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EL POLIEDRO DE LA CONCIENCIA: CEREBRO, INTERACCIÓN Y CULTURA

Editor

LUIS ÁLVAREZ MUNÁRRIZ

LUIS ÁLVAREZ MUNÁRRIZ

FINA ANTÓN HURTADO

ENRIQUE COUCEIRO DOMÍNGUEZ

ELOY GÓMEZ PELLÓN

JOAQUÍN GUERRERO MUÑOZ

VALLE MOTOS

JUAN ORTÍN

Valencia, 2016

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INTRODUCCIÓN. NEURONAS, SÍMBOLOS, DISPOSICIONES Y TIEMPOS EN LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA

Enrique Couceiro Domínguez

El concepto de “conciencia” ha experimentado tal extrema dispersión en sus acepciones semánticas que al presente amenaza seriamente la posibilidad misma de hacer viable el diálogo interdisciplinario que lo adopte como eje. Esta fragmentación de sentidos es debida a la relevancia multisecular de la conciencia como fenómeno capital en la reflexión occidental en torno al fundamento de la identidad humana, la subjetividad o la consistencia y constitución de lo mental, y a los variados enfoques teóricos principalmente el filosófico, psicológico, neurofisiológico y el sociológico con que ha sido empleado el concepto en los discursos disciplinarios que de él se han ocupado y en las aplicaciones prácticas de sus respectivas contribuciones. El caso es que la empresa de determinar el papel de la conciencia en el desarrollo y distintividad filogenéticos de la especie humana y en la psicogénesis individual; de precisar su definición, estatus ontológico, composición, niveles y límites; de explorar su estatus, y tipo y posibilidades específicas de interacción respecto a la realidad corporal, social o cosmológica por ejemplo, en los campos de la salud y la enfermedad, de la cognición y de la neurología; la tarea de reconocer la importancia de la diversidad cultural en sus procesos y direcciones formativos; o incluso de indagar las implicaciones teóricas de la experiencia de estados alterados de conciencia sobre la percepción de la realidad… son todos ellos afanes que nos presentan un panorama cuasi-caótico, babilónico, aunque concurrido y competido por linajes teóricos muy definidos, protagonistas en la historia del pensamiento filosófico, biológico, antropológico, sociológico y psicológico. Una tierra de nadie y de todos disputada en diversos frentes de interés, mediante una controversia constante e inacabada y pulsos transitorios de hegemonía teórico-metodológica a veces poderosísimos, como ha ocurrido con el reciente embate del paradigma neurocientífico que se dilatan a lo largo de la historia de las ciencias y de las humanidades, y a lo ancho de su parcelación paradigmática y disciplinaria.

Sin embargo, a pesar de la profunda ambigüedad e indeterminación del concepto de conciencia, que han movido a algunos dudar de su utilidad teórica1, y que en parte derivan de esa segmentación paradigmática y conceptual, la facultad de la conciencia continúa demostrándose a día de hoy como uno de los problemas más importantes y decisivos a los que se enfrenta el conocimiento del hombre y su realidad, cualquiera que sea la línea de adscripción disciplinaria o el diálogo interdisciplinario que se adopte. Incluso porque del modo en que se aborde su estudio, con las líneas de investigación y perfiles teórico y aplicado que de él deriven, dependen las mismas condiciones de continuidad, justificación científica y de desarrollo futuro, no ya únicamente de las propias disciplinas sino, con una trascendencia incomparablemente mayor, de los modos de concebir y manejar político-legal, sociocultural, terapéutica, legal y éticamente los problemas, necesidades y potencialidades del individuo y la sociedad. En ese sentido, es preciso afrontar la conciencia no como un mero “tema” discursivo, por polisémico, y acaso politético, que sea o un lugar común en torno al cual polemizar, sino como un fenómeno crítico en la formación y desarrollo de la identidad humana y en la relación del individuo con la realidad circunstante y consigo mismo; una facultad poliédrica que precisa del escrutinio de “miradas” diferentes y del diálogo entre las mismas, al estar caracterizada por una compleja diversidad de facetas, niveles, fuentes biológicas, psicológicas y sociales de las que emerge; ámbitos de relación interactiva de los que depende su desarrollo y continuidad, y a los que influye; y por una capacidad susceptible de expresarse a través de canales alternativos o convergentes —lingüístico-narrativo, gestual, fáctico, emotivo, etc.—.

