VITO MANCUSO

EL ALMA Y SU DESTINO

Con una carta de

CARLO MARIA MARTINI

Traducción de

MARÍA JOSÉ GAVITO y ANTONIO DUATO

Valencia, 2009

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L’anima e il suo destino.

© 2001. Raffaello Cortina Editore. Milano

© MARÍA JOSÉ GAVITO

ANTONIO DUATO

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Una carta de Carlo María Martini

Jerusalén, 5 XI 06

Queridísimo Vito:

Has sido un valiente al escribir sobre el alma, lo más etéreo e inaprensible que hay, tanto que se llega a dudar de su existencia. Y por otra parte, sin embargo, es lo más fuerte, porque es fuerte como la vida, como la capacidad de mantener unido este organismo compuesto de miles de millones de moléculas que, cuando el principio ordenador falta, comienza a corromperse y muere.

Has querido escribir sobre el alma y no sólo mantienes que existe, sino que a partir de ella intentas entender algo sobre el futuro del hombre, sobre el futuro de la humanidad. Tocas así puntos delicados y en parte controvertidos, como los que tienen que ver con los llamados novísimos, es decir muerte, juicio, infierno, paraíso, etc.

Presiento discrepancias sobre las conclusiones a las que llegas en diversos puntos, pero no puedo negar que intentas siempre razonar con rigor, con honestidad y con lucidez, y que tienes coraje al exponer tus ideas, diciendo incluso abiertamente que tales ideas no siempre concuerdan con la enseñanza tradicional ni a veces con la oficial de la Iglesia. Por eso tu libro encontrará desacuerdos y críticas. Pero será difícil hablar de estos temas sin tener en cuenta todo lo que has dicho con valiente penetración.

No puedo por tanto más que desear que tu libro sea leído y meditado por muchas personas, incluso por aquellas que no se preocupan de la existencia del alma ni del futuro del ser humano y que por eso tampoco tienen puntos firmes a los que anclarse. Pero también otros, aquellos que creen tener puntos de referencia muy válidos, pueden leer tus páginas con provecho, porque al menos se verán inducidos a cuestionar sus certezas y a profundizar en ellas, a aclararlas, a confirmarlas.

Veo que en todo esto está dando resultados toda tu historia, tu pasión por la investigación, tu camino de honestidad y de verdad, todo tu amor por el estudio y tu amor por la vida. Deseo que también los que no estén de acuerdo con muchas ideas de tu libro comprendan estas cosas y te escuchen con atención.

Cordialmente tuyo,

† Carlo Maria card. Martini, S.I.

Agradecimientos

Agradezco a todos los que han leído el manuscrito y me han ofrecido su valiosa contribución crítica, en particular a Jadranka Korlat y Carla Volpe.

Agradezco a Giulio Giorello que haya querido albergar este trabajo mío en la prestigiosa colección que dirige y al editor Raffaello Cortina que ha compartido su elección.

Agradezco, con un afecto que dura ya años, al cardenal Carlo Maria Martini la carta que me ha escrito como prefacio. El haber crecido bajo su exigente magisterio espiritual ha sido uno de los dones más grandes que he recibido en la vida.

Agradezco en particular a los filósofos y teólogos del pasado sobre cuyas obras se ha formado mi pensamiento y todavía se sigue formando. Ellos viven en la dimensión eterna del ser y cada día me esfuerzo para unirme a ellos en la realidad de la comunión de los santos. Recuerdo a los que me son más cercanos: Simone Weil, Dietrich Bonhoeffer, Pável Florenski, Pierre Teilhard de Chardin. Espero ser digno de mencionar sus santos nombres junto al mío.

Es evidente que soy el único responsable de las opiniones mantenidas en este libro que, respecto a la doctrina oficial de mi Iglesia, resultan heterodoxas aunque a mi parecer plenamente ortodoxas respecto a la verdad inmutable de Dios como bien, fuente y fin de la vida en el mundo. Si he expresado públicamente mis opiniones en este libro es para servir a la vida espiritual de los hombres, a los que el pensamiento dogmático oficial a menudo ya no consigue dirigirse de manera convincente, por la caduca imagen del mundo implícita en él. Espero poder contribuir con mis ideas a la necesaria renovación de la doctrina y de la vida espiritual, a la luz inmortal de la verdad.

