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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Abby Green

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El poder del pasado, n.º 2335 - septiembre 2014

Título original: When Da Silva Breaks the Rules

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4557-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

CÉSAR da Silva no quería admitir que aquel lugar lo había afectado más de lo que esperaba, pero nada más acercarse a la tumba se le había formado un nudo en el estómago. Una vez más se preguntó por qué había ido hasta allí, y agarró con fuerza la pequeña bolsa de terciopelo que llevaba en la mano. Casi se había olvidado de ella.

Sonrió cínicamente. ¿Quién se habría imaginado que a los treinta y siete años iba a comportarse de una forma impulsiva? Habitualmente era el rey de la lógica y el razonamiento.

La gente comenzó a alejarse de la tumba. Las lápidas estaban distribuidas a través del césped del cementerio, situado en una de las colinas de Atenas.

Finalmente, solo quedaron dos hombres junto a la tumba. Ambos eran igual de altos y con el cabello oscuro. Uno lo tenía ligeramente más corto y más oscuro que el otro. Los dos eran corpulentos, igual que César.

No era extraño que tuvieran tantos parecidos. César era su hermanastro. Y ellos no sabían que él existía. Se llamaban Rafaele Falcone y Alexio Christakos. Todos eran hijos de la misma madre, pero de distintos padres.

César esperaba que lo invadiera la rabia al ver que era cierto lo que siempre le habían negado, sin embargo, experimentó un fuerte vacío. Los hombres avanzaban hacia él hablando en voz baja. César oyó que su hermanastro más joven decía:

–¿Ni siquiera has podido asearte para el entierro?

Falcone contestó con una media sonrisa y Christakos sonrió también.

La sensación de vacío remitió y César sintió rabia, pero era una rabia diferente. Aquellos hombres estaban bromeando a poca distancia de la tumba de su madre. Y ¿desde cuándo César sentía que debía proteger a la mujer que le había enseñado que no se podía confiar en nadie cuando tan solo tenía tres años?

Perplejo por sus propios pensamientos, César dio un paso adelante. Falcone levantó la vista y dejó de sonreír. En un principio, lo miró de forma inquisitiva, pero al ver que César lo fulminaba con la mirada, la suya se volvió heladora.

Al mirar al hombre que estaba junto a Falcone, César se percató de que también ellos habían heredado los bonitos ojos verdes de su madre.

–¿Puedo ayudarlo? –le preguntó Falcone.

César los miró una vez más antes de mirar la tumba abierta desde la distancia.

–¿Hay más como nosotros? –preguntó en tono burlón.

Falcone miró a Christakos y dijo:

–¿Como nosotros? ¿A qué se refiere?

–No lo recuerdas, ¿verdad?

No obstante, al ver la expresión de asombro de su hermanastro supo que sí lo recordaba. Y no le gustó la manera en que se tensó por dentro.

–Ella te llevó a mi casa. Tenías unos tres años. Yo casi siete. Ella quería que me fuera con vosotros, pero yo no quise marcharme. No, después de que me abandonara.

–¿Quién eres? –preguntó Falcone.

César esbozó una sonrisa.

–Soy tu hermano mayor. Tu hermanastro. Me llamo César da Silva. He venido a presentar mis respetos a la mujer que me dio la vida... no porque lo mereciera. Sentía curiosidad por ver si había alguien más salido del mismo molde, pero parece que solo estamos nosotros.

–¿Qué diablos es...? –replicó Christakos.

César lo fulminó con la mirada. Sentía cierto remordimiento de conciencia por darles una noticia como esa en un día tan señalado, pero el recuerdo de la soledad que había sentido durante todos esos años y el hecho de saber que aquellos dos hombres no habían sido abandonados, era muy doloroso.

Falcone gesticuló hacia su hermanastro.

–Este es Alexio Christakos... nuestro hermano pequeño.

César sabía perfectamente quiénes eran. Siempre lo había sabido. Sus abuelos se habían asegurado de que él supiera cada detalle de sus vidas.

–Tres hermanos de tres padres distintos... sin embargo, ella no os abandonó.

Dio un paso adelante y Alexio lo imitó. Los dos hombres estaban muy tensos y sus rostros casi se rozaban.

–No he venido aquí para pelearme contigo, hermano –dijo César–. No tengo nada contra vosotros.

–Solo contra nuestra difunta madre, si lo que dices es cierto.

César sonrió con amargura.

–Sí, es cierto... ¡Qué lástima! –César rodeó a Alexio y se dirigió a la tumba.

Se sacó la bolsita de terciopelo del bolsillo y la tiró al hoyo, donde golpeó sobre el ataúd. La bolsita contenía un medallón de plata muy antiguo que representaba la imagen de San Pedro Regalado, el santo patrón de los toreros.

El recuerdo permanecía vívido en su memoria. Su madre vestía un traje negro y llevaba el cabello recogido hacia atrás. Estaba más guapa que nunca y tenía los ojos colorados de llorar. Se quitó el medallón que llevaba colgado y se lo entregó a él, colgándoselo del cuello y ocultándolo bajo su camisa.

–Él te protegerá, César. Porque en estos momentos yo no puedo hacerlo. No te lo quites nunca. Y te prometo que pronto vendré a buscarte –le había dicho después.

Incumplió su promesa y no regresó hasta mucho tiempo después. Y, cuando por fin lo hizo, era demasiado tarde. Él había perdido la esperanza.

César se había quitado el medallón la noche que perdió la esperanza de que su madre regresara. Solo tenía seis años, pero ya había aprendido que nada podría protegerlo, excepto él mismo. Ella merecía recuperar el medallón. Y él no lo había necesitado desde hacía mucho tiempo.

Al cabo de un momento, César se volvió y regresó junto a sus hermanastros, quienes lo miraban con una expresión indescifrable. De haber sido capaz, César habría sonreído al reconocer aquel gesto familiar. De pronto, sintió un intenso dolor en la zona del pecho donde solía encontrarse el corazón, pero como bien sabía y como le habían recordado en numerosas ocasiones sus amantes, él no tenía corazón.

Después de un tenso silencio, César supo que no tenía nada más que decirles a aquellos hombres. Eran unos desconocidos. Y ni siquiera seguía envidiándolos. Se sentía vacío.

Se metió en el coche y le pidió al chófer que arrancara. Aquello había terminado. Se había despedido de su madre, que era mucho más de lo que ella se merecía. Además, si todavía tenía intacto algún pedazo de su alma, quizá pudiera salvarlo.