Contents

cover
HT1
970351131_0003_004.jpg

Para Olga

Un complejote de Faetón

Entramos en su privado, don Polo dijo que me sentara frente a su escritorio y, después de escuchar con enorme paciencia mi relato de cómo había llegado al Consejo Tutelar para Menores Infractores, sus ojos se encendieron y soltó de golpe:

—Lo que tú tienes es un complejote de Faetón que no puedes con él.

—¿Un complejote de qué?

—Tienes tanto que se te escurre hasta por las orejas…

—¿Que qué?

No entendí a qué se refería don Polo, pero me sonó muy ofensivo; que yo supiera, no tenía ningún complejo de Faetón, ni de nada parecido. No me sentía ningún acomplejado… Por lo menos eso pensé entonces. De plano estaba que me llevaba el diablo, era uno de mis peores días en mucho tiempo y, encima, ahora tenía que aguantar una ofensa más… Ya se habían ensañado lo suficiente conmigo los mostros para que todavía llegara don Polo a decirme sus cosas extrañas.

Poco antes, el jefe de mi dormitorio me había ordenado:

—¡Vete de volada con los mostros y pides que te den unos ocho ganchos… no, mejor que de una vez te den los diez… pero rápido, porque son para ya!

Cuando llegué al dormitorio de los mostros, el siete, pedí al que estaba en la puerta los ganchos, de parte del jefe del tres (entre más bajo sea el número del dormitorio, más peligrosos se supone que son sus habitantes, con excepción del siete, donde la clasificación se pierde, porque el criterio es que sus habitantes tengan alguna condición especial, y entonces con ellos nunca se sabe a qué atenerse porque ahí están revueltos los peligrosos con los novatos).

—¿Cuántos vas a querer?

—Diez.

—Pues ya de una vez llévate la docena, manito, te sale mejor.

—Bueno.

—¿Y ya los quieres ahorita?

—Sí, me los pidieron para ya.

—Para ya, ¿eh? —preguntó el de la puerta y se volvió hacia sus amigos, que habían dejado de atender su juego de baraja española y me miraban con una alegría inexplicable.

El de la puerta les dijo:

—¿Cómo ven, muchachos?, aquí el señorito quiere una docena de ganchos, ¿se la damos?

—¡Cómo no, faltaba más, con mucho gusto! —dijeron a coro los mostros.

—Pues pásale al cantón…

No me gustaba la idea de meterme en un dormitorio ajeno, y menos en el de los mostros. Les dicen así porque ahí mandan a los puros cojos, tuertos o locos…, además no se bañan…, pero el jefe estaba esperándome y entré sin sospechar lo que traían entre manos. Apenas puse un pie adentro, los mostros comenzaron a golpearme con los puños (o muñones) en todo el cuerpo, a excepción de la cara.

—¡Toma tus ganchoootes! —gritó riéndose un chimuelo.

—¡Éste se llama: gancho al hígado! —gritó otro, que hacía equilibrios con una sola muleta mientras se daba gusto pegándome con su mano libre.

—¡Éste es el gancho riñonero, ja, ja! —gritó un manco que pegaba tan fuerte con su muñón como si fuera un puño; yo ya no sentía lo duro sino lo tupido, la lluvia de golpes.

—¿Cuántos van? —gritaban sin dejar de golpearme los mostros— ¿Cuántos van, idiota?

—¡No sé!

—¡Óiganlo, no sabe contar el señorito!

—¡Pues qué lástima, nosotros tampoco!

—¡Doce, doce, ya van doce! —alcancé a aullar.

—¡Entonces… tenga su pilón!

Y después de unas cuantas patadas adicionales logré rodar por el suelo hacia fuera del dormitorio, entre risas y una lluvia de escupitajos como despedida. Lo malo era que ni siquiera podía responderles porque me hubiera ido peor. Corría mi primera semana en el consejo tutelar y sabía bien cómo se las gastan con los nuevos. No muy distinto a como fueron la cosas cuando recién entré a la secundaria… pero peor.

Me retorcía en el suelo esquivando los escupitajos, cuando de la nada apareció don Polo, un hombre de ojos negros y pequeños tras unos lentes como de fondo de botella… Bueno, de la nada es una exageración, quiero decir que no vi de dónde salió, porque cuando él intervino yo estaba en el suelo, aturdido todavía por el maltrato que acababan de darme. Don Polo calmó los ánimos de los mostros con su sola presencia y un par de aspavientos que resultaron muy efectivos.

—¡Se calman ya!

Don Polo me quiso ayudar a levantarme del suelo, como si yo no hubiera sido capaz de hacerlo por mí mismo, y lo rechacé.