Por último, teniendo en cuenta la positiva experiencia con el libro anterior, señalo a los lectores mi dirección de correo electrónico (vitomancuso@alice.it) por si alguien quiere exponerme su parecer o simplemente comunicarme un sentimiento. Creo en la comunión de los que buscan la verdad. Está escrito: «Lucha hasta la muerte por la verdad y el Señor combatirá por ti» (Eclesiástico 4, 28).

A la memoria de Paolo Mancuso,

mi padre

1.
LA TEOLOGÍA FRENTE A LA CONCIENCIA LAICA*1

1. Objetivo, interlocutor, método

El principal objetivo de este libro consiste en defender la belleza, la justicia y la sensatez de la vida hasta llegar a la hipótesis de que desde la vida misma, sin necesidad de intervenciones desde arriba, puede surgir un futuro de vida personal más allá de la muerte. La argumentación se enfrenta a la conciencia contemporánea, en particular a su parte escéptica o incluso atea, que piensa que no hay nada superior al terrible poder de la muerte. El interlocutor principal de este libro es la conciencia laica, entendiendo por ello esa parte de la conciencia presente en cada persona, creyente o no creyente, que busca la verdad por sí misma y no por pertenecer a una institución; esa parte de la conciencia que quiere adherirse a la verdad pero quiere hacerlo sin presión ideológica de ningún tipo; y si acepta un postulado lo hace desde un profundo convencimiento y no porque lo haya dicho uno de los numerosos papas o uno de los igualmente numerosos antipapas de la cultura laicista. La verdadera laicidad significa pensar que lo definitivo no es el principio de autoridad, sino la luz de la conciencia. Es lo que enseña, junto a las grandes filosofías, la teología moral católica más clásica: «El ser humano debe obedecer siempre al juicio cierto de su conciencia» (Catecismo de la Iglesia Católica, artículo 1800). La laicidad se refiere no sólo a la dimensión política sino, más bien, a la relación del hombre con la verdad.

En esta perspectiva hago mías las palabras con las que el padre jesuita Teilhard de Chardin —en mi opinión uno de los pocos teólogos católicos del siglo XX cuyas palabras aún tocarán los corazones de los hombres de este tiempo— advertía a los lectores al comienzo de una de sus obras:

Este libro no se dirige precisamente a los cristianos que sólidamente instalados en su fe nada podrían aprender en él. Está escrito para los inquietos de dentro y de fuera, es decir, para quienes, en vez de entregarse plenamente a la Iglesia, la bordean o se apartan de ella2.

Soy consciente de que mi método de argumentación, basado en la filosofía y en la ciencia por una parte y en las fuentes tradicionales de la teología por otra, puede generar bastante perplejidad tanto en el ámbito teológico como en el científico. Sigue vigente hoy en día el principio de la estricta separación entre los dos ámbitos: lo que dice la ciencia no tiene valor para la teología y obviamente lo que dice la teología aún tiene menos valor para la ciencia. Se trata de una distinción, cuya génesis histórica comprendo bien (se remonta no por casualidad a Galileo), que puede ser todavía hoy de gran utilidad contra cualquier resurgimiento de las tentaciones biblicistas, pero que en mi opinión se revela en último término estéril. Estoy de acuerdo con el planteamiento de John Searle, uno de los más célebres filósofos de la mente hoy día, para quien

no existe un mundo científico. No existe más que el mundo […]. Nosotros no vivimos en muchos —ni siquiera en dos— mundos diferentes: un mundo mental y un mundo físico, un mundo científico y un mundo del sentido común. No hay más que un solo mundo: es el mundo en que vivimos todos y debemos explicar cómo existimos como parte del mismo3.