Pero desentendiéndose de este carácter poliédrico de la conciencia, que no sólo afecta a sus manifestaciones o estructura, sino también a las fuentes o bases que la constituyen, la tendencia de la neurociencia contemporánea ha estado marcada, en contraste, por un firme designio reduccionista, en pos de establecer una perfecta ecuación entre los fenómenos de conciencia y mente, y el funcionamiento de las estructuras neuronales. En este campo, la primera contribución de esta obra, Los límites del modelo neurobiológico de la conciencia” constituye una incisiva crítica, formulada por Álvarez-Munárriz, hacia estos supuestos del discurso neurorreduccionista. Para este autor, El modelo neurobiológico de la conciencia vigente en la ciencia actual se puede sintetizar en una simple proposición: somos nuestro cerebro. En su contribución, intenta demostrar que este modelo no es falso, pero que es incompleto y además está agotado. Para probarlo reflexiona críticamente sobre los fundamentos teóricos en los que se asienta. Concluye señalando la necesidad de construir un nuevo modelo, que sea capaz de ofrecer respuestas a problemas tales como el del proceso de comunicación, transmisión, gestión y almacenamiento del significado simbólico; el de determinar el tipo de arquitectura mental que nos proporciona la capacidad de ser agentes libres; o el de cómo podemos aumentar nuestra libertad y cuáles son los impedimentos que la condicionan.

El problema de la conciencia, por otro lado, se proyecta e involucra necesariamente tanto “hacia afuera” del propio concepto, como “hacia adentro”. Se extiende “hacia afuera” en funcionamiento y estructura de la mente obliga a atender, además de los fenómenos conscientes, a otro tipo de procesos, los inconscientes, que entran en interacción recíproca y recursiva2: la conciencia se establecería así como una gradual estratigrafía de umbrales, en cuyos rangos más “bajos” la atención prestada prácticamente queda exonerada, y nuestros actos e imaginaciones se despliegan mecánica e involuntariamente mediante impulsos subconscientes; un ámbito por otro lado más allá del alcance de cualquier alteración intencional, pero que resulta esencial en la vida del hombre, determinando, canalizando e impulsando el orden de las decisiones y actos racionales según marcos de interpretación de la realidad, e impulsos de acción irracionales e irreflexivos. Pero el descubrimiento de la formación epigenética, cultural o incluso filogenética de muchos de los mecanismos del inconsciente, y la dificultad de definir un “umbral de conciencia”, o presunto límite objetivo más allá del cual los procesos mentales sean inequívocamente identificables como conscientes o subconscientes, han llevado a plantearse la necesidad de superar el secular modelo dual de la estructura de la mente. Desde esta indeterminación, aunque sea provisional, la investigación de los procesos cognitivos conscientes atenderá específicamente a ese “conjunto de operaciones mentales que caen bajo el foco de la actividad consciente y para cuya activación la ‘atención’ desempeña un papel esencial”3. Si bien tal atención se dispensa con disímil intensidad en diferentes momentos o contextos de interacción con la realidad, de ellos emerge la experiencia subjetiva.

Precisamente, el desarrollo, también “hacia dentro”, del problema de la conciencia afecta entre otros, aunque destacadamente, a la propia y trascendente cuestión del origen y entidad de la experiencia subjetiva del sí-mismo, de la auto-conciencia reflexiva específica del ser humano. Podría, a propósito, suscitar la cuestión de la capacidad de la antropología a la hora de ensayar un intento propio de aproximación a este problema inserto en el del concepto de conciencia en general. Pero sin duda han existido aportaciones antropológicas al respecto, centradas ampliamente en la relación recursiva entre individuo y sociedad; en los intentos de articular y superar teóricamente la tensión entre la conceptualización de lo individual (auto-conciencia incluida) como socialmente constituido, y a la vez como constituyente de lo social. Un asunto común y reiteradamente planteado como el problema de definir la relación entre agencia y estructura. Este empeño antropológico4 presenta riesgos de inclinar la balanza excesivamente en una u otra dirección, confiriendo primacía bien a la capacidad de una agencia autoconsciente individual presuntamente libérrima, o bien, por el contrario, a las constricciones y posibilidades en la formación de la conciencia impuestas desde la estructura y disposiciones socioculturales. Sin embargo, lo que ha suscitado este clásico y frecuentado planteamiento de la relación entre autoconciencia, sociedad y cultura, es el desarrollo de influyentes teorías como la de la práctica o la de la estructuración, centradas en los conceptos de habitus, estructura-acción, o esquema cultural; y con ello la posibilidad de explorar cómo los individuos encarnan, incorporan, expresan y crean el mundo social.

