. Vaya por delante que el nombre en sí es resultado de una mala traducción del inglés science fiction, que se adoptó tanto en español, en este caso en Argentina, como en otras lenguas europeas en los años cincuenta del siglo XX. En la práctica, la expresión se tradujo de forma en exceso literal, vertiendo sin más a nuestro idioma las palabras en lugar de la idea a la que aluden, que habría quedado reflejada con mucha mayor precisión mediante la locución «ficción científica» o, quizá, «ficción especulativa», expresión esta última que destaca el rasgo que, como hemos visto, mejor define al género. Y entonces, quizá, cobraría sentido la definición por la que apuesta, con no demasiado acierto, el diccionario de la RAE, que se refiere a la ciencia ficción de forma un tanto reduccionista al englobar sus diversas manifestaciones bajo el apelativo de «obras literarias o cinematográficas cuyo contenido se basa en hipotéticos logros científicos y técnicos del futuro».

¿Nos atrevemos entonces, para concluir este apartado, con una definición propia? Nada pierde con ello esta obra en calidad, y sí ganan sus lectores en honestidad, de modo que vamos a intentarlo. Podemos definir ciencia ficción como el conjunto de manifestaciones de la creatividad humana que explora el impacto sobre el individuo y la sociedad de avances verosímiles en las distintas ramas del conocimiento, con ánimo de despertar en quienes a ellas se acercan el sentido de lo maravilloso, provocándoles así una emoción de carácter estético. En pocas palabras, la ciencia ficción es arte y, como todos los tipos de arte, tiene como origen y como destinatario al ser humano, y como intención última conmover su espíritu. La ciencia ficción, estimados lectores, la buena al menos, nunca va a dejarles fríos.

Queda con ello trazado el perfil de lo que entenderemos en este libro como ciencia ficción. Pero una definición completa del género exige, o al menos así lo entendemos, que reflexionemos un instante sobre los temas que ha abordado en uno u otro momento de su historia y los parámetros estilísticos que ha adoptado. En otras palabras, para completar este primer capítulo dando por presentado a nuestra protagonista, habremos de detenernos un poco sobre el fondo y la forma de la ciencia ficción.

LOS TEMAS DE LA CIENCIA FICCIÓN

En cuanto al fondo, es decir, las preocupaciones que absorben la atención de los autores del género, los temas que abordan sus obras, tanto en la literatura como en el cine, es preciso reconocer que una relación detallada cubriría con creces, e incluso excedería, el espacio disponible en una obra breve como trata de ser esta. A pesar de ello, resulta necesario emprender siquiera una sucinta aproximación, pues sin ella nuestro conocimiento de la ciencia ficción, imprescindible antes de comenzar la tarea de analizar su historia, quedaría incompleto.

El tema por excelencia de las obras de ciencia ficción, sin duda el primero en que pensaría un profano al que interrogásemos sobre el asunto, es el del viaje espacial o, en términos más técnicos, la space opera, expresión acuñada en 1941 por Wilson Tucker con el ánimo peyorativo de asimilar estas historias a los mediocres seriales radiofónicos patrocinados entonces por las marcas de detergentes, las soap operas. Sin embargo, aunque a ellas se debe con toda probabilidad la fama de literatura o cine de segunda fila que arrastra todavía en la actualidad para muchas personas el género, también a ellas debe su popularidad y, para qué negarlo, buena parte del sentido de lo maravilloso que logra excitar en tantos de nosotros. Es cierto que estas obras de ciencia ficción son poco más que historias de aventuras más o menos exóticas que no persiguen sino entretener o, en el mejor de los casos, deslumbrar. Sus argumentos son sencillos; sus personajes, planos; su acción, trepidante; sus escenarios, grandiosos. Rara es la ópera espacial que va más allá. Ejemplos como la saga de La Cultura, del escocés Iain M. Banks (1987-2012), cuyas novelas sirven de pretexto para una mordaz crítica de la sociedad capitalista occidental, constituyen excepciones muy poco frecuentes en el panorama de un subgénero por otro lado menos vivo en los últimos años que en las primeras décadas de la ciencia ficción.

