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artes

LA MANO SINIESTRA
DE JOSÉ CLEMENTE OROZCO

(Derivaciones, transbordos y fugas)

por

ERNESTO LUMBRERAS

12o. Premio Internacional de Ensayo 2014

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siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
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siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
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anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

PQ7298.22.U48

M35
2015       Lumbreras, Ernesto

La mano siniestra de José Clemente Orozco (derivaciones, transbordos y fugas) / Ernesto Lumbreras. —
México, D. F. : Siglo XXI Editores : Universidad Autónoma de Sinaloa : El Colegio de Sinaloa, 2015.

1 recurso digital — (Artes)

12º Premio Internacional de Ensayo, 2014

ISBN-13: 978-607-03-0775-1

1. Ensayo – México – Siglo XX. 2. Orozco, José Clemente – 1883-1949 – I. t. II. ser

Este libro se escribió gracias a la beca del Sistema Nacional
de Creadores de Arte del Fondo Nacional para la Cultura
y las Artes durante el periodo 2011-2013.

primera edición impresa, 2015

primera edición digital, 2016
© siglo xxi editores, s.a. de c.v.
en coedición con la universidad autónoma de sinaloa y
el colegio de sinaloa

isbn-e 978-607-03-0775-1

derechos reservados conforme a la ley

En conversación orozquiana, con mis amigos
Alicia Lozano (†) y Miguel Cervantes.

También, de las manos y de los ojos de SHA.

EL CEREBRO EN FORMA DE MANO

(Piedra de toque)

En los alrededores de la era del eslabón perdido, la mano de algunos homínidos comenzó a manifestar ciertas destrezas que su minúsculo cerebro iría codificando durante los milenios de la cuenta larga. Proceso complejo y paulatino, sin duda, en el cual el mono parecía tocar la flauta de su porvenir sinfónico. En esas habilidades primigenias, localizo los primeros procesos de memoria reciente y remota así como la puesta en práctica de esos recuerdos en una trama que comprende la observación, la selección y la deducción. Por lo visto, el instinto mental devenía de la conciencia de una extremidad curiosa y perseverante. En otras palabras, el primer cerebro registrado en la evolución del hombre no se encontraba en la cavidad craneana sino en esas dos estrellas de cinco puntas de las extremidades superiores. Los argumentos de dicha tesis atraen -en la comunidad científica y fuera de ella- a un número mayor de simpatizantes. Desde la antropología, pero también, desde la neurología y el arte, aceptar a la mano como una adelantada del cerebro ha colocado a las diversas teorías del conocimiento en un territorio virgen, altamente seductor para las futuras expediciones que replantearán conceptos y tesis asumidas con anterioridad como leyes inobjetables.

¿En dónde quedó nuestra mano pensante una vez que el cerebro creció de tamaño y las diversas partes de su geografía neuronal adquirieron actividades específicas en el funcionamiento del cuerpo humano y de la percepción del mundo? Por lo que anotaré a lo largo del presente ensayo, la mano del hombre, propiciatoria del pensamiento y del lenguaje, se mantiene visible en sus actividades laborales aunque circula, en términos de protagonismos, con la discreción de un obrero que cumple órdenes de “allá arriba”. Con ese bajo perfil de diligente operario, la mano puede disponer de su tiempo libre para ejercer otras ocupaciones alejadas de la producción y de la usura: el arte, la adivinación, el erotismo, la sanación, la comunicación manual, los juegos de azar, los malabares y un etcétera que no se puede contabilizar con los dedos de ambas manos.

Presente en el tiempo del mito y en el de la historia, ese lujo anatómico se muestra férreo en el puño cerrado de los héroes o de las multitudes ofuscadas y, en el otro polo, lo observamos casi aéreo, con movimientos de gasa al viento o gacela trotando en la sabana, al tocar aquí y allá los dientes blancos y negros del piano. Entre esos dos extremos de fuerza y de liviandad, la mano del hombre ha sido, además de la libertadora de la dependencia con el entorno salvaje, la palanca primera con la cual la humanidad ha “perturbado el Universo” (T. S. Eliot dixit) para bien y para mal de su incierto porvenir. ¿Será nuestra extremidad superior medida del Todo y de sus Partes? Algunos sistemas de medición utilizan el vocablo pie para describir la longitud y la altura entre dos puntos; también existen las pulgadas y se habla de cabezas en la proporción del cuerpo de la escultura griega y romana (7 cabezas y media) y de la maya (6 cabezas y media). Pero la mano es, asimismo, una medida de uso cotidiano e informal; la distancia entre los extremos de los dedos pulgar y meñique de una mano abierta, totalmente extendida, se denomina cuarta y es utilizada en mediciones empíricas por sastres, carpinteros y en algunos juegos callejeros con lances de monedas.

