COMITÉ CIENTÍFICO de la editorial tirant humanidades

Manuel Asensi Pérez

Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada

Universitat de València

Ramón Cotarelo

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

Mª Teresa Echenique Elizondo

Catedrática de Lengua Española

Universitat de València

Juan Manuel Fernández Soria

Catedrático de Teoría e Historia de la Educación

Universitat de València

Pablo Oñate Rubalcaba

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración

Universitat de València

Joan Romero

Catedrático de Geografía Humana

Universitat de València

Juan José Tamayo

Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones

Universidad Carlos III de Madrid

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INSEGURIDAD COLECTIVA

La Sociedad de Naciones, la Guerra de España y el fin de la paz mundial

david jorge

Prólogo

Ángel viñas

tirant humanidades

Valencia, 2016

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JOAN ROMERO GONZÁLEZ

Catedrático de Geografía Humana

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© David Jorge

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SIGLAS Y ABREVIATURAS

AGP: – Archivo General de Palacio. Palacio Real (Madrid)

AHSRE (México, D.F.): – Archivo Histórico ‘Genaro Estrada’, Secretaría de Relaciones Exteriores (México, D.F.)

AMAML (Barcelona): – Archivo personal de Miguel Ángel Marín Luna (Barcelona)

ASDN (Ginebra): – Archives de la Société des Nations (Ginebra)

AHN: – Archivo Histórico Nacional (Madrid)

CICR: – Comité International de la Croix-Rouge (Ginebra)

DIFP (Dublín): – Documents on Irish Foreign Policy (Dublín)

FFLC: – Fundación Francisco Largo Caballero (Madrid)

FJN/AJN: – Fundación Juan Negrín / Archivo Juan Negrín (París)

FPI: – Fundación Pablo Iglesias (Alcalá de Henares)

FPI – AJAV: – Archivo de Julio Álvarez del Vayo en la Fundación Pablo Iglesias (Alcalá de Henares)

FPI – ALJA: – Archivo de Luis Jiménez de Asúa en la Fundación Pablo Iglesias (Alcalá de Henares)

IJCEC (A Coruña): – Instituto José Cornide de Estudios Coruñeses (A Coruña)

MAE-AD-SDN

(París): – Ministère des Affaires Étrangères – Archives Diplomatiques – Serie SDN (La Courneuve, París)

MAEC – RE: – Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación – Fondo renovado (Madrid)

MINREL (Santiago de Chile): – Ministerio de Relaciones Exteriores (Santiago de Chile)

MNE (Lisboa): – Ministério dos Negócios Estrangeiros

S. G. MUDD – PRINCETON UNIVERSITY (Princeton, New Jersey): – Seeley G. Mudd Manuscript Library, Princeton University (Princeton, New Jersey)

STANFORD UNIVERSITY Sp. Coll. (Stanford, California): – Special Collections Library at Stanford University (Stanford, California)

TNA (Londres) – CAB: – The National Archives (Kew, Londres) – Cabinet

TNA (Londres) – HO: – The National Archives (Kew, Londres) – Home Office

TNA (Londres) – FO: – The National Archives (Kew, Londres) – Foreign Office

Los campos ensangrentados de España son ya, de hecho, los campos de batalla de la guerra mundial.

Julio Álvarez del Vayo. Discurso ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones (septiembre de 1936)

Sí, señores. Gravemente herido, abandonado y traicionado, el pueblo español proseguirá la resistencia. No ha podido restablecerse la paz en la justicia y no nos queda sino luchar hasta la muerte. Pero llegará un día en que os acordaréis de nuestras advertencias y en que os daréis cuenta de que España era el primer campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial, que se acerca inexorablemente.

Julio Álvarez del Vayo. Discurso ante el Consejo de la Sociedad de Naciones (enero de 1939)

La primera gran batalla de la presente guerra se libró en España. Fue precedida y seguida por una serie de agresiones —en Manchuria, Renania, Abisinia, Austria, Checoslovaquia, Albania—, pero fue en España donde la batalla contra la barbarie totalitaria se libró con la mayor intensidad; en España donde todavía había una oportunidad para frenar a las potencias agresoras; y en España donde esas potencias fueron, en cambio, ayudadas hasta su victoria y envalentonadas para futuros avances que desde entonces se han convertido en Historia.

La derrota de la España republicana fue el punto de partida de la presente guerra. Los historiadores del futuro lo reconocerán así.

Julio Álvarez del Vayo (1940)

En vista de la enormidad de la tragedia española, no es permisible vanidad personal alguna. Pero cuando, treinta y cuatro años después de mis actividades en Ginebra, escucho a amigos de aquellos tiempos comentar generosamente lo que entonces hice, tengo que admitir que no soy yo, sino la heroica España de la guerra, quien merece tal reconocimiento, incluso ahora, cuando el pueblo español continúa luchando por su libertad. ‘La Guerra de España abrió un ciclo que tendrá que ser cerrado un día con la victoria de lo que tú representas’. Esto me dijo Nehru en Nueva Delhi en 1957.

Julio Álvarez del Vayo (1973)

prólogo

El libro que me honro en prologar es uno de los más importantes que sobre la Guerra de España se han publicado en los últimos años. Esta afirmación puede sorprender a más de un lector. El período 1936-1939 es, en efecto, el mejor estudiado en nuestra historia contemporánea. Casi todas las semanas aparece algún nuevo título. Con gran frecuencia no exento de ditirambos. A veces merecidos. Con frecuencia, no. Sería inoportuno mencionar aquí títulos recientes, recicladores de viejo material y no siempre con fortuna. En cualquier caso es obvio que el manantial de nuevas publicaciones dista mucho de secarse.

