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© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La cenicienta del jeque, n.º 2778 - mayi 2020

Título original: Sheikh’s Pregnant Cinderella

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-060-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO PODÍA ser.

Su cerebro le estaba jugando una mala pasada. Tenía que ser eso. Otra cosa era inconcebible.

–Repite lo que has dicho.

El jeque Zufar, rey de Khalia, miró a su secretario y el hombre se encogió. Marwan Farhat consiguió soportar su helada mirada durante unos segundos antes de clavar los ojos en la alfombra persa a sus pies.

–Dímelo, Marwan –insistió Zufar.

–Nos han informado de que su prometida ha desaparecido, Majestad. No está en la habitación y su doncella cree que ha sido secuestrada.

–¿Cree que ha sido secuestrada? ¿No lo sabe con seguridad?

–Pues… no he hablado con ella personalmente, pero…

–Entonces, Amira podría estar escondida en cualquier rincón del palacio. Tal vez sean los nervios que suelen afectar a las mujeres el día de su boda, ¿no te parece?

Marwan intercambió una mirada con sus ayudantes.

Es posible, Majestad.

Zufar se dio cuenta de que el hombre no lo creía.

–¿Dónde está esa doncella? Quiero hablar con ella.

–Por supuesto, Majestad, pero me han dicho que está histérica. No sé si servirá de algo…

–¿No sabes si servirá de algo? –lo interrumpió Zufar, airado–. ¿Ves lo que llevo puesto, Marwan? –le espetó con ese tono suave, letal, que solía dejar a sus subordinados en aterrado silencio.

Marwan tragó saliva mientras miraba el uniforme de gala con charreteras y botones de oro. Otro hombre habría parecido estirado y pomposo, pero su rey tenía un aspecto envidiablemente elegante, su porte y su metro ochenta y cinco daban al uniforme un rango aristocrático que pocos podrían emular.

La capa que llevaba sobre los hombros completaba el atavío ceremonial para la boda del rey, encargada cuando cumplió veintiún años para la ocasión. Zufar al Khalia había sido una imponente figura desde la pubertad, pero aquel día resultaba majestuoso.

–Sí, Majestad –respondió el hombre con tono deferente.

Zufar tiró sobre el escritorio los guantes blancos que estaba a punto de ponerse cuando fue interrumpido y dio un paso adelante.

–¿Has visto a los dignatarios y jefes de Estado que se dirigen hacia el salón del trono en este mismo instante? ¿A los cincuenta mil ciudadanos que han acampado a las afueras de la capital durante días? ¿A los trescientos periodistas de todo el mundo que esperan transmitir la ceremonia por televisión?

Por supuesto, Majestad.

Zufar tomó aire e intentó calmarse. Si no lo hacía, acabaría sufriendo una apoplejía y, considerando que aquel era el día de su boda, eso sería muy poco sensato.

–Entonces, dime por qué crees que no serviría de mucho descubrir el paradero de mi prometida.

Marwan juntó las manos en un gesto de súplica que no hizo nada para calmar el mal humor de Zufar.

–Mil perdones, Majestad –se disculpó–. Solo he venido para decirle que podría haber un retraso. Tal vez deberíamos posponer la ceremonia…

–La ceremonia no va a posponerse. Encontraremos a mi prometida y la boda tendrá lugar como estaba programado.

–Majestad, los guardias y los criados han buscado por todas partes. Su prometida no está en el palacio.

Zufar empezaba a verlo todo rojo. El cuello de la camisa lo ahogaba, pero no exteriorizó su inquietud de ningún modo.

Él era el rey.

Desde su nacimiento, docenas de educadores, instructores y gobernantas se habían encargado de impartir interminables lecciones de decoro y protocolo, castigándolo cuando se saltaba las reglas. En cuanto a muestras de emoción, eso tenía como castigo una semana de destierro en el palacio de invierno del norte de Khalia, con montañas nevadas e interminables clases por toda compañía.

No, las muestras de emoción habían sido exclusivo patrimonio de su padre.