Otro tanto podría decirse de los viajes en el tiempo, con la diferencia de que este tema sí se ha prestado con mucha mayor frecuencia a servir de pretexto para abordar reflexiones profundas acerca de la condición humana. Así sucede en el caso del propio H. G. Wells, cuya novela La máquina del tiempo (1895), con sus elois y sus morlocks, trasunto un tanto naíf de la burguesía y el proletariado industrial, nos ofrece una alegoría crítica de la lucha de clases propia de la Inglaterra de finales del siglo XIX. Y son otras muchas las posibilidades del tema, desde la más evidente, la paradoja temporal, que han explotado autores como Robert A. Heinlein o Gregory Benford, al choque contracultural, que puede apreciarse en obras como El libro del día del juicio final (1992), de Connie Willis, en el que la protagonista, que viaja hacia el pasado, se ve obligada a convivir, a su pesar, con las gentes del Medievo, para las que resulta tan extraña como lo sería para nosotros un alienígena. Pero, sin duda, la mejor novela sobre viajes en el tiempo es El fin de la eternidad (1955), de Isaac Asimov, en la que una suerte de extraños viajeros, los Eternos, capaces de entrar y salir a su gusto del continuo temporal, velan por el bien de la humanidad interviniendo con cuidado en su historia para minimizar su sufrimiento sin alterar su libertad, pues solo esta, a pesar del continuo y agotador esfuerzo que exige su ejercicio, es capaz de asegurar el progreso del género humano.

5.Buck%20Rogers.tif

El actor norteamericano Buster Crabbe caracterizado como Buck Rogers, el aventurero del espacio. Nacido en agosto de 1928 en la revista Amazing Stories de la mano de Philip Francis Nowlan, saltaría pronto del pulp a la prensa, la radio y, por fin, al cine y la televisión. Junto a Flash Gordon, su contemporáneo, este personaje popularizó los viajes espaciales como argumento de la ciencia ficción.

No menos habitual entre los temas clásicos de la ciencia ficción es el del contacto con civilizaciones alienígenas. Aunque en su versión más popular el tema apenas se distingue de la ópera espacial, con la que puede competir sin excesivas dificultades en cuanto a simplicidad argumental y capacidad de entretenimiento, veta explotada hasta la saciedad por el cine norteamericano de los años cincuenta, también ofrece notables posibilidades para la reflexión acerca de un asunto tan trascendente como la relación con el otro, con el distinto, cuya sola existencia nos obliga a cambiar nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos (El juego de Ender, de Orson Scott Card, publicada en 1985, es el mejor ejemplo), y sobre otros muchos, pues el primer contacto con una civilización extraterrestre puede plantearse desde perspectivas muy diversas. Ejemplos no nos faltan. La filosofía, la ecología, la economía, la política e incluso la lingüística han encontrado su espacio propio en las obras que hacen de los alienígenas sus personajes principales.

6.Enigma%20de%20otro%20mundo.tif

Fotograma de la película El enigma de otro mundo (Christian Nyby y Howard Hawks, 1951). El cine norteamericano de los cincuenta no dudó en ponerse del lado de su gobierno en la militancia contra el comunismo, y los alienígenas agresivos constituían una metáfora extremadamente eficaz para sembrar en la ciudadanía una verdadera histeria colectiva.