Esto último es algo más que lógico. Es inevitable. La guerra constituye el gran parteaguas en la España del siglo XX. También es uno de los hitos culminantes del decenio bajo y rastrero (low and dishonest decade, Auden dixit) que fueron los años treinta del pasado siglo. Su impacto interno es parecido al que en otras latitudes tuvieron la Guerra de Secesión en Estados Unidos o la Guerra Civil Rusa. El externo, muy intenso en la época, quedó obliterado por la Segunda Guerra Mundial y la subsiguiente Guerra Fría. Con la dictadura aislada en su rincón, el impacto subsistió en la historiografía. Desde mitad de los años cincuenta, cuando renació tímidamente entre los historiadores extranjeros el interés por la Guerra de España, hasta la actualidad raro es el mes en el que no hayan aparecido aportaciones. En un análisis bibliográfico (en el que David Jorge también participó) sobre la reciente literatura (de 2006 en adelante) sobre la guerra española se constata fácilmente que el interés por la misma sigue alumbrando investigaciones en países tan dispares como Rusia y México o como Hungría y Brasil.

Ahora bien, no todos los libros que se publican sobre tan dramático episodio son de igual calidad o de parecidas ambiciones. El autor de esta obra ha apuntado muy alto y ha jugado muy fuerte. Lo ha hecho como debe abordar su tema un historiador académico. En primer lugar empapándose de evidencia primaria relevante de época en numerosos archivos españoles y extranjeros. En segundo lugar estableciendo unas primeras hipótesis apuntaladas inductivamente. En tercer lugar comparándolas y completándolas con la bibliografía más vasta posible. ¿Para qué? Para llegar a nuevos y, con frecuencia, sorprendentes hallazgos.

David Jorge, en esta su primera gran obra, se ha adentrado en territorio muy poco explorado monográficamente: el papel de la Sociedad de Naciones en la Guerra de España. Parece mentira que hasta ahora no se le hubiese otorgado la importancia que merece. Se trata de un tema que surge, como de refilón, en casi todas las referencias al marco internacional en el que se desarrolló el conflicto pero que nunca había sido estudiado en profundidad. Las razones no son difíciles de entender: la Sociedad se vio arrinconada a desempeñar un papel puramente marginal en beneficio de una creación ad hoc como fue el Comité de No Intervención. Éste coordinó —y veló— un conjunto de actuaciones nacionales al margen del entramado jurídico internacional de la época y que se había reflejado en el Covenant, el documento constitutivo de la Sociedad, único marco que pretendió garantizar la seguridad colectiva de sus signatarios ante casos de crisis internacionales o de actos de pura y simple agresión.

El autor de este libro recupera, para los lectores actuales despistados por Irak, Afganistán, Libia o Siria, la brutalidad de una política sedicentemente no intervencionista, orientada por dos países, el Reino Unido y Francia, que, conscientemente, sacrificaron el Derecho Internacional de la época y, con él, a la República Española. Sobre la política de apaciguamiento hacia los dictadores fascistas en los años treinta del pasado siglo se ha escrito largo y tendido. Pocos, relativamente, han sido quienes han enarbolado la bandera del derecho para analizar las consecuencias de su cínico desgarramiento sobre una República que había hecho de la defensa del mismo la principal razón de ser de su política exterior.

El libro que el lector tiene en sus manos demuestra de manera clara y contundente varios extremos:

1. Todavía quedan por desentrañar parcelas significativas de la acción exterior de la República, y eso que el Gobierno republicano ha tenido mejor suerte en la historiografía que el franquista, cuya actividad está mucho menos explorada. No existe, por ejemplo, una buena monografía de sus relaciones con la Italia fascista basada en documentación española. Incluso con el Tercer Reich queda mucho por analizar, también con documentación española. Los fondos archivísticos de esta procedencia ni siquiera se han explorado adecuadamente con relación a la política seguida hacia el Reino Unido. Gran parte de lo que se conoce en la historiografía está basado fundamentalmente en fondos extranjeros. Y, sin embargo, es la conjugación de evidencia española y no española, cruzada entre repositorios públicos y privados, lo que con gran frecuencia permite identificar las claves esenciales de los procesos históricos.

2. En el caso republicano escasos han sido los autores que han explorado sus políticas exteriores utilizando los fondos españoles, desperdigados en diversos archivos en Madrid y fuera de Madrid. Ahora bien, si en lo que se refiere a relaciones bilaterales todavía subsisten lagunas (por no contar, no contamos con una buena monografía sobre las relaciones con Francia) en el plano multilateral la carencia es mucho más acentuada. La Sociedad de Naciones, único marco en el que el Gobierno republicano intentó desplegar su influencia, constituía una laguna clamorosa. Ya no.

3. La política exterior la hacen los hombres. No muchos. Siempre en condiciones dadas y con una carga axiológica y valorativa a cuestas centrada en la defensa de ese “interés nacional” tan difícil de definir ya que está penetrado de ideología, pulsiones permanentes, actuaciones de los Gobiernos de turno, aciertos y errores. Pues bien, amén de estos últimos, el elemento personal se refleja en casi todas las páginas de la presente obra. No todos los responsables políticos republicanos que intervinieron en la concepción y desarrollo de la política de la época fueron iguales. Algunos fueron infinitamente mejores que otros. Tampoco se encontraron con contrapartes de gran calidad. Ya sean los exaltados ministros de Asuntos Exteriores de Francia o del Reino Unido o sus jefes de Gobierno. Con excepciones específicamente mencionadas y analizadas.