Searle ha escrito estas palabras dirigiéndose a los científicos, pero creo que son igualmente válidas para los teólogos y, en general, para los creyentes. No existe un mundo peculiar de la religión, en el que valgan leyes y puedan suceder cosas completamente diferentes respecto al mundo real. No hay más que un único mundo y si se cree de verdad que la religión cristiana tiene algo importante que decir en cuanto al origen y al sentido del mundo y de los hombres que lo habitan, debe ser capaz de argumentarlo ante el saber que el mundo tiene de sí mismo, o sea ante la ciencia y la filosofía. No se trata sólo de mostrar la racionalidad de lo que se cree, que ha sido siempre el objetivo de la apologética; se trata, mucho más profundamente, de asumir la pretensión de verdad que la religión cristiana contiene en sí y transformarla en visión del mundo capaz de integrar las enseñanzas científicas y de soportar la crítica de la filosofía. No digo que las afirmaciones de la teología se deban uniformar con las de la ciencia; es evidente que deben decir algo nuevo respecto a ciencia y la filosofía, si no ¿para qué serviría hacer teología? Digo que las afirmaciones específicas de la teología no deben ser incompatibles con la ciencia, porque el mundo es uno solo y sabemos cómo está hecho gracias a la ciencia. De ello se deduce que el estudio de los problemas de la ciencia y el consiguiente diálogo crítico con la filosofía se imponen a quien quiera hacer teología tomando en serio y con responsabilidad la pretensión de verdad que el cristianismo lleva consigo.


1 [NdT] Aunque el término italiano «coscienza» equivale en español tanto a «conciencia» como a «consciencia»; empleamos para traducirlo siempre el primer término, ya que según el Diccionario de Dudas de la RAE, «con el sentido general de ‘percepción o conocimiento’ se usan ambas formas, aunque normalmente se prefiere la grafía más simple». Advertimos al lector que la acepción más frecuente del término en este libro hará referencia al conocimiento reflexivo, no a la conciencia moral.

2 Pierre Teilhard de Chardin, El medio divino. Ensayo de vida interior, Alianza, Madrid 2005.

3 John R. Searle, La mente, tr. it. de Carlo Rizzo, Raffaello Cortina, Milán 2005, p. 267; ed. es. El redescubrimiento de la mente, Crítica, Madrid 1996.

2. Argumento

El argumento de este libro lo constituye una pregunta que aparece en la mente con implacable puntualidad. No hace falta que ocurra una tragedia o que se vaya una persona amada; a veces basta el funeral de un desconocido que vemos pasar y en ocasiones ni eso, porque sin que haya nada que nos haga pensar, a no ser precisamente la misma nada, esa presencia-ausencia parece tocarnos o, más bien, nos sentimos tocados por ella sin saber cómo. Se trata de la pregunta sobre la muerte y el más allá de la muerte, no tanto sobre qué habrá sino, mucho más radicalmente, sobre si habrá algo.

Aquí aparece la dificultad del pensamiento contemporáneo, incluso del pensamiento humano en sí, pues ya Platón constataba que «sobre el alma la gente es muy incrédula y teme que, una vez que se ha separado del cuerpo, ya no exista en ningún lugar, sino que el mismo día en que el hombre muere se destruya y se disuelva, dispersándose como el aliento o el humo»4. Las cosas no eran muy distintas seis siglos después en la Alejandría de Egipto donde Plotino se lamentaba del hecho de que «desgraciadamente hoy ya no se cree ni en la divinidad ni en la inmortalidad del alma»5. Creyente o no creyente, la persona honesta consigo misma debe reconocer que, ante la pregunta sobre la vida después de la muerte, en su mente solamente aparece un gran signo de interrogación. He dicho mente, es decir pensamiento guiado por la razón, no imaginación, o sea pensamiento a merced de los apetitos, que por el contrario es extremadamente rápida para producir sentimientos tranquilizadores que garanticen que todo continuará más o menos como al principio, como una carrera en la que, retomando una imagen atribuida a Feuerbach, una vez cambiados los caballos se prosigue con la misma carroza, por la misma carretera y con los mismos compañeros. La realidad es otra y a pesar de que es muy difícil decir cómo será la vida futura, una cosa es segura: dando por supuesto que va a haber otra vida, será diferente, decididamente diferente: «Aguardan a los hombres después de la muerte cosas que ni esperan ni imaginan», dice un fragmento de Heráclito6. A causa de esa radical diferencia, cuando la mente piensa con rigor en la muerte y en el más allá, se enfrenta casi únicamente a preguntas.


