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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca y Deseo, n.º 182 - diciembre 2019

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-769-0

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Noche en Marruecos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Noches mágicas

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SAFFRON Everhart miraba el gigantesco ramo de flores que estaba sobre su escritorio con el corazón encogido. Aquello iba a ser mucho más difícil de lo que se había imaginado.

Con los años, había aprendido a descodificar los niveles de infierno asociados con los regalos que llegaban a su despacho cada día.

Las flores significaban prepararse para no dormir durante las siguientes setenta y dos horas. Un ramo de flores y un cheque-regalo para un tratamiento en el spa más exclusivo de Suiza significaba hacer las maletas y pedirle a alguien que regase sus plantas porque no volvería a casa en una semana.

El último círculo del infierno estaba reservado a las flores y las joyas y, últimamente, recibir preciosas gemas hacía que sintiese escalofríos. Tenía tres pulseras de brillantes, un collar de diamantes rosas de Harry Winston con pendientes a juego y un broche de zafiros y diamantes que detestaba porque le había costado sangre, sudor y lágrimas.

De modo que, en cierta manera, las flores eran una bendición porque no llevaban acompañamiento.

Aun así…

Saffron dejó el jarrón de cristal Waterford, con un gigantesco ramo de azucenas que costaba más de mil libras, y se apartó del escritorio, tras el que había una fabulosa panorámica del centro de Londres, para mirar la puerta de acero del despacho anexo.

Tomó aire, pero le temblaban las manos y tenía el estómago encogido. Nada que ver con la imagen que quería proyectar. La imagen que proyectaban su espalda recta y su atuendo impecable.

Cada día más, esa puerta le parecía como la cumbre del Everest, cargada de peligros. Pero lo había retrasado más que suficiente, dos meses para ser exactos. Era hora de dar el último paso. Hora de dejar atrás esa noche en Marruecos, ese sorprendente momento de locura que aún la estremecía al recordarlo.

Era hora de retomar el control de su vida antes de que fuese demasiado tarde.

Pero antes de que pudiese dar un paso, un golpecito en la puerta de su despacho la detuvo. Se dio la vuelta y suspiró al ver al mensajero. En general, los mensajeros no podían pasar del piso quince. Ella estaba en la planta cuarenta y nueve, la última del edificio propiedad del hombre más rico del mundo.

Pero el mensajero que se dirigía hacia ella, sujetando con reverencia un maletín con el emblema del joyero de la reina, no era un mensajero normal.

–No.

El monosílabo escapó de su garganta mientras daba un paso atrás. Porque aquel regalo era aún más peligroso, la clase de regalo que advertía que debías despedirte de tu alma.

–No, no, no.

El hombre se detuvo, mirándola con cara de sorpresa.

–¿Perdone? ¿Estoy en la planta equivocada? Traigo un paquete para la señorita Everhart. ¿Podría decirme dónde encontrarla si este no es su despacho? Necesito su firma.

Ella negó con la cabeza.

–Yo soy la señorita Everhart, pero no necesita mi firma porque no va a entregarme nada –le dijo. Parecía al borde de la histeria, pero no podía evitarlo–. No acepto el regalo –añadió, con tono firme.

–Me temo que eso no es posible, señorita. En este caso no puede haber devolución ni reembolso.

–He tratado con esa joyería en otras ocasiones y sé que eso no es verdad.

Al ver que la frente del hombre se cubría de sudor, Saffron casi sintió pena por él.

–Verá, señorita, en la mayoría de los casos es así, pero no en esta ocasión.

–¿Por qué no? –preguntó ella, aunque en el fondo sabía la respuesta.

–Porque el cliente lo ha especificado así.

Saffron contuvo el deseo de cerrar los ojos y dejarse llevar por el pánico. Claro que lo había hecho. Joao Oliviera conseguía siempre lo que quería, fuese lo que fuese.

Miró el maletín con un nudo en el estómago. Si tuviese dentro un nido de escorpiones no le daría más miedo.

El hombre se aclaró la garganta.

–Señorita Everhart, esta no es una pieza normal. Creo que se pidió permiso a la reina para hacer una réplica y es una de las piezas más exquisitas que la joyería ha tenido el privilegio de crear.