4. Este libro pone en valor la dedicación y el modo de hacer de los dos ministros de Estado, Julio Álvarez del Vayo y José Giral, que tuvieron que lidiar simultáneamente con el marco constrictivo de la no intervención, la debilidad querida por las grandes potencias occidentales de la Sociedad de Naciones, la malquerencia de su secretario general, el esperpéntico Joseph Avenol (vichyista avant la lettre), y de un sector del Secretariado y de las delegaciones que concurrieron a la formación de la voluntad política de la organización. En este sentido, David Jorge contrapone la actuación incansable de los representantes de México y de Nueva Zelanda en favor del respeto a los principios fundamentales del Pacto constitutivo de la Sociedad y del derecho que incardinaba. Y en cuanto al Secretariado, destroza los mitos propagados por uno de sus funcionarios, Frank Walters, que pretendió nada menos que escribir una historia “objetiva” de la organización.

5. Nada de lo que antecede significa negar las deficiencias en la actuación republicana. Para muchos lectores será una sorpresa constatar el flaco servicio que a la misma prestaron prohombres tan connotados como fueron el presidente Manuel Azaña y, sobre todo, su cuñado, confidente y hombre para todo, Cipriano Rivas Cherif, chisgarabís consagrado metido a diplomático. David Jorge penetra en lo que hubo detrás de la sarta de elogios que dedicó al cuñado y sus autoelogios. Destinar a Rivas a un puesto tan sensible como Ginebra y, en su calidad de cónsul general, secretario de la delegación ante la Sociedad, se reveló como un hándicap insuperable hasta que, manu militari, Negrín cortó por lo sano la conexión. Demasiado tarde.

6. En consonancia con su voluntad de desmitificación, el autor, con fina ironía, tampoco escatima la crítica a los autobombos de los políticos británicos y franceses tal y como los reflejaron en sus memorias, publicadas o no publicadas. Casi todos fueron incapaces de ver más allá de sus narices, tan obnubilados como estaban por su temor a la Unión Soviética. En la perspectiva de este libro las lágrimas de Léon Blum por el crimen que se cometía con España no lavan absolutamente nada. Jamás quisieron o pudieron darse cuenta que su enemigo inmediato no era el comunismo sino el fascismo y extraer de ello conclusiones operativas que pudieran servir mínimamente para salvar a una República cercada, asediada, maltratada y, por último, hundida. Un historiador español no puede por menos de contemplar con desconfianza los intentos historiográficos nacionales que se han hecho, y continúan haciéndose, para redorar mínimamente el honor de Baldwin y Blum o de Delbos y Eden o de Léger y Vansittart.

El minucioso análisis a que procede David Jorge se inserta en cuatro coordenadas:

a) La evolución, lamentable, de la Sociedad de Naciones desde antes del estallido de la guerra en España, tras los incidentes en China y la agresión japonesa hasta el sacrificio de un Estado soberano y miembro de la misma cual fue Etiopía. El trato dado a la invasión fascista preludió el que más tarde sufrió la República. Entre uno y otro, y desde el punto de vista colectivo en Ginebra, no hubo prácticamente solución de continuidad. Es irónico que España, a punto de sufrirlo, hiciera causa común con Francia a la hora de levantar las más bien simbólicas sanciones impuestas contra el régimen mussoliniano.

b) La labor incesante, generosa, previsora y de alta responsabilidad de países que desoyeron los cantos de sirena de sus entornos geográficos y geopolíticos (ya fueran América Latina o el Imperio Británico) y sostuvieron una batalla permanente para corregir el aciago rumbo que había adoptado la Sociedad de Naciones. No lo lograron, pero dejaron bien claro que la política internacional no era para ellos solo una cuestión de poder sino también de derecho y de moral. La Carta de Naciones Unidas recogería, en parte, el reflejo de su actuación.

c) La adaptación de la política republicana a las coyunturas cambiantes del entorno exterior, tal y como se reflejaron en Ginebra, y la actuación seguida para sortear las trampas que se le abrieron en la propia Sociedad de Naciones, cuyos miembros fueron en general incapaces de mirar más allá de sus narices. La única excepción relevante, aparte de México y Nueva Zelanda (esta última representada por el embajador William Joseph Jordan), fue la Unión Soviética. Ni que decir tiene que David Jorge desmonta una vez más toda la palabrería mítica franquista, británica y, en parte, francesa sobre los peligros del comunismo en España y en Europa. Que la política soviética cosechó una derrota tan amplia como la republicana (que jamás se subordinó a la primera) queda puesto de relieve en todos los movimientos tácticos que los ministros y diplomáticos a ella leales hicieron en Ginebra.

d) La atribución de responsabilidades y méritos personales. Fuera del marco de los políticos nacionales, David Jorge rescata de la interesada tergiversación la curiosa, cuando no negativa, actuación de un personaje cuyo antifranquismo de después le permitió ocultar un pasado un tanto oscuro: Salvador de Madariaga. En el punto contrario desvela la contribución efectuada por el profesor Miguel Ángel Marín Luna, hoy totalmente desconocido, como jefe de la sección de la Sociedad de Naciones a partir de septiembre de 1937 en el Ministerio de Estado y posterior funcionario de Naciones Unidas.