4 Platón, Fedón, 70 A; tr. es. de Luis Gil Fernández, Alianza, Madrid 2007.

5 Plotino, Enéadas IV, 7, 10, 25; tr. es. de Jesús Igal, Gredos, Madrid 2006.

6 La cita de Heráclito en R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos: edad antigua, Herder, Barcelona 51982.

3. Caminamos a tientas

Pero tener las ideas claras con respecto a la muerte ¿no debería ser uno de los objetivos de la reflexión? Si no existiera la muerte, que espera a nuestra vida y a la de nuestros seres queridos, nunca habría surgido la dimensión religiosa como cuestión vital que acompaña desde siempre el camino del hombre. Primus timor fecit Deos, dice un fragmento de Petronio, es decir, ha sido el miedo, el miedo a la muerte, lo que ha llevado a la construcción de los Dioses. Esta afirmación intencionadamente antirreligiosa tiene su imprescindible dimensión de verdad: no hay ninguna duda de que para exorcizar el miedo a la muerte han nacido ritos y creencias de todo tipo y que los seres humanos para intentar sobrevivir se han imaginado y continúan imaginándose mundos y paraísos en el más allá. La muerte está en el origen de todos los discursos religiosos, tanto de los verdaderos como de los falsos, y por supuesto no es casual que los primeros ritos hayan estado vinculados al culto a los muertos y los primeros templos hayan sido las tumbas. La religión de los antiguos egipcios se basaba casi enteramente en esto, tenía centenares de fórmulas y ritos específicos que después confluyeron dando forma al libro sagrado que nosotros llamamos Libro de los muertos, pero que ellos llamaban Libro de la salida hacia la luz; las pirámides no eran más que gigantescas tumbas en punta para horadar el cielo y llegar a los Dioses. También para el cristianismo la conexión cementerio-iglesia ha sido una constante desde sus inicios: los primeros cristianos no iban a las catacumbas sólo para esconderse y no hay iglesia antigua que no albergue en su interior tumbas, sarcófagos, monumentos fúnebres.

Pero tampoco la filosofía habría nacido nunca sin el pensamiento recurrente y casi obsesivo del destino más allá de la muerte. Cuando la vida sonríe serena, los seres humanos siempre han tenido cosas más interesantes que hacer que dedicarse a pensar en el fundamento último. Cuando Aristóteles escribía en el primer libro de la Metafísica que la filosofía nace del maravillarse, estoy convencido de que con eso quería referirse sobre todo a la filosofía natural, a lo que hoy llamamos física, biología, astronomía, que para él, filósofo y a la vez hombre de ciencia, eran lo mismo que la filosofía. La maravilla que suscita en el alma la manifestación del ser genera más bien la ciencia, no lo que hoy entendemos por filosofía. El desarrollo de la ciencia moderna, haciendo imposible figuras enciclopédicas como la de Aristóteles, en mi opinión lo demuestra, ya que la mayoría de los filósofos posteriores a la revolución científica ha situado el origen de la misma filosofía no en la maravilla sino más bien en la duda, ya sea en la duda metódica del incansable preguntarse, ya en la duda existencial de la angustia. Y ninguna duda es mayor que la del más allá, hasta el punto de que para Schopenhauer «la muerte es el genio inspirador de la filosofía» y «sin la muerte difícilmente se hubiera llegado a la filosofía»7. Además, incluso limitándonos solamente a la Antigüedad, basta pensar en Platón, en Epicuro y otros estoicos para comprender que desde el principio era la muerte con su llamada a la conciencia la que generaba la necesidad del fundamento último como inexpugnable bastión desde el que poder rechazarla. Así comienza Franz Rosenzweig su obra maestra, La estrella de la redención:

De la muerte, del miedo a la muerte se origina y se desarrolla cualquier conocimiento acerca del todo. Rechazar el temor que atenaza lo terrestre, arrancar a la muerte su aguijón venenoso, quitar al Hades su miasma pestilente, de esto se cree capaz la filosofía8.