Saffie no lo dudaba, pero debía rechazar aquel regalo porque tenía que retomar el control de su vida o estaría perdida para siempre. Ya le había entregado cuatro años de su vida. No podía entregarle ni un día más.

Ni un minuto más.

Pero el problema no era el mensajero que tenía delante, sino el hombre que estaba tras la puerta de acero, a diez metros de ella.

Con una mezcla de pánico y horror firmó el documento y tomó la caja de terciopelo que el mensajero sacó del maletín, sabiendo que era un terrible error.

Cuando volvió a quedarse sola, se dejó caer pesadamente en el sillón y abrió la caja.

El collar de diamantes y rubíes era perfecto, absolutamente maravilloso. Y también un descarado soborno.

Saffron contuvo una risa histérica mientras miraba la joya más bella que había visto en toda su vida. Le hubiera gustado acariciar las preciosas gemas, pero cerró la caja para no dejarse llevar por la tentación.

No podía dejarse convencer.

Había dejado que los atractivos de su puesto como ayudante ejecutiva y su proximidad al hombre más carismático que había conocido nunca dirigiesen su vida durante cuatro años.

Bueno, pues nunca más.

Apretó los dientes, intentando contener el escalofrío que la recorría cada vez que recordaba aquella aciaga noche en Marruecos. Después, volvió a leer el documento que había redactado una docena de veces y pulsó el botón de Imprimir.

El ruido mecánico de la impresora expulsando el documento era a la vez tranquilizador y espeluznante.

Por fin iba a hacerlo, por fin iba a dar el último paso. Pronto habría retomado el control de su vida, pero antes tenía que salvar un obstáculo monumental. Y sabía que sería una batalla formidable.

Tomó el documento, lo dobló por la mitad y, después de golpear suavemente la puerta, entró en la guarida del león.

Joao Oliviera estaba hablando por su teléfono personal, el número reservado para los clientes VIP.

Joao Oliviera.

Su jefe.

El hombre más rico del mundo, con un aspecto físico que superaba ese abrumador título.

A pesar de las innumerables veces que había entrado en sus dominios, Saffron nunca había logrado controlar la emoción que se apoderaba de ella en su presencia. Sencillamente, había aprendido a disimular hasta el punto de parecer casi desdeñosa, a pesar de su poderoso magnetismo, la vitalidad de su metro noventa y su innata habilidad para dejar mudos a los líderes más poderosos del mundo.

Y la enfebrecida electricidad de sus caricias.

Joao Oliviera, con su obscena riqueza y su irresistible atractivo físico, era Midas, Creso y Ares en uno solo.

Su pelo castaño oscuro, más largo de lo convencional, brillaba bajo el sol de mayo que entraba por la ventana, a su espalda. Saffron no podía dejar de mirar los pómulos esculpidos, los firmes labios y la mandíbula cuadrada, con una viril sombra de barba que ningún afeitado podía disimular.

Unos ojos de color whisky, rodeados por largas pestañas negras, completaban la magnífica imagen.

Esos ojos se volvieron hacia ella, estudiándola durante unos segundos antes de levantar una mano de dedos largos y elegantes para indicarle que podía entrar.

Como era su costumbre, se había quitado la chaqueta, y la camisa blanca y el chaleco hecho en Italia destacaban su físico atlético.

Apenas eran las ocho de la mañana, de modo que aún no se había quitado los gemelos ni remangado la camisa para revelar unos antebrazos morenos y fibrosos, y Saffron se tomó eso como una bendición.

–Lavinia, estaba esperando tu llamada –lo oyó decir.

Con los años, Saffron había logrado controlar su atracción por él, salvo esa ardiente noche en Marruecos. Se había acostumbrado a su destreza mental, a su asombroso físico, a su energía sobrehumana, a ese aire de implacable autoridad y, sobre todo, a su integridad. Pero lo único que nunca había podido controlar era su reacción ante esa voz profunda, intensa y sexy, con un ligero acento portugués que la excitaba cuando estaba despierta y que, últimamente, invadía sus sueños con alarmante frecuencia.

Pero no tendría que sufrir aquello durante mucho más tiempo.