Zufar y sus hermanos habían vivido en estrictos internados en países extranjeros y durante las vacaciones, cuando les permitían volver al país, pasaban horas estudiando para convertirse en perfectos embajadores de la casa real de Khalia.

Eso lo había convertido en un hombre severo, contenido, pero en las raras ocasiones en las que perdía la paciencia, como aquel día, sus ayudantes se alejaban en cuanto les era posible.

Zufar se irguió, con sus ojos de color ámbar clavados en Marwan.

–Quiero ver a esa doncella. Quiero que me cuente lo que ha visto.

El hombre inclinó la cabeza.

–Por supuesto, Majestad.

En cuanto salió al pasillo, Zufar supo que ocurría algo. El personal del palacio corría de un lado a otro con expresión angustiada. Y, aunque era un gesto de respeto bajar la cabeza en presencia del rey, notó que todos ellos intentaban evitar su mirada.

La palpable tensión hizo que se le erizase el vello de la nuca. Era evidente que su boda estaba en peligro.

Como era costumbre en la región, los aposentos de las mujeres estaban separados de los aposentos de los hombres. Sus habitaciones estaban en el ala oeste del enorme palacio, edificado sobre el monte Jerra, pero llegó al ala este tan rápido como le fue posible.

Ignorando las reverencias de los empleados, se dirigió con expresión seria hacia la habitación que Amira, su prometida, había ocupado desde que llegó al palacio tres semanas antes para comenzar con los preparativos.

Era la hija del mejor amigo de su padre y la conocía desde que era niño, pero era más joven que él y lo encontraba intimidante hasta el punto de quedarse sin habla en muchas ocasiones. En realidad, Zufar no se había tomado gran interés por ella hasta que su padre le informó de que había llegado a un acuerdo con Feroz Ghalib, el padre de Amira, para que contrajesen matrimonio.

Incluso entonces, la boda le parecía algo distante, algo que ocurriría en el futuro, una unión acordada por otros. Solo era necesario encontrarse en un par de ocasiones para guardar las apariencias. Aun así, tomándose en serio su deber, intentó corroborar que ella no se veía forzada a un matrimonio que no deseaba. Sus garantías lo habían satisfecho y el informe médico confirmó que Amira podía tener los hijos que sellarían el acuerdo.

Aparte de eso no había pensado mucho en su prometida, aunque le había parecido algo distante la última vez que cenaron juntos. Pero Amira era amiga de su hermana y estaba seguro de que, si hubiese algún problema, Galila se lo habría contado.

Zufar frunció el ceño. Tal vez se le había pasado algo por alto.

La tarea de gobernar el país era su prioridad. Tenía que ser así tras el caos que había creado la repentina abdicación de su padre.

Pero no quería pensar en su padre aquel día. No quería pensar que el antiguo rey se había marchado al palacio de verano desde la muerte de su esposa y no había hablado con sus hijos durante meses. No quería pensar en las noches en vela o en los esfuerzos para mantener las riendas del gobierno que su padre había abandonado.

Aquel día exigía toda su atención. Su pueblo anhelaba una boda real y eso era lo que iba a darles.

Los guardias que custodiaban la suite Zafiro se apresuraron a abrir la puerta en cuanto lo vieron avanzar por el pasillo.

Zufar entró en la habitación y se detuvo al ver a unas mujeres evidentemente angustiadas. Dos de ellas lloraban histéricamente mientras la tercera, una mujer mayor, intentaba consolarlas.

–¿Cuál de ellas es? –preguntó.

Sorprendidas, las mujeres se volvieron hacia él para hacer una reverencia.

Marwan se acercó a la mayor y ella, nerviosa, señaló el dormitorio.

Zufar abrió la puerta sin esperar a que lo hiciesen los criados para entrar en la suntuosa cámara que había sido una vez el santuario de su madre.

No perdió el tiempo mirando los muebles y los objetos decorativos. No sabía qué objetos habían sido un tesoro para su madre. No sabía cuál era su libro preferido o si ponía allí sus flores favoritas porque nunca había podido entrar en esa habitación.

