Roselló Soberón, Estela. Cosa de todos los días II: El México Virreinal; México: Ediciones SM, 2021

Formato digital - (Cosa de todos los días)

ISBN : 978-607-24-2445-6

1. Libros ilustrados para niños 2. México – Historia – Hasta 1810 – Vida cotidiana

Dewey 972.01 R67

n 1521 la historia de México inauguró  un nuevo episodio.
Los conquistadores españoles sometieron al gran  imperio
mexica, y así comenzó a imponerse el dominio de la Mo-narquía Hispánica sobre el resto de los indios del territorio me-soamericano.

A partir de ese momento empezó a construirse una nueva sociedad, la del reino de la Nueva España, que existió durante los siguientes tres siglos: entre 1521 y 1821.

La sociedad novohispana se caracterizó por ser plural: en ella habitaron personas diferentes que se mezclaron entre sí. Los indios, españoles y afrodescendientes que vivieron en este reino se unieron para tener hijos, interactuaron cotidianamente y dieron origen a una nueva cultura que aglutinó elementos de tradiciones muy distintas.

El mestizaje cultural se reflejó en diversas manifestaciones de la vida cotidiana. El encuentro de culturas se hizo presente lo mismo en un plato de mole —que incorporaba en una misma receta chiles, chocolate y jitomate de origen indígena con al-mendras y nueces de origen europeo— que en un son —mezcla de ritmos africanos con guitarras españolas—.

La sociedad novohispana también fue profundamente reli-giosa. Una vez que los indios fueron conquistados militarmente, los españoles emprendieron una labor de evangelización para convertir a toda la población al catolicismo. Este proyecto reli-gioso tuvo mucho éxito: durante los siglos XVII y XVIII prácticamen-te toda la población del reino de la Nueva España fue católica.

En esa época la religión estaba presente en todas las acti-vidades, ideas, creencias, costumbres y conductas. Por ejemplo, los habitantes de la Nueva España organizaban su tiempo y su calendario a partir de los días en que se celebraban las fiestas de diferentes santos; las campanas de las iglesias de todos los barrios funcionaban como una especie de  relojes  co-

lectivos que al sonar señalaban a todos los habitantes la hora
para cambiar de actividad a lo largo del día; las personas co-
mían carne o no en los días que la Iglesia indicaba; los hom-
bres y las mujeres de todas las edades asistían a misa y
hacían sus oraciones diariamente, y todos creían en la
existencia del Cielo, el Infierno, Dios, los santos, la Vir-
gen, los ángeles y el Demonio.

Pero si la sociedad novohispana fue plural,
mestiza y religiosa, fue también jerárquica y
corporativa: las diferencias y escalas entre
las personas siempre estuvieron muy bien
establecidas. Los derechos y obligaciones de
un esclavo negro o de un artesano indio eran
muy distintos de los de un virrey o un hacen-
dado criollo.

Por otro lado, en la Nueva España, las personas
organizaron asociaciones o corporaciones para po-
der participar en la vida social. Los hombres y las mu-
jeres de aquella época se reunieron en gremios para
trabajar, en cofradías para protegerse, en cole-
gios para estudiar o en órdenes religiosas para
rezar. Pertenecer por lo menos a un grupo o aso-
ciación de este tipo fue fundamental en la vida
de los habitantes de aquel reino.

Como se verá más adelante, las caracterís-
ticas anteriores influyeron en la manera en que
los habitantes de la Nueva España vivieron
hechos tan significativos como la formación
de una familia y las experiencias emocionales,
pero también hechos más sencillos y cotidianos,
como la hechura de sus casas o los modos de
transportarse.

Desde luego, la influencia de estas características
no termina con el fin de la época virreinal. Forma
parte de una herencia histórica en el México contemporáneo.

ara las personas que vivieron en la Nueva España, la  fa-
milia  era  muy  importante. La  herencia  de  la  tradición
prehipánica —para la cual la vida familiar había sido fun- damental—, se sumó a la relevancia que tenía la familia para los españoles católicos.

Durante los tres siglos de historia virreinal, la Iglesia tuvo un gran interés en que las personas conformaran familias, vivieran en ellas y conservaran su unidad. La autoridad eclesiástica consideraba que el mejor espacio para transmitir los valores católicos era el hogar.

Para fomentar que la gente se casara y formara familias unidas, los sacerdotes hablaban en sus sermones de personajes sagrados que habían vivido de esa manera. Usaban pinturas e imágenes en general para apoyar sus argumentos. Una de las más utilizadas con ese fin fue la de la Sagra-
da Familia, integrada por la Virgen María, el
carpintero José, el niño Jesús  y  los padres
la Virgen, Ana y Joaquín.