El problema en esta cuestión aparece claro: si en el origen de la religión y de la filosofía está el deseo (o la necesidad) de vencer a la muerte, el hecho de no saber nada hoy al respecto muestra el fracaso de nuestra religión y de nuestra filosofía. El pensamiento occidental se encuentra como a la deriva, porque es evidente que, si no se conoce el destino que nos espera, nada se sabe con seguridad y todo parece incierto, subjetivo; todo parece resolverse en una cuestión de gustos, sobre los que, como es sabido, non disputandum est. Y de hecho las disputas metafísicas han dado paso hace tiempo a innumerables pequeñas luchas. La ausencia de respuesta sobre la vida más allá de la muerte es la señal más evidente de la crisis de Occidente, porque cuando no se conoce el misterio de la muerte no se sabe ni para qué vivir ni qué sentido dar a la vida. La cuestión última no llega al final de la vida, es más bien la luz que ilumina todo lo que viene antes; y si de ella no llega más que oscuridad, es inevitable caminar a tientas. Nuestra civilización camina a tientas. Quien no sabe qué es la muerte, no sabe qué es la vida. Quien tiene miedo a la muerte, tiene miedo a la vida.


7 Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, suplemento al cuarto libro, § 41; tr. es. de Pilar López de Santa María Delgado, Trotta, Madrid 2004.

8 Franz Rosenzweig, La Estrella de la Redención, tr. es. de M. García-Baró, Sígueme, Salamanca 1997, p. 3.

4. En el surco de la tradición metafísica del catolicismo

No falta, entre los creyentes, quien piensa que esta situación de ignorancia es un bien más que un mal, porque deja al desnudo la condición humana como tal, definida por el no saber y por tanto llamada a la búsqueda de la fe y a la escucha de la revelación divina depositada en la Biblia. Hay teólogos que construyen su edificio sobre la angustia existencial generada por el pensamiento amenazador de la muerte, y se ofrecen a los demás hombres como lenitivo de la llaga que ellos mismos contribuyen a provocar. Primero conducen al hombre a la angustia y al sentimiento de la nada y luego le anuncian la inaudita sorpresa de la salida de seguridad que ellos representan. Se trata de sistemas que se nutren de la ignorancia y del miedo de los hombres.

En cambio yo pienso, y de aquí nace el sentido de este libro, que la ignorancia siempre es un mal, que la luminosidad del saber es siempre mucho mejor que la oscuridad de la fe, que la seguridad y la confianza en la vida son la postura sana, madura; mientras que el sentido permanente de temor, desesperación, angustia y cosas por el estilo es señal de una conciencia inmadura o enferma. Por esto, pienso asimismo que en teología no puede haber nada estable sin un fundamento metafísico y que la filosofía con su luz es más necesaria que nunca a la vida espiritual. Al afirmar esto, me sitúo conscientemente en la más explícita tradición metafísica del catolicismo, tradición heredada de la filosofía griega y recordada muy bien por Benedicto XVI en el discurso de la Universidad de Ratisbona del 12 de septiembre de 2006 (el mismo que contenía una referencia al islam y que encendió al mundo durante algunos días, junto con el asesinato de una monja italiana en Somalia y el de un sacerdote ortodoxo en Irak).

5. A la luz de la naturaleza

Decía que no hay diferencia entre ser creyente o no creyente y que toda persona honesta consigo misma debe reconocer que ante la pregunta sobre la vida futura surge en su mente un gran signo de interrogación. Por otra parte, Carlo Maria Martini ha enseñado que el creyente y el no creyente, además de ser figuras concretas, son en primer lugar formas de la conciencia universal. Los seres humanos, prescindiendo de cuanto formalmente declaran ser, tienen momentos en la vida en los que les parece entrever que «hay algo» (retomando el título de un bellísimo cuento de Singer sobre el misterio de la vida futura)9 y otros en cambio en los que parece que no hay nada más que el eterno retorno de un ser impersonal que se realiza a sí mismo a costa de miles de millones de organismos que nacen y mueren. Cada individuo alberga en sí la voz que le habla de la racionalidad del cosmos y de la sensatez de la vida y la contraria, que le habla de la nada y del absurdo hacia el que, más o menos estúpidamente, todos caminamos. También hay hombres de una pieza, es verdad, los que están seguros al cien por ciento de la existencia del más allá consistente en un edificio de tres plantas —Infierno, Purgatorio, Cielo— del que habla el catecismo y los que, por el contrario, están seguros de que no hay nada de eso, porque «el hombre es lo que come» y cuando no come es evidente que deja de existir para siempre. Hay hombres así, pero su seguridad granítica de uno u otro signo no es necesariamente señal de una mayor fe o de mayor rigor intelectual sino que puede incluso indicar una razón cerrada y una inteligencia subordinada a tesis preconcebidas.