Las inteligencias artificiales, un tema que gozó de muy poca atención cuando la ciencia ficción daba sus primeros y vacilantes pasos, ha ido adquiriendo un creciente protagonismo en las últimas décadas, sin duda como resultado del progreso real de la tecnología asociada a los ordenadores y los profundos cambios sociales que está produciendo su uso masivo. Su irrupción en la ciencia ficción, empero, se produjo en fecha tan lejana como 1921, cuando el escritor checo Karel Čapek introdujo un robot entre los personajes de su innovadora obra teatral R.U.R., si bien fue la formulación de las ficticias tres leyes de la robótica por Isaac Asimov en 1942, aceptadas de forma tácita por el conjunto del género, la que marcó su auge. No es de extrañar, ya que junto a un gran atractivo, el tema puede servir de vehículo para la introducción de profundas reflexiones acerca de los conflictos entre la razón y el sentimiento, o la posibilidad de que existan algún día inteligencias artificiales capaces de imponer su dominio a los seres humanos. Obras clásicas del género como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), basada en la magnífica novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), o la inmortal 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), basada a su vez en el cuento corto de Arthur C. Clarke El centinela (1951), ofrecen buenos ejemplos del interés del género por el tema, recientemente explorado de nuevo por autores como Dan Simmons (Hyperion, 1989).

Aunque mucho menos popular que los anteriores, la especulación científica ha sido también, en sí misma, tema central de algunas de las mejores obras del género. Es la llamada hard science fiction o ciencia ficción dura, la cual, en sus manifestaciones más extremas, llega, como señalábamos más arriba, a sacrificar incluso el argumento y los posibles valores artísticos de la obra en aras del rigor científico. Por lo general, este subgénero desprecia las ciencias sociales en beneficio de la física, la química y, en menor medida, la biología, y exige de sus autores no solo una sólida preparación en tales campos, sino una máxima actualización. De hecho, la lectura de estas obras nos permite llevar a cabo un seguimiento cronológico preciso de los avances científicos de cada época, en especial en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, décadas en las que la especulación científica seria floreció como reacción al escaso rigor característico de la ciencia ficción anterior. Autores clásicos como Arthur C. Clarke o el astrofísico profesional Fred Hoyle (La nube negra, 1957) fueron los más destacados de este subgénero, más tarde revitalizado por figuras aún en activo como Gregory Benford (Cronopaisaje, 1980), Vernon Vinge (Un fuego sobre el abismo, 1992) o Michael Flynn (El naufragio de «El Río de las Estrellas», 2003), aunque desde postulados menos fundamentalistas y más atentos a la intensidad dramática de la narración y a la profundidad de sus personajes. En cuanto al cine, el rigor científico, por razones obvias, ha sido menos frecuente y las licencias imposibles la norma habitual. Por supuesto, hay excepciones que sorprenden tanto más por su extremada rareza, como es el caso reciente de Interstellar (Christopher Nolan, 2014), que ha contado con el asesoramiento del físico Kip Thorne para asegurar la coherencia de sus planteamientos científicos subyacentes con el estado actual de nuestros conocimientos.

Por oposición, ha existido siempre lo que podríamos denominar una ciencia ficción blanda o soft, la cual, a diferencia de su hermana, sin despreciar la ciencia, pues de hacerlo así sus obras no podrían formar parte del género, ha prestado atención a otros ámbitos del conocimiento, más propios de las ciencias sociales, en especial la psicología o la antropología. Su auge se produjo en los años sesenta, en el marco de la New Wave británica, y se caracterizó por su interés por el espacio interior de los personajes frente al exterior del cosmos, al extremo de despreciar los planteamientos clásicos del género en favor de la experimentación literaria, en ocasiones un tanto arriesgada. Buenos ejemplos de ello podemos encontrarlos en la polémica obra de J. G. Ballard (El mundo sumergido, 1962), Roger Zelazny, Samuel R. Delany y, sobre todo, en la de la comprometida Judith Merril, gran defensora de la integración del género en el mainstream de la literatura universal. No obstante, sin formar parte de esta tan intensa como fugaz New Wave, han existido siempre autores más atentos a lo social que a lo natural, que han dado a la ciencia ficción una amplitud de miras que nunca habría alcanzado de haber permanecido encasillada en sus preocupaciones clásicas, y puede decirse que en la actualidad, ya maduro el género, ningún autor deja de lado la historia y la caracterización de los personajes en beneficio del rigor científico. Como luego veremos, la ciencia ficción ha dejado de ser hace tiempo arte de segunda categoría.