De acuerdo con las ideas religiosas que daban sentido a la vida, las familias novohispanas solo podían formarse cuando un hombre y una mujer se casaban para después tener hijos. A diferencia de lo que ocurre en nuestra sociedad, en la Nueva España la gente solo podía casarse por la Iglesia Católica, la única institución autorizada entonces para legitimar el matrimonio. Además había otra diferencia importante entre la conformación de las familias novohispanas y la actual. En aquella época, la única finalidad de casarse era tener hijos biológicos; hoy muchas personas lo hacen  con  otros propósitos.

MUJERES DE LA NUEVA ESPAÑA

Decía un refrán
del siglo XVII que
había cuatro
cosas hermosas
en México: las
mujeres,
los vestidos, los
caballos y las
calles. Las
mujeres de la

Nueva España cuidaban mucho su
apariencia; utilizaban joyas con
piedras preciosas y se vestían con
telas finas que procedían de Holanda
o de la China. Además, muchas de
ellas eran aficionadas a los juegos de
cartas, a fumar cigarros y a tomar
chocolate.

Las familias novohispanas podían ser muy numerosas, pues no solo incluían a los padres y a los hijos, sino a muchos miembros más: tíos, sobrinos, abuelos, ahijados, sirvientes, esclavos, aprendices, amigos y entenados.

Si bien la base de las familias novohispanas debía ser el matrimonio entre un hombre y una mujer, la realidad en aquella época fue que muchas personas integraron familias sin casarse formalmente: vivían en unión libre. A pesar de que esto se consideraba un pecado, muchos indios, mestizos, negros y mulatos optaron por vivir de esa manera. Al mismo tiempo, los

aristócratas y las personas más ricas en
general se casaban oficialmente, pues
para ellos era muy importante el honor,
y una manera de cuidarlo era practicar el
sacramento del matrimonio.

En la Nueva España quienes se casa-
ban podían pedir el divorcio a la Igle-
sia, pero conseguirlo no era nada fácil.
La ley permitía que cualquiera de los
cónyuges lo solicitara, pero quienes
más pidieron divorciarse fueron las
mujeres. Alegaban, entre otras cosas,
que el esposo las maltrataba, que no
las mantenía económicamente o que no
cumplía “el débito conyugal”, es de-
cir, rechazaba tener relaciones se-
xuales con ellas.

Cuando los jueces eclesiásticos
recibían las demandas de divorcio, lo
primero que hacían era separar a los espo-
sos físicamente. El trámite podía durar va-
rios años, así que mientras la situación se
resolvía, las mujeres tenían que ir a vivir al ho-
gar de sus padres o a recogimientos, que eran
casas donde se recluía a mujeres consideradas
poco virtuosas, pecadoras o peligrosas para el

orden social.

Una vez que las autoridades aprobaban el divorcio, los anti-guos esposos no podían volver a contraer nupcias ni entre ellos ni con nadie más. El divorcio solo resolvía el problema de seguir conviviendo con alguien con quien ya no se quería compar-
tir la vida ni la vivienda.

a Iglesia también intentó asignarles roles  muy  específicos

y particulares a los hombres y las mujeres. En aquella épo-

ca lo masculino y lo femenino se asociaban con actitudes, gestos corporales, costumbres, actividades, expectativas y fun-ciones sociales que se consideraban “propias” de cada sexo.

La cultura novohispana heredó muchas ideas y creencias de la Edad Media, el Renacimiento y la Contrarreforma europeos. Durante muchos siglos, pensadores, teólogos, filósofos, escrito-res, médicos y juristas del Viejo Mundo habían discutido sobre cómo eran las mujeres y cuál era su naturaleza. Muchas de aquellas ideas llegaron con los conquistadores, frailes y sacer-dotes que arribaron a la Nueva España en el siglo XVI.

Tales ideas sobre las mujeres se dividieron en dos posturas: una que sostenía una visión muy negativa contra ellas y otra más benevolente. La primera señalaba que las mujeres eran seres peligrosos, amenazantes, irracionales, cambiantes, proclives al mal, la tentación y el pecado.

El máximo ejemplo de la primera postura era Eva, a quien el cristianismo consideraba la madre de todas las mujeres. Para los pensadores que las menospreciaban, Eva había sido la verdade-ra culpable y responsable de que los seres humanos perdieran el Paraíso Terrenal y fueran expulsados del Edén, donde todo había sido felicidad. De acuerdo con estos teólogos y filósofos, Adán había sido solamente una pobre víctima de la malvada Eva, quien había hecho caer en tentación al hombre al darle de comer del fruto prohibido. En ese sentido, todos los males de la humani-dad procedían, en realidad, de esta primera mujer.

Las ideas cristianas en contra de las mujeres se reducían a considerarlas volubles, gritonas, chismosas, parlanchinas, mentirosas y engañadoras. Ningún hombre debía creerles de-masiado si deseaba mantenerse a salvo, porque de acuerdo con estas creencias, las mujeres eran, sobre todas las cosas, gran-des seductoras que muy  fácilmente  podían  hacer  caer  a  los

hombres en tentación. De hecho, los pensadores detractores de las mujeres afirmaban que uno de los disfraces favoritos que usaba el Demonio para aparecerse a los hombres era el de un hermoso cuerpo de mujer.