A este respecto, Gómez Pellón nos ofrece en su contribución a este volumen, “Conciencia y conciencias: la cuestión de la primacía”, un exhaustivo recorrido crítico por los tratamientos teóricos de la conciencia en las ciencias sociales, desde Durkheim y Weber, pasando por Marx, Mead o Schütz, hasta Bourdieu y Giddens. De ellos, destaca especialmente la propuesta constructivista e interpretativista de Geertz, para quien los sistemas culturales no cuentan exactamente con una racionalidad intrínseca a ellos mismos, sino que ésta la presumen unos actores sociales que, al sentir y razonar, son guiados por símbolos. Por ello mismo, no cabe identificar sin más experiencia humana y conciencia — en genérico y sin que entre ellas medie nada más, o que la segunda prescinda en lo sustancial de atributos—, sino que tal experiencia sólo puede constituirse específicamente como conciencia significante, aprendida e interpretada, de manera que la lógica de los símbolos no estaría inamoviblemente inscrita en ellos, como si su semántica estuviese sencillamente precodificada, sino que estribaría en el uso que se les da a tales símbolos. Y con ello, la conciencia vendría condicionada por un fuerte contenido social, no estando sus diferentes sentidos universalmente delimitados, sino definidos por las particulares estructuras simbólicas de cada cultura.

Desde otro punto de vista conexo, la preocupación antropológica por la subjetividad ha conducido incluso a contemplar la posibilidad de cuestionar la misma noción de la existencia de una brecha entre estados mentales “internos” y estados sociales “externos”. Así, para autores como Kapferer5, esa dualidad presenta una falsa dicotomía que impide reconocer la cualidad social de la emoción. Sin embargo, tal visión se enfrenta a la de quienes, como Nigel Rapport6 consideran fundamental dicha oposición, por ser consecuente con la tendencia a dicotomizar propia del pensamiento humano. Desde una óptica constructivista alternativa, Holland7 propone un modelo más matizado y dinámico de relación entre mente y cultura que, aunque preserve la dualidad, subraya sobre todo las contribuciones de la biología y la experiencia social en la construcción de la conciencia y la subjetividad humanas, aunque a la par sugiere la existencia de un activo papel selectivo y moldeador de la psique individual a la hora de reproducir, apropiarse e internalizar los modelos de acción, pensamiento y sentimiento incluso más netamente convencionales. Esta temática se retoma en este volumen, con una propuesta diferente, en el ensayo “Habitus, mente y cerebro. La psicogénesis como proceso de habituación neuro-cultural” de Couceiro, donde desde una crítica de los modelos reduccionistas neurocéntricos de la mente se desarrolla una propuesta también constructivista de la conciencia —y en ella de la autoconciencia— articulada en torno al papel del habitus. Se argumenta, en este sentido, que no surge la mente de los procesos puramente neurofisiológicos, sino de la dialéctica y continua interfaz configurativa entre éstos y los procesos de comunicación y aprendizaje-internalización socioculturales; una psicogénesis que comporta, concomitantemente, tanto la “habituación semántica” del sistema neuronal como la activa incorporación del agente individual en la práctica social en tanto que portador de su propia interpretación del habitus cultural de su sociedad.

El proceso genésico específico de la conciencia social e individual es revisitado en el ensayo que Juan Ortín dedica a las implicaciones que en el mismo tienen el “sistema”, la “condición social” y el “proyecto individual”. En “La antropologización de la conciencia como proceso de definición de la realidad” se presta una atención central a estos tres conceptos por considerarlos niveles con presencia constante en el proceso antropológico continuo de la concienciación. Esos tres niveles resultan capitales en los procesos interactivos e intersubjetivos de la “construcción de la realidad”; construcción que a la par se constituye en referente y referencia de la concienciación; relación recíproca y recursiva que fundamenta las acciones tanto del colectivo como del individuo y por tanto de los procesos de producción y reproducción de la sociedad.