Saffron cerró la puerta y prestó atención a la conversación. Aparte de la principal razón para entrar en el despacho, esa mañana tenía trabajo que hacer y ese trabajo incluía a Lavinia Archer.

La presidenta del renombrado Grupo Archer, un emporio que incluía cadenas de hoteles, destilerías, una línea de cruceros y una compañía aérea.

Cuando empezaron a correr rumores de que Lavinia tenía intención de vender la empresa antes de cumplir los setenta y cinco años, Saffron supo que esa transacción sería irresistible para su jefe. Y, por supuesto, Joao se había propuesto añadir el emporio Archer, valorado en treinta y un mil millones de dólares, a su impresionante cartera de valores.

Durante los tres últimos meses había tejido una intrincada red alrededor de Lavinia Archer, un juego mental de astucia y encanto al que la anciana heredera no había podido resistirse.

–Sé que te gusta hacerme esperar, Lavinia –estaba diciendo Joao, el timbre de su voz era tan oscuro y potente como el café de su nativo Brasil–. Pero te aseguro que, cuando llegue el momento, el clímax merecerá la pena.

Saffron tropezó y tuvo que sujetarse al sofá. Intentó recomponerse de inmediato, pero sabía que se había puesto colorada.

Por ridículo que fuese, sintió una irracional punzada de celos al oírlo tontear con Lavinia. Aunque le había entregado los últimos cuatro años de su vida, ella no tenía ningún derecho sobre Joao, a quien solo le interesaban sus habilidades como ayudante ejecutiva.

Ni una sola vez le había preguntado qué hacía fuera de la oficina. Aunque ella no tenía tiempo para nada más. Concentrada en solucionar hasta el más pequeño problema de Joao, sus dos últimos cumpleaños habían pasado sin pena ni gloria. De hecho, se le había olvidado que cumplía años y esa era una de las razones por las que, cuando por fin hizo inventario de su vida, decidió que necesitaba un cambio.

Todo lo que iba mal en su vida era debido a un hombre: Joao Oliviera.

Tenía que irse de allí y hacerlo cuanto antes para no experimentar esa punzada de angustia en el pecho cuando él quedaba con alguna modelo o alguna famosa actriz.

Por suerte, no lo había hecho desde Marruecos. Al menos que ella supiera, aunque eso no quería decir nada…

Joao miró el documento que llevaba en la mano antes de mirarla a los ojos.

A Saffron le dio un vuelco el corazón. Durante las últimas ocho semanas la había tratado con fría indiferencia y debía admitir que era esa frialdad lo que, por fin, la había puesto en acción. Su vida se limitaba a ser un insignificante satélite de aquel hombre y no estaba dispuesta a seguir soportándolo.

Pero entonces ocurrió lo de Marruecos.

Saffron apretó los labios, luchando contra las caóticas sensaciones mientras Joao seguía bromeando con Lavinia.

–Sí, claro, te respetaré por la mañana. Te irás satisfecha, sabiendo que tu legado queda en las mejores manos.

Se reía mientras golpeaba la mesa de cristal con sus largos dedos y Saffron recordó lo que había sentido cuando esos dedos entraron en contacto con su piel, acariciándola y dejándole una marca indeleble.

Joao, acostumbrado a tratar con muchas cosas a la vez, alargó una mano hacia el documento, pero Saffron no quería tener esa conversación mientras él estaba intentando conseguir una de las mayores transacciones en la historia de la empresa.

Pero eso no importaba. Estaba allí para retomar su vida, se dijo.

«Así que hazlo de una vez».

Apretando los labios, le entregó el documento. Tal vez su expresión la delató, tal vez su ensayada cara de póquer había empezado a resquebrajarse después de Marruecos.

Joao seguía hablando de cifras con Lavinia mientras leía el documento y, de repente, su expresión se volvió seria. Saffron tragó saliva cuando esos hipnóticos ojos se clavaron en los suyos.

–Sí, Lavinia, pero recuerda que no soy un hombre paciente. Quiero tu empresa y, por el momento, estoy dispuesto a jugar, pero tarde o temprano uno de los dos se cansará y tendrá que tomar… otras medidas. Prepárate para eso, querida. Hasta la próxima vez.

Esas palabras iban dirigidas a Lavinia, pero Saffron sintió el impacto en su interior.