Uno de los temas de la ciencia ficción que mejor se presta a las reflexiones profundas sobre la condición humana en su dimensión social y política es el de las sociedades alternativas. De hecho, la utopía, aunque fuera, como más adelante veremos, muy anterior como género al nacimiento de la ciencia ficción propiamente dicha, fue asumida por esta como uno de sus más genuinos campos de experimentación filosófica, tanto en su tradicional encarnación optimista como a la inversa, la distopía. De hecho, algunas de las mejores obras del género podrían encuadrarse en este campo. Citemos tan solo ejemplos como la trilogía de La Fundación, de Isaac Asimov, que, en la línea del Platón más lúcido, plantea la posibilidad de un imperio galáctico regido por científicos, o la bellísima La ciudad y las estrellas (1956), de Arthur C. Clarke, en la que se cuestiona la viabilidad de una sociedad en la que el individuo carece de retos a los que enfrentarse. Porque más que la utopía, ha sido la distopía el campo preferido del género, cuya madurez se abrió paso de la mano de novelas tan profundamente pesimistas como la esmerada Nosotros (1921), del ruso Yevgueni Zamiatin; la profética Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley; y la inquietante 1984 (1949), de George Orwell, y se consolidó firmemente con otras en absoluto despreciables como Mercaderes del espacio (1953), de Frederick Pohl y Ciryl Kornbluth, distopía capitalista tan aguda como mordaz, o Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury.

7.El%20monstruo%20de%20tiempos%20remotos.tif

Fotograma de la película El monstruo de tiempos remotos (Eugène Lourié, 1953). Los monstruos cinematográficos de los años cincuenta eran, por lo general, fruto de la radiación atómica, verdadera obsesión de los norteamericanos de la época, que construyeron masivamente en sus casas refugios antinucleares en previsión del estallido de una guerra que no podía sino conducir al fin del mundo.

Un tipo especial de distopía, también muy del gusto de la ciencia ficción, en especial la cinematográfica, es la literatura apocalíptica y posapocalíptica. En la primera, las historias narran los últimos días de la humanidad, que perece casi siempre como resultado de amenazas que ella misma ha desatado, revelando de paso las obsesiones propias de la época correspondiente. Así, los años treinta marcaron el auge de los mad doctors, cuyo afán de dominación les impulsaba a poner la ciencia al servicio de los más oscuros fines, mientras los cuarenta y los cincuenta reservaron el protagonismo a la amenaza nuclear y las invasiones extraterrestres, ambas hijas de la Guerra Fría, y los años posteriores comenzaron a reflejar preocupaciones como el agotamiento de los recursos del planeta o las pandemias provocadas por virus incontrolados. Pero es la segunda la que ha permitido a la ciencia ficción explotar a fondo sus posibilidades. El mundo después del desastre ofrece un campo de reflexión mucho más amplio que el desastre mismo, ya que coloca a los personajes ante la necesidad de empezar desde cero, enfrentándose a sentimientos de pérdida y nostalgia de gran intensidad dramática, a la par que afrontando el reto de organizar una sociedad nueva y capaz de superar los errores que condujeron al desastre a la anterior. Tal es el caso de obras de gran interés como El día de los trífidos (1951), de John Wyndham, en la que el fin de la humanidad propicia distintos experimentos de organización social basados en postulados del todo opuestos, desde la religión al militarismo, pasando por la libertad y el racionalismo ético. Emparentado con esta temática, aunque dotado de una fuerte personalidad propia, se encuentra el denominado cyberpunk, subgénero efímero, pero estéticamente influyente creado por autores como William Gibson (Neuromante, 1984), que nos presenta un futuro distópico dominado por una tecnología opresiva y un capitalismo explotador en oscuros y tenebrosos ambientes suburbanos del todo deshumanizados, más propios hasta entonces de la novela negra que de la ciencia ficción.