—¡Está bien, está bien! —le dije mientras trataba de sacudirme el polvo. Algunos de los mostros parecían ser particularmente babosos, me dieron tanto asco sus recuerditos prendidos a mi ropa que fui capaz de aceptar el pañuelo que don Polo me ofreció.

—Acompáñame —ordenó y se dio media vuelta para encaminarse hacia las oficinas del consejo sin dudar por un instante que yo lo seguiría. Seguro estaba acostumbrado a que la gente le obedeciera. Y bueno, yo tampoco tenía muchas cosas que hacer esa tarde… ni las siguientes, y tal vez incluso consiguiera un par de cigarrillos a cambio de hacerle un poco de caso a ese hombre. Lo mejor en esa situación, según me pareció, era escuchar el regaño y pedir a cambio cigarros.

Llevaba tres días en la zona de dormitorios y las novatadas no terminaban aún, y no parecía que fueran a tener un fin cercano. Extrañaba hasta mi ropa y mis botas. Nunca me imaginé que pudiera extrañar tanto mi ropa. Una vez que liberaron a mis amigos y se supo que yo tenía que quedarme en el consejo tutelar durante una buena temporada, dijeron que me desnudara y me pusiera el uniforme reglamentario antes de salir de la sala de observación y clasificación para pasar a los dormitorios generales. Es que cuando ingresas (o más bien te ingresan) al Consejo Tutelar para Menores Infractores, no entras directamente a los dormitorios y te mezclas con los otros infractores juveniles, sino que primero te encierran en esa sala para revisar tu caso y decidir a qué dormitorio te van a mandar.

—¿Éeeso? —pregunté señalando los trapos sucios amontonados en la esquina de la inmunda sala de observación, y que se suponía eran el uniforme reglamentario.

—Usted tendrá que disculpar, señorito, pero todavía no llega el modisto, ¡ja, ja, ja!

Había un montón de trapos rotos y sudados, cuyo color, según me aseguraron, era el beige y, al lado, un montón de zapatos negros, raspados y con las suelas llenas de hoyos. No me dejaron usar mis botas porque es un tipo de calzado prohibido aquí. Un viejo zapato se había convertido en mi esperanza, porque no me quedaba tan grande, pero por más que revolví el montón, no pude encontrar la pareja, así que terminé poniéndome unos enormes, como de payaso.

Ya adentro, en los dormitorios, puedes intercambiar zapatos con alguien, y eso cuesta dinero: todo cuesta dinero dentro del consejo tutelar, aunque sea unos cuantos pesos, que aquí son algo muy valioso…, en especial si no quieres comer un caldo de frijoles ácidos y burbujeantes que, a cada rato, están a punto de romperte las muelas gracias a las piedrotas patrocinadas por los compañeros que no espulgan bien los frijoles antes de ponerlos a cocer dentro del gigantesco perol.

Mientras caminaba detrás de don Polo, intentaba que los zapatos de payaso no se me salieran. Caminaba detrás de él salivando por un posible tabaco que hiciera más pasadera la tarde fría que soportábamos en pleno verano, y mejor que no lloviera porque terminaríamos todos mojados y hechos bola en los dormitorios…

Don Polo me condujo por un pasillo oscuro de las oficinas del Consejo Tutelar, se detuvo ante una puerta y dijo así:

—Éste es mi privado.

En la puerta había un letrero: Departamento de Psicología Forense.

—Yo no estoy chiflado, don, se lo advierto, ¿eh?

—Mira… ¿cómo te llamas?

—Rigoberto Torrentera.

—Bueno, Rigoberto, vamos a empezar de una vez con tu caso… A ver…, mmmh, ¿cómo llegaste hasta aquí?

—¿Qué cómo llegué aquí?

Yo no me consideraba ningún caso… al principio. Ya después empecé a comprender. No estaba perdido porque estuviera metido en algún laberinto sino por no utilizar uno… por no encontrar mi propia clave. A partir de que fui con don Polo a su privado las cosas han cambiado… mi punto de vista es otro… Ya casi tengo tres meses aquí… Pero, déjenme contarles cómo llegué al consejo tutelar mientras les platico también cómo ha cambiado mi punto de vista trabajando con don Polo.

I

Estábamos el Cuasimodo Velásquez, el Chino Loranca, el Tomate Martínez, todos ellos mis amigos, recién ex compañeros de la secundaria, y yo (mi nombre es Rigoberto Torrentera, mis cuates me dicen Rigo… aunque en la secundaria me decían el Garrocha Torrentera, por aquello de que soy alto y flaco), como siempre, apostados en la esquina de la cuadra, en nuestro puesto de vigilancia, tomando unas cervezas, y la plática general había naufragado hacia los planes que teníamos de ahora en adelante; apenas habíamos terminado la secundaria y estábamos celebrando.