Las mujeres estaban expuestas con frecuencia a este tipo de prejuicios, tanto que algunas los compartían y se concebían a sí mismas como pecadoras y malvadas. Sin embargo, parece que no todas hicieron caso de aquellos estereotipos y vivieron la vida con más tranquilidad al respecto.

En aquella sociedad también existió una corriente de pen-samiento más preocupada por encontrar el valor de lo femenino. La expresión más importante de estas ideas fue el culto a la Vir-gen María.

La Virgen María tuvo un papel preponderante en el universo de símbolos y representaciones que daban sentido a la exis-tencia en la Nueva España. Indios, españoles, mestizos, negros y mulatos la consideraron un personaje central en sus vidas. Todos la consideraban una madre cariñosa, comprensiva, mediadora y siempre dispuesta a escuchar y ayudar a sus hijos.

Los personajes sagrados  se  consideraban tan reales como
los seres humanos. En el caso de la Virgen,  las  personas
creían que se aparecía constantemente,  pero  no  solo
para hacer milagros y  auxiliar a quienes  lo  solicitaran,
sino  incluso  para convivir  con ellos en  la vida diaria.
Por ejemplo, hay relatos en los que se narra que la Vir-
gen ayudaba a trabajar, conversaba con la gente
o acompañaba a los enfermos  a  sobrellevar

sus malestares.
El universo de símbolos e ideas que
rodearon a la Virgen María se asoció con
la maternidad, la fertilidad, la  ternura,  el
amor, la pureza, la misericordia,  la  ale-
gría, la luz, las flores, el  agua  y la luna.

La Iglesia proponía dos  formas
para lograr  que las, mujeres  vivie-
ran  cuidadas,  vigiladas  y  bien
conducidas: por  un  lado,  con-
traer matrimonio; por  otro,  in-
gresar a un  convento.  Ambas
opciones eran caras, pues tanto

para casarse como para hacerse monjas debían dar una dote a la familia de su marido o al convento que las recibía.

De acuerdo con la Iglesia y las creencias religiosas predomi-nantes en aquella sociedad, las mujeres que se casaban debían llegar vírgenes al matrimonio y convertirse en esposas y madres ejemplares. Su obligación era comportarse de manera virtuosa: ser castas, recatadas, modestas, humildes, obedientes con sus maridos y nada vanidosas. Sus funciones más importantes eran atender a sus esposos, ser buenas administradoras domésticas y amas de casa, cuidar a los hijos y educarlos. Además debían evitar salir mucho de casa, reír a carcajadas, hablar fuerte o mostrar partes del cuerpo que pudieran hacer caer a los hombres en tentación y pecado.

Además de la virtuosa opción de vida dentro del matrimonio, las mujeres tenían la del convento. En la Nueva España fue una costumbre generalizada que las familias de españoles y criollos destinaran a alguna de sus hijas para que profesara como monja en alguno de los muchos conventos que se erigieron en las ciudades más importantes del reino.

Todos los conventos femeninos novohispanos fueron de clausura, es decir, una vez que las monjas ingresaban en ellos, jamás podían volver a salir a la calle o regresar a sus casas. La edad promedio para entrar a este tipo de instituciones oscilaba entre los doce y los trece años, si bien muchas niñas ingresaban desde más pequeñas; por otro lado, en órdenes más estrictas era necesario que las novicias ingresaran hacia los dieciséis años.

Las monjas se consideraban esposas de Dios y tenían la función de rezar por la salvación de sus parientes, amigos, veci-nos y demás súbditos del reino. Por eso las familias se sentían muy contentas al contar con alguna de sus mujeres haciendo vida conventual. Y así como las familias se enorguellecían de sus monjas, las ciudades (como Puebla, por ejemplo) expresaban un orgullo especial al contar con más conventos.

La vida de las religiosas varió mucho a lo largo de los tres si-glos de historia virreinal; además, no vivían de igual manera las que pertenecían a una orden que  a  otra.  Hubo  conventos muy

estrictos, que seguían reglas y costumbres muy rigurosas y se-veras, así como los hubo más laxos.

Por ejemplo, las monjas que siguieron reglas de vida más duras vivían en pequeñas celdas, se levantaban muy temprano a rezar, dormían en camas de madera o de piedra, practicaban severos ayunos y cumplían difíciles penitencias. Las que vivían con menos rigor tenían sirvientas y esclavas, comían mejor, ha-blaban más entre ellas e incluso disfrutaban de ciertas comodi-dades.

En todo caso, la vida de las monjas transcurría entre rezos, misas, penitencias y momentos de esparcimiento, como la hora del chocolate. Y es que, de acuerdo con algunas crónicas, las monjas novohispanas fueron muy glotonas y golosas, caracte-rística que en la época se consideró como la diferencia entre ellas y sus colegas españolas.