Su madre solo lo toleraba en público, delante de los fotógrafos, cuando fingía adoración para que lo viesen los demás y para disfrutar después mirando las fotografías en las revistas de sociedad. Aparte de eso, su madre nunca había tenido una palabra amable ni para él ni para sus hermanos.

Pero tampoco tenía tiempo para pensar en su madre, de modo que se concentró en la figura encogida al lado de la cama. Era tan delgada y menuda que casi no la vio. Llevaba un vestido apagado de color beis que le llegaba hasta los pies y que casi se confundía con los almohadones y las cortinas que decoraban la cama con dosel.

Cuando se dirigía hacia ella la oyó sollozar y contuvo una maldición. No le gustaban las mujeres débiles y menos las mujeres que lloraban.

Al verlo, la joven intentó apartarse de la cama, pero tropezó con los pliegues de su falda y cayó al suelo, a los pies de Zufar.

Impaciente, esperó a que se levantase, pero ella parecía tener un hipnótico interés por sus zapatos.

Zufar dio un paso adelante, esperando sacarla de ese estado de trance.

–¿Puedo sugerir que dejes la inspección de mis zapatos para otro momento? Cuando la reputación de mi reino no esté en juego, por ejemplo.

La joven, por fin, levantó la cabeza.

Su expresión era de abyecto terror. Tenía el rostro hinchado y enrojecido de tanto llorar y el ceño fruncido en un gesto de sorpresa. En realidad, era la muchacha menos atractiva que Zufar había visto nunca.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó, esperando que fuese capaz de formar una frase coherente.

Ella no respondió. Parecía aterrorizada.

–¿No has oído la pregunta de tu rey? –le espetó Marwan.

La joven tragó saliva, pero seguía sin decir palabra.

Zufar apretó los dientes. Un año de meticulosos planes estaba en peligro porque una criada llorona no era capaz de encontrar la voz. Pero era evidente que estaba asustada, de modo que tomó aire e intentó relajar su expresión. No habría conversación coherente con ella a menos que encontrase la forma de disipar sus miedos.

–Déjanos solos, Marwan –le ordenó.

–¿Está seguro, Majestad?

–Sí, márchate.

El hombre salió de la habitación y Zufar alargó una mano hacia la joven, pero ella la miró con gesto de recelo, como temiendo que fuese a golpearla, algo que él no haría jamás.

Parecía uno de los potrillos de su establo, los que exigían tiempo y paciencia para responder a sus órdenes. Salvo que aquel día no tenía ni lo uno ni lo otro. La ceremonia debía comenzar en menos de dos horas.

Levántate –le ordenó.

Ella tomó su mano por fin, pero una vez de pie la soltó como si la quemase.

No era una cría como había pensado. A juzgar por las curvas que se adivinaban bajo el insulso vestido, ya no era una adolescente. Le llegaba por la barbilla y tenía un rostro delicado.

Zufar miró su pecho de nuevo. Era solo su agitada respiración lo que llamaba su atención, se dijo. Nada más. Dio un paso atrás, con las manos a la espalda, y asumió el gesto de tranquilidad que siempre funcionaba con sus caballos.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó. Ella bajó la mirada y murmuró algo ininteligible–. Habla más alto.

La joven seguía mirando sus zapatos.

–Niesha Zalwani, Majestad.

Su voz era suave, algo ronca y tímida. Pero al menos estaban llegando a algún sitio.

–¿Cuál es tu trabajo aquí?

–Soy… era una simple criada hasta la semana pasada, cuando me incluyeron entre las doncellas de la señorita Amira.

–Mírame cuando me hables –le espetó Zufar. Por supuesto, la joven tardó una eternidad en levantar la cabeza–. ¿Dónde está Amira?

Ella abrió los labios, pero de nuevo parecía tener dificultades para respirar y Zufar tuvo que hacer un esfuerzo para no mirar sus pechos bajo el vestido.

–Se ha ido, Majestad.

–¿Dónde ha ido? –le preguntó él, con los dientes apretados.

–No lo sé, Majestad.

–¿Se ha ido sola?

La joven se aclaró la garganta.

–No, Majestad. Se fue con un hombre.