Joao cortó la comunicación y la miró a los ojos.

–¿Qué significa esto?

Ella hizo acopio de valor para sostenerle la mirada.

–Exactamente lo que dice. Es una carta de dimisión.

Él la miró con gesto de incredulidad y luego volvió a mirar el documento.

–¿Por «razones personales»? Tú no tienes una vida personal, de modo que es mentira.

–Muchas gracias por recordármelo. Y, por cierto, gracias también por las flores y por el collar, aunque no pienso aceptarlo. Me imagino que estás acelerando las negociaciones con Lavinia, de ahí ese escandaloso intento de soborno.

Él se encogió de hombros, aunque se trataba de una joya por la que hasta un monarca daría lo que fuese.

Te he hecho una pregunta, Saffron.

–Creo que una de las primeras cosas que me dijiste cuando empecé a trabajar para ti fue que no debía hacer preguntas cuyas respuestas ya conocía.

–Pero aún no me has dado una respuesta satisfactoria.

–Todas las respuestas que necesitas están en esa carta. Dimito por razones personales. La dimisión será efectiva inmediatamente después del plazo legal de notificación.

Joao miró la carta con un gesto cargado de desdén.

–Eres una persona eficiente, responsable y seria. Una de las personas más trabajadoras que conozco. En los últimos cuatro años, no ha habido una sola tarea que no hayas ejecutado a mi entera satisfacción –le dijo, inclinándose un poco hacia delante.

Saffron apretó los muslos, recordando cómo había sido tener ese magnífico cuerpo desnudo sobre ella.

Dentro de ella.

–Gracias –murmuró.

–Por eso me sorprende que quieras ocultar las verdaderas razones de tu dimisión tras una caprichosa prosa –Joao miró el documento–. ¿La oportunidad de trabajar conmigo ha sido «un honor»? ¿Me deseas el mejor de los futuros? ¿Tus años de trabajo en la empresa han sido «una experiencia inolvidable»?

Estaba muy nerviosa mientras redactaba la carta, pero ¿tenía que repetirlo todo con ese tono de desprecio?

–Lo creas o no, todo lo que he escrito es verdad.

–¡Lo que has escrito es una tontería! –exclamó él–. No acepto tu dimisión. Especialmente en este momento, mientras intento convencer a Lavinia. Lo hemos hecho todo mal. Para ganárnosla, tenemos que demostrarle que no sabe lo que se pierde. Debemos tentarla, convencerla con algo que nadie más pueda ofrecerle. ¿Crees que podrías hacer eso?

Saffron contuvo el deseo de apretar los puños y dar una patada en el suelo. Como Joao había dicho, ella era una persona responsable, seria, obediente y trabajadora.

Cualidades en las que había tenido que esforzarse siendo huérfana porque, según las monjas del orfanato de St. Agnes, solo de ese modo conseguiría unos padres de acogida que, tarde o temprano, la adoptarían. Pero no había sido así. Pasaban los años y ninguna pareja la elegía a ella. Saffron había llorado en silencio para no decepcionar a la hermana Zeta cuando, una tras otra, sus compañeras de orfanato encontraban padres de acogida.

Nunca había mostrado angustia o tristeza y jamás había tenido una pataleta como otros niños.

Por fin, cuando llegó su momento, a los catorce años, se había contenido para no mostrar la inmensa emoción que sentía. Se había mostrado serena durante los dos felices años que había pasado con su madre adoptiva y también cuando su salud empezó a declinar. No se había apartado de su lado durante los dieciocho meses que duró su enfermedad y había hecho la solemne promesa de no sucumbir a la tristeza y la soledad y formar su propia familia cuando llegase el momento.

Mantuvo la entereza cuando enterró a su madre adoptiva, una semana antes de cumplir los dieciocho años, y solo se permitió llorar cuando por fin estuvo sola. Con esa misma compostura, se alejó del escritorio de Joao y volvió a su despacho para llamar a un número que se sabía de memoria.

Cuando cortó la comunicación, tomó la cajita de terciopelo con manos temblorosas y volvió al despacho de su jefe.

–¿Estás enferma? –le preguntó Joao–. ¿Quieres que llame al médico?