En el ámbito de la lengua castellana son tantas las palabras que derivan de la misma raíz etimológica del sustantivo mano. Personalmente, el verbo manifestar –de “manus” mano y de “festare” festejar, es decir, “hacer fiestas con las manos”- se me revela con una generosa insubordinación semántica dado que exterioriza sentidos y significados no sólo relativos a los gestos o ciertos procesos o productos de elaboración manual. En las reuniones espiritistas, tomados de las manos en un círculo voltaico, los asistentes pedían a las almas en pena que “se manifestaran” escribiendo palabras en un platón de arena, o también, saliendo de la boca del médium, que sus voces se escucharan con un acento de ultratumba o que sus figuras aparecieran bocetadas con trazos de niebla sobre la superficie de un espejo. En otras coordenadas, el verbo “festare” bien pudiera derivar hacia una acepción etimológica distinta, por ejemplo, en la familia de “infestare” para significar hostilidad y amenaza; en ese nuevo ámbito, la palabra manifestar proyecta en mi mente el paisaje de las grandes concentraciones humanas pidiendo la caída de un tirano o la derogación de una ley injusta según sus intereses. La imagen de la mano alzada y cerrada, arengando a otras manos a marchar con ese mismo gesto de franca protesta, se convertiría en un paisaje común de las grandes urbes en las primeras décadas del siglo XX; así desfilan los enormes contingentes de obreros, campesinos, burócratas y estudiantes, la masa en suma, analizada por Elias Canetti y pintada por José Clemente Orozco en el mural de la Biblioteca Gabino Ortiz de Jiquilpan, Michoacán. Manos levantadas a modo de banderas, antorchas o armas, inducidas por bocas que ordenan seguir adelante sin reflexión alguna, hechizadas muchas veces por el verbo fanático de las ideologías.

En otra área de las relaciones sociales, el sustantivo manutención –de “manus” y “tenere”, prácticamente “tener tomado de la mano”– contiene una gratitud legendaria respecto a los buenos oficios de la mano para proveer de alimento y cobijo a la humanidad, en especial, a los niños desamparados. La riqueza de las expresiones populares y gremiales en torno de la mano también resaltan el calado en la realidad lingüística de la finisterre de nuestros brazos. Si hay “mano negra” para los lodazales del poder también existirá “la mano santa” en las faenas para dar con la oveja perdida del rebaño. Después de “llegar a las manos” es necesario y de manera conciliatoria “quedar a mano”. Si compartimos “a manos llenas” los frutos de la vida, “la mano de Dios” será benevolente a la hora de sumar nuestros pecados con nuestros deseos. En cuanto a mi “buena mano” para repartir las reinas locas de la baraja española, ninguno de los lectores que recorren las presentes divagaciones meterá “la mano al fuego” para llegar a la conclusión de Emmanuel Kant: “la mano es la parte visible del cerebro”.

Lejos de la tautología bizantina del huevo y la gallina, comparto la opinión de varios antropólogos y neurólogos respecto a que el primer cerebro del hombre fue la mano. Una vez que algunos primates decidieron bajar de los árboles, sus primitivas manos rompieron piedras y ramas e instruyeron al cerebro en la construcción de las primeras herramientas y armas. En los confines de la cuenta larga, la anatomía de la mano evolucionó con su dedo pulgar oponible a los otros dedos lo que permitió empuñar un instrumento y controlar la fuerza y la dirección del mismo. A esta metamorfosis se la conoce como “falange darwiniana” según nos cuenta el poema de José Ángel Leyva con ese título: “Cuando el pulgar se alza frontal ante los cuatro / toca sus puntas y vuelve a recordar la hazaña / Él deshizo la ruta del mono y lo llevó al entendimiento / No hay vuelta atrás / La vida es una cuenta regresiva / El futuro es esta luz perdida en las cenizas”.