–¿Con un hombre? ¿Qué hombre?

–No me dijo su nombre, Majestad.

–¿Pero estás segura de que ese hombre se la llevó contra su voluntad?

La joven se mordió el labio inferior, llamando la atención de Zufar hacia la generosa curva de su boca.

Bueno, yo…

–Cuéntame qué pasó exactamente.

–Puede que me equivoque, Majestad, pero ella no parecía… en fin, no parecía irse contra su voluntad.

La posibilidad de que Amira lo hubiese dejado plantado por voluntad propia lo encolerizó. Pero no por él mismo sino por la decepción de su pueblo, por el caos que provocaría en el país.

–¿Amira dijo algo? ¿Él dijo algo que te hiciese creer…?

–Todo ocurrió muy rápido, pero… –la joven metió las manos en los pliegues de la falda y sacó un trozo de papel–. El hombre me pidió que le diese esto a la princesa Galila para que ella se lo diese a usted –le dijo, ofreciéndoselo con dedos temblorosos.

Zufar tomó el papel, con el sello de la casa real de Khalia.

Leyó el mensaje una vez. Y luego otra.

Dejando escapar una maldición, hizo una bola con el papel y se acercó a la ventana de la habitación. Ante él, vio los jardines del palacio bañados por el sol y el zumbido de la multitud expectante. Miles de emocionados ciudadanos y turistas habían ido a Khalia especialmente para la ocasión, esperando una boda de cuento de hadas. Su rey iba a casarse con la mujer que había elegido como reina. Todo el país se había contagiado de la fiebre de la boda durante meses.

¡Solo para que el bastardo de su hermanastro sedujese y secuestrase a su prometida el día de la ceremonia!

Tal vez la emoción que se mezclaba con su furia era alivio, pero no podía pensar en eso porque tenía que enfrentarse con un problema monumental. Aparte de la humillación de anunciar que su prometida lo había dejado plantado, el acuerdo con la familia Ghalib tenía muchas ventajas económicas para Khalia.

Tenía que encontrar a Amira y confirmar por sí mismo que su hermanastro decía la verdad.

Pero ¿cómo iba a hacerlo si no sabía dónde estaba? El informe que había reunido sobre Adir tras su sorprendente aparición en el palacio durante el funeral de su madre había revelado que no tenía domicilio conocido. Vivía en su reino del desierto, entre las tribus beduinas. Y aunque conociese su paradero no tendría tiempo de ir a buscarlo. Por supuesto, ese había sido el plan de Adir, esa era su venganza. Su hermanastro sabía que llevarse a Amira el día de su boda sería más humillante para él.

Pero Zufar no iba a darle una victoria.

–¿Cuándo se fueron?

La joven tragó saliva de nuevo.

–La dejé sola unos diez minutos –respondió la joven con voz temblorosa–. Había ido a buscar las joyas reales cuando oí ruidos en la habitación.

–Entonces, ¿los viste salir del palacio?

–Sí.

–¿Y estás segura de que él no se la llevó a la fuerza?

–Ella… no parecía asustada o angustiada, Majestad. Al contrario, parecía irse con él por propia voluntad.

–¿Cómo se fueron?

La joven señaló la ventana.

Zufar apretó los dientes. Al otro lado del cristal solo había enredaderas. Claro que eran lo bastante robustas como para sujetar a un caballo, pero ¿de verdad el bárbaro de su hermanastro había sacado de allí a su prometida saltando desde la ventana de un segundo piso?

–¿Los vio alguien más?

–Solo la princesa Galila, pero estaban a punto de saltar por la ventana cuando ella entró en la habitación.

¿Galila lo había visto? ¿Y por qué no le había dicho nada?

¿Habría intentado detenerlos sin éxito y temía contárselo?

–¿Cuánto tiempo tardaste en dar la alarma?

La joven lo miró con expresión culpable, temblando.

¿Segundos, minutos? –insistió él.

–Lo siento, yo… al principio pensé que se trataba de una broma.

–No lo era y que tú no dieses la alarma a tiempo podría haberlos ayudado en su huida –dijo Zufar.