He dicho que el interlocutor principal de este libro es la conciencia laica; laica en el sentido de que busca la verdad no por pertenecer a una institución, sea la Iglesia, partido, movimiento, centro social, sino por sí misma, la verdad en sí y por sí, la necessitas rationis. El tema del alma y de su destino está estrechamente ligado al de la verdad, es decir a la afirmación de que existe una dimensión inmutable y definitiva del ser. Escribe Aristóteles al principio de su obra dedicada al alma: «Parece que la conciencia del alma contribuye mucho a la verdad en general y especialmente al estudio de la naturaleza, porque el alma es como el principio de los seres vivos»10. He aquí la senda que intento seguir: conocer el alma para llegar a conocer la verdad y hacerlo a la luz de la naturaleza. Aquí se razonará sobre el alma no como una misteriosa entidad sobrenatural que llega de lo alto, sino como algo natural, como el principio de la vida, como la realidad más concreta que existe. Y a partir de aquí, de la concreción de la vida natural, intentaré desarrollar el discurso sobre la posible continuación de la vida más allá de la dimensión natural.


9 Isaac B. Singer, Racconti, a cargo de Alberto Cavaglion, Mondadori, Milán 21999, pp. 919-950. Ver en español Cuentos para niños, tr. es. de Andrea Morales, Anaya, Madrid 2004.

10 Aristóteles, Acerca del alma, I (A), 402 a, tr. es. de Tomás Calvo, Gredos, Madrid 2000.

6. ¿Qué naturaleza?

Soy consciente de que hoy al decir naturaleza se utiliza un concepto ambiguo y controvertido, baste sólo pensar en las continuas polémicas entre creacionistas y evolucionistas, o en las discusiones aún más acaloradas sobre la ley natural a propósito de la homosexualidad. Además pienso que en general la conciencia contemporánea está impregnada de una concepción negativa de la naturaleza, que tiende a considerarla madrastra más que madre, siguiendo en esto al gran poeta italiano de la edad moderna que pensaba así:

La naturaleza, por necesidad de la ley de destrucción y reproducción, y para conservar el estado actual del universo, es esencial, regular y perpetuamente perseguidora y enemiga mortal de todos los individuos de cada género y especie que ella da a luz; y empieza a perseguirlos desde el mismo instante en que los ha producido.

Leopardi concluía con un apunte teológico: «Esto, que es una consecuencia necesaria del orden actual de las cosas, no dice mucho a favor de la inteligencia de quien es o fue autor de tal orden»11. El sentimiento leopardiano no me parece distante del de Charles Darwin, que concluía El origen de las especies hablando de «guerra de la naturaleza, hambruna y muerte»12. Por lo tanto es preciso aclarar desde el principio qué entiendo, al menos a grandes líneas, por naturaleza.

Por naturaleza entiendo el fondo primordial del ser, lo que hace nacer y aparecer las cosas, tanto las inanimadas como las piedras, como las animadas, como por ejemplo la gatita de mis hijos, o mis hijos mismos, porque también ellos son naturaleza. ¿Por qué existe el ser en lugar de la nada? Así formuló Leibniz la pregunta filosófica más radical. Cualquiera que sea la respuesta, la verdad de hecho es que algo se da, algo nace. La naturaleza es el lugar de nacimiento del ser, como ya indica el mismo término latino natura, que viene del verbo nacer (nascor, nasci) y que contiene una potente llamada a una acción inacabada, nunca completada. Es interesante notar, de hecho, que el verbo nasci ha dado origen al término natura por abreviación del participio futuro nascitura, es decir «que está siempre por nacer». El término griego para naturaleza, physis, del que deriva obviamente física, contiene la misma raíz que significa «generar, nacer, germinar, brotar».