Ahora bien, en las páginas por venir, planteo el recorrido de mis anotaciones a dos bandas. La primera, en la numeración impar, estará dedicada a la pasión artística de José Clemente Orozco por dibujar y pintar manos a lo largo de su trayectoria. Resulta obvio, aunque el hecho rebasa la condición anecdótica, que tal obsesión tuvo su origen en el Hospital de San Lázaro de la ciudad de México cuando el muralista pierde su mano izquierda. Por extrañas razones, fabricaba pólvora con fines pirotécnicos cuando sobrevino una explosión que dañaría a sus dos extremidades superiores; posiblemente, como refiere el primogénito del pintor en J.C. Orozco. Verdad cronológica (1983), por falta de asepsia y de atención oportuna, el accidente pasó a complicaciones mayores y fue inevitable la amputación del miembro. Este desafortunado y triste suceso, se sumaba a otro del pasado reciente: en febrero de 1903, el entonces estudiante de pintura había perdido a su padre, víctima de la tifoidea. En la otra orilla, la de los números pares, abordaré a manera de correlato del imaginario orozquiano, personajes, obras y estudios que han experimentado o analizado, a veces en carne propia, las desgracias de perder una mano o la perplejidad al descubrir, desde sus áreas de trabajo, los portentos de ese milagro de la anatomía humana.

Por estas páginas desfilarán neurólogos, filósofos, novelistas, escultores, pianistas, políticos, mimos, poetas, directores de cine, músicos, pintores, bailarines y hombres y mujeres de otros oficios que se han demorado a la hora de contemplar el lenguaje y las proezas de las manos, intentando desentrañar símbolos y enigmas. En su tratado De las partes de los animales, Aristóteles enumera la versatilidad de la mano para enfrentar diversas situaciones: “El hombre posee numerosos medios de defensa, y siempre le es dable cambiarlo e incluso tener el arma que quiere y cuando quiera. Porque la mano se convierte en garra, zarpa, cuerno, o lanza o espada o cualquier otra arma o herramienta. Puede ser todo esto, porque es capaz de asir y sostener todo”. Pero también, en los antípodas del arte de la sobrevivencia y de la guerra, Victor Hugo pondera la epifanía sensual de ese par de curiosas y tiernas extremidades humanas: “Dios hizo para el amor, la caricia y, para la caricia, la mano”.

Después de estudiar con amorosa pasión y curiosidad el arte de Hokusai y de Piranesi, Henri Focillon publicó su Elogio de la mano (1934). En este breve tratado, su autor nos invita a un viaje sensorial por la materia desde la experiencia del artista. Sabedor de que las palabras “madre” y “materia” parten de la misma raíz etimológica, Focillon se entusiasma con las exploraciones sensitivas de un pintor o de un escultor. Cargadas de misterio y de contradicciones, de inesperadas sinestesias y metáforas impensables, a tales indagaciones las guían los saberes y las corazonadas de la mano, pero también, sus improvisaciones y sus dudas:

Toca, palpa, calcula el peso, mide el espacio, modela la fluidez del aire para prefigurar en él la forma; acaricia la corteza de todas las cosas y con el lenguaje del tacto compone el lenguaje de la vista.

La mano, entonces, es matriz, multiplicadora del inventario de la realidad. El famoso dibujo, Manos dibujando de M.C. Escher, se postula con sólidos argumentos para ilustrar la existencia del motor inmóvil de la filosofía aristotélica. Con ese arranque mítico, la mano del hombre se despoja de su papel de servidumbre en las funciones del cuerpo, y se coloca en una jerarquía superior para entender la evolución de los seres humanos. Se pregunta Henri Focillon “¿Cuál es su privilegio? ¿Por qué motivo el órgano mudo y ciego nos habla con tanta fuerza persuasiva”. Las posibles respuestas, y las bifurcaciones de las mismas, son tantas que la fascinación de artistas de la talla de Rodin y de Orozco no cesó nunca a la hora de indagar sus conmovedoras formas y sus expresiones cercanas al enigma y a la iluminación.