–No es necesario, estoy perfectamente. De hecho, mejor que nunca. Estoy viendo las cosas con total claridad por primera vez en mucho tiempo.

–¿Y por eso vas a dejar un trabajo que, según lo que dijiste en la última evaluación, es lo más emocionante de tu vida?

Saffron se mordió los labios, lamentando haber sido tan sincera.

Sí.

–¿Te das cuenta de que podrías haber encontrado razones más convincentes para tu dimisión que esta absurda excusa de «razones personales»?

Esa observación la dejó pensativa. ¿Habría sido deliberado? ¿En el fondo habría deseado que Joao viese lo que había tras esa fachada?

El anhelo de formar una familia había empezado con la promesa que le hizo a su madre adoptiva en su lecho de muerte, cuando se dio cuenta de que, una vez más, estaba sola en el mundo. Ese anhelo había desaparecido momentáneamente al conocer a la brillante supernova que era Joao, para emerger de nuevo cuatro años después más fuerte que nunca.

«No», pensó.

Una noche con él había sido más que suficiente. Lo último que quería era mostrarse vulnerable frente a un hombre como Joao Oliviera. Un hombre a quien solo importaban los negocios, un hombre que dejaba a sus amantes sin compasión en cuanto empezaban a hacerse tontas ilusiones, un hombre sin familia y decidido a no tenerla nunca.

–Yo esperaba que respetases mi decisión.

–Nunca nos hemos engañado el uno al otro, Saffie. No deberíamos empezar a hacerlo ahora.

Que usara ese cariñoso diminutivo le produjo un estremecimiento en la espina dorsal, pero el comentario la dejó sin aliento por razones diferentes y mucho más terribles.

Había vivido durante meses, tal vez años, engañándose a sí misma. Pero reconocer que estaba persiguiendo un sueño imposible y perdiendo valiosos años de su vida era la razón por la que estaba allí en ese momento.

–Tu carta me ha alarmado y quiero saber qué está pasando. Hasta ahora parecías contenta con tu trabajo.

–¿Se te ha ocurrido que yo podría no querer hacer esto para siempre? Me he dado cuenta de que no quiero seguir trabajando hasta las dos de la mañana para volver a la oficina a las siete y media y seguir trabajando dieciocho horas más.

Joao frunció el ceño, mirándola con un brillo de decepción en los ojos. Y, por alguna razón, su enfado no le molestó tanto como su decepción.

–¿Ese es el problema? ¿Te estás quejando de las horas de trabajo? Muy bien, tienes permiso para contratar a otro ayudante.

Saffron dejó escapar un suspiro mientras depositaba la caja de terciopelo sobre el escritorio.

–No puedo aceptar esto. Aunque no me fuese, no podría aceptarlo. Es demasiado.

–No digas tonterías.

–He donado el ramo de flores a los organizadores de la cena benéfica a la que vas a acudir esta noche. Prepárate para la efusividad de lady Monroe cuando te vea. Cree que conseguirán veinte mil libras por ellas en la subasta…

Pelo amor de…. –Joao se pasó una mano por la cara–. Ya está bien de escenas. Dime lo que quieres de una vez y vamos a seguir trabajando. Dale las flores a quien quieras, pero el collar es tuyo.

–Joao…

–No puede ser el dinero. Ya te pago diez veces más que cualquier rival. Te ofrecería el triple, pero sospecho que dirías…

–No es el dinero.

–Muy bien, empezamos a entendernos. Entonces, ¿qué es?

A Saffie le dio un vuelco el corazón. No podía contarle qué había provocado su decisión de marcharse, pero su indiferencia desde esa noche en Marruecos lo había dicho todo.

Por supuesto, Joao se reiría de ella por dejarse llevar por las emociones, pero ella no era un robot. Le había dado cuatro años de su vida y con cada día que pasaba, sacrificando su más profundo deseo, se desesperaba un poco más. Incluso había empezado a odiarlo porque sabía que no cambiaría nunca. Joao era incapaz de bajar de su torre de marfil y dignarse a reconocer las necesidades y los sueños de otros seres humanos.

–¿Quieres saber por qué me marcho? Pues es muy sencillo. He decidido que tú no eres la respuesta a mis problemas.