8.%20Blade%20Runner.tif

Fotograma de la película Blade Runner (Ridley Scott, 1982), cuya ambientación se encuentra en perfecta sintonía con la estética del cyberpunk y su visión distópica de un futuro dominado por las grandes corporaciones, sin lugar alguno para las relaciones personales y los sentimientos humanos.

Cuando la acción se sitúa en una nave que ha logrado escapar de la Tierra al borde del fin, nos encontramos el subgénero de las naves generacionales, que ha dado obras de tanto interés como La nave estelar (1958), de Brian Aldiss, novela pionera del género, agudo retrato de una humanidad que, privada de referencias culturales heredadas, ha caído en la involución. Recientemente, la temática ha sido revisitada por Kim Stanley Robinson en su Aurora (2015), que presta atención tanto a los aspectos técnicos y científicos como a los políticos y sociológicos de una comunidad humana a lo largo de un tránsito de siglos a través del espacio.

No se agotan aquí los temas que, con mayor o menor éxito, ha explotado la ciencia ficción. Podríamos mencionar algunos otros, como el steampunk, rama específica de la ucronía en la que la acción transcurre en un siglo XIX que ha alcanzado un desarrollo tecnológico mucho mayor que el real (La liga de los hombres extraordinarios, Stephen Norrington, 2003), o incluso la ciencia ficción humorística, de la que constituye el ejemplo más acabado Douglas Adams y su célebre pentalogía del autoestopista galáctico, cuya primera entrega fue llevada al cine por Garth Jennings en 2005.

¿UN ARTE DE SEGUNDA?

No podemos dar por terminada esta introducción sin referirnos a la forma de la ciencia ficción, lo que obliga a abordar un problema de especial relevancia en lo que se refiere a su catalogación como expresión creativa, en especial literaria: ¿se trata acaso de un género secundario, de escasa calidad artística, condenado a permanecer por ello apartado de la corriente principal de la literatura?

dime novelspenny dreadfulspulp fictionpulp

Así, en los años treinta del siglo XX, algunas pulp comenzaron a incluir entre sus narraciones los nuevos temas, y la ciencia ficción empezó a llegar al gran público. Pero lo que el género ganaba en popularidad lo perdía en calidad. El público al que se dirigían aquellas historias las consumía con inusitada voracidad. Los autores, por tanto, debían escribir muy rápido, por lo que se veían abocados a repetir una y otra vez las mismas fórmulas, variando tan solo pequeños detalles y asegurando en sus historias abundantes dosis de acción, fantasía, exotismo, heroicidad y erotismo. Escribir una novela por semana se convirtió en algo habitual para toda una generación de escritores. ¿Y quién puede escribir una buena novela en solo una semana? Ciencia ficción fue por entonces cuando el audaz Hugo Gernsback desempolvó el término— se convirtió en sinónimo de evasión, entretenimiento, fantasía, diversión… pero ¿qué tenía que ver todo aquello con la verdadera literatura?

Por suerte, se trató de una etapa pasajera. Muchos de aquellos jóvenes que publicaban sus novelas por entregas en las revistas pulp, o simplemente se emocionaban con su lectura, eran capaces de hacerlo mucho mejor, y pronto empezaron a demostrarlo. A finales de los años treinta, escritores como Robert A. Heinlein, A. E. van Vogt, Isaac Asimov o Theodore Sturgeon condujeron a la ciencia ficción norteamericana a cotas más elevadas de reflexión y especulación, sin perder por ello un ápice de popularidad. La Edad de Oro estaba a punto de comenzar. Pero no fue suficiente. Las obras de los años cuarenta y cincuenta, aunque ya muy superiores en calidad a las que se publicaban en el período de entreguerras, seguían sin ser reconocidas como verdadera literatura, tal era el peso de la herencia envenenada que soportaban. Solo en los sesenta comenzaría la ciencia ficción a ser admitida en pie de igualdad con el resto de los géneros literarios.