Evidentemente nada de ello sirvió para evitar el hecho lamentable de que, como organización, la Sociedad de Naciones conculcase su propio ordenamiento, fijado en el Pacto constituyente. Que, por cierto, era meridianamente claro. Lo sabían los republicanos, lo sabían los franquistas y lo sabían los demás miembros. David Jorge lo acentúa una y otra vez con toda contundencia.

El artículo 10 establecía que todos los miembros se comprometían a respetar y a mantener contra toda agresión la integridad territorial y la independencia política de los firmantes. Otros dos artículos, el 11 y el 17, permitían dar comienzo al proceso para presentar ante la Sociedad las denuncias de las vulneraciones. Finalmente, el artículo 16 contenía las sanciones previstas.

Para colmo, uno de los países agresores, Alemania, ya no formaba parte de la organización ginebrina (Hitler la había sacado de ella como también lo haría Franco con España en 1939). Pero tal posibilidad estaba prevista en el artículo 17, a tenor del cual los Estados extraños serían invitados a someterse a las obligaciones que incumbían a los que se mantenían dentro de la organización a efectos de solucionar el conflicto y en las condiciones que estimare el Consejo. De este principio se derivaban dos posibilidades: que Alemania aceptara, en cuyo caso se aplicarían los artículos 12 y 16, o que no aceptara. En esta alternativa entraría en acción el principio de la seguridad colectiva reflejado en el Pacto.

Precisamente a evitar cualquier posibilidad de aplicación se diseñó, conscientemente, la política de no intervención, sin la menor base en el Derecho Internacional de la época. La Sociedad de Naciones quedó anulada.

La seguridad colectiva fue, pues, un fracaso. Todos los Estados que se refugiaron tras ella (China, Etiopía, España, Austria, Checoslovaquia) cayeron como peones en el tablero de la realidad de las relaciones internacionales del momento. No es excesivamente difícil ubicar responsabilidades. Es cierto que los historiadores jugamos con el conocimiento de los hechos que sucedieron, pero siempre habrá que decir, en honor del Gobierno republicano, que desde el primer momento anunció que la guerra que había estallado en España no era sino el primer capítulo de una agresión en tierra europea y de la que no se librarían quienes, torticeramente, pretendían evadirse de la que les aguardaba.

Este libro muestra adicionalmente dos aspectos de cierta relevancia para la historiografía futura. El primero que escribir “historia diplomática” no es suficiente. Es preciso ensartar la actividad de tal índole dentro de las coordenadas más generales de las relaciones internacionales de la época, y con imprescindible referencia a la formación de las políticas nacionales desde las cuales los Estados enfocan su actividad en el plano exterior.

El segundo aspecto permite argumentar que la nueva o novísima moda de querer escribir con vocación “totalizante” la historia de la guerra española desde abajo, a ras del suelo, o de sustituir los comportamientos reales por el análisis del discurso político y/o la aplicación más o menos extensa del “giro cultural” no logrará el objetivo de proporcionar una visión global del conflicto.

Este libro defiende, documental y teóricamente, la crucial importancia de los factores externos, exógenos, para explicar tanto la derrota de la República como el triunfo de los sublevados. La no aplicación de los preceptos del Derecho Internacional asestó un golpe mortal al Gobierno republicano. Su sustitución por una política de no intervención, que siempre funcionó a favor de Franco, acentuó tal letalidad. Queda por abordar un tercer aspecto: la demostración empírica de cómo la no intervención yuguló todas las posibilidades de obtener un flujo de apoyos personales y, sobre todo, materiales que contraponer a la desvergonzada intervención de las potencias del Eje. David Jorge ha hecho alusiones a tal aherrojamiento que alumbrará en otra monografía un compañero suyo.

Mientras tanto, debo recomendar a la atención de los amables lectores esta obra y a su autor, un historiador de las nuevas generaciones nacidas en democracia, que con habilidad, destreza y maestría ejemplifica hasta qué punto la antorcha de la investigación sobre la guerra española está pasando a buenas manos.

Ángel Viñas

Bruselas, Navidades de 2015

INTRODUCCIÓN

“La guerra que estalló en España en el verano de 1936 presenta a los historiadores otro caso del problema […] de un desglose de la distinción convencional entre asuntos ‘internacionales’ y asuntos ‘internos’. En este caso, el problema es particularmente agudo; pues la cuestión de si la Guerra de España fue una Guerra Civil Española o una guerra internacional en un escenario español estuvo en debate desde el momento en que comenzaron las hostilidades; y esta candente cuestión no era meramente un tema de controversia académica enconado en todo el mundo; también era un tema político —cargado con el peligro de una deriva hacia una guerra general— entre los gobiernos de cinco grandes potencias”1.