Es a este misterio del continuo nacimiento del ser (la realidad que más legítimamente merece el nombre de misterio, a menudo tan abusado en teología), al que pretendo referirme mediante el concepto de «naturaleza», hablando de ella como naturaleza-physis cuando quiera distinguirla más de la común acepción extrínseca que considera la naturaleza como algo fuera de nosotros, como medio ambiente. La intuición intelectual en la que se basa este libro, consiste en pensar que sólo investigando esta realidad inagotable del nacimiento y del principio del ser, la naturaleza-physis, se puede comprender legítimamente algo del sentido de nuestro existir. Estoy de acuerdo en esto con Leopardi, pues «quien no conoce la naturaleza, no sabe nada y no puede razonar»13, aunque está claro que utilizo un concepto de naturaleza opuesto en muchos aspectos al del eminente poeta.

En siglos pasados el pensamiento ha hecho uso del término ser para designar a la realidad fundamental. Hoy la física nos enseña que hace falta utilizar otro término para la realidad fundamental: energía. A partir de 1905, cuando Einstein formuló la célebre ecuación E = mc2 revolucionando nuestra imagen del mundo, sabemos que toda masa, todo cuerpo material que nosotros vemos ahí, firme, estático, impenetrable, duro, rocoso, compacto, en realidad no es en sí nada de eso. No es firme, no es estático, no es impenetrable, ni duro, ni rocoso, ni compacto, pero a nuestro nivel de ser llega a ser todo eso gracias a un movimiento vertiginoso, de una velocidad inimaginable, comparada con la cual un Ferrari es infinitamente más lento que un caracol. Esta mano mía que ahora escribe en el papel, la pluma que utilizo, el folio en blanco que se va llenando de tinta azul y también las cosas que veo fuera de la ventana, las rosas de mi mujer, el olivo que le regaló mi padre, el bosquecillo de acacias más allá de la valla y el cielo infinito que no me cansaré de mirar, maravillado y con amor, todo esto y todo lo que es real, es energía. Cada cuerpo de masa m viene de E y vuelve a E.

Si el ser es energía, la pregunta entonces es: ¿por qué existe la energía y no la inactividad? ¿por qué todo se mueve en vez de estar quieto? Quizás para explicar este movimiento continuo, que nuestros padres latinos llamaron la realidad fundamental, es por lo que el término natura utiliza un participio futuro contracto. La palabra naturaleza designa la energía de manera que nos lleva a concebirla como nunca acabada y por ello siempre trabajando. Energía, efectivamente, es un término griego (energheia) que significa precisamente «trabajando», «en acción», «en acto», en-ergon. Los conocimientos de nuestros padres, los griegos y latinos sobre cuyos hombros aún avanzamos y en los que están plantadas nuestras raíces más profundas —sobre todo las de los pueblos latinos— se han depositado en las palabras con las que designaban el mundo y que hoy encuentran confirmación sorprendente en la física contemporánea. La mente vive un gran momento de unificación.

Visto que la realidad fundamental es la energía y que la energía se define en física como la capacidad de producir trabajo, el concepto de trabajo emerge como decisivo. El universo está siempre trabajando. El trabajo es la respiración del cosmos y de nosotros en cuanto conciencia de ello. Dado que todo el ser es energía, cada cosa viene definida en su raíz por su capacidad de producir trabajo.

¿Qué es propiamente el trabajo? ¿En qué sentido, por ejemplo, una piedra trabaja? Una piedra es producto del trabajo en el sentido de que la energía que la constituye asume en ella una configuración ordenada tal que la hace resultar aquella precisa piedra, por ejemplo una piedra de la familia de los silicatos de cristales hexagonales llamada berilo, que verde se llama esmeralda, azul aguamarina, amarilla heliodoro, o un más simple pero igualmente digno guijarro de río, que seguro también tiene su nombre científico. La energía de un cuerpo, de cada cuerpo que existe, asume una masa material precisa con la que se presenta en el mundo. Aún más exactamente se puede decir que el trabajo que ordena la energía de un cuerpo según una forma particular es la condición de su existencia. Esta transformación de la energía en masa, en una masa particular y única (no hay piedra del todo igual a otra piedra, no hay planta del todo igual a otra planta, no hay perro del todo igual a otro perro, no hay ser humano del todo igual a otro ser humano) es el trabajo de la naturaleza-physis, un continuo trabajo generativo que sucede desde hace 13.700 millones de años y del que nosotros también somos parte.