¿Qué significa eso? Déjate de juegos y habla con claridad.

–¿O qué? –lo retó ella–. ¿Impedirás que me marche?

Joao se levantó, despacio, con su impresionante estatura haciéndola sentir pequeña, mientras se quitaba los gemelos y doblaba las mangas de la camisa meticulosamente.

Saffie no quería mirar, pero no podía evitarlo. Al ver sus antebrazos morenos, tan fuertes y masculinos, no pudo evitar preguntarse cómo sería volver a tener esos brazos alrededor de su cintura.

–¿Qué pasa, Saffie? –le preguntó él entonces en voz baja.

Ella se armó de valor. Sabía que no iba a ser fácil dejar su puesto como ayudante ejecutiva de Joao después de vivir y respirar ese papel durante cuatro largos años, pero no se había imaginado que fuese tan difícil.

Él no sabía nada de su infancia en el orfanato, ni del poco tiempo que vivió con su madre adoptiva, ni sobre la desolación que sintió al ser huérfana de nuevo.

Ni sobre la promesa que se había hecho a sí misma.

–¿Recuerdas cómo llegué a ser tu ayudante? –le preguntó, buscando un alivio temporal a su angustia.

Joao frunció el ceño mientras dejaba los gemelos en un cajón y lo cerraba de golpe.

–No sé qué tiene eso que ver.

–Supuestamente, solo era un trabajo temporal mientras mi antiguo jefe, el señor Harcourt, estaba de vacaciones. Tú acababas de despedir a tu antigua ayudante, ¿recuerdas?

Apenas. Y sigo sin entender qué tiene eso que ver…

–La cuestión es que debería haber estado aquí dos semanas y llevo cuatro años. Y, por cierto, ¿es verdad que le ofreciste la prejubilación al señor Harcourt para que yo siguiera aquí?

Joao ni siquiera parpadeó.

–Sí, es verdad. Después de la primera semana ya sabía que serías la ayudante ideal para mí. Estabas desperdiciando tu talento creando hojas de cálculo, así que le hice una oferta que no pudo rechazar –respondió, sin el menor remordimiento–. Y ahora que hemos repasado el pasado, ¿podemos volver a lo que importa? ¿Qué tengo que hacer para que renuncies a esta tontería? Dime cuál es el precio.

«Dime cuál es el precio».

Si pudiese hacerlo… Si no supiera que sería inútil nombrar su precio…

Saffron lo miró con el corazón acelerado, como cada vez que contemplaba ese último paso. Pensar que un día despertaría y no volvería a verlo la entristecía, pero se obligaba a pensar con qué iba a reemplazar esa experiencia. Con lo que anhelaban su corazón y su alma: una conexión de verdad, un propósito edificante.

–Mi precio es la libertad, Joao. Te he dado cuatro años de mi vida y ahora quiero marcharme.

Él se inclinó hacia delante, mirándola a los ojos.

–Por última vez, dame una razón clara y concisa para este absurdo, Saffie.

¿Qué tenía que perder? En unas semanas estaría fuera de su vida, pensó. Joao quería conquistar el mundo mientras que ella planeaba alejarse de su órbita para embarcarse en un proyecto que le pedía el corazón desde que era niña, desde que había probado la soledad y jurado hacer lo posible para que su vida tuviera sentido.

Cuando se despidieran, sus caminos no volverían a cruzarse, pero tenía que ser así. Armándose de valor, dio un paso adelante.

–Muy bien. ¿Quieres saber la verdad? Eres un hombre de negocios brillante, pero también eres un vampiro. Pides y pides sin cesar y crees que regalar diamantes y flores te da autoridad sobre mi vida. Bueno, pues no es así. Yo tenía mi vida planificada cuando me uní a la empresa. Dejé mis planes en suspenso y ahora quiero que vuelvan a ser mi prioridad. Dimito porque quiero algo más de la vida. No quiero vivir consumida por el trabajo. Necesito libertad para soñar con algo que no sea la adquisición de tu próxima empresa multimillonaria. Libertad para soñar con una familia, con un hijo. Libertad para convertir ese sueño en realidad –Saffron hizo una pausa, temblando antes de dar el último, devastador y necesario paso–. Necesito liberarme de ti.