A pesar de que el citado ensayo de Ortín se orienta a analizar esos niveles que están en la base de los procesos de concienciación endógenos a partir de los cuales se adquiere el sentido de pertenencia y participación en los procesos sociales que condicionan las vidas individuales, tal propósito refleja también el problema “radical” de la autoconciencia y la subjetividad que suscita general interés antropológico: el de su misma naturaleza. Conciencia de sí y subjetividad se desarrollan en el curso de la vida a partir de las distinciones hechas entre el yo y los otros, y desde la dualidad conceptual que, en virtud de tal experiencia, se abre entre el yo mismo (el self) y el yo como objeto. Al respecto, este carácter procesual de la autoconciencia se manifiesta, según Nigel Rapport, a través de la narrativa: como relato de una serie de acontecimientos organizado mediante un argumento secuencial. Pues bien, el ensayo de Guerrero, “Enfermedad y conciencia: limitaciones y potencialidades del enfoque narrativo en el estudio de la demencia”, propone, alternativamente, que una aproximación al examen de la conciencia, su experiencia y sus posibilidades de manifestación puede verificarse en determinados casos, en las personas afectadas de demencia, sin recurrir a una imposible o incierta narratividad: incluso en estadios muy avanzados de la demencia es posible significar el propio comportamiento, a pesar del radical deterioro de la función narrativa. Es decir, disociando la exploración de la conciencia y de la identidad personal de la narrativa “ortodoxamente” entendida, es posible prestar atención a otros modos alternativos de representación, expresión y soporte de identidad y conciencia personales, como los movimientos y reacciones corporales o la emotividad. El mismo autor denuncia, además, que los trabajos que se han realizado en el ámbito de la conciencia, desde el punto de vista de la narrativa, adolecen de una confusión conceptual por la que términos como self, identidad personal, conciencia, personalidad, mismidad, etc., quedan a la postre indiferenciados, tornando en equívocas las conclusiones teóricas y dificultando la comparación.

El ensayo de Valle Motos, “La conciencia vital del tiempo”, nos expone en fin, con rara clarividencia y gran oportunidad antropológica otro caso concreto plenamente ilustrativo de la fuerte impronta ejercida por el condicionamiento y moldeado culturales —y por tanto específicos e intersubjetivos sobre la génesis, las bases y posibilidades de la conciencia: en esta ocasión, cómo el modelo cultural del “tiempo acelerado” imperante en la cotidianeidad de las sociedades industriales genera un infradesarrollo de la conciencia. Un moldeado que se traduce en la continua experiencia de una desconexión perjudicial, cuasi-patológica y desalentadora, entre lo que hacemos, lo que sentimos y cómo lo expresamos; que construye la —compartida— sensación de constante falta de tiempo y el estrés asociado, al imponer confusamente —como valor— un modelo del tiempo como recurso de acción cuantificable, no cualitativo. Un modelo de tiempo cuantificable que sin embargo nos condena a una angustiosa y continua preocupación por su transcurso; que genera una conciencia del tiempo psíquico la duración cuantificado-dramatizado simbólicamente en el funcionamiento del reloj, escamoteando la del tiempo cultural, el tiempo vivido responsable de nuestros estilos de vida.

El retablo de ensayos que se compilan en este volumen, por último, sólo constituye una pequeñísima muestra de facetas del poliédrico fenómeno de la conciencia, pero su pretensión es destacar algunos aspectos críticos y terrenos clave, y aportar argumentos y propuestas a un debate forzosa y urgentemente interdisciplinar. Argumentos desarrollados esta vez desde la ladera de la reflexión antropológica; una mirada tendente a percibir, a la par de la compleja diversidad constitutiva y definitoria de los fenómenos humanos y entre ellos, y significadamente, la conciencia—, los ejes y tendencias generales de unicidad y coherencia que también los erigen, y que afloran en un ulterior plano de escrutinio.


1 cf., a propósito, las conclusiones del el ensayo de Guerrero incluido en éste volumen.

2 Álvarez Munarriz, Luis. 2006. “Niveles de conciencia. Perspectiva sociocultural”. Thémata. Revista de Filosofía, 37: 1.

3 Álvarez-Munárriz, op. cit., 2006: 2.

4 Dawson, Andrew. 1995. “Questions of Consciousness”. Anthropology Today, 11: 21.

5 Kapferer, Bruce. 1995. “From the edge of Death: Sorcery and the motion of consciousness”. In Questions of Consciousness. ASA monograph.

6 Cohen, Anthony P. and Rapport, Nigel, eds. 1995. Questions of Consciousness (ASA Monograph 33) London: Routledge.

7 Hollan, Douglas. 2000. “Constructivist Models of Mind, Contemporary Psychoanalysis, and the Development of CultureTheory” American Anthropologist, 102: 538-550.