La joven se encogió aún más y él apretó los labios en un gesto de rabia. Pensar en el escándalo que provocaría tal revelación hacía que lo viese todo rojo, pero se guardó la nota en el bolsillo e intentó no pensar en el insulto de Adir contra la corona. Se encargaría de su hermanastro más tarde. Por el momento, tenía que encontrar una solución provisional, una solución que no incluyese cancelar la boda.

El vestido que debería haber llevado su prometida estaba colgado en un maniquí, con los zapatos de tacón asomando por debajo.

Zufar hizo una lista mental de las candidatas que le habían sido presentadas. Como en la mayoría de los matrimonios reales, aunque una de las candidatas fuese en principio la elegida, siempre había otras en caso de cualquier contingencia.

Tres de esas candidatas estaban en el palacio en ese momento, descartadas como esposas del rey y convertidas en invitadas especiales. ¿Podría casarse con una de ellas?

Zufar torció el gesto.

No había forma de hacerlo sin anunciar al mundo entero que su prometida lo había dejado plantado y eso crearía un frenesí de rumores del que los medios de comunicación se nutrirían durante años.

le preguntó.

La joven tragó saliva.

–Veinticinco, Majestad.

Zufar la miró en silencio durante un largo minuto y después asintió bruscamente. Necesitaba una solución y la había encontrado.

–¿Estás casada?

La joven se puso colorada.

–No, Majestad, no estoy casada.

–¿Estás comprometida con alguien?

–No.

Zufar estaba a punto de pedirle que lo mirase a los ojos, pero el tiempo se le escapaba de las manos. La joven era más o menos de la misma talla que Amira, tal vez un poco más voluptuosa que su antigua prometida. Su estatura también era similar, como el color de su piel.

Por supuesto, el porte de Amira era más elegante que el de aquella doncella. Después de todo, había estudiado en el internado más exclusivo de Suiza con el único propósito de convertirse en reina algún día.

Pero él no necesitaba una pulida joya, solo una joven más o menos presentable que se hiciera pasar por su prometida hasta que pudiese resolver la situación y evitar el escándalo.

–Ven aquí –le dijo, colocándose al lado del maniquí. Ella lo miró de nuevo como un conejillo cegado por los faros de un coche y Zufar intentó contener su irritación–. Sé que no eres sorda, ven aquí –insistió.

Había tomado una decisión y no podía permitir que lágrimas y pataletas retrasasen la ceremonia.

Por fin, ella dio un paso adelante y Zufar vio que sus ojos eran de color amatista, no marrones como había pensado, y que sus pestañas eran extraordinariamente largas. Sus labios formaban un arco perfecto y, si algún día era capaz de sonreír, incluso podrían resultar atrayentes.

Cuando bajó la mirada hacia su cuello experimentó cierta sorpresa al ver la delicada curva de sus hombros, lo perfectas que eran sus clavículas y su piel.

No, no era un diamante, pero tal vez no era tan poco atractiva como había pensado. Un diamante en bruto, pensó, al ver que no sabía qué hacer con las manos.

Cálmate, mujer –le ordenó.

No quería que se desmayase antes de conseguir su objetivo.

En ese momento, Marwan entró en la habitación, seguido de un grupo de ayudantes.

–¿Alguna noticia, Majestad? ¿Esta joven le ha dado alguna pista?

–Me temo que eso ya no tiene importancia –respondió Zufar.

En realidad, la desaparición de Amira no le dolía tanto como debería. Era el insulto de su hermanastro lo que más le exasperaba.

–¿Eso significa que hay que cancelar la ceremonia?

Zufar miró a la joven, que estaba inmóvil como una estatua de sal. El ramo de novia ocuparía sus nerviosas manos, el velo ocultaría su rostro y los zapatos de tacón corregirían su postura.

Aparte de eso, nada más importaba por el momento.

–No vamos a cancelar la ceremonia –respondió–. Pienso casarme dentro de dos horas como estaba previsto. Niesha Zalwani será mi esposa y todos los que están en esta habitación se encargarán de que mis deseos se cumplan.