LIBRO PRIMERO

Al sujetarme con tus guantes negros
me atrajiste al océano de tu seno,
y nuestras cuatro manos se reunieron
en medio de mi pecho y de tu pecho,
como si fueran los cuatro cimientos
de la fábrica de los universos.

De “El sueño de los guantes negros”,
RAMÓN LÓPEZ VELARDE

1. TRAZOS PRIMARIOS SOBRE CENIZA DE VOLCÁN

El 23 de noviembre de 1883 nació José Clemente Ángel Orozco Flores en Zapotlán el Grande, hoy Ciudad Guzmán, población del sur del estado de Jalisco, cercana a las faldas del volcán de Colima. Sus padres fueron Ireneo Orozco y Rosa Flores. El hijo mayor del pintor, Clemente Orozco Valladares, refiere que a su padre, a los dos años de edad, cargado en brazos de la hermana, le divertía ver de noche los festivales de fuego producidos por los continuos amagos de erupción. Muchos años después, esa misma hermana del pintor, Rosa Orozco de Ursúa, le comentó a Alma Reed que uno de los recuerdos de infancia de su hermano era la ceniza del volcán, caída la noche anterior, a manera de una fina envoltura que cubría las plantas y los enseres domésticos. Sobre esa superficie de polvo ígneo, el niño trazaría, sin saberlo, sus primeras figuras, anticipo futuro de su obra colosal.

Distingo, a la luz de esas dos anécdotas, entre la realidad y el mito de recuerdos tan primarios, el elemento destructor y purificador del fuego, capital en la simbología y en el imaginario de Orozco. Las llamas votivas y los incendios colosales están presentes en muchos de sus lienzos y muros: soplo y tempestad de una belleza que ilumina, ciega y arrasa a cuanto se pone en su camino. Ese mismo fuego tan celebrado por sus pinceles, explotó frente a su rostro con sus llamas voraces provocándole quemaduras funestas que terminaron con la amputación de su mano izquierda.

2. LA NUBE DE MIGUEL ÁNGEL

En la iconografía occidental, la escena protagónica de los frescos pintados en la Capilla Sixtina del Vaticano por Miguel Ángel –parte del imaginario colectivo de la sociedad letrada–, nos coloca en el tiempo primigenio: edad del mito que nos explica con fábulas y analogías tal vez lo inexplicable. Ese panel se conoce con el nombre de La creación de Adán dado que el relato del mismo da cuenta de la voluntad divina por crear al primer hombre a su imagen y semejanza. El dedo índice de la mano derecha de un Dios anciano ¿está por tocar o ya hizo el contacto con el dedo, también índice, de la mano izquierda de un Adán joven y de semblante inocente? En ese toque se habrá de transmitir el aliento de vida y de inmortalidad a la naciente creatura, a la que todavía se le mantiene oculta su futura pareja, Eva, dispuesta en el fresco a la espalda del Creador, escondida entre querubines y bajo el gran manto púrpura.

A Miguel Ángel, como a varios de sus contemporáneos, el conocimiento de la anatomía del cuerpo humano se planteaba en el nivel de una obsesión de perfeccionista irredento. En ese nuevo esquema se invertían los papeles, y ahora, la naturaleza debía emular las creaciones del hombre inspirado. ¿De qué hablo? En esa demencia artística, el dibujo de las manos de Dios y Adán asciende todavía unos peldaños más a lo aportado por la diosa Natura –tal y como sucedió con las extremidades superiores del David– por lo que el escultor exagera su proporción respecto de las otras partes del cuerpo.