En efecto. Fue en esa década cuando algo empezó a moverse con fuerza en el mundo de la ciencia ficción; algo que hasta ese instante había permanecido latente, como una vieja semilla dormida que hubiera esperado con silenciosa paciencia el momento de brotar y envolver por fin al género en la vitola de literatura con mayúsculas que le había sido negada —no sin cierta razón— hasta entonces. La ciencia ficción había sido, desde sus mismos orígenes, innovadora, pero solo en sus temas, en su acercamiento al futuro, en sus elucubraciones acerca de la posible evolución científica y tecnológica de la humanidad y en las repercusiones que esa evolución podría llegar a tener en el hombre y en su sociedad. Pero lo había sido mucho menos, con las excepciones antes mencionadas, apenas conocidas por el gran público, en lo que se refiere a su lenguaje y a su perspectiva social. La ciencia ficción había sido, desde luego, capaz de despertar en sus admiradores el sentido de la maravilla, transportándolos a mundos fantásticos en el tiempo y en el espacio. Pero habían sido las historias que contaban sus autores, y no la forma como las contaban, lo que había cautivado a quienes se acercaban a sus páginas y a sus pantallas. Y esas historias, con un potencial tremendo para la crítica social, habían quedado casi del todo desaprovechadas como herramientas para plantear problemas propios de la época en la que fueron escritas e incluso, y sobre todo, problemas universales, eternos nacidos de la propia condición humana, como hacen la literatura y el cine; como hace, en fin, el arte.

Aunque suele decirse que el proceso se inició en el Reino Unido con la aparición de la New Wave, lo cierto es que se trató de una realidad compleja que tuvo también su correlato al otro lado del Atlántico. Mientras en esta orilla del océano el acceso de Michael Moorcock a la dirección de la revista británica New Worlds (1964-1971) ofrecía un eficaz vehículo de difusión a los valientes experimentos literarios desarrollados por autores como James Graham Ballard o Brian Aldiss, en Norteamérica saltaban a la palestra figuras no menos innovadoras como Norman Spinrad, Roger Zelazny o Samuel R. Delany. Y no debemos olvidar tampoco las altas cotas de calidad literaria y de profundidad temática que comenzaban a alcanzar por entonces los trabajos de otros autores que, sin integrarse en modo alguno en la New Wave, no tenían tampoco nada que envidiar a los citados. Figuras tan relevantes para el futuro del género como Philip K. Dick o Ursula K. Le Guin sin duda merecen un reconocimiento porque de su mano la ciencia ficción escrita en los Estados Unidos alcanzó un nivel de riqueza, complejidad y madurez que permiten equipararla ya a cualquier otro género literario respetable.

Los años sesenta acabaron para siempre con la ciencia ficción de las óperas espaciales, tan repletas de acción, fantasía y exotismo como triviales en lo intelectual y lo artístico. No dejaron de escribirse novelas que narraban viajes fantásticos a través del tiempo y el espacio. Pero se escribían ya de otra forma, mucho más atenta a los personajes, a sus dramas internos y sus contradicciones, con un estilo más cuidado, y valiéndose de sus historias para plantear en profundidad temas que preocupan, siempre han preocupado y siempre preocuparán a los seres humanos, porque son inseparables de su naturaleza misma. Tras los extraterrestres, los robots, las naves espaciales y el resto de los lugares comunes del género, se esconderá, ya para siempre, la humanidad.

Pero la historia de cómo llegó a producirse ese cambio es larga y compleja, al menos tanto como la de cualquier otro género literario. Ha llegado el momento de narrar esa historia.