Los seres humanos son una parte del proceso de la energía primordial. Los seres humanos vienen de la naturaleza-physis, o aún más radicalmente hay que decir que los seres humanos vienen de la materia, no siendo la materia más que el primer producto fundamental de la energía. La energía ha producido en primer lugar la materia y la materia, cuyo nombre deriva precisamente del latín mater, nos ha producido a nosotros mediante un larguísimo proceso evolutivo. La materia es la madre de los elementos primordiales que están en la base de la vida, de la nuestra como de la de cualquier otra cosa dotada de movimiento propio.

Hay que liberar la mente del pobre concepto materialista que describe la materia como sustancia muerta e informe, concepto típico ya sea del positivismo científico y filosófico que del dualismo metafísico (no de la metafísica, sino del dualismo metafísico), más presente de lo que se piensa en el seno de la doctrina cristiana. Pero no es así, la materia no está muerta y si la vida ha surgido es porque viene de allí abajo, surge de abajo como fuente del trabajo cada vez más ordenado de la energía, que se convierte primero en materia-mater, luego en natura naturans, es decir, vida. Intuyendo esta realidad sorprendente, Teilhard de Chardin compuso uno de sus primeros escritos titulándolo La potencia espiritual de la materia, que termina con el célebre Himno a la materia14. Uno de los más conocidos expertos en la vida de las células, el bioquímico Christian de Duve, Nóbel de Medicina en 1974, ha titulado su libro más famoso Vital Dust, «Polvo vital»15. Tenemos que cambiar la perspectiva respecto al relato bíblico del Génesis 2, 7 según el cual Dios tomó polvo, formó al hombre y luego le infundió su soplo vital. Para recuperar la imagen mítica utilizada por el texto, hay que pensar más bien que Dios infundió su soplo vital antes, directamente en el polvo, en la materia-mater, la cual luego por sí misma, autónomamente, ha dado origen a la vida en todas sus formas, incluida la del ser humano. Se trata de una perspectiva legítima incluso a nivel bíblico a la luz de los relatos de creación de la tradición sapiencial, en particular Proverbios 8 y Eclesiástico 24.

El soplo vital ya está desde siempre contenido en el polvo de la materia. Si ha nacido la vida es porque ha surgido de abajo, de la potencialidad orientada a la vida ya inscrita desde siempre en el polvo del universo. No hay ningún diseño inteligente que baja desde lo alto. Sin embargo hay un diseño que cada vez se hace más inteligente hasta producir la misma realidad de la inteligencia y que se ha formado trabajosamente desde abajo. Esta es la perspectiva (natural y espiritual al mismo tiempo, porque también el espíritu, como la vida, surge de abajo) en la que pretendo desarrollar mi discurso sobre el alma y su destino, un destino que yo no creo que sea de muerte sino de vida.


11 Giacomo Leopardi, Zibaldone de pensamientos: una antología, tr. es. de Ricardo Potchar, Tusquets, Barcelona 1990.

12 Charles Darwin, El origen de las especies, tr. es. de Joan Domènech Ros, Ediciones del Serbal, Barcelona 2001.

13 Giacomo Leopardi, Zibaldone, citado por Orlando Franceschelli, La natura dopo Darwin. Evoluzione e umana saggeza, Donzelli, Roma 2007, p. 168.

14 Ver Fabio Mantovani, Dizionario delle opere di Teilhard de Chardin, Il Segno dei Gabrielli, Negarine di S. Pietro in Cariano 2006, p. 40. Este libro es un excelente instrumento para conocer a Teilhard.

15 Christian de Duve, Polvo Vital. El origen y la evolución de la vida en la Tierra, Grupo Editorial Norma, Barcelona 1999 (ed. or. en inglés 1995). Ver también del autor: La vida en evolución: móleculas, mente y significado, Crítica, Barcelona 2004.