Dentro de un dibujo de singular realismo, los dedos pulgar e índice de ambos personajes se dilatan un tanto, acentuando a todas luces la relevancia del inminente encuentro del hombre y de lo divino. Un crecimiento anhelante e ineluctable como el de los retoños de una enredadera propiciado por el sol estival. ¿Olvido flagrante de la simetría y la proporción? Es por eso que percibimos, sin margen de duda, el dedo índice de la mano izquierda del creador, posado en el pecho de un atónito querube, con abrupta desproporción. ¿Será por eso que Baudelaire vio en los dedos de Buonarroti “garfios desgarrando sudarios”? Bajo esa escala irregular, la falange resulta inevitablemente monstruosa por su asimetría y desmesura, con atávicas insinuaciones de falo y serpiente. Aferrada del desnudo antebrazo siniestro de Dios, Eva mira a su futura pareja, entre distante y piadosa, desde su singular nicho. Sin echar mano de sobreinterpretaciones simbólicas y ocultistas, la pregunta que me asalta tras este mínimo reconocimiento no puede ser otra. ¿Ese dedo deforme es un indicio del dedo acusador que señala la expulsión del Edén de nuestros míticos padres?

Por otra parte, no resulta gratuito reconocer en la composición de Dios, rodeado de ángeles y cubiertos por la túnica color sangre, como en una suerte de nube levitante que los contiene y transporta, la forma inconfundible de un cerebro. Otra mirada localizará, con ciertas adecuaciones, un útero. Sin embargo, la imagen del cerebro humano visto lateralmente nos permite ubicar el lóbulo frontal, el quiasma óptico, el tronco del encéfalo, la hipófisis y el cerebelo según el levantamiento de la geografía cerebral realizado por Frank Lynn Meshberger, a comienzo de los noventa, bocetada o insinuada en esta pieza del arte renacentista.

¿Dios es cerebro, es decir, infinita razón? En el sistema de Miguel Ángel Buonarroti, el genio artístico residía en su perspicacia intelectual, esa capacidad de dominio y anticipación respecto de las pruebas que le imponía el entorno; en esas coordenadas, el hálito divino y el del pintor –como el del músico o el del poeta- cumplían un común propósito pues dotaban a la mano artesana y sumisa para cumplir sus intenciones de meditado rigor y altísima e inspirada ejecución estética.

Doblemente hijos de Dios, los artistas del Renacimiento realizaron una feliz alianza entre razón e intuición. El compás y la escuadra no reñían ni con el ángel ni con el daimón del talento inspirado. La nube levitante del cerebro sugerido por Miguel Ángel en su capolavoro, dejaba caer sobre los mortales instrucciones sobre cómo vivir en el Edén con lo generosamente dado sin mediar esfuerzo o sudor. El dedo fálico y serpentino, en cambio, alentaba a la curiosidad, al conocimiento vedado, a la vida ignota, a la libertad en suma. La creación de Adán, entre sus paradojas simbólicas, prestigia a la mente pero, sin demasiadas veladuras, en esa mano izquierda del creador y de su creatura se localiza el origen del hombre desprendido del mito y de la gracia, nómada el mismo en la búsqueda de su expiación y de su inocencia perdida.

3. ANIMA MATER

Entre los papeles y lienzos ejecutados por el artista no existe un retrato del padre. Ni siquiera un esbozo. Sin embargo, pintado con esmero y dedicación trabajaría un óleo a comienzos de la década de los veinte donde retrata a su madre. Esta pieza es una notable excepción entre los numerosos retratos y autorretratos ejecutados por José Clemente Orozco. El furor expresionista, la inclinación hacia una belleza bizarra, el trazo decidido y en permanente tensión, desaparecieron a la hora de materializar el rostro de su madre.

Lo que nos conmueve del retrato es la singular veneración filial exenta de toda correspondencia religiosa, salida fácil y de unánime aprobación; por ningún lado vemos, en ese cuadro, una representación mariana con sus variaciones laicas. Lo que nos transmite ese cuerpo enjuto, vestido de un luto intemporal, elegantemente dignificado por el hermoso broche en el pecho, es una completa representación de la gracia serena, prolongación de la gratitud con la vida y de la paz interior manifiestas sin alarde alguno. (Ilustración 1)

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1. Retrato de la señora Rosa Flores de Orozco (1921). Óleo sobre tela. José Clemente Orozco. Colección Alicia González de Orozco.