Mis amigos no tenían la perspectiva de seguir estudiando, ¿para qué?: el Cuasi, Cuasimodo Velásquez, se había metido de lleno al gimnasio donde boxeaba y trabajaba limpiando pisos, y no le importó dejar hasta ahí sus estudios, al fin que como boxeador no necesitaría más título que el que ganara a puñetazos. Al Cuasimodo Velásquez le dicen así porque es bastante feo, ¿qué se le va a hacer?, eso a él lo tiene sin cuidado, además se para chueco y siempre anda haciendo gestos, de ahí su apodo; sin embargo, cada vez que el Cuasimodo se sube al ring, su personalidad crece una enormidad, se trasforma, es entonces cuando su modo de pararse encorvado cobra sentido: siempre está en guardia para dar y recibir golpes bien aprendidos; es un boxeador nato, y a los boxeadores no les importa tener la nariz achatada por tanto golpe y ser feos, de hecho entre más feos sean, mejor. Abajo del ring el Cuasi es sólo un chavo poco agraciado, casi deforme, pero arriba de él de veras que inspira respeto a sus contrincantes.

El Tomate Martínez es súper gordo y estuvo a un grado de nacer albino. A cada rato se pone rojo, por eso le apodamos así: el Tomate. Él se dedicaría de lleno a trabajar con sus hermanos, que tienen un sonido para fiestas. Desde chico, el Tomate ya les ayudaba a conectar los cables de los aparatos de sonido sin equivocarse, trabajo que de vez en cuando le confiaban a él solito sus hermanos mayores, en especial en las fiestas más pequeñas; a partir de ahora era su trabajo oficial, de miércoles a domingo, cuando la gente organiza sus reventones de quince años, bodas o para celebrar el triunfo de su equipo favorito de futbol, porque el pretexto es lo de menos, a veces simplemente los vecinos de la cuadra quieren bailar: cierran la calle, colocan una lona y los hermanos del Tomate programan música sin parar hasta la madrugada.

Por su parte, el Chino Loranca se hizo madrina de unos judiciales: hasta le habían prometido una pistola para más adelante, y estuvo muy animado contándonos cómo el comandante Carpio ya casi lo trataba como a un agente. Al Chino siempre le gustaron las películas de acción, y cuando conoció al comandante Carpio, una vez que lo agarraron robándose unos discos, él lo trató bien y le dijo que, en vez de andar robando, mejor le ayudara con algunos encarguitos y a cambio le daría unos pesos. Al principio le encomendaban ir por los tacos de bistec a la esquina, o ir por el café o comprar el periódico. Pero luego empezó a tener encargos más importantes. El comandante le daba instrucciones de pararse en una esquina y avisarle cuando cierto automóvil saliera de un edificio. Al Chino le gustó mucho el ambiente de los hombres rudos, hasta que finalmente el comandante le pidió que trabajara de fijo con él, pero por debajo del agua, porque los madrinas oficialmente no existen, mucho menos si son menores de edad.

¿Para qué seguir estudiando? Para mis tres amigos ya no tenía sentido seguir matándose una vez que habían concluido la secundaria. En cambio, yo era el único que iba a presentar el examen para entrar a la prepa y, curiosamente, también era el único que no sabía qué hacer con su vida. O sea, estudiar significaba no saber, no saber para qué estudiar… Excepto para ganarse la vida algún día, ¿pero con qué carrera? Cada uno de mis amigos parecía tener un destino ya trazado, pero yo no, yo sólo sobrevivía.

A mis amigos y a mí nos apodaron los Cuatro Fantoches porque en la secundaria decían que éramos unos faroles, unos faramallosos, unos facinerosos. El maestro de ciencias sociales solía gritar: ¡Ahí vienen los facinerosos! Era un poco histérico el pobre, aunque quién podía culparlo. Una vez algún alumno resentido con el maestro (nunca se supo quién, las malas lenguas decían que uno de nosotros cuatro), dejó caer una banca desde la azotea de la secundaria hacia el coche del maestro de sociales y no sólo rompió el parabrisas sino que también se incrustó en el toldo. En otra ocasión su coche apareció lleno de chicles pegados en toda la carrocería y con las llantas ponchadas. Así de querido era el maestro. Y ahora que lo pienso, no sé por qué lo tratábamos de esa manera, era una especie de convención general, un acuerdo que nadie rompía: había que tratarlo así, nada más porque sí. Tal vez nos poseía un odio instintivo, como el de algunos animales frente a otros: por pura naturaleza. Él era un maestro que dejaba muchas tareas y nosotros éramos alumnos que sufríamos con sus rebuscados exámenes. Al final, cuando nuestra generación estaba por salir del tercer año, el maestro intentó vengarse reprobando al noventa por ciento de sus alumnos, pero el director se lo impidió porque, por instrucciones de la Secretaría de Educación, los maestros (¡qué infeliz coincidencia para él!) tenían que aprobar al noventa por ciento de alumnos. Al profe le ha de haber costado una barbaridad elegir su lista del diez por ciento de alumnos que le permitieron reprobar. Y peor aún cuando se enteró de que, a su vez, la mayoría de aquellos que reprobó pasaron, aunque fuera de puro panzazo, con un seis, el examen extraordinario que otro maestro les aplicó después.