Arnold J. Toynbee

El presente trabajo aborda el estudio de una de las principales lagunas prevalecientes dentro de la abundante historiografía relativa a la Guerra de España: determinar qué ocurrió en el ámbito de la Sociedad de Naciones en relación con el conflicto —desde una perspectiva global que inserta la crisis española en el contexto internacional de los años treinta—, así como la actuación llevada a cabo por los distintos gobiernos de la II República en relación con, ante y a través de dicho organismo. Difícilmente puede comprenderse en su totalidad aspecto alguno de la contienda sin conocer con rigor el contexto internacional, determinado por temores, prejuicios e intereses tanto sociopolíticos como económicos, y el cual envolvió y moduló, de forma absolutamente decisiva y de principio a fin, los hechos que tuvieron lugar en suelo español. La República se vio forzada a trazar en Ginebra una línea de actuación paralela respecto al Comité de No Intervención establecido en Londres, y mediante el cual las democracias occidentales encauzaron su abandono al régimen homólogo español, a la par que desvirtuaban el Derecho Internacional de la época y terminaban de destruir el orden de Versalles que siguió a la Gran Guerra de 1914-1918. La Sociedad de Naciones constituía el único foro internacional al que el gobierno español tenía acceso, y a través del cual proyectó su estrategia de política exterior. Ello con independencia de que su efectividad se viese completamente limitada a partir del momento mismo en que Francia y Gran Bretaña desviaron los mecanismos de decisión de suelo helvético mediante la puesta en pie de la política de no intervención y la creación del comité con el mismo nombre, centralizado en las propias instancias del Foreign Office. Las respectivas trayectorias del Comité de No Intervención y de la Sociedad de Naciones estuvieron siempre en una dialéctica continua; por lo tanto, no se puede abarcar el papel del organismo de Ginebra sin tener en consideración cuanto sucedía en las sesiones londinenses, apartadas del foco público y mediático.

Ya en fecha tan temprana como octubre de 1938, el historiador británico Arnold J. Toynbee se preguntaba si el conflicto era una contienda civil o una guerra internacional librada en la arena española. La presente investigación viene a confirmar el segundo supuesto. En virtud de las páginas que siguen asoman cuestiones como la de la denominación del conflicto, abogando por un inclusivo ‘Guerra de España’ en lugar de con el inexacto, reduccionista y excluyente ‘Guerra Civil Española’. También una nueva interpretación cronológica en torno a la Segunda Guerra Mundial, cuya primera fase —más que prólogo— tuvo lugar en suelo español desde el mes de julio de 1936.

¿Marcó inexorablemente la invasión alemana de Polonia y la consiguiente declaración formal de guerra franco-británica el inicio real de una nueva contienda mundial? Convendría reflexionar más a fondo acerca de varias cuestiones. En Francia, la tensión, intensidad, dramatismo y la sensación de vértigo bélico fue superior entre 1936 y 1939 que entre septiembre de 1939 (declaración de guerra a Alemania) y mayo de 1940 (inicio de la invasión germana de Francia), período conocido como la drôle de guerre (“guerra de broma”). La debilidad gala quedó plasmada en 1936, con la cesión ante las presiones británicas con el fin de no ayudar a la República; y, a la luz de su comportamiento durante todo el conflicto en España, no cabe sorprenderse ante el posterior paseo militar alemán por las calles de París en junio de 1940. Tampoco puede afirmarse que los británicos experimentasen sensación bélica real hasta la Batalla de Inglaterra, iniciada en julio del mismo año 1940. Ambas democracias europeas pusieron en pie una no intervención que, a efectos prácticos, no fue sino una intervención contra la República, al impedir a las autoridades legítimas españolas —en violación del Derecho Internacional de la época, cuyo eje no era otro que el Pacto de la Sociedad de Naciones— la adquisición de armamento para su autodefensa ante una agresión producida tanto desde el interior como desde el exterior; no cabe, pues, confundir dicha no intervención con neutralidad o abstención.

Para los Estados Unidos, la guerra tampoco dio inicio hasta diciembre de 1941, con el ataque japonés en Pearl Harbor. Para la Unión Soviética, el enfrentamiento no comenzó hasta que la Operación Barbarroja, el ataque alemán por sorpresa en junio de 1941, destrozó el papel del Pacto Ribbentrop-Molotov —que previamente le había proporcionado el dominio sobre Finlandia, los Países Bálticos y parte de una Polonia repartida con Hitler— y volvió a situar a Moscú en necesidad de alianza con las democracias. En Extremo Oriente, resulta evidente que tanto para chinos como para japoneses, hablar de guerra es hablar del período 1937-1945; el enfrentamiento con el que contemporaneizó la Guerra de España durante casi dos años no terminó hasta la misma rendición nipona que puso fin a toda guerra en agosto de 1945, tras los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki por parte de los Estados Unidos y la intervención de las tropas soviéticas en Manchuria.

En el caso de Italia y Alemania, parece claro que su acción (ofensiva) de guerra internacional —dejando al margen el conflicto ítalo-etíope, emprendido en clave colonial y no de invasión o agresión a otro Estado considerado soberano por parte del propio agresor— se inicia en España en el verano de 1936. La implicación italiana en territorio español fue masiva, hecho evidenciado especialmente en los días de la Batalla de Guadalajara, y sin las pérdidas sufridas por parte del ejército transalpino no se puede comprender la debilidad militar con la que afrontaría el futuro próximo. El enfrentamiento directo entre combatientes del CTV enviado por Mussolini, por un lado, y del Batallón Garibaldi integrado en las Brigadas Internacionales, por otro, motivó una guerra civil entre italianos en suelo español. No fue el único caso —como muestra la división entre irlandeses de la Brigada Irlandesa, liderada por Eoin O’Duffy e integrada en el ejército franquista, y la Columna Connolly de las Brigadas Internacionales—, pero sí el más notorio por su carácter masivo. Por otro lado, si bien menos numérica y más discreta que la transalpina, la intervención alemana impactó en la escena internacional con el bombardeo y destrucción de Guernica, acontecimiento inmortalizado por Picasso y expuesto al mundo entero en la célebre Exposición Universal celebrada en París en 1937. En absoluto tienen los ataques del Eje mayor relevancia en el año 1939 que los emprendidos durante los tres años anteriores.