El pintor conservaría ese cuadro a lo largo de su vida. ¿Qué deudas emotivas y culturales plasmaría el artista en esa pieza? Homenaje a la dadora de vida y astrolabio en las tempestades, declaración pública de un Edipo involuntario tras la muerte del padre, reinvención de una deidad profana que durante la infancia del pintor inculcó, en su naciente vocación, el amor a la belleza. La madre de Orozco sabía, como parte indispensable en la educación de una niña rica de provincia, tocar el piano y entonar algunas arias. Bajo el aura de tales melodías, creció el futuro muralista, en el marco social de una familia venida a menos. La pobreza material, por lo mismo, no se tradujo en pobreza de espíritu, gracias, en buena medida a la cultura y a la sensibilidad materna.

En dicha obra, hay también seriedad, laconismo, y si se me permite la paradoja, severidad apacible. Esos atributos se prolongan y enaltecen en el rostro pintado con naturalismo cromático para matizar los tonos de la piel y sus rubores, las marcas del tiempo, los brillos y sombras de los ojos y de la cabellera cana. Podría añadir que en su conjunto, el personaje de la obra evoca cierta nobleza de espíritu, en el tenor de ciertos caballeros pintados por Murillo o El Greco. Respecto a las manos de la madre del artista, me asaltan impresiones que ratifican la tesis de que en un retrato encontraremos, casi siempre, variados elementos y referencias del pintor además de los ofrecidos por su modelo.

¿Qué es lo que nuestra mirada localiza del muralista en el retrato de su progenitora? Evadiendo toda posible exégesis desmedida, observo en las manos de la señora Rosa Flores de Orozco, las manos de José Clemente Orozco: la izquierda pintada de un blanco fantasmal se apoya en la mano derecha, expuesta con colores rojos de inocultable vitalidad. Esta teoría, de aparente desmesura, sin ningún anclaje biográfico o psicológico, se reforzará paulatinamente en el devenir de estos apuntes y desembocará en una encrucijada reveladora en el capítulo dedicado al libro Las manos de mamá, de Nellie Campobello, que el jalisciense ilustró para su segunda edición de 1949. Entre estos dos sustantivos, “manos” y “mamá” se anuncia una promesa incumplida de calambur, trunca aliteración que, a pesar de todo, conserva en sus respectivos conceptos las añoradas correspondencias de remanso, protección y calidez.

4. COMPAÑÍA DE SEGUROS FRANCIS DRAKE S.A. DE C.V.

En Pasajeros de Indias (1983) José Luis Martínez aborda in extenso el tema de la piratería en América. En esas páginas de erudición apasionada, el ensayista nos incorpora prácticamente a su tripulación al contarnos a detalle cada uno de los asuntos de sus travesías mercenarias. Por ejemplo, nos informa que las embarcaciones piratas mejor organizadas llevaban a bordo un cirujano, necesario y apremiante profesionista de acuerdo al estilo de vida de estos personajes inmortalizados por las plumas de Robert Louis Stevenson y Emilio Salgari. Piratas, corsarios y bucaneros más allá de su mala leyenda de truhanes y bárbaros, mantenían un código ético de celosa vigilancia y cabal cumplimiento. En ese legajo o jura de bandera se establecían las aportaciones individuales de armas y de pólvora, el trato dado a prisioneros y rehenes, los lugares de robo, la repartición del botín de acuerdo con los rangos de la tripulación, entre otros menesteres. Una de las reglas de oro de ese pacto de honor contemplaba, bajo pena de muerte o de ser abandonados en una isla desierta, la prohibición de esconder parte o la totalidad de lo robado.

Como antecedentes de los seguros médicos y de la ley del trabajo, el código en cuestión velaba por los derechos de la tropa. Además de la obligatoriedad del cirujano, también se consignaba un apartado en materia de indemnizaciones por la pérdida de miembros, lesiones y heridas de consideración producidas en batalla. Fijadas en un tabulador tasado en piezas de ocho reales, las primas se calculaban de la siguiente forma: un brazo derecho 600 piezas, un brazo izquierdo 500 piezas, una pierna derecha 500 piezas, una pierna izquierda 400 piezas, un ojo 100 piezas, un dedo 100 piezas... Sorprende que en ese listado, la prima por un ojo esté tan pobremente tasada y que la diferencia por la pérdida de un brazo sea tan alta. ¿En la lógica corsaria los inconvenientes para contratar a un pirata manco o cojo eran mayores respecto de la contratación de uno tuerto?