Ahora que lo pienso, pobre de él, le habíamos creado una especie de psicosis que lo hacía gritar como enajenado: ¡Ahí vienen los facinerosos, ahí vienen los facinerosos! Mientras intentaba atrincherarse en uno de los salones más apartados cada vez que se armaba la trifulca en la escuela.

Fui a parar a esa secundaria porque se suponía que era una de las mejores del rumbo, y de veras lo es: tiene un nivel de exigencia muy alto, sólo que también los alumnos son unas bestias peludas. Justo ahí se les ocurrió a mis papás inscribirme, y su decisión siempre me pesó, en especial porque a mi papá no lo conocía más que en fotografía, incluso llegué a pensar que era un mito. El Chino Loranca me dijo una vez:

—¡Tú que te la crees, triste Garrocha! Tu mamá te dice eso para que no sientas pena por no tener papá. Seguro esa foto la sacó de una revista —porque en la foto mi padre se veía demasiado impresionante para ser real, con su uniforme de piloto y tremendo bigotazo… muy impresionante al lado de los papás de mis amigos.

Mi padre, desde Jitania, una ciudad que me parecía tan lejana por estar en la frontera, enviaba dinero cada mes y tomaba decisiones desde lejos, cosa que me parecía injusta, ya que yo ni siquiera lo conocía. ¿Cómo podía él, si es que realmente existía, dirigir mi vida desde tan lejos?

—Porque todavía eres menor de edad, porque todavía no te ganas tu comida ni tu techo ni nada y, sobre todo, porque él es… ¡tu padre!

Eso de: Porque él es… ¡tu padre!, era como de telenovela. A mi mamá le gusta ver telenovelas, y qué se le va a hacer, es sólo una mamá con el ex marido viviendo demasiado lejos, como de telenovela. Y ante su respuesta yo no podía alegar nada. Simplemente no había posibilidad porque ella era… ¡mi madre!, y punto. Nada más: punto, punto final, no punto y seguido, ni puntos suspensivos.

Estábamos en la esquina de la cuadra. El Cuasimodo Velásquez, el Tomate Martínez y el Chino Loranca ahora planeaban un fantasioso viaje a Acapulco. Los planes de irnos a Acapulco eran la cháchara típica que rumiábamos cada que se acercaba un puente o las vacaciones, pero la verdad era que nadie tenía un centavo partido por la mitad, como dice mi madre; yo tenía una moneda de diez pesos aplastada por un tren… Sabía que al final, cuando el sueño nos venciera, nos despediríamos y cada quien llegaría a su respectiva casa tratando de ocultar el aliento a cerveza y al día siguiente nadie se acordaría de Acapulco.

Cuando ya me habían hartado, se me ocurrió decirles de pronto:

—¡Pues yo no sé ustedes, pero yo… yo voy a viajar a Jitania para visitar a mi papá!

El Chino soltó:

—Óiganlo, hasta cree de veras que tiene papá.

—Ya crece -—dijo el Tomate.

El Cuasimodo Velásquez me dio un leve gancho a la mandíbula, de juego.

—¿Ah, no me creen?

—¿Que no te creemos qué: lo de que tengas papá o que te vas de viaje si andas tan bruja como nosotros?

—Ustedes se van a ir a Acapulco, ¿no?, y yo me voy a Jitania a ver a mi padre.

—¿Y qué se supone que hace tu padre en Jitania mientras tú estás aquí, y tu mamá también?

—Mi padre es piloto.

—¿Y si es piloto por qué no vuela hasta acá para verte?

—Porque la avioneta que pilotea no es suya y no se la puede traer, trabaja en Jitania para una compañía muy importante.

—¡Éjele, ya no le den más cerveza a este canijo, ya ven cómo se pone!…

No dije más acerca de mi padre porque no sabía más. Me dio un dolor de estómago bárbaro y me fui sin despedirme.