Resulta evidente, por otra parte, que los 35.000 brigadistas internacionales —procedentes de más de medio centenar países diferentes— que se prestaron a defender la República acudieron a España con la clara noción de que lo que se libraba era la primera batalla de una nueva guerra mundial, en la que el enemigo a derrotar era el fascismo; de ahí la insistencia en que defender Madrid para tales combatientes era defender París, Praga o cualquiera que fuese la capital de sus propios países. La celebración en Valencia del II Congreso Internacionales de Escritores para la Defensa de la Cultura2 fue asimismo prueba de la causa internacional con la que se comprometía lo más granado de la cultura mundial de la época.

En definitiva, las cronologías prefijadas pueden resultar muy prácticas al historiador, pero no por ello reconstruyen e interpretan de la mejor manera posible el desarrollo de la Historia, siempre un complejo “teatro de situaciones”, como lo definió Jean-Paul Sartre. Y tal debe de ser precisamente su tarea fundamental. Otros puntos en virtud de los cuales el presente estudio puede resultar de relevancia son el rol que el multilateralismo y las organizaciones internacionales deben o pueden jugar en determinados conflictos (y, especialmente, en un mundo multipolar como el actual, sucesor del bipolarismo de la Guerra Fría y en el que la toma de decisiones está inevitablemente condicionada o determinada desde muy diferentes puntos, lo que imposibilita resoluciones y arreglos a mero nivel bilateral); las trágicas consecuencias que se pueden derivar de la ausencia de solidaridad y de compromiso firme con unos valores y principios; la necesidad o no de una policía mundial o la regulación mediante otros cauces de la convivencia en un mundo globalizado como el actual; o el concepto de guerras justas e injustas, así como el de legítima defensa (y las provisiones de otros países para tal propósito) y el de la legitimidad en sí de una causa.

La no intervención ha sido la excusa bajo la cual el papel de la Sociedad de Naciones en la Guerra de España no ha sido abordado con un mínimo de detenimiento en la historiografía, al considerar que la batalla diplomática al respecto no se dirimió en Ginebra, sino en Londres. Ello constituye un error de bulto en el análisis tanto de la vertiente internacional del conflicto como de la política exterior republicana durante el mismo, pues tal y como se verá a lo largo de las páginas que siguen, en Ginebra sí tuvo lugar una batalla diplomática que en modo alguno fue anecdótica. Los diferentes gobiernos españoles durante la guerra no tuvieron nunca acceso al comité londinense; por el contrario, continuaron naturalmente contando con un lugar para exponer sus reivindicaciones en el Palais des Nations. Por lo tanto, si se quiere analizar con rigor tanto la estrategia exterior republicana como las actitudes de las potencias democráticas europeas —Gran Bretaña y Francia, fundamentalmente— o de los países latinoamericanos, no se pueden omitir, del modo en que se ha venido haciendo hasta ahora, los hechos acontecidos en el marco de la Sociedad de Naciones durante la Guerra de España.

Resulta evidente que el resultado de la contienda en España motivó una situación bien diferente a la del resto del continente europeo —con la excepción de un también muy peculiar, aunque con particularidades bien diferentes, caso portugués—, por lo que la labor académica relativa a los años treinta del pasado siglo no se ha podido desarrollar con la normalidad científica que requiere la historiografía. Durante los primeros años que siguieron al conflicto predominaron, como no podía ser de otra manera, las memorias de protagonistas y testigos más o menos directos. La mayor parte de tales obras se publicaron fuera de España, mientras que dentro del país sólo hubo lugar para las narrativas oficiales del régimen franquista, cuya distorsión de los hechos rayó el paroxismo, salvándose únicamente puntuales trabajos relativos a cuestiones meramente técnicas.

Con el paso de las décadas, diversos hispanistas —estadounidenses, británicos y franceses— aportaron una visión más realista de lo que acertadamente denominaron, en un primer momento, “la Guerra de España” —término acuñado primeramente por autores galos que hablaban de la Guerre d’Espagne, en contraposición con un mundo anglosajón en el que predominaba, y sigue haciéndolo, la expresión Spanish Civil War—. Desde el final de la contienda misma, durante las casi cuatro décadas de franquismo y hasta la actualidad, ha venido predominando la denominación de “Guerra Civil” por la lógica de reducir el enfrentamiento a dos bandos españoles —salvo cuando se exageraba hasta el abismo la intervención soviética que, según la narrativa de los vencedores, impregnó de prácticas de terror a las hordas rojas autóctonas—, y así olvidar un apoyo tan poco decoroso, a partir del cambio de rumbo en suelo europeo, como había sido el de Hitler y Mussolini. En aras de ello, cuando se publicó en castellano en la España de Franco la primera obra de referencia sobre la Sociedad de Naciones, obra de Walters3, la censura hizo sus convenientes estragos en tres capítulos: “Guerra en España”, “El Consejo en derrota” y “Se aproxima la guerra”. Dentro de este último capítulo, el apartado Spanish Affairs fue directamente eliminado4. Si ya era un caso nada frecuente el hecho de publicarse en España la traducción de una obra sobre el pasado reciente realizada por un foráneo, desde luego no se podía tolerar que se recordase el pecado original franquista —las decisivas ayudas de la Italia fascista y de la Alemania nazi— y se cuestionasen las esencias fundacionales del régimen. Por lo tanto, las implicaciones internacionales del conflicto fueron mutiladas. Las cosas de España, de los españoles y para los españoles. Cuando de por medio hay utilidad, poco o nada importa la verdad.

Pero quizás más decisivamente contribuyó a dicha manipulada interpretación su asunción a posteriori en el exterior —con la mencionada excepción nominal francesa—, lo que estaba lejos de ser anecdótico: el énfasis en el concepto de “guerra civil” venía a limitar la contienda —nuevamente, como durante su transcurso— al ámbito de las fronteras españolas, dando por sobreentendido que sus causas se explicaban exclusivamente por medio de variables endógenas. La interpretación de Gerald Brenan vino como anillo al dedo en tal sentido, y de ahí su éxito de ventas internacional. Hoy sigue siendo manual de referencia sobre el conflicto en no pocas universidades norteamericanas y británicas. Es decir, había sido un asunto de los españoles y debía seguir siendo así, decidieron los británicos tras no mostrar el menor interés en la liberación del país tras 1945. No se trata de un dato anecdótico, al igual que tampoco lo fue la selección de obras traducidas relativas al conflicto (casos como el de La forja de un rebelde, de Arturo Barea, es muy ilustrativo al respecto). Tampoco la labor de gente como Salvador de Madariaga —cuya fidelidad e identificación con los postulados de las elites británicas estuvieron siempre a prueba de bomba— o Julián Gorkin, así como de historiadores como Burnett Bolloten, todos ellos en sintonía con el ritmo marcado por la Guerra Fría y amparados en publicaciones como Cuadernos del Congreso para la libertad de la cultura y a sueldo de la CIA.

Lo anterior choca, no obstante, con una percepción que ha venido pasándose por alto: el hecho de que los propios contemporáneos españoles hablasen de “nuestra guerra”, “la Guerra de España” o bien “la guerra”, a secas, pero omitiendo por lo general el término civil. No se trata de un hábito inocente sin más. Tal expresión encierra una significación importante: se trata de un caso de impermeabilidad de la memoria frente a ulteriores reconstrucciones de los hechos históricos. Al igual que el hecho de que durante la contienda los enemigos fuesen mutuamente referidos —empezando por la propia gente de a pie— como “fascistas”, por un lado, y “rojos”, por el otro; términos nada autóctonos, desde luego, que evidenciaban la conciencia de trascendencia del conflicto español más allá de las propias fronteras del país. Que España fue un teatro de operaciones internacionales no se le escapaba a nadie. Pero la evolución de los acontecimientos, con la victoria franquista y la niebla tendida a gran escala por lo sucedido entre 1939 y 1945, terminaron enterrando la importancia de tales implicaciones.

Se trata, en última instancia, de poner el foco en la dialéctica entre los factores endógenos y exógenos del conflicto; es decir, de medir la balanza entre los factores internos —para cuyas raíces hay que remontarse bastante atrás en el tiempo— y los externos —conjugados a través de las tan diferentes como decisivas intervenciones e inacciones internacionales puestas en juego—. Difícilmente se puede comprender aspecto alguno del conflicto sin tener en rigurosa consideración el contexto internacional que lo envolvió y moduló a un mismo tiempo. Evidentemente, la contienda tuvo muchas dimensiones, casi siempre superpuestas: fue una guerra de clases, una guerra de religión —o, más exactamente, del papel que ésta debía tener en la configuración política y cultural del país— y, en definitiva, una guerra librada por la orientación socioeconómica, política, ideológica y cultural de España. Dimensiones que representan cuestiones endógenas estructurales. Por lo tanto, el componente autóctono del conflicto es una obviedad. Pero el énfasis en tales dimensiones internas ha nublado la percepción y provocado la minusvaloración de los aspectos internacionales, desde la preparación del golpe de Estado, a lo largo de toda la evolución de la contienda —tanto en el frente como en la retaguardia, como se vio claramente en el caso soviético en el campo republicano— y hasta el fin mismo de la guerra en España —y después—, determinando el resultado. Y esto es precisamente lo esencial. Con independencia de que sin las previas fracturas internas del país hubiese sido harto difícil que prendiese la chispa que encendió el fuego de la guerra. Y, de hecho, durante el desarrollo de la contienda y dadas las injerencias internacionales en la misma, incluso se le dio una dimensión adicional al conflicto al apelar —con fines propagandísticos de cara al exterior, y de movilización de cara al interior— a su carácter de guerra de autodeterminación o independencia. Con ello se recordó la emotiva lucha contra los invasores franceses a comienzos del siglo anterior.

Por otro lado, y en un simple terreno comparativo, ¿por qué se habla de la Guerra de Corea o de la Guerra de Vietnam, de la Guerra de Irak o de la Guerra de Afganistán? En todos esos casos, ejemplos representativos de contiendas desarrolladas durante el último siglo, se daba el reconocimiento —implícito en su denominación— de que tales contiendas iban mucho más allá de un mero conflicto entre compatriotas; la influencia internacional fue tan evidente como determinante. La excepción se da en el caso español. En la denominación “Guerra de España”, los factores endógenos no son excluidos en dicha expresión, sino que son incluidos en la contextualización general de la guerra, con todas sus complejas —y a menudo escondidas a conciencia— implicaciones; por el contrario, con “Guerra Civil Española” sí se excluye implícitamente el hecho de que los elementos internacionales la determinaron de principio a fin. Son matices que no tienen nada de anécdota: son tales matices los que explican verdaderamente los procesos de toma de decisiones que conforman la Historia. Frente a una falsa necesidad de versiones estandarizadas y reduccionistas, hay que aceptar el laborioso reto de una reconstrucción permanente de los hechos históricos. Y, desde luego, la construcción del relato sobre la Guerra de España se ha hecho —a conciencia y desde el exterior— en función de unos intereses determinados que han alterado la naturaleza que tuvo realmente el conflicto. En base a ella se justificaron los dos abandonos a los que fue sometida la democracia española por parte de las potencias occidentales durante la época: los de 1936 (no intervención) y 1945 (no liberación), mediante la misma técnica de separación de los acontecimientos en España y la situación general a nivel europeo y mundial, con independencia de que las luchas fuesen las mismas.

Es en esa categoría de conflicto internacional en la cual la no intervención (tanto la política como el comité de dicho nombre) carecían de legitimidad alguna, ya no en términos éticos, sino puramente jurídicos, pues se violaba abiertamente el Derecho Internacional de la época, vertebrado en base al Pacto de la Sociedad de Naciones. Es precisamente ahí donde cabe trazar la frontera entre lo ético (solidaridad entre democracias) y lo jurídico (defensa de la integridad territorial y la soberanía nacional), siendo en éste último punto en el que se quiebra progresivamente el orden de Versalles a través de Manchuria, Abisinia y España. Juan Negrín tuvo claro que el mundo —y no sólo España— estaba ya en guerra, y dada la correlación de fuerzas, la única salvación para la República cuyo Gobierno él presidió residía en su enlace con el reconocimiento formal de una nueva guerra mundial. Ello marcó su estrategia desde que llegó al poder. La confusión en torno al significado mismo de la Guerra de España ha implicado, durante más de medio siglo, la completa distorsión de la labor del propio Negrín al frente del Gobierno de la República en guerra.

leer

Sólo desde el conocimiento de hechos históricos documentados (y estos se hallan, en primer lugar aunque no exclusivamente, en lo que Ángel Viñas ha denominado la EPRE: evidencia primaria relevante de época) se puede partir hacia una verificación o negación de las diversas narrativas vertidas en torno a un tema pasado. A partir de ahí se va asentando una base original y se empiezan a apreciar los perfiles que surgen de esa evidencia documental. Perfiles que a menudo resultan muy diferentes a los propagados hasta la fecha por la historiografía relacionada con el tema investigado. Un modo fundamental para avanzar historiográficamente y mejorar las interpretaciones previas del pasado pasa por partir de una base elaborada sobre fuentes documentales primarias; por encontrar nuevas, más veraces o más completas respuestas a las mismas viejas preguntas; y por aplicar metodologías nuevas o diferentes equivale a situarse frente a resultados nuevos o diferentes. Quien esto escribe está de acuerdo con Barbara Tuchman en que “el material debe preceder a la tesis, que la narración cronológica es la columna vertebral y el torrente sanguíneo que acercan más la Historia a ‘lo que en realidad fue’ y a una adecuada comprensión de causa y efecto; que, sea cual sea el tema, debe ser escrito en función de lo que se sabía y se creía en la época, no en retrospectiva, porque, de lo contrario, el resultado no sería válido”5. El objeto de la investigación determina cuál es la EPRE para la misma. Por ejemplo, si se estudia la propaganda, la prensa de la época constituye tal evidencia primaria. En el caso de un estudio como el presente, la fundamental no es otra que las comunicaciones diplomáticas, los mensajes tanto de carácter interno como hacia otros Estados. Asimismo, en algunos aspectos en los cuales la EPRE no resulte contundente puede darse, en cambio, una acumulación de indicios que apunten en una misma dirección; la suma de ellos, si bien no constituye una prueba irrefutable y definitiva, sí puede dar una respuesta coyuntural más que satisfactoria desde el punto de vista científico y permitir una correcta interpretación del fondo de los hechos en cuestión. Por supuesto, esto no quiere decir que tal procedimiento sea aplicable a todos los campos de la Historia; pero sí funciona para el estudio de las políticas y el proceso de toma de decisiones propio de las mismas.


1 TOYNBEE, Arnold J.: Survey of International Affairs. 1937. Volume II. The International Repercussions of the War in Spain (1936-7). Londres, Oxford University Press, 1938, Preface – pp. V-VI.

2 También denominado II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. Estuvieron presentes en Valencia intelectuales como Antonio Machado, León Felipe, Rafael Alberti, María Zambrano, José Bergamín, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Gustav Regler, André Malraux, Louis Aragon, Alexei Tolstoi, Ilya Ehrenburg, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Nicolás Guillén, César Vallejo u Octavio Paz.

3 WALTERS, F.P.: Historia de la Sociedad de Naciones. Madrid, Tecnos, 1971. Publicada originalmente por Oxford University Press casi dos décadas antes, en 1952.

4 Fabián Herrera ha analizado recientemente los efectos de dicha censura, dejando clara la intención de manipulación interpretativa de la misma, especialmente en lo referente a la significación internacional del conflicto. HERRERA LEÓN, Fabián: México en la Sociedad de Naciones, 1931-1940. México, D.F., Secretaría de Relaciones Exteriores, 2014, p. 281 y pp. 410-415.

5 TUCHMAN, Barbara W.: Cómo se escribe la Historia: Las claves para entender la Historia y otros ensayos. Madrid, Gredos, 